Capítulo 22

Tim aparcó a más de kilómetro y medio del sendero de grava que iba a morir en el garaje reconvertido de Kindell. El aire allí fuera era fresco y cortante, tiznado del aroma de la savia quemada y las cenizas resultantes del incendio que se había cobrado la casa colindante tiempo atrás. Tim se mantuvo fuera de la grava, sus botas mudas sobre la tierra. Sostenía el 357 a la altura del muslo, el índice apoyado a lo largo del cañón fuera del guardamonte. Distinguió un buzón, ladeado pero aún erguido, encima de un montón de tierra cuarteada. La noche producía una sensación plana y curiosamente estática, como si se estuviera alejando, exenta de aire; cada sonido y cada movimiento quedaban amortiguados al perderse en la inmensidad.

Le sorprendió no ver ninguna luz. Quizá Kindell se había mudado, se había largado después del juicio para habitar en algún rincón de una ciudad distinta. De ser así, se habría llevado consigo sus recuerdos de aquella noche: el rapto, el asesinato, el descuartizamiento, el hombre que había estado antes con él, planeándolo, dispuesto a disfrutar de su hija.

La luna estaba casi llena, una esfera imperfecta visible a través de las ramas esqueléticas de los eucaliptos. Tim se acercó a la casa en silencio y se quedó inmóvil al oír un ruido en el interior. Alguien había tropezado y derribado una sartén o una lámpara. Primero pensó en un intruso, otro intruso, pero luego oyó a Kindell maldecir para sí. Tim permaneció quieto como un lobo al acecho, con el arma baja, equidistante entre dos troncos de eucalipto.

Las puertas del garaje se abrieron de golpe. Kindell salió renqueando. Arrastraba un saco de dormir abierto que se había puesto encima a guisa de toga y agitaba una linterna casi agotada que arrojaba un levísimo brillo amarillento.

Tim se encontraba de pie a plena vista, a escasos veinte metros de Kindell, oculto únicamente por la oscuridad y su propia inmovilidad, que imitaba la de los troncos de árbol en derredor y el peso muerto de la noche.

Entre violentos temblores, Kindell abrió de un manotazo una caja de fusible oxidada y empezó a hurgar dentro. Su otra mano, aferrada a los extremos del saco de dormir a la altura de la cadera, era delgada y de una palidez imposible, distinta de cualquier otro elemento de la noche salvo el blanco óseo de la luna.

– Joder, joder, joder. -Kindell cerró la caja de fusibles de golpe, le dio otro manotazo y luego permaneció en el mismo lugar tembloroso y alicaído, como si lo hubiera paralizado la desesperanza. Al cabo, volvió a entrar, un extremo del saco de dormir a rastras como la cola de un traje. El sufrimiento de Kindell, por nimio que fuera, provocó a Tim una inmensa gratificación.

Aguardó a que la puerta del garaje chirriara y se cerrara de golpe contra el cemento; entonces se acercó a las dos ventanas. En el interior, Kindell estaba aovillado en posición fetal en el sofá, acurrucado en el interior del saco de dormir. Tenía los ojos cerrados, su respiración era profunda y regular, y mecía la cabeza levemente en la almohada doblada. Los temblores habían cesado.

Kindell no iba a prestarse a identificar a su cómplice; eso le había quedado muy claro a Dray. Si en alguna parte cabía encontrar respuestas, era en los documentos guardados en la caja fuerte de Rayner.

Ese indeseable había desmembrado el precioso cuerpo de Ginny y ahora dormía a pierna suelta, con la verdad acerca de sus desdichadas horas postreras a buen recaudo en el interior de su cabeza cual horrendos souvenirs íntimos. Sus súplicas, el olor a miedo de su sudor, su último grito… El otro rostro que había visto junto al de Kindell, la sonrisa de labios húmedos, los ojos lascivos, sin anticipar aún que la depravación degeneraría en muerte…

Tim notó una descarga de ácido en el estómago, hirviente y al mismo tiempo helado.

Con aire insensible, mecánico, Tim adoptó la posición de rigor, cogió la pistola con ambas manos y apuntó justo encima de la oreja de Kindell. Deslizó el dedo por el metal y lo introdujo en la guarda para apoyarlo en el gatillo. Experimentó la calma previa al disparo, un instante de quietud precisa. Permaneció en la misma postura unos segundos, observando el delicado ir y venir de la cabeza de Kindell a través de las miras alineadas.

Tuvo la sensación de flotar por los aires y verse a sí mismo desde lo alto. Una figura oculta en la oscuridad que apuntaba a través de una ventana mugrienta. Durante su confusa y solitaria niñez, Tim se había aferrado al convencimiento desesperado de que en el espíritu humano brillaba algo que lo elevaba por encima del hueso y la carne. Con esperanza furiosa y fe ciega, había plantado cara al código de su padre año tras año, y sin embargo allí estaba, en las garras de la miseria y la ira, decidido a saciar sus necesidades a cualquier precio. Digno hijo de su padre.

Bajó la pistola y se alejó.

Tras meterse el arma en la cintura del pantalón, se sentó en el cemento cubierto de malas hierbas de los cimientos quemados, de cara a la estructura del garaje. Vio bajo una luz nueva la tremenda responsabilidad que había decidido arrogarse la Comisión, un organismo judicial ilegítimo desde todo punto de vista. Pretendían decidir quién era el azote de la sociedad, condenar con equidad, ser la voz del pueblo; todas ellas eran responsabilidades de la mayor importancia. Y exigían una integridad moral impecable, pues no se trataba de impartir justicia sino de ponerla en práctica; no era una promesa sino un código.

Tim había jurado respetar ese código incluso cuando la última carpeta pasó de la caja de seguridad de Rayner a la mesa, incluso mientras leía los documentos que detallaban el descuartizamiento de su hija. Si no respetaba su palabra, no sería mejor que Robert y Mitchell o su padre, que vendía sepulturas fraudulentas a viudas solitarias.

Oyó un ruidillo a su derecha entre la maleza. Antes de volver la cabeza, ya había sacado y apuntado el arma. La silueta de Dray apareció en la oscuridad, vestida con vaqueros negros, sudadera del mismo color y cazadora tejana. Se acercó sin hacer ningún caso del arma y se sentó a su lado. Otro fantasma, otro vigilante nocturno. Introdujo las manos en el bolsillo frontal de la sudadera y señaló con leves gestos de cabeza primero el arma y luego el garaje.

– ¿Nos lo hemos pensado mejor? -dijo.

– No dejo de pensarlo ni un solo instante.

– Claro -asintió Dray-. Claro. -Apoyo los codos en las rodillas, entrelazó las manos y situó la barbilla sobre los pulgares. Dio la impresión de que recordaba algo y se llevó a toda prisa la mano izquierda al bolsillo de atrás. Con el cuello de la cazadora tejana levantado, tenía todo el aspecto de una cantante rebelde, como Debbie Gibson-. Me he enterado por las noticias de lo que te traes entre manos. Estás montando un buen revuelo.

– Queremos dejar contenta a la clientela.

– Es curioso, yo nunca habría dicho que tomarte la justicia por tu mano fuera tu estilo.

– No lo es. Pero mi antiguo estilo no estaba a la altura. Al menos para algunos.

– ¿Cómo te sienta el nuevo?

– Me tira un poco en los hombros, pero acabaré por acostumbrarme.

– Hay que confeccionar el traje para que se adapte al hombre, y no al revés.

Tim tendió la mano y acarició la espalda a Dray como si nada. No ocultaba un arma bajo la gruesa sudadera.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó a su todavía esposa.

– Mantenerme atenta. No quiero que ese bicho raro se escabulla.

La tenue luz de la linterna osciló en el interior del garaje y un fuerte ruido quebró el silencio.

– ¿Qué coño pasa ahí dentro? -preguntó Tim.

– He redirigido su correo a otro apartado postal. Me hice con el número de su tarjeta de crédito y también con los de sus pólizas del gas, el teléfono y la electricidad, y luego lo cancelé todo. Ya sé que es una mezquindad, pero hace que me sienta mejor.

Tim extendió un puño hacia ella y Dray hizo lo propio. Entrechocaron los nudillos en un gesto de complicidad que sólo utilizaban en el campo de tiro o cuando jugaban al softball. Dray se inclinó un poquito hacia él y estableció contacto con la cadera y el codo. Tim le posó los labios en la coronilla e inhaló el aroma de su cabello. Permanecieron un rato sentados en silencio.

– ¿Algo nuevo sobre el caso? -preguntó él al cabo.

Dray negó con la cabeza.

– He agotado las pistas. Quería saber si te has hecho con ese expediente del caso.

– No, por desgracia aún me llevará un tiempo -alegó Dray.

– Supongo que tendremos que esperar. -A Tim se le arrugó la cara-. Me está destrozando. La espera. Prepararme para averiguar algo peor incluso, o quizá para no encontrar nada en absoluto.

Se quedaron mirando la casucha de Kindell unos instantes. Tim se mordió el labio.

– He oído que Mac suele ir por casa -dijo.

Volvió a abrirse el hueco entre las caderas de ambos. Dray tensó las comisuras de la boca.

– La casa estaba vacía, llena de fantasmas.

– ¿Intentas hacerme daño, Dray?

– ¿Lo estoy consiguiendo?

– Sí. Pero no has respondido a la pregunta.

– Lo creas o no, la situación en que ahora me encuentro no sólo tiene que ver contigo. Mac duerme en el sofá porque ahora mismo me asusta la oscuridad, igual que a una cría. Ya sé que es patético, pero desde luego tú no andas cerca para ayudarme con ese problema.

– Mac está colado por ti, Dray. Desde siempre.

– Bueno, yo no estoy colada por Mac. Viene como amigo. Nada más. -Tendió la mano derecha y cogió la de Tim sin sacar la izquierda del bolsillo.

Una repentina punzada de temor le agarrotó el estómago.

– Saca la mano del bolsillo, Dray.

Ella le hizo caso a regañadientes. Tim vió que llevaba desnudo el dedo anular; un dolor candente se cebó en su pecho y se fue propagando a la velocidad de un incendio en la maleza. Apartó la mirada para dirigirla hacia la casa del hombre que había acabado con la vida de su hija, pero Kindell permanecía en silencio y no le supuso la menor distracción.

A Dray le temblaban los labios levísimamente, el temblor que anunciaba el terremoto de la ira, del odio contra sí misma, de la pena, un cóctel triple al que Tim se había acostumbrado de un tiempo a esta parte. Su rostro, sombrío y estático en una suerte de mueca compungida, no se semejaba a nada que Tim hubiera visto antes. Se frotó la punta de la nariz con los nudillos, un gesto que reservaba para cuando estaba afligida o profundamente triste.

– Tengo la sensación de que ya no me quieres, Timothy.

– Eso no es verdad. -Tim levantó un poco el tono de voz, pero no estaban más que Dray y él, y un tipo sordo a unos treinta metros.

– Ahora mismo me resulta muy duro llevar ese anillo. Lo he mirado todos y cada uno de los días de nuestro matrimonio, nada más despertarme, y siempre hacía que me sintiera agradecida. -Dray parecía pequeña y vulnerable sentada en la oscuridad con los brazos en torno a las rodillas, tal como Ginny solía ponerlos cuando veía la tele-. Ahora sólo me trae a la cabeza tu ausencia.

Él arrancó de cuajo unos hierbajos y los tiró. El manojo de raíces enfangadas se estrelló contra los cimientos a un par de metros de distancia con un agradable chasquido.

– Tengo que llegar hasta el final con esto; con la Comisión. He de echar mano al expediente del caso. Me sería imposible si viviera en casa, a la vista de todo el mundo. Me supondría un riesgo excesivo. También lo sería para ti. Tengo que proteger a Ginny aunque sea después de muerta, para que los hombres que lo hicieron… -Le goteaba la nariz, y cuando levantó la mano para limpiarse, vio que le temblaba, de modo que la apoyó en el regazo y se la apretó, se la apretó con fuerza.

– Timothy… -El tono de voz de Dray se aproximaba a la súplica, aunque Tim no sabía qué le suplicaba exactamente. Ella hizo ademán de tocarlo, pero luego retiró la mano.

Transcurrió otro minuto antes de que Tim se sintiera capaz de confiar en su propia voz.

– Lo siento -dijo-. Hacía tiempo que no pronunciaba su nombre.

– No pasa nada por llorar, ¿sabes?

Tim agachó la cabeza varias veces en una imitación de asentimiento.

– Claro.

Dray se puso en pie y se limpió las manos de polvo.

– Ahora mismo no quiero dejar de verte -dijo-. No quiero que estés ausente de mi vida, pero entiendo lo que te empuja a hacer esto por ti, por nosotros. Supongo que tendremos que esperar, verlas venir y confiar en que lo nuestro sea lo bastante sólido.

Tim no era capaz de apartar la mirada de la mano de Drav, de su dedo sin anillo. El agujero que se le había abierto en el pecho seguía dilatándose, copándole los pulmones, la voz.

Algo pasó aleteando por su lado, se posó y empezó a trinar.

Dray dio media vuelta y enfiló el largo trayecto de regreso a la carretera.


A mitad de camino, Tim se detuvo en el arcén y permaneció sentado con las manos en el volante y la respiración agitada. Aunque aquél era un mes de febrero frío, tenía el aire acondicionado a tope. Pensó en el apartamento que le aguardaba, en la triste funcionalidad de aquel erial, y se dio cuenta de lo mal preparado que estaba para la soledad tras ocho años de matrimonio. Sacó del bolsillo la dirección de Ananberg y contempló el trozo de papel con el margen rasgado.

El edificio donde ella tenía su apartamento, en Westwood, estaba provisto de grandes medidas de seguridad: acceso controlado, puerta delantera de vidrio blindado y cámara de seguridad en el breve espacio embaldosado que hacía las veces de vestíbulo. De espalda a la cámara, Tim deslizó el dedo por el directorio junto al portero automático, y no le sorprendió ver los pisos listados por nombre, sin el número del apartamento. Apretó el botón y aguardó mientras el interfono metálico emitía un áspero zumbido.

Ananberg contestó con voz plenamente despierta a pesar de que casi eran las cuatro de la mañana.

– ¿Sí?

– Soy Tim. Tim Rackley.

– Nombre y apellido. Qué modestia tan maravillosa. Estoy en el trescientos tres.

La gruesa puerta de vidrio emitió un intenso zumbido y Tim tiró de la manilla para abrirla. Cogió el ascensor. La moqueta de la tercera planta estaba limpia pero un tanto gastada. Nada más dar unos golpe- cilios en la puerta de Ananberg, oyó unos pasos suaves y luego el ruido de un par de cerraduras y una cadena al abrirse. Apareció Ananberg, con una camiseta de Georgetown que le llegaba hasta las rodillas. Con una mano mantenía a raya a un ridgeback rodesiano de cuello robusto. En la otra tenía una pequeña Ruger con cuyo cañón se estaba rascando la pierna.

– Deberías utilizar la mirilla, aunque acabes de abrir la puerta de abajo a alguien.

– Eso he hecho.

Sabía que estaba mintiendo, porque no había visto la sombra de su ojo a través de la lente. El perro se adelantó e introdujo el hocico húmedo en el cuenco que había formado Tim en una mano.

– Impresionante. A Boston no suele caerle bien la gente.

– ¿ Boston?

– Lo heredé de un antiguo novio. Un gilipollas de Harvard.

Ananberg dio media vuelta y se adentró en el piso, poco más que un estudio de grandes dimensiones. Al otro lado de la cocinita, la diminuta mesa y el sofá de cara a la televisión, dos cómodas acordonaban el área del dormitorio, que no era sino una cama de matrimonio encajada debajo de la única ventana de la estancia. Chasqueó los dedos y Boston se fue al trote hasta una minúscula cesta en la que se tumbó. Luego dejó el arma en el cajón superior de la cómoda derecha.

Se acercó a la cama dejando entre ellos apenas unos pasos. Se observaron el uno al otro desde lados opuestos de una raída alfombra artesanal. Ella se quitó la camiseta por la cabeza. Su cuerpo, esbelto y maravillosamente torneado, no había sucumbido a las pesas ni al ejercicio en el gimnasio. Por encima de la curva cóncava de su estómago se alzaban los pechos, tan modestos como firmes. Su mirada revelaba la sabia naturalidad de las enfermeras que examinan a un paciente y las prostitutas. Era franco y auténtico a no poder más, un ritual triste y lúgubre en un triste y lúgubre apartamento.

La camiseta quedó hecha un guiñapo junto a una caja de pañuelos de papel en el suelo y Tim, incómodo, apartó la mirada hacia el mantel individual que había en la mesa. Entonces entendió de manera concreta que la muerte y la pérdida también se habían ensañado con ella, igual que con todos los demás.

– Me temo que no lo has entendido. Yo no puedo… -Su mano describió una especie de arco, lo que no hizo que le vinieran a la cabeza palabras más adecuadas-. Estoy casado.

– Entonces, ¿qué haces aquí, Rackley? -Ananberg sacó un cigarrillo de un paquete en la mesilla de noche y lo encendió.

– Necesito que me hagas un favor.

– Estaba a punto de hacértelo. ¿O no te has dado cuenta? -Le guiñó el ojo y él respondió con una sonrisa. Ella apagó el cigarrillo que acababa de encender en un cenicero encima de la cómoda, se dejó caer de espaldas en la cama y se cubrió con la sábana sin el menor asomo de timidez o modestia.

– Me gustaría que me facilitaras las notas del abogado defensor que hay en el expediente de Kindell. Como un gesto de buena voluntad. Ya sé que tienes acceso a ellas. Me resulta muy difícil esperar sin… nada.

– No puedo saltarme las reglas. Sácalo a colación en alguna reunión y votaremos al respecto.

– Ambos sabemos que Rayner no lo permitiría.

Ananberg no apartaba la mirada; por un instante, les dio la sensación de que ambos contemplaban el interior del otro. Tim era consciente de que su sufrimiento resultaba evidente y lo hacía vulnerable. No podía hacer gran cosa para ocultarlo. Carraspeó levemente:

– Por favor.

– Veré qué puedo hacer, pero no prometo nada. -Ananberg alargó la mano y atenuó un poco la luz de la mesilla-. Ven aquí.

Tim se acercó y se sentó en el borde de la cama. Ella le pasó un brazo por la cintura y tiró de él hasta que lo obligó a recostarse sobre el cabezal curvo de madera. Le dio unos golpecitos para que se desplazara levemente hacia la izquierda; luego le cogió el brazo y lo puso de modo que no la molestara. Satisfecha, se acurrucó a su lado con la cabeza apoyada en la base de su pecho.

– ¿Cómoda? -preguntó él.

Ella le pasó un brazo por encima del estómago y a Tim le sorprendió lo pequeñas que tenía las muñecas.

– La quieres, ¿eh?

– Mucho.

– Yo nunca he querido a nadie, al menos de ese modo. Mi psiquiatra dice que se debe a que sufrí una pérdida cuando era muy joven. Mi madre, ¿sabes? Tenía quince años, justo cuando empezaba a entrar en la sexualidad. Todo va unido, la muerte y el sexo. El miedo a establecer relaciones íntimas, bla, bla, bla… Seguramente por eso me gusta estar con Rayner. Se ocupa de mí y hace que no sienta nada con demasiada intensidad.

– ¿Cómo murió? Me refiero a tu madre.

– Fue violada y asesinada en la habitación de un motel. Hubo cantidad de titulares y especulaciones lascivas. Tuvo cierto encanto, pensándolo bien. Llegué a casa del instituto y vi a mi padre sentado en la cocina, esperándome, con la ropa impregnada del olor a formalina del instituto forense. Aun hoy, cuando huelo a formalina… -Se estremeció.

Tim le acarició el pelo, que era más fino y suave de lo que había imaginado.

– Mi padre estaba roto por completo. Sencillamente… derrotado.

– ¿Qué ocurrió con el caso?

– Cogieron al tipo unas semanas después. Los miembros del jurado eran, en su mayor parte, gentuza blanca, parados que sabían hacer la «o» con un canuto. Lo declararon inocente. Las pruebas eran tan concluyentes que en el Post se especuló abiertamente sobre la posibilidad de que los hubieran sobornado. Claro que quizá no pasó nada de eso. Igual fue una cuestión de pura inanidad, como ocurre con la mayoría de las cosas. -Meneó la cabeza-. Abogados defensores con los bolsillos profundos y asesores jurídicos… No es exactamente un vacío legal, sino más bien corrupción autorizada. -Profirió un ruido desdeñoso desde lo más hondo de la garganta-. Dicen que es preferible que salgan libres cien culpables a que se condene a muerte a un inocente. ¿Hasta dónde se sostiene semejante pedantería? ¿Hasta que los cien culpables cometen un centenar de asesinatos? ¿Un millar?

– No -respondió Tim-. Se sostiene cuando el inocente eres tú.

Ella esbozó una sonrisa torcida.

– Eso ya lo sé. Ya lo sé; lo que ocurre es que no siempre lo noto en los huesos. -Su rostro producía a Tim una sensación cálida y reconfortante sobre el pecho. Él siguió escuchándola, siguió acariciándole el cabello-. Mi padre era agente inmobiliario, pero estuvo en una unidad de morteros en Corea, y unos cuantos de sus compañeros de pelotón entraron en la policía. Una noche, uno de ellos y mi padre acorralaron al tipo y se lo llevaron a dar un paseo por Anacostia. No tengo muy claros los detalles, pero sé que cuando encontraron el cadáver, tuvieron que tomarle las huellas dactilares porque con la dentadura no tenían ni para empezar.

Tim recordó que Rayner le había contado cómo el asesino de la madre de Ananberg murió en una pelea entre bandas rivales, y se preguntó hasta qué punto estaba al tanto de la verdad. Algo así dependía del grado de intimidad que hubiera entre Rayner y ella.

– Recuerdo que mi padre regresó a casa esa noche y me contó lo que había hecho. Se sentó al borde de mi cama y me despertó. Olía a hierba, tenía los nudillos magullados y temblaba. Me lo dijo. Y no sentí nada. Sigo sin sentir nada. -Ahora la voz de Ananberg sonaba más queda, amortiguada contra el pecho de Tim-. Igual es que no capto cosas así, o que me falta ese gen, el gen de la conciencia. Quizá cuando llegue a las puertas del cielo, o eso en lo que creéis los cristianos, me hagan dar media vuelta.

Ahuyentó un escalofrío y luego volvió el rostro hacia él.

– ¿Puedes quedarte conmigo hasta que me duerma? -le preguntó con voz temblorosa.

Tim asintió y ella, aliviada, volvió a apoyar la cabeza en él. Poco después su respiración se hizo más serena y él permaneció recostado con el calor de su rostro en el pecho, acariciándole el pelo. Transcurridos unos veinte minutos, se apartó con delicadeza de ella y se marchó con tanto sigilo que Boston ni siquiera levantó la cabeza.

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