A pesar de que el sol acababa de despuntar más allá de la ciudad, la mujer ya estaba en pie, como cada mañana, por costumbre. Estaba cerca del teléfono, en la cocina, preparándose su primer café. Debido a ello pudo coger el auricular antes de que su zumbido despertara a todos los demás.
No le gustaban las llamadas intempestivas. La última había sido para decirle lo de su madre.
– ¿Sí? -contuvo la respiración.
– ¿Señora Sanz?
– ¿Quién llama?
– Soy Cinta, la amiga de Loreto.
– ¿Cinta? Pero hija, ¿sabes qué hora es?
– Es que ha pasado algo y creo que Loreto debería saberlo.
– Está dormida.
– Es algo… importante, señora.
– Será todo lo importante que tú quieras, pero en su estado no pienso robarle ni un minuto de sueño. Dime lo que sea y cuando se despierte se lo digo.
Hubo una pausa al otro lado del hilo telefónico.
– Es que… -vaciló Cinta.
– ¿Qué ha sucedido?
– Se trata de Luciana -suspiró finalmente Cinta-. Estamos en el hospital, en el Clínico.
– ¡Dios mío! ¿Un accidente?
– No, no señora. Que le ha sentado mal algo.
– ¿Y quieres que Loreto vaya ahí tal y como está ella?
– Yo sólo he pensado que tenía que saberlo.
– ¿Qué es lo que ha tomado?
– Una… pastilla.
– Drogas?
– No exactamente, bueno… no sabría decirle -se le notaba nerviosa y con ganas de terminar cuanto antes-. ¿Le dirá lo que ha sucedido cuando despierte?
– Sí, claro -la mujer cerró los ojos.
– ¿Cómo está ella?
– Lleva un par de días mejor.
– ¿Come?
– Lo intenta.
– Está bien. Gracias, señora Sanz -se despidió Cinta.
Colgó dejando a la madre de Loreto todavía con el auricular en la mano.