Capítulo 1

Cuando Oso se presentó y le dijo que habían encontrado el cadáver de Ginny violado y descuartizado en un arroyo a unos nueve kilómetros de su casa, que hicieron falta tres bolsas para sacar de la escena del crimen sus restos, que en esos instantes estaban diseminados sobre la mesa de disección de un patólogo a la espera de que les realizaran más pruebas, la primera reacción de Tim no fue la que él habría esperado de sí mismo. Notó una sensación gélida en la que no había rastro de pena: para llegar a la pena, tal como había aprendido, hace falta tener perspectiva, sopesar los recuerdos; es un proceso que lleva su tiempo. Aquello no era más que el impacto de la primera noticia, denso y brusco como el dolor que se siente en la cara al recibir una bofetada. Inexplicablemente, se sentía avergonzado también, aunque no estaba seguro de quién o cuál era el motivo. Buscó con la mano la culata de su Smith & Wesson, pero, como cabría esperar, no llevaba encima el arma; eran las 6.37 de la tarde y se encontraba en su casa.

A su derecha, Dray cayó de rodillas, agarrando con una mano el marco de la puerta, los dedos aferrados entre la jamba y las bisagras, como si quisiera infligirse dolor. En la franja de cuello que estaba a la vista, bajo su cabello rubio cortado en línea recta, relucieron unas gotitas de sudor.

Por un instante todo quedó en suspenso en aquella tarde de febrero en la que el aire estaba impregnado de lluvia. La corriente que hacía tiritar las siete velas en la tarta de cumpleaños glaseada en rosa y blanco que Judy Hartley tenía en las manos para mostrarla en el salón. Las botas de Oso, con la inquietante carga del fango de la escena del crimen que ensuciaba el porche contiguo, cuyas piedras había desbastado meticulosamente Tim de rodillas con una espátula el otoño anterior.

– Quizá deberías sentarte -dijo Oso. Sus ojos reflejaban la misma culpa y la misma ansia de consuelo que el propio Tim había experimentado en infinidad de ocasiones, y éste, injustamente, lo aborreció por ello. La ira no tardó en desvanecerse para dejar tras de sí un vacío vertiginoso.

El pequeño grupo que se hallaba en el salón, en una actitud que era reflejo del espanto que emanaba de la queda conversación en el umbral, dejaba traslucir una tensión contenida. Una de las niñas prosiguió la enumeración que estaba haciendo de las reglas de uno de los encantamientos de Harry Potter y la hicieron callar bruscamente. Una madre se inclinó hacia la tarta y apagó de un soplo las velas que Dray había encendido con ilusión apresurada cuando llamaron a la puerta.

– Me ha parecido que eras ella -dijo Dray-. Acababa de glasear la… -La voz le flaqueó ostensiblemente.

Al advertirlo, Tim notó una punzada de remordimiento por haber instado a Oso con tanta dureza a que le diera más detalles allí mismo. Su única manera de entender la información había sido intentar reducirla a preguntas y hechos, desmenuzarla a fin de digerirla. Ahora que la había asimilado, notaba una sensación de empacho. Pero había llamado a suficientes puertas -igual que Dray- para saber que era una mera cuestión de tiempo que se enteraran de todo. Más valía arrojarse a la piscina con valor y bracear contra el frío, porque aquella sensación gélida no iba a abandonarlos en el futuro próximo, o quizá no les abandonara nunca.

– Andrea -dijo Tim. Buscó con mano temblorosa el hombro de ella sin encontrarlo. No podía moverse, ni siquiera era capaz de volver la cara.

Dray agachó la cabeza y se echó a llorar. Tim no había oído nunca ese sonido. Dentro, uno de los compañeros de clase de Ginny emitió un sollozo similar en un gesto de imitación confusa e instintiva.

Oso se acuclilló, las dos rodillas dobladas con un chasquido, su robusta estructura acurrucada en el porche, los faldones de la cazadora de nailon del uniforme caídos hasta el suelo como si llevara capa. En ella, las letras amarillas, pálidas y descoloridas, anunciaban AGENTE JUDICIAL FEDERAL, EE.UU., por si a alguien le importara.

– Aguanta, cariño -dijo-. Aguanta.

Las enormes manos de Tim la sujetaron por los brazos -no sin esfuerzo-, y la atrajo hacia sí para que le apoyara el rostro en el pecho. Ella lanzaba zarpazos al aire, como si temiera posar las manos en algo y la asustase lo que éstas pudiesen hacer.

Él levantó la cabeza con timidez.

– Tendremos que…

Tim tendió la mano y acarició la cabeza a su esposa.

– Ya voy yo.


La Dodge Ram de Oso, plateada y con la pintura descascarillada, rebasó a trompicones con sus ruedas de casi un metro de diámetro los bordillos de la calzada, y a Tim le resonó el miedo en el estómago como un cristal hecho añicos.

Moorpark, con sus más de treinta kilómetros cuadrados de casas y calles bordeadas de árboles, situado a unos ochenta kilómetros hacia el noroeste del centro de Los Ángeles, no era apenas conocido salvo por el detalle de que albergaba la mayor concentración de agentes de la ley de todo el estado. Era un club de campo asequible para los ciudadanos de bien, un refugio al que acudir después del trabajo, lejos de las malas calles de la ciudad que se dedicaban a escudriñar y combatir durante la mayor parte de su tiempo de vigilia. En Moorpark reinaba el ambiente típico de las series de televisión de la década de los años cincuenta: nada de salones de tatuaje, nada de vagabundos, nada de disparos efectuados desde coches en marcha. En la calle sin salida de Tim y Dray vivían dos familias del FBI, un agente del Servicio Secreto y un inspector postal. El allanamiento de morada, en Moorpark, era un negocio en declive.

Oso miraba con expresión neutra los reflectores amarillos que bordeaban la mediana de la calzada, cada uno de los cuales se materializaba y luego descendía como flotando hacia la oscuridad. Había renunciado a su desidia habitual al volante y conducía con atención, agradecido de tener algo que hacer.

Tim vadeó el aluvión de preguntas e intentó encontrar una en concreto que le sirviera como punto de partida.

– ¿Por qué estabas… qué hacías tú allí? No es exactamente un caso federal.

– Unos agentes del Departamento del Sheriff le tomaron las huellas de la mano…

De la mano. Una entidad separada. No le habían tomado las huellas dactilares a ella, sino a su mano. Presa de un horror nauseabundo, Tim se preguntó en cuál de las tres bolsas se habrían llevado la mano, el brazo, el torso. Oso tenía barro seco en un nudillo.

– … Era difícil identificarla por la cara, supongo. Joder, Rack, lo siento. -Oso soltó un suspiro que rebotó en el salpicadero y llegó hasta Tim, que ocupaba el asiento del acompañante-. Pues bien, Bill Fowler estaba en la unidad a cargo del asunto. Fue él quien confirmó la identificación… -Se interrumpió a tiempo y parafraseó lo que acababa de decir-: Fue él quien reconoció a Ginny. Como sabe que yo estoy contigo y con Dray, me localizó.

– ¿Por qué no avisó al pariente más cercano? Fue el primer compañero de Dray nada más salir de la academia. El mes pasado vino a una barbacoa en nuestra casa. -Tim fue elevando el tono de voz, cada vez más acusador. Reconoció en ese timbre su necesidad desesperada de culpar a alguien.

– Hay gente que no tiene madera para decir a los padres que… -Oso dejó en suspenso el resto de la frase. A todas luces, aquello le resultaba tan desagradable como a Tim.

La camioneta tomó un desvío y fue batiendo los baches de la rampa de salida, haciéndoles rebotar en los asientos.

Tim resopló en un intento de deshacerse de la negrura que, cruel y metódica, se había apoderado de todo el cuerpo desde que estaba en el porche hasta ahora.

– Me alegro de que hayas venido. -Su voz sonó lejana. No revelaba apenas el caos que se esforzaba por controlar, por clasificar-. ¿Alguna pista?

– Roderas de neumáticos características que se alejan de la pendiente del arroyo. Los agentes están en ello. La verdad es que yo… bueno, no tenía la cabeza para eso. -La cara sin afeitar de Oso relucía de sudor reseco. Sus rasgos, amables y muy amplios, ofrecían un semblante irremisiblemente abatido.

Tim lo recordó de repente poniéndose a Ginny sobre los hombros en Disneylandia el mes de junio anterior, cogiendo en volandas sus escasos veinticinco kilos como un almohadón de plumas. Oso se había quedado huérfano bastante joven y no se había casado. A efectos prácticos, los Rackley eran su familia adoptiva.

Después de servir durante once años en los Rangers del Ejército, Tim había pasado tres años investigando órdenes judiciales con Oso en la Unidad de Búsqueda de Fugitivos de la comisaría del distrito en el centro de la ciudad. También habían estado juntos en la Unidad de Respuesta y Detención, un grupo de intervención táctica del Departamento del Sheriff semejante a las fuerzas especiales que derribaba puertas y echaba el guante y enchironaba a tantos fugitivos federales como fuesen capaces de esposar de entre los dos mil quinientos que se ocultaban en la zona metropolitana de Los Ángeles.

Aunque aún le quedaban quince años para alcanzar la edad de jubilación obligatoria de cincuenta y siete, Oso había empezado a hacer referencia a la fecha de mala gana, como si fuera inminente. Para asegurarse de seguir teniendo conflictos en su vida después de la jubilación, había estudiado derecho por las tardes en la Academia de Derecho del Sudeste de Los Ángeles y, después de suspender en dos ocasiones, por fin consiguió ingresar en el colegio de abogados el mes de julio anterior. Chance Andrews -un juez para el que realizaba tareas judiciales habitualmente- le había tomado juramento en el juzgado federal del centro, y Dray, Tim y él lo habían celebrado después en el vestíbulo tomándose unos refrescos en vasos de plástico. El diploma de Oso acumulaba polvo en el cajón inferior del archivo de su despacho, como una suerte de medicina preventiva contra el tedio venidero. Le llevaba nueve años a Tim, cada vez más evidente de un tiempo a esta parte, en las líneas que le surcaban la cara. Tim, que se había alistado a los diecinueve, había tenido la suerte de compensar la tensión con su juventud mientras aprendía; al licenciarse de los Rangers estaba curtido, pero no apolillado.

– Roderas de neumáticos -repitió Tim-. Si ese tipo es tan descuidado, seguro que surge algo.

– Sí -coincidió Oso-. Claro que sí.

Redujo la marcha y entró en el aparcamiento por delante de un achaparrado cartel en el que se leía DEPÓSITO DE CADÁVERES DEL CONDADO DE VENTURA. Aparcó en una plaza para disminuidos físicos y dejó la placa de agente federal encima del salpicadero. Permanecieron sentados en silencio. Tim entrelazó las manos y se las apretó entre las rodillas.

Oso rebuscó en la guantera y sacó una petaca de Wild Turkey. Echó un par de tragos, provocando burbujillas de aire que recorrieron toda la botella, y se la ofreció a Tim. Éste se llenó a medias la boca y notó descender el líquido ahumado y ardiente por la garganta antes de perderse en la mazmorra de su estómago. Enroscó el tapón, pero volvió a abrir la petaca y echó otro trago. Acto seguido la puso en el salpicadero, se sirvió del pie para abrir la puerta con un poco más de fuerza de la necesaria y miró a Oso, al otro extremo del asiento corrido de vinilo.

Ahora -justo en ese momento- empezaba a calar la pena. Oso tenía los párpados hinchados y enrojecidos, y a Tim se le pasó por la cabeza que tal vez, de camino a su casa, había aparcado en el arcén para llorar un poco sentado en la camioneta.

Por un momento Tim temió que iba a venirse abajo de una vez por todas, que iba a empezar a gritar para no dejar de hacerlo nunca. Sopesó la tarea que tenía ante sí -lo que le aguardaba tras las puertas de cristal de doble hoja del edificio- y arrancó un pedazo de fuerza de un lugar en su interior cuya existencia ignoraba. Sus tripas emitieron un sonido audible y se esforzó por mantener quietos los labios.

– ¿Estás preparado? -preguntó Oso.

– No.

Tim bajó del vehículo y Oso lo siguió.


La iluminación fluorescente, de una crudeza sobrenatural, relucía en los suelos de baldosa pulida y en los nichos de acero inoxidable que revestían las paredes. Un bulto quebrado yacía inerte bajo una sábana de color azul hospital en la mesa de embalsamamiento del centro, aguardando su llegada.

El forense, un individuo bajo con una herradura de pelo en torno al cráneo y unas gafas redondas de esas que acentúan un estereotipo determinado, trajinaba nervioso con la mascarilla que tenía colgada del cuello. Tim, con la mirada fija en la sábana azul, se esforzó por mantener el equilibrio. La figura cubierta era inquietantemente pequeña y ofrecía unas proporciones muy poco naturales. El olor le llegó de inmediato, algo rancio y terroso bajo el fuerte hedor a metal y desinfectante. El whisky se le revolvió en el estómago, como si intentara salir.

El forense se frotó las manos como un camarero solícito y un tanto aprensivo.

– ¿Es usted Timothy Rackley, el padre de Virginia Rackley?

– Eso es.

– Si lo prefiere, esto…, podría usted pasar a la sala contigua y yo llevaría la mesa hasta la ventana para que usted la…, bueno, la identifique, ¿eh?

– Me gustaría quedarme a solas con el cadáver.

– Bueno, hay… Hay cuestiones forenses que debemos tener en cuenta, así que no puedo…

Tim abrió la cartera con un movimiento rápido y dejó que quedara colgando su estrella de cinco puntas de agente judicial federal. El forense asintió con cara de circunstancias y se fue de la sala. Con el duelo, como con la mayoría de las cosas, la gente se muestra más respetuosa cuando hay detrás cierta autoridad.

Tim se volvió hacia Oso.

– Venga, adelante.

Oso contempló a Tim unos instantes, recorriendo fugazmente su rostro de un extremo a otro. Algo en su semblante debió de infundirle confianza, porque reculó y se marchó, dejando que la puerta se cerrara discretamente a su espalda de modo que el picaporte no emitiera más que un levísimo chasquido.

Tim observó la figura sobre la mesa de embalsamamiento antes de acercarse. No sabía a ciencia cierta qué extremo de la sábana retirar; estaba acostumbrado a las bolsas de cadáveres. No quería apartar el extremo equivocado y ver más de lo estrictamente necesario. Sabía por experiencia que resultaba imposible borrar ciertos recuerdos.

Supuso que el forense debía de haber dejado a Ginny con la cabeza hacia la puerta, y apretó levemente el extremo del bulto, lo que le permitió discernir la protuberancia de la nariz y las cuencas de los ojos. No sabía si le habrían limpiado la cara, ni tampoco estaba seguro de preferirlo así, ni de si deseaba verla tal como había quedado para de ese modo poder sentirse más próximo al horror que la pequeña debía de haber vivido en sus instantes postreros.

Retiró la sábana. El aliento lo abandonó como si acabara de recibir un puñetazo en el vientre, pero no dobló el torso, no se inmutó, no se dio media vuelta. Notó que la furia crecía en su interior, afilada y sedienta de venganza; contempló la cara exangüe y quebrada de la niña hasta que la sensación mermó.

Con mano temblorosa sacó un bolígrafo del bolsillo y se sirvió de él para retirar un mechón del cabello de Ginny -que tenía el mismo pelo rubio y liso que Dray- de la comisura de su boca. Quiso enmendar ese detalle, a pesar de todo el sufrimiento y quebrantamiento impresos en el rostro de la niña. Por mucho que hubiera querido, no la habría tocado. Toda ella era una prueba.

Encontró algo por lo que estar agradecido: al menos Dray no tendría que compartir con él ese recuerdo.

Volvió a cubrir el rostro de Ginny con ternura y salió. Oso se levantó como impulsado por un resorte de la hilera de sillas baratas de color verde vómito de la sala de espera y el forense se acercó a ellos mientras bebía agua del dispensador en un cucurucho de papel.

Tim empezó a hablar, pero tuvo que interrumpirse. Cuando recobró la voz, dijo:

– Es ella.


Загрузка...