Cuando iba de regreso a casa, un Cabury blanco salió de la aglomeración del tráfico matinal y se colocó a escasos centímetros de él. Una ráfaga de movimiento le hizo fijarse en el asiento trasero del coche. Una niña de vestid amarillo reñía el rostro aplastado contra el cristal en un intento de asustar a los inductores cercanos.
Tim la observó y la cría aplastó la nariz contra el vidrio como una lechoncilla, se puso bizca y sacó la lengua. Luego fingió hurgarse la nariz y su madre dirigió a Tim una mirada de disculpa.
El coche permanecía más o menos a su altura, avanzando y frenando a la par. Intentó centrarse en la carretera, pero el movimiento de la niña y su vestido de color llamativo le obligaron a mirarla otra vez. Al ver que había llamado la atención de Tim de nuevo, la niña se recogió el cabello rubio en dos coletas a lo Pippi Calzaslargas y rió con la boca abierta de par en par, sin el menor recato, como sólo son capaces de reír los niños. Cuando miró a Tim a la espera de su reacción, le cambió el gesto de repente. La sonrisa mermó y acabó por desaparecer, sustituida por una expresión incómoda. Se dejó caer en el asiento y desapareció de la vista de Tim salvo por la coronilla.
Para cuando llegó a casa, Tim tenía manchas de sudor en la camisa. Entró y lanzó la chaqueta encima de una de las sillas de la cocina. Dray veía las noticias en el televisor sentada en el sofá. Se volvió, lo miró y dijo:
– Oh, no.
Tim se acercó y tomó asiento a su lado. Como era de esperar, Melissa Yueh, la vivaracha presentadora del noticiario de KCOM, había abordado el asunto del tiroteo. Un gráfico de una pistola apareció en la esquina superior derecha de la pantalla, delante de una silueta sombreada de dos manos en el momento de entrar en contacto, el logotipo personal de Tim. Debajo se leía en letras mayúsculas: MATANZA EN EL HOTEL MARTÍ A DOMEZ.
– ¿Tan mal ha ido? -preguntó Dray.
– Quieren filtrar el bulo de que sigo una terapia para controlar la ira y luego ponerme detrás de una mesa hasta que escampe la tormenta. Así pueden cubrirse las espaldas sin reconocerse responsables ni admitir culpabilidad alguna.
Dray tendió el brazo y le puso una mano en la mejilla, un gesto que a Tim le resultó cálido y le supuso un inmenso consuelo.
– Que les den -exclamó ella.
– He dimitido -anunció Tim.
– Claro. Me alegro.
Apareció en pantalla un atractivo periodista afroamericano que pedía a los viandantes sus impresiones sobre el tiroteo. Un individuo obeso con perilla escasa y una gorra de los Dodgers vuelta del revés -el hombre de a pie arquetípico para la audiencia en esa franja horaria- ofreció su opinión encantado:
– A mi modo de ver, un tipo que huye de la poli así se merece que le peguen un tiro. Mira, tío, cuando se trata de traficantes de droga y de asesinos de polis, estoy a favor de ejecutarlos antes de que el juez dicte sentencia. Espero que ese agente judicial salga bien parado.
Estupendo, pensó Tim.
A continuación, una mujer con los ojos pintados de un intenso tono verde añadió:
– Nuestros hijos estarán más seguros si quitan de en medio a esos traficantes. Me da igual lo que haga la policía para librarse de ellos, siempre y cuando desaparezcan.
– Fíjate en esa gente -dijo Tim-. No tienen ni idea de lo que está en juego. -La amargura de su voz lo sorprendió.
Dray volvió la mirada hacia él.
– Al menos cuentas con algún que otro aliado.
– Con aliados así, no hace falta tener enemigos.
– Es posible que no sea gente muy educada, pero, por lo visto, saben lo que es la justicia.
– Sin embargo, no tienen ni idea de lo que es la ley.
Ella cambió de postura en el sofá y cruzó los brazos a la altura del pecho.
– Estás convencido de que la ley equivale a la justicia, pero no es así. Hay grietas y fisuras, vacíos y tergiversaciones. Están las relaciones públicas, las apariencias, los favores personales y las cagadas que salpican a quien menos lo merece. Fíjate en lo que te ha ocurrido a ti. ¿Eso es justicia? Pues claro que no, joder. Se trata de una enorme maquinaria de limpieza que avanza pese a quien pese y te aplasta a su paso. Mira lo que ocurrió con la investigación de la muerte de Ginny. Nunca llegaremos a saber lo que ocurrió en realidad, quién estuvo involucrado.
– Así que estás cabreada conmigo porque…
– Porque mi hija fue asesinada…
– Nuestra hija -matizó Tim.
– Y tú estuviste en posición… tuviste una oportunidad única… de hacer justicia. En vez de eso, te ceñiste a la ley.
– Se hará justicia. Mañana.
– ¿Y si no lo ejecutan? -aventuró Dray.
– Entonces pasará el resto de su vida en la cárcel.
Dray tenía la cara enrojecida y una expresión tan intensa que daba miedo. Se dio un puñetazo en la palma de la mano.
– Quiero verlo muerto.
– Y yo quiero que cante, que diga lo que ocurrió en realidad cuando testifique. Así sabremos si queda alguien suelto, algún otro responsable de la muerte de nuestra hija.
– Si te hubieras limitado a pegarle un tiro en vez de preguntarle, ahora no tendríamos que soportar la carga de ese misterio, de esa duda, lis horrible. Es horrible no saberlo con seguridad y sospechar que hay algún otro, alguien a quien quizá conozcamos, o a quien podríamos ver en la calle sin llegar a suponer…
A Dray se le arrugó la cara y Tim se adelantó para abrazarla; sin embargo, ella lo apartó. Se puso en pie para dirigirse al dormitorio, pero se detuvo en el umbral. La voz le salió ronca y cascada, cuando habló:
– Lamento lo de tu trabajo.
Tim asintió.
– Y ya sé que era algo más que un trabajo.
La lluvia de primera hora de la mañana había amainado dejando a su paso un calor húmedo y sofocante que impregnaba el Palacio de Justicia. A Tim le palpitaban las sienes de agotamiento y estrés. Había pasado la noche agitado en el sofá en una suerte de duermevela, reconcomido por la frustración que le había provocado el interrogatorio sobre el tiroteo y obsesionado con la vista que estaba a punto de celebrarse. Recordó a la niña del Camry con sus brazos pálidos y delicados; el rostro de Ginny en el depósito de cadáveres en el momento de retirar la sábana. El mechón de pelo atrapado en la comisura de la boca. La uña que habían encontrado en el escenario del crimen, rota en el acto desesperado de arañar o arrastrarse.
Su mente se había tornado un terreno hostil, traicionero. Cada vez le quedaba menos espacio en el que habitar a sus anchas.
Dray estaba sentada a su lado, inclinada hacia delante en una postura rígida, con los brazos cruzados en el respaldo del banco delante de sí. Llegaron temprano y se sentaron en la última fila, colmados de un temor que no habían llegado a expresar. Cuando Kindell entró, conducido por un joven agente judicial y el desgarbado defensor de oficio, a Tim le pareció que no tenía un aspecto tan amenazador ni repugnante como recordaba, algo que lo decepcionó. Como la mayoría de los estadounidenses, prefería ver una encarnación inequívoca del mal.
La fiscal del distrito, una mujer avispada y bien parecida de poco más de treinta años, se había sentado con Tim y Dray unos momentos antes de que comenzase la vista preliminar para darles el pésame una vez más y tranquilizarlos en la medida de lo posible. No, no iba a abordar la posibilidad de que hubiera un cómplice, porque de ese modo Kindell podría ver reducida su sentencia. Sí, iba a arreglárselas para enchironar a Kindell.
A pesar de tener un nombre más bien mojigato -Constance Delaney- era una fiscal feroz con un historial intachable. Comenzó con fuerza y se opuso a la petición de que se redujera la cuantiosa fianza establecida en la vista incoatoria. Examinó detenidamente al agente Fowler con el fin de establecer causas probables para que el caso llegara a juicio, aunque tuvo buen cuidado en todo momento de no delatar su estrategia. Fowler habló con toda claridad y sin que diera la impresión de que lo hubieran preparado previamente. Omitió hacer referencia alguna a la presencia de Tim y Oso en casa de Kindell sin que llegara a constar en acta nada susceptible de ser contradicho con posterioridad. No salió a colación la demora del equipo forense al acudir al escenario del crimen.
Kindell permaneció erguido y siguió con atención el acto procesal columpiando la mirada entre Delaney y Fowler.
Los acontecimientos no se precipitaron hasta el contrainterrogatorio.
– Y, naturalmente, tenían una orden para registrar la propiedad del señor Kindell, ¿no es así? -El defensor de oficio se acercó arrastrando los pies hasta el banquillo del testigo con un haz de páginas de cuaderno amarillas en la mano. Delaney garabateó unas notas con la barbilla apoyada en el puño.
– No. Llamamos a la puerta y nos presentamos. Le preguntamos si podíamos echar un vistazo. Nos autorizó de palabra a que registráramos la zona.
– Ya veo. Y fue entonces cuando descubrieron… -El letrado rebuscó un dato en las hojas de papel; finalmente, prosiguió-: Descubrieron la sierra, los trapos manchados con lo que más tarde se identificó como sangre de la víctima y las llantas con un relieve que coincidía con el hallado en el escenario del crimen, ¿no? -Sí.
– ¿Descubrieron todo eso después de que les autorizara a registrar su propiedad? -Sí.
– ¿Sin orden de registro?
– Tal como he dicho…
– Diga sólo sí o no, agente Fowler, por favor. -Sí.
– ¿Y luego procedieron a la detención? -Sí.
– ¿No le cabe la menor duda de que leyeron sus derechos al señor Kindell?
– Estoy completamente seguro.
– ¿Y eso fue antes o después de que esposaran al señor Kindell?
– Supongo que durante.
– ¿Supone? -El abogado defensor dejó caer unas hojas y se agachó para recogerlas. Tim empezaba a sospechar que su numerito del letrado patoso no era más que eso.
– Le leí sus derechos mientras lo esposaba -dijo Fowler.
– ¿De modo que no estaban cara a cara?
– Todo el rato no. Lo tenía de espaldas. Por lo general, esposamos a los sospechosos por detrás.
– Ajá. -El abogado tamborileó con el lápiz sobre su labio superior-. ¿Está usted al tanto, agente Fowler, de que mi cliente es legalmente sordo?
A Delaney se le resbaló la mano de la cara y el manotazo que propinó en la mesa quebró el absoluto silencio del tribunal superior. La juez Everston, una mujercilla de casi setenta años con la cara arrugada, se erizó bajo su negra toga igual que si acabara de recibir una descarga eléctrica. Dray se tapó la boca con tanta fuerza que sus uñas le dejaron marcas rojas en la mejilla.
Fowler se puso rígido.
– No. No lo es. Entendió todo lo que le dijimos.
Tim, con el estómago revuelto, recordó la voz insegura de Kindell, su cadencia desequilibrada. Sólo respondía cuando le hablaban directamente y cuando veía los labios de quien preguntaba. Tim notó una opresión dolorosa en el pecho, como si estuviera apresado en un torno.
El defensor de oficio se volvió hacia la juez Everston.
– El señor Kindell se quedó sordo hace nueve meses a causa de una explosión industrial. El médico que lo lleva está en el pasillo y estoy preparado para llamarlo a declarar y que testifique que mi cliente está legalmente sordo. Tengo además dos informes auditivos del todo independientes que demuestran que estamos hablando de sordera bilateral. -Levantó un sobre de papel manila del que cayeron los documentos que contenía; acto seguido los recogió y se los entregó a la juez.
– Protesto, señoría -dijo Delaney, cuya voz carecía de la confianza habitual. Los informes son meras conjeturas.
– Señoría, puesto que esos informes han sido entregados directamente al tribunal por expertos en medicina del hospital USC del condado en virtud de una citación, constituyen, en tanto que documentos oficiales, excepciones a la norma de las pruebas por referencia o conjeturas.
Delaney tomó asiento mientras la juez Everston revisaba el expediente con expresión ceñuda.
– El señor Kindell puede leer los labios, señoría, aunque sólo mínimamente; nunca le ha instruido un profesional al respecto. Si lo estaban esposando mientras le leían los derechos, tenía que estar de espaldas a la boca del agente Fowler. Está claro que, si tenía alguna posibilidad de entender sus derechos, quedó eliminada. Confesó sin tener una idea clara de cuáles eran sus derechos.
Delaney metió baza.
– Señoría, si estos agentes actuaron de buena fe…
La juez Everston la interrumpió con un simple gesto de la mano.
– No me venga con eso de la «buena fe», señora Delaney. -La juez cerró la boca y aparecieron arrugas en sus labios-. Si el señor Kindell es sordo, tal como ha asegurado su abogado, está claro que hay un problema en lo que se refiere a la comprensión de sus derechos.
El letrado defensor se puso levemente de puntillas.
– Además, la defensa solicita que se eliminen todas las pruebas halladas en casa de mi cliente, porque el registro se llevó a cabo sin tener en cuenta la Cuarta Enmienda.
La voz de Dray, débil y tensa, escapó por debajo de la mano con la que se tapaba la boca.
– Ay, Dios -murmuró.
Delaney se puso en pie.
– Por mucho que el acusado esté legalmente sordo, bien pudo dar su consentimiento al registro, y por tanto no deben eliminarse las pruebas.
– Mi cliente es sordo, señoría. ¿Cómo iba a dar su consentimiento de forma voluntaria para que registraran su casa y se incautaran de pruebas si ni siquiera oía lo que le decían?
Kindell se volvió y estiró el cuello para localizar a Tim y Dray. Su sonrisa no era de malicia ni de regodeo, sino más bien la mueca de satisfacción de un niño al que le dejaran quedarse con algo que acababa de sustraer. A Dray se le había ido el color de la cara y Tim estaba convencido de que su propio aspecto no debía de irle muy a la zaga.
– ¿Qué más pruebas físicas tiene, señora Delaney, que vinculen al señor Kindell con la escena del crimen y el crimen en sí? -El dedo huesudo de la juez Everston emergió de entre los pliegues de su toga y señaló a Kindell con desdén apenas disimulado.
– ¿Aparte de las que recogimos en su casa? -A Delaney le temblaban las aletas de la nariz y le habían salido en la piel manchas rojizas que le bajaban por el cuello hasta el escote-. Ninguna, señoría.
A la juez Everston se le escapó un comentario notablemente parecido a «Maldita sea». Lanzó una mirada asesina al defensor de oficio y dijo:
– Voy a suspender la sesión durante media hora. -A continuación, salió a toda prisa con los informes auditivos en la mano sin caer en la cuenta de que la mitad de los presentes había olvidado ponerse en pie.
Dray se echó hacia delante con los codos clavados en el vientre como si fuera a vomitar. La conmoción de Tim alcanzó tal intensidad que le zumbaban los oídos y tenía limitada la visión periférica.
Les dio la impresión de que el receso se prolongaba décadas. Delaney los miraba de vez en cuando al tiempo que tamborileaba con nerviosismo sobre el cuaderno. Tim guardó un silencio entumecido hasta que entró el alguacil y pidió orden.
La juez Everston se recogió la toga para subir al estrado, su escasa estatura fue evidente hasta que ocupó su sitio. Estudió unos documentos durante unos instantes como si necesitara hacer acopio de fuerzas para seguir. Cuando empezó a hablar, su tono era grave, y Tim supo de inmediato que iba a darles malas noticias.
– Hay ocasiones en las que nuestro sistema, al proteger los derechos del individuo, casi parece conspirar contra nosotros; ocasiones en las que el fin justifica unos medios sórdidos, y nos vemos obligados a cerrar los ojos y tragar, por mucho que seamos conscientes de que una pequeña parte de nosotros morirá en aras de un bien mayor. Ésta es una de esas ocasiones. Éste es uno de los sacrificios que debemos hacer para vivir en libertad, y es un sacrificio injusto que recae sobre unos pocos desafortunados. -Ladeó la cabeza con pesar en dirección a Tim y Dray, sentados en la última fila-. No puedo, de buena fe, autorizar pruebas que sin duda serán rechazadas ante un tribunal de apelación. Puesto que los informes médicos son inequívocos en lo que respecta a la sordera bilateral del señor Kindell, pondría en entredicho mi credibilidad si creyera que un sordo sin preparación formal para leer los labios comprendió las complejidades de sus derechos o las implicaciones de la autorización oral que se solicitó de él. No oculto mi pesar al verme obligada a acceder a la petición de que se supriman las pruebas relacionadas con la supuesta confesión, así como todas las pruebas físicas recuperadas de la casa del señor Kindell.
Delaney se incorporó con ademán trémulo. La voz le tembló levemente al decir:
– Señoría, a la luz de la decisión de este tribunal de desestimar la confesión y las pruebas, la fiscalía se declara incapaz de continuar con el caso.
Everston concluyó en un tono grave y disgustado:
– El caso queda sobreseído.
Kindell mostró una sonrisa torcida y levantó las manos para que le quitaran las esposas.