Loreto abrió la puerta de su casa. No tuvo que llamar. Su madre apareció al momento, saliendo de la sala.
– ¿Cómo está Luciana?
– Quiere vivir -dijo suavemente ella.
– Pero… -la mujer pareció no entender el significado de sus palabras.
– Mamá.
La abrazó, con fuerza, a pesar de su debilidad. Detrás de las dos apareció su padre. Tampoco él pareció entender qué sucedía.
– Loreto, ¿qué te pasa? -quiso saber su madre.
– Estoy enferma, mamá, pero quiero curarme.
Era la primera vez que lo decía en voz alta. Los psiquiatras se lo habían dicho decenas de veces: todo terminaba con la aceptación de la enfermedad por su parte. Ése era el primer paso.
– Loreto…
– Yo también quiero vivir -suspiró su hija-. Ayudadme, por favor.
Continuaban abrazadas, así que la mujer no pudo ver su cara, inundada de dolorosa pero firme paz. Su padre en cambio sí la vio. Él las abrazó a las dos.
Entonces Loreto cerró los ojos, y su mente volvió junto a Luciana.
Libre.
Su voz seguía allí.