Cinta, Santi y Máximo no se movían desde hacía ya unos minutos. Era como si no se atrevieran. Sólo de vez en cuando los ojos de alguno de ellos se dirigían hacia la puerta, por la que había desaparecido el último de los médicos, o buscaban el apoyo de los demás, apoyo que era hurtado al instante, como si por alguna extraña razón no quisieran verse ni reconocerse.
– ¿Por qué a mí no me ha pasado nada?
Había formulado la pregunta media docena de veces, y como las anteriores, Cinta no tuvo respuesta.
– Yo también estoy bien -dijo Máximo.
– Dejadlo, ¿vale? -pidió Santi.
– ¿Qué vamos a…?
La pregunta de Cinta murió antes de formularla. Desde que había empezado todo, los nervios se mantenían a flor de piel, pero aún adormecidos, o mejor dicho atontados, a causa del estallido de la situación. Ahora empezaban a aflorar plenamente.
Fue Santi el primero en reaccionar, y lo hizo para sentarse al lado de ella. La rodeó con un brazo y la atrajo suavemente hacia sí. Después la besó en la frente. Cinta se dejó arrastrar y apoyó la cabeza en él. Luego cerró los ojos.
Comenzó a llorar suavemente.
– Ha sido un accidente -suspiró Santi con un hilo de voz.
Máximo hundió su cabeza entre sus manos.
Cinta se desahogó sólo unos segundos. Acabó mordiéndose el labio inferior. Sin desprenderse del amparo protector de Santi, pronunció el nombre que todos tenían en ese mismo instante en la mente.
– Deberíamos llamar a Eloy.
Se produjo un silencio expectante.
Nadie se movió.
– Y también a Loreto -terminó diciendo Cinta.
Santi suspiró.
Pero fue Máximo el que resumió la situación con un rotundo y expresivo:
– ¡Joder!