Vicente Espinós aparcó el coche sobre la acera directamente, y bajó de él sin prisa. No cerró la puerta con llave. Sólo un idiota se lo robaría, a pesar de no llevar ningún distintivo que indicase que era un coche policial. Luego salvó la breve distancia que le separaba de la entrada de la pensión Ágata.
No había nadie dentro, pero no tuvo que esperar demasiado. Un hombre calvo, bajito, con una camiseta sudada, apareció de detrás de una cortina hecha con clips unidos unos a otros. Su ánimo decreció al verlo y reconocerlo.
– Hola, Benito -le saludó el policía.
– Hola, inspector, ¿qué le trae por aquí?
No había alegría ni efusividad en su voz, sólo respeto, y un vano intento de parecer tranquilo, distendido.
– Busco al Mosca.
– Moscas tenemos muchas…
– Benito, que no tengo el día.
– Perdone, inspector.
Por la cortina apareció alguien más, una mujer, entrada en años, pero aún carnosa y sugestiva. Iba muy ceñida, luciendo sus caducos encantos. Le sacaba toda la cabeza al calvo.
– ¡Inspector! -cantó con apariencia feliz.
– Hola, Ágata -la saludó él.
– Está buscando al Mosca -la informó Benito.
– El bueno de Policarpo -suspiró la mujer-. ¿En qué lío se ha metido ahora, inspector?
– Sólo quiero hablarle de un par de cosas, nada importante.
– Pues tendrá que buscar en otra parte -dijo Ágata.
– Se marchó hace dos meses -concluyó Benito.
– ¿Adónde?
– ¿Quién lo sabe? -fingió indiferencia ella-. Ésta es una pensión familiar, y barata. Cuando algunos ganan un poco de dinero, siempre intentan buscar algo que creen que es mejor.
– El mundo está lleno de desagradecidos -apostilló el hombre.
– ¿Trincó pasta el Mosca?
– Yo no he dicho eso -se defendió Ágata-, pero como se marchó de aquí…
– Haced memoria o llamo a Sanidad o a alguien parecido.
– ¡Hombre, inspector!
– ¡Que tampoco es eso!
No lo conmovieron, así que decidieron lo más práctico.
– Lo único que sabemos es que se veía con la Loles, ¿la conoce? Una del Laberinto.
– Sé quién es -asintió Vicente Espinós.
– Bueno, pues me alegro -manifestó la mujer.
El policía los miró de hito en hito. Formaban una extraña pareja. Y llevaban treinta años casados. Otros se divorciaban a la más mínima. Luego se dio media vuelta.
– Si lo veis…
– Lo llamamos, inspector, descuide. No faltaría más.
No lo harían, pero eso era lo de menos.