Cinta y Santi se apoyaban en la pared, cerca de la puerta. Hacía rato que habían dejado de mirar en dirección al interior de la discoteca. Su atención se centraba más en quienes entraban o salían, incluso en su aspecto, si llevaban algo en las manos, como si esperasen ver una pastilla recién comprada. No había ni rastro de Máximo ni de Eloy.
– Ese tío no viene -dijo él.
– O ya se ha ido -arguyó ella.
Cinta giró la cabeza hacia el otro lado.
Y se encontró con el tumulto.
Tan próximo a ella que ya lo tenía encima.
Un hombre corriendo hacia la puerta, vagamente familiar, aunque la noche pasada apenas si le había lanzado una ojeada. Y detrás, a unos metros que eran como una enorme distancia, Eloy primero, y Máximo después.
Reaccionó demasiado tarde, barrida por el viento de la sorpresa.
– ¡Santi!
Cuando su novio se movió, ya no pudo impedir que el camello lo atropellara, empujándole sin miramientos. Cayó hacia atrás, y, al intentar sujetarse, arrastró a la desguarnecida Cinta con él.
– ¡Se escapa! ¡Se escapa! -chilló la muchacha.
El camello salía por la puerta cuando ellos todavía estaban en el suelo y los otros dos a demasiada distancia como para impedirlo.