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(Negras: Torre g1)

Loreto sentía el peso de una enorme conmoción sacudiéndola de arriba abajo.

Ni siquiera lo entendía.

Creía que ver a Luciana allí, en aquel estado, sería tanto como renunciar a la salvación final, porque si Luciana, tan fuerte, tan distinta, sucumbía, ¿qué esperanzas tenía ella? Y sin embargo…

La mano de Luciana entre las suyas, aún caliente. La vida que fluía de ese contacto a pesar de todo. El aliento de una lucha soterrada, silenciosa, como si pese al coma su amiga le hubiese hablado.

Había creído oír aquella voz, su voz.

Muy dentro de sí misma.

Un extraño efecto.

Y una consecuencia sorprendente, por su fuerza demoledora.

Quería vivir, vivir, vivir…

Como Luciana.

– ¿Echo por el paseo o doy la vuelta?

El taxista no la arrancó de su abstracción.

– Da lo mismo -dijo.

El hombre se encogió de hombros. Le bastó con volver a mirarla para que evitara hablarle de lo que iba a hacer y por qué. Su pasajera parecía obnubilada.

Lo estaba.

Loreto pensó en su pequeña victoria de hacía un rato, cuando se venció a sí misma para no vomitar. Ése había sido realmente el primer paso. Y lo hizo por Luciana.

Aunque eso fuese ya lo de menos.

Lo importante es que lo había hecho.

– Luciana… -musitó.

– ¿Decía usted algo, señorita?

– No, no, nada.

Se sentía tan distinta…

Algo tan simple como no vomitar.

Tan y tan distinta.

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