Al entrar por la puerta, todo cambió. Ella, la mujer que estaba detrás del pequeño mostrador, se puso en pie de un salto. Su camiseta ajustada, a pesar de que le sobraban bastantes kilos, era tan roja como el cuadro de una imaginaria costa que presidía la rudimentaria recepción. Poli se sintió por un momento como si estuviese delante de un gran semáforo en movimiento.
– ¡Poli! ¡Poli! ¡Ay, menos mal que has llegado!-le disparó a bocajarro la mujer-. ¡Acaba de llamar una, llorando, histérica, gritando que ella no quería, pero que…!
– Espera, espera -intentó contenerla-. ¿Quién ha llamado?
– ¿Qué más da? -casi le gritó saliendo de detrás del mostrador de recepción de la pensión-. ¡El caso es que debes largarte cuanto antes! ¡Pueden llegar de un momento a otro!
– ¿Quién?
– ¡La policía!, ¿quién va a ser, maldita sea? -le empujó hacia la puerta-. ¡Están en camino! ¡Un tal Espina, o Espinosa, no recuerdo bien! ¡Yo te guardaré tus cosas, tranquilo!
Poli García ya no luchó contra la desaforada masa de nervios que le sacaba a empujones del lugar. Por puro instinto de supervivencia miró hacia la calle, como si esperase ver aparecer el coche de la policía de un momento a otro. Luego miró hacia arriba, donde también de forma real, pero imaginaria para él, debía hallarse el descanso discreto que formaban las cuatro paredes de su habitación.
Ella tenía razón. Si subía a por algo se arriesgaba a verse atrapado.
No quedaba tiempo.
– ¡Mierda, Eulalia, mierda! -gritó a modo de exclamación.
– ¡Lárgate ya! -le apremió en la calle-. ¡Telefonéame antes de volver! ¡Si digo tu nombre, es que no hay moros en la costa, pero si no lo digo, es que hay problemas!, ¿vale?
– ¡Te debo una! -le gritó él antes de echar a correr.
– ¡Ay, Dios, Dios! -le despidió la voz y el gesto dramático de la Eulalia antes de que desapareciera y exclamase más bien para sí misma, igual que una madre preocupada-: ¡A saber en qué líos te habrás metido ahora, hombre!