Al salir del ascensor y asomarse al portal, se encontró con la portera, que no ocultó su alegría al verla.
– ¡Loreto, hija!
– Hola, señora Carmen.
– ¿Cómo estás? ¡Tienes mucho mejor aspecto!
Mentía, pero no era una mujer chismosa. A lo sumo, como cualquier vecina de las que la conocían de toda la vida. Pasó por su lado dispuesta a no darle palique.
– Sí, estoy muy bien -afirmó ella.
– ¿De paseo?
– Hace muy buena tarde, ¿verdad?
– Muy buena, y todavía no hace nada de calor. Se está muy bien.
– Bueno, adiós.
Salió a la calle, sin detenerse. Sabía que sus padres estarían asomados al balcón, mirándola, así que no se le ocurrió levantar la cabeza. Lo único que hizo fue llegar a la calzada y mirar a derecha e izquierda, por si veía un taxi.
Luego caminó hacia la izquierda, en dirección a la avenida.
A mitad de camino las vio.
Una era una mujer de mediana edad, obesa, mejor dicho, gorda, absoluta y rematadamente gorda, sin medias tintas, de las que medía el doble de ancho que de alto, con unos brazos rollizos, unas piernas enormes, un vientre abultado y dos gigantescos senos que semejaban globos de carne aposentados en él. La otra podía ser su hija, o una amiga, porque era más joven, mucho más joven, pero estaba igualmente gorda para sus años, con la diferencia de que, a causa de ellos, lucía un espléndido escote, sin complejos.
Lo más curioso era que iban por la calle comiéndose un fantástico helado.
Y riendo.
Reían sin parar, abriendo la boca, ofreciendo toda su abundante felicidad a los que, como ella, las miraban por la calle.
Loreto las vio pasar, alejarse, darle lametones al helado, reírse.
Como si tal cosa.
Felices.
Ella, con sólo un par de kilos de más, había empezado sus regímenes a los trece años, y ése fue el comienzo, el detonante. Después, las frustraciones, la culpabilidad, el progresivo hundimiento de su ánimo, el hallazgo de los vómitos como remedio para su hambre, las ganas de morirse, el delicado equilibrio de todo un mundo que acabó convergiendo exclusivamente en sí misma y en sus dos únicas acciones, comer y devolver, y así, el inexorable declinar hacia el abismo.
Apartó esos recuerdos de su mente. Y le dio la espalda a las dos mujeres obesas.
Ahora sólo contaba Luciana.
Tenía que verla.
Saber.
Era como si el futuro se concentrara de pronto en ese punto inmediato, y en nada más.
Levantó una mano al ver el primer taxi con la luz verde iluminada en la capota.
– ¡Taxi!
Y cuando se metió en él, casi sin darse cuenta, sí miró un instante a su casa, al balcón de su piso. Lo justo para ver a su padre y a su madre allí, quietos, observando sus movimientos con atención, como hacían a cada momento fingiendo no hacerlo desde que la crisis había sido ya tan irremediable que el desenlace parecía aterradoramente próximo.