Cinta sintió la mano de Santi en su muslo desnudo, y rápidamente movió la suya para detener su avance.
– Ya vale -dijo con escueta sequedad.
Santi no le hizo caso. Siguió recorriendo su piel, en sentido ascendente, tratando de vencer la oposición de la mano de ella.
– ¡Estáte quieto!, ¿quieres? -acabó gritando Cinta mientras se daba la vuelta en la cama, furiosa.
– Mujer… -se defendió él.
– ¡Has dicho que sólo querías echarte un rato!
– Es que al verte así…
– ¡Pues cierra los ojos, o date la vuelta!
– Ya.
Cinta se acodó con un brazo y le miró presa de una fuerte rabia.
– ¿Serías capaz de hacerlo, ahora? -le preguntó.
– ¿Por qué no?
– ¿Con Luciana en el hospital, en coma?
– Precisamente por eso necesito…
– Eres un cerdo -le espetó su novia.
– No soy un cerdo.
Cinta volvió a darle la espalda. Hizo algo más: se apartó de él, colocándose prácticamente en el filo de la cama. A través de la penumbra Santi vio sus formas suaves, su belleza juvenil, todo cuanto encerraba en su cuerpo.
Tan cerca, y, de pronto, tan lejos.
– Vale, perdona -dijo. No hubo respuesta. -He dicho que lo siento.
El mismo silencio.
Roto apenas unos segundos después por el ahogado llanto de ella.
Aunque sabía que no era por él.
Era como si Luciana estuviese allí, entre ellos, y también en sus mentes.