Pasó en coche por delante sin reducir la marcha. La casa, de estilo Tudor, era bastante grande, aunque no podía decirse que fuese una mansión; asomaba detrás de una verja de hierro forjado. Junto al edificio independiente que era el garaje, había una camioneta Toyota, un Lincoln Town Car y un Crown Vic aparcados al lado de un Lexus y un Mercedes. De dos de las tres chimeneas salía humo y se veía luz tras las cortinas echadas de las ventanas de la planta baja. Una reunión, y además muy variopinta desde el punto de vista demográfico. Los coches de lujo ya estaban allí cuando Tim había pasado por última vez unas horas antes, pero los sólidos vehículos estadounidenses habían llegado hacía poco tiempo.
Tras una breve comprobación, Tim averiguó que la casa estaba a nombre del Consorcio Spenser, aunque, como era de prever, no descubrió nada más cuando intentó profundizar un poco. Los consorcios se caracterizan por su impenetrabilidad porque no están inscritos en ninguna parte; los documentos sólo existen en el archivo de un abogado o contable. Su administrador, el señor Philip Lluvane, era socio de un bufete cuya sede oficial estaba en la isla de Wight. El contacto de Tim en Hacienda le había dicho que no podría facilitarle informa- non más específica hasta el día siguiente, y no le animó a abrigar muchas esperanzas.
Dobló la esquina y rodeó la manzana. Hancock Park, una comunidad adinerada y conservadora al sur de Hollywood y hacia el este del centro, es lo más semejante que hay en Los Angeles a la sofisticación de la costa Este. Casi todas las enormes casas que Tim veía sumirse en El crepúsculo las habían construido acaudalados protestantes anglosajones en la década de los años veinte, después de que la infiltración de la clase media hubiera hecho de Pasadena un lugar menos selecto. A pesar de los arrogantes buzones de obra y las adustas fachadas de estilo inglés, las casas aún ofrecían un aspecto chocante y curiosamente caprichoso, como una monja fumando. En Los Ángeles, cualquier costumbre es susceptible de adquirir nuevos matices.
Cuando Tim llegó de nuevo a la altura de la casa, enfiló el sendero de entrada. Apretó el botón del intercomunicador y las grandes puertas se abrieron lentamente. Aparcó el Beemer fuera por si surgía la necesidad de retirarse a toda prisa, se colgó una bolsa negra del hombro y se dirigió a la puerta principal; era de roble macizo, y el aldabón debía de pesar unos cinco kilos.
Se ajustó el Sig para acomodárselo bajo la cintura de los vaqueros, por encima del riñón derecho, con la culata un poco apartada para poder sacarlo con mayor facilidad. Había puesto unas gomas elásticas en la parte superior de las cachas, justo debajo del percutor, para que la pistola no se le resbalara por la cintura. No le sentaba tan bien como el 357.
Levantó el aldabón, un conejo de bronce de aspecto extrañamente alargado, y lo dejó caer. Un eco recorrió la casa y el murmullo de la conversación cesó.
Al abrirse la puerta apareció William Rayner. Tim disimuló su sorpresa de inmediato. Rayner llevaba un lujoso traje hecho a medida, muy parecido al que le había visto en la entrevista de televisión la noche anterior, y tenía en la mano un gin-tonic, a juzgar por el olor.
– Señor Rackley, me alegra que haya decidido venir. -El hombre le tendió la mano. En persona, su rostro tenía un aire decididamente malicioso-. William Rayner.
Tim apartó con su mano izquierda la que el anfitrión le tendía y le palpó el pecho y el vientre con los nudillos de la derecha en busca de un micrófono.
Rayner lo observó con gesto divertido.
– Bien, bien. Hay que andarse con precaución. -Dio un paso atrás y dejó que la puerta se abriera con él, pero Tim no se movió del porche-. Venga, señor Rackley, desde luego no le liemos hecho venir hasta aquí para darle una paliza.
Tim entró en el vestíbulo a regañadientes. Era una estancia umbría y abarrotada de pinturas al oleo y de madera oscura. Un pilar central minuciosamente tallado constituía la base de una escalera curvada y enmoquetada cuyo rodapié estaba sujeto con pasadores también de bronce. Sin volver a mirar a Tim, Rayner se dirigió a la habitación contigua. Tim recorrió todo el vestíbulo con la mirada antes de seguirle.
Le aguardaban cinco hombres -Rayner entre ellos- y una mujer sentados en lujosos sillones y en un curtido sofá de cuero. Dos de los hombres eran gemelos de cerca de cuarenta años con ojos de un azul intenso, tupidos mostachos rubios y abultados antebrazos de Popeye recubiertos de vello rubio rojizo. Con la constitución de un guerrero de juguete, el pecho abombado y unos dorsales más que prominentes, resultaban increíblemente membrudos. Eran de altura media, en torno a uno setenta y cinco. Aunque parecían casi idénticos, una cualidad inefable otorgaba a uno de ellos una orientación más dura, más centrada. Éste tenía en la mano un vaso de agua, pero la bebía a sorbos igual que si fuera whisky. Con toda seguridad se sabía de corrido el famoso método de desintoxicación de los Doce Pasos.
Encaramado al sofá se veía a un individuo de aspecto delicado con gafas de lente excesivamente gruesa y sólida montura de pasta negra. Sus rasgos eran redondeados y blandos, como los de una muñeca de trapo. Su chillona camisa hawaiana en plan Magnum contrastaba con lo austero del mobiliario, igual que el reflejo de su cráneo calvo y ahusado. No tenía barbilla propiamente dicha y su nariz era de una finura extrema. En su labio superior se apreciaban las consecuencias de la recomposición de una fisura de paladar. Sacó la manita de entre los cojines del sofá y, ayudándose de los nudillos, se acomodó las gafas en el puente de la nariz, casi inexistente. A su lado se encontraba el individuo que había ido a ver a Tim la noche anterior.
La mujer estaba sentada en uno de los sillones justo enfrente de Tim, enmarcada a la perfección por la chimenea que había a su espalda. Tenía un atractivo gazmoño; el fino jersey abotonado que vestía permitía intuir en ella una constitución esbelta y femenina. Daba la impresión de haberle birlado las gafas a una secretaria de la década de los años cincuenta. Llevaba el pelo recogido en la nuca con pulcritud y sujeto por un par de palillos negros. A Tim le pareció que rondaba la treintena; sin duda era la más joven del grupo.
En torno a ellos había estanterías que se alzaban desde el suelo hasta el techo, seis metros y pico más arriba. También se veía una escalera corredera de biblioteca sujeta a una barra de cobre que abarcaba toda la pared opuesta. Los libros estaban organizados por colecciones y temas: publicaciones de jurisprudencia, revistas de sociología, textos de psicología… Cuando Tim vio las hileras de libros del propio Rayner, cayó en la cuenta de que era la biblioteca desde la que se había retransmitido la entrevista que había visto en la televisión la noche anterior. Sus libros tenían títulos que recordaban a telefilmes de la década de los años ochenta: Pérdida violenta, Venganza truncada, Más allá del abismo.
El rincón opuesto estaba ocupado por un escritorio de color miel sobre el que había una escultura de la Justicia Ciega con su balanza. El accesorio, un tanto cursi, estaba por debajo del resto del mobiliario, quizá porque lo habían colocado allí de cara a la televisión. O para que lo viera Tim.
La mujer le ofreció una sonrisa lacónica.
– ¿Qué le ha pasado en el ojo? -preguntó.
– Me caí por la escalera. -Tim dejó caer la bolsa sobre la alfombra persa-. Me gustaría aclarar que no he accedido a nada, que sólo he venido para asistir a una reunión de la que, hasta el momento, no sé nada. ¿De acuerdo?
Los hombres y la mujer asintieron.
– Respondan de viva voz, por favor.
– Sí -dijo Rayner-. Estamos de acuerdo. -Tenía el encanto cercano y la sonrisa fácil de un timador, cualidades que Tim conocía mejor que bien.
Mientras Rayner iba a cerrar la puerta por detrás de Tim, la mujer dijo:
– Antes que nada, nos gustaría darle el pésame por la muerte de su hija. -Su tono pareció genuino, imbuido incluso de cierta tristeza íntima. En otras circunstancias, es posible que a Tim le hubiera resultado conmovedor.
El hombre que Tim conocía de la noche anterior se levantó de su sillón.
– Ya sabía que vendría usted, señor Rackley. -Cruzó la estancia y estrechó la mano a Tim-. Soy Franklin Dumone.
Tim lo palpó en busca de un micrófono. Dumone hizo un gesto a los demás, que se desabrocharon o levantaron las camisas para dejar el pecho al descubierto. Los torsos de los gemelos, compactos, esculpidos en el gimnasio, ofrecieron un acusado contraste con la carne amorfa del tipo de la camisa hawaiana. Incluso la mujer hizo lo propio y se retiró el jersey y la blusa blanca para dejar a la vista su sostén de encaje. Impávida, sostuvo la mirada a Tim con una leve mueca divertida en los labios.
Tim sacó de la bolsa un emisor de radiofrecuencia y recorrió el perímetro de la habitación, pasando la varilla por las paredes en busca de alguna frecuencia que delatase la presencia de un transmisor digital. Prestó especial atención a los enchufes y al carillón que había junto a la ventana. Los demás lo observaron con interés.
El dispositivo no emitió ningún sonido indicativo de que estuvieran siendo grabados.
Rayner había estado observando a Tim con una sonrisilla torcida.
– ¿Ya ha acabado?
Al no obtener respuesta, Rayner asintió en dirección al gemelo de aspecto más severo. Con un fugaz gesto de muñeca, el gemelo arrancó a Tim de la muñeca el reloj antichoque y se lo pasó a su hermano, quien metió la mano en el bolsillo de la camisa, sacó un diminuto destornillador y retiró la tapa al reloj. Ayudándose de unas tenacillas, extrajo un minúsculo transmisor digital y se lo guardó en el bolsillo.
El individuo de la camisa hawaiana habló con una voz aguda y sibilante que adolecía de diversos defectos de dicción.
– Desconecté la señal cuando entró usted por la puerta. Por eso ahora mismo no la ha localizado.
– ¿Cuánto hace que me vigilan?
– Desde el día del funeral de su hija.
– Lamentamos habernos inmiscuido en su vida -reconoció Dumone-, pero debíamos asegurarnos.
Habían escuchado la reunión con el comité de revisión del tiroteo, su enfrentamiento con Tannino y su íntimo combate de la víspera con Dray. Tim hizo un esfuerzo por recuperar la cordura.
– ¿Asegurarse de qué?
– ¿Por qué no se sienta?
Tim no hizo el menor movimiento en dirección al sofá.
– ¿Quiénes son? Y ¿por qué han estado recabando información sobre mí?
El gemelo ajustó el último tornillo y le lanzó el reloj bruscamente. Tim lo atrapó justo delante de su cara.
– Supongo que ya conoce a William Rayner -dijo Dumone-.
Sociólogo y psicólogo, experto en psicología y derecho y erudito de renombre.
Rayner levantó la copa con falsa solemnidad.
– Me gusta más célebre erudito.
– Esta es su profesora adjunta y protegida, Jenna Ananberg. Yo soy sargento jubilado de la Policía de Boston, Unidad de Delitos Mayores. Éstos son Robert y Mitchell Masterson, ex detectives y miembros de las Fuerzas Especiales de Intervención de Detroit. Robert era un tirador de precisión, uno de los mejores francotiradores del cuerpo, y Mitchell trabajaba como técnico de explosivos en la Unidad de Desactivación. -Tras una pausa incómoda, Mitchell asintió, pero Robert, el que le había cogido el reloj a Tim, se limitó a mirarle de hito en hito.
El porte agresivo de Robert y lo afilado de su rostro le recordó al boina verde que le había adiestrado para pelear cuerpo a cuerpo. En cierta ocasión, le enseñó un movimiento frontal, un golpe descendente a la entrepierna del oponente, brusco y duro hasta la crueldad, sincronizado con un giro de cadera para darle más empuje. El boina verde aseguraba que si el golpe se daba con una alineación correcta, de modo que los nudillos entraran en contacto con la parte superior del pubis, podía cercenarle limpiamente el pene a cualquiera. Al contárselo, su sonrisa translució cierto brillo delator de apetitos extraños y nítidos recuerdos.
Robert y su hermano eran tipos peligrosos, no porque parecieran furibundos, sino porque exudaban esa ausencia de miedo que Tim había aprendido a discernir a fuerza de años de preparación. Tanto el uno como el otro tenían mirada de camposanto.
Dumone continuó:
– Y éste es Eddie Davis, alias el Cigüeña, ex agente escucha y cerrajero forense del FBI.
El hombrecillo hizo un gesto envarado con la mano antes de volver a introducirla entre los cojines del sofá. Teniendo en cuenta el tiempo que hacía, su nariz quemada por el sol era casi tan misteriosa como el apodo.
Dumone se colocó junto a Tim y se volvió levemente para seguir viéndolo.
– Y éste, señores miembros de la Comisión, es Timothy Rackley, antiguo sargento de pelotón que solía vestir el uniforme de los Rangers. Entre las academias por las que pasó durante su preparación militar se cuentan las de Combate Cuerpo a Cuerpo, Combate Nocturno, Supervivencia, Iniciación al Paracaidismo, Paracaidismo Avanzado, Rastreo, Desembarco, Tiro de Precisión, Demolición, Submarinismo, Guerrilla Urbana, Guerrilla de Montaña y Guerrilla de Jungla. ¿He pasado alguna por alto?
– Unas cuantas -dijo Tim. Reparó en un espejo antiguo en la pared opuesta y se acercó hasta él, cogiendo por el camino un abrecartas de la mesa.
– ¿Le importa citarlas? -pidió Dumone.
Tim llevó el extremo del abrecartas al espejo. La fisura entre la punta y el reflejo le indicó que no había nada anómalo; en un espejo falso no habría quedado fisura alguna.
– Siempre he creído que se otorga demasiada importancia a las credenciales.
– ¿Ah sí? ¿Por qué?
Tim, cada vez más impaciente, se mordió el interior del labio.
– A la hora de la verdad, todo el mundo sangra más o menos igual.
Robert, que se había levantado y estaba apoyado en una estantería, lanzó una risilla. Las marcas de dedos en las mangas de su camiseta indicaban que las había tenido que estirar antes de introducir los bíceps. Ninguno de los gemelos había hablado aún; estaban ocupados con sus posturas y su actitud amenazante. La intensidad de que hacían gala quedaba patente en el leve sonrojo de sus mejillas. Tim conocía a los tipos de su estofa de cuando estaba en los Rangers: competentes, vigorosos y ferozmente leales a sus ideales, fueran cuales fuesen. No tenían reparos en ponerse duros.
Dumone regresó junto a los otros y continuó:
– En sus tres años con el Servicio Judicial Federal de Estados Unidos, el señor Rackley ha recibido dos menciones honoríficas en el cumplimiento del deber, dos premios al servicio distinguido y la Medalla Forsyth por salvar la vida a otro agente, un tal George Jowalski, alias ()so. El mes de septiembre pasado, el señor Rackley derribó la pared de una casa donde se pasaba crack, recuperó el cuerpo herido del señor Jowalski mientras disparaban contra ellos y lo llevó a lugar seguro. ¿ No es así, señor Rackley?
– Ésa es la versión tipo Hollywood, sí.
– ¿Por qué no siguió en el Cuerpo de Operaciones Especiales del ejército? -preguntó Dumone-. ¿Lo ascendieron a la Fuerza Delta?
– Quería pasar más tiempo con… -Tim se mordió el labio. Rayner se disponía a decir algo, pero Tim levantó la mano-. Escúchenme con atención. Voy a largarme si no me dicen por qué estoy aquí. Ahora mismo.
Los hombres y Ananberg cruzaron miradas como si buscaran reconciliarse con algo. Dumone se dejó caer pesadamente en el sillón. Rayner se quitó la chaqueta para colgarla del respaldo de una butaca y dejó a la vista una elegante camisa con mangas amplias y gemelos de oro. Al colocarse delante de Tim, tintineó el hielo de su copa.
– Hay algo que todos nosotros compartimos, señor Rackley. Los aquí presentes, incluido usted, tenemos seres queridos que fueron víctimas de criminales que se las arreglaron para zafarse de la justicia gracias a vacíos legales. Defectos de forma, errores en la cadena de posesión, irregularidades en las órdenes de registro. En ocasiones, los tribunales de este país tienen problemas para funcionar como es debido. Se ven constreñidos, ahogados con estatutos y nuevas leyes judiciales. Por eso estamos constituyendo la Comisión. La Comisión funcionará dentro de las pautas legales más estrictas. Nuestros criterios se regirán por la Constitución de Estados Unidos y el Código Penal del Estado de California. Revisaremos casos de asesinato en los que los acusados salieron en libertad por causa de tecnicismos. Los tres papeles que desempeñaremos serán los de juez, jurado y verdugo. Todos somos jueces y miembros del jurado. -Frunció el ceño de tal modo que sus cejas formaron una única línea plateada-. Nos gustaría que usted fuese nuestro verdugo.
Dumone se sirvió de ambos brazos para levantarse del sillón y se dirigió hacia una colección de botellas que había en una repisa situada detrás de la mesa.
– ¿Le apetece una copa, señor Rackley? Dios sabe que a mí me vendrá de perlas. -Le lanzó un guiño.
Tim paseó la mirada de un rostro al siguiente en busca del menor indicio de frivolidad.
– Esto no es una broma. -Cayó en la cuenta de que su comentario era más afirmación que pregunta.
– Desde luego sería una broma muy complicada, y además una inmensa pérdida de tiempo -señaló Rayner-. Baste con decir que ninguno tenemos mucho tiempo que perder.
El tictac del carillón resultaba un tanto enervante.
– Y bien, señor Rackley -preguntó Dumone-. ¿Qué le parece?
– Me parece que han visto muchas películas de Harry el Sucio. -Tim metió la varilla del emisor de radiofrecuencia en la bolsa y cerró la cremallera-. No quiero tener nada que ver con ajustes de cuentas sumarios.
– Claro que no -dijo Ananberg-. No se nos ocurriría pedirle que hiciera algo así. Los que hacen ese tipo de cosas están fuera de la ley. Nosotros somos una extensión de ella. -Cruzo las piernas y entrelazó las manos encima de las rodillas. Su voz tenía un efecto tranquilizador y la cadencia ensayada de una presentadora de televisión-. No sé si se da usted cuenta, señor Rackley, de que esto es un inmenso lujo. Podemos ocuparnos exclusivamente de todo lo relacionado con un caso concreto y de la culpabilidad del acusado. No tenemos por qué andarnos con formalidades de procedimiento ni permitir que nos obstaculicen a la hora de hacer justicia. A menudo, los tribunales dictan sentencias que no se ajustan a los hechos. No siempre fallan de acuerdo con el caso en sí, sino que lo hacen para adelantarse a la posibilidad de que el gobierno adopte una conducta ilegal o inadecuada en el futuro. Saben que si pasaran por alto las limitaciones de una orden de registro o los derechos del acusado en el momento de su detención, aunque sólo fuese una vez, podrían establecer un precedente que despejaría el camino al gobierno para dejar de lado los derechos individuales. Y desde luego se trata de una preocupación válida y apremiante. -Extendió las manos-. Para ellos.
– Las garantías constitucionales seguirán vigentes -aseguró Dumone-. No somos incompatibles con ellas. No somos el Estado.
– Usted sabe por propia experiencia lo complejas que se han tornado todas las cuestiones relacionadas con la Cuarta Enmienda en lo que respecta a las órdenes de búsqueda y captura -dijo Rayner-. La situación ha llegado al extremo de que todos los esfuerzos que hace la policía de buena fe quedan en agua de borrajas. Los problemas del sistema no estriban en los policías corruptos que creen estar por encima de la ley, ni en los jueces sensibleros y liberales hasta la médula. Se trata de hombres y mujeres como usted y yo, gente ecuánime con la conciencia limpia, personas que intentan apoyar un sistema cada vez más minado por su temor neurótico a convertir en víctima al acusado.
Robert acabó por terciar con voz de fumador y las manos alzadas en ademán de desprecio:
– Un policía honrado no puede hacer un solo disparo sin que le caiga encima una investigación interna llevada a cabo por un comité de revisión…
– Es posible que también un juicio por lo civil o incluso por lo criminal -señaló Mitchell.
Dumone habló en tono tranquilo para mitigar la crudeza de los gemelos.
– Necesitamos a esa gente y necesitamos el sistema. Pero también necesitamos algo más.
– No nos ceñiremos a la letra de la ley, sino a su espíritu. -Rayner señaló la escultura de la Justicia Ciega encima de la mesa: el accesorio decorativo.
Tim reparó en lo minuciosamente orquestada que estaba la representación. El entorno opulento, diseñado para impresionarlo e intimidarlo, las argumentaciones expuestas de manera sucinta, una forma de expresarse que apelaba a la ley y la lógica: el idioma que hablaba Tim. Los oradores no se habían interrumpido unos a otros ni una sola vez. Sin embargo, y a pesar de sus hábiles maniobras, también habían dado señales de circunspección y rectitud. Tim se sintió igual que un comprador molesto por la cháchara del vendedor pero igualmente interesado en el coche.
– Ustedes no constituyen un jurado compuesto por personas como ellos -dijo Tim.
– Es verdad -respondió Rayner-. Somos un jurado compuesto por ciudadanos inteligentes y perspicaces.
– No sé si ha visto alguna vez un jurado -dijo Robert-, pero le aseguro que no está compuesto por personas como usted. Son un grupo de desgraciados que no tienen nada mejor que hacer un día laborable ni cerebro suficiente para poner alguna buena excusa.
– Pero mentirían si dijeran que no son parciales. Su sistema tampoco es perfecto.
– Como ocurre con todo -dijo Rayner-. La cuestión radica en qué sistema es menos imperfecto.
Tim lo asimiló en silencio.
– ¿Por qué no se sienta, señor Rackley? -le invitó Ananberg.
Tim no movió un músculo.
– ¿Tienen una facción dedicada a la investigación?
– Eso es lo mejor de nuestro sistema -explicó Rayner-. Sólo abordaremos casos que ya hayan ido a los tribunales, casos en los que los sospechosos salieron en libertad debido a tecnicismos legales. En esos casos suele haber pruebas de sobra y expedientes contrastados, transcripciones del juicio e información pormenorizada.
– ¿Y si no es así?
– Si no es así, no haremos nada en absoluto. Somos muy conscientes de nuestras limitaciones y no nos consideramos preparados para llevar a cabo investigaciones más complejas que exijan la búsqueda de otras pruebas. Si el crimen no ha quedado suficientemente probado, nos plegaremos a la decisión del tribunal.
– ¿Cómo obtienen los expedientes judiciales y el resto de la información sobre el caso?
– Los expedientes judiciales pueden consultarse -explicó Rayner-. Pero hay varios jueces, amigos íntimos, que me envían material relacionado con mi investigación. Les gusta ver su nombre en la página de agradecimientos de mis libros. -Limpió uno de sus gemelos con la uña-. No hay que subestimar nunca la vanidad. -Esbozó una sonrisa engreída-. Y tenemos ciertos acuerdos, acuerdos imposibles de probar, claro, con trabajadores eventuales, repartidores de correo, secretarios y demás que ocupan puestos convenientes en las oficinas de la defensa y la fiscalía. Podemos conseguir todo aquello que necesitemos.
– ¿Cómo es que sólo revisan casos en los que está en juego la pena de muerte?
– Porque nuestra capacidad punitiva es limitada. Sólo podemos ejecutar la pena máxima. Por eso no nos preocupamos de cargos menores.
Robert se apoyó en la pared y flexionó los brazos cruzados.
– Todavía no hemos desarrollado nuestro programa de rehabilitación. -El gemelo hizo caso omiso de la mirada de desaprobación que le lanzó Dumone y fijó en Tim sus ojos, cuentas oscuras en la carne correosa del rostro.
– Otra de las ventajas es que corregimos las desigualdades de que adolece la ley a la hora de dictar penas de muerte -prosiguió Rayner-. La mayoría de los condenados a muerte por los tribunales tradicionales de este país pertenecen a minorías humildes que no pueden permitirse una representación legal adecuada.
– Nosotros, por el contrario, somos exterminadores ecuánimes -apuntó Mitchell.
– ¿Sabe cuál es una de las ventajas de la pena capital que suele pasarse por alto, señor Rackley? -Las preguntas retóricas de Rayner parecían a Tim otra indicación de su condescendencia, cada vez menos sutil-. Exime a las víctimas y a sus familiares de la obligación moral de vengarse. Al hacerlo, evita que la sociedad degenere en odios de sangre. Pero cuando el Estado no ejerce su capacidad de castigar en nombre del ciudadano, éste sigue notándola, ¿verdad? La necesidad moral de que se le haga justicia a su hija… siempre la notará, créame. Igual que el dolor de un miembro cercenado.
Tim se acercó a Rayner y le mermó justo el espacio vital suficiente para dejar implícita su agresividad. Robert se apartó levemente de la pared, pero Dumone lo detuvo desde el otro lado de la habitación con un sutil aleteo de la mano. Tim se apercibió de todos esos gestos y los relacionó con la jerarquía de mando que empezaba a deducir. Rayner no dio la menor indicación de sentirse arredrado.
Tim hizo un gesto en dirección a los otros.
– ¿Y los conoció gracias a su trabajo? -preguntó.
– Sí. Llevo a cabo análisis pormenorizados de ciertas personas en el curso de mis investigaciones, lo que me ha ayudado a decidir quién puede coincidir en mayor medida con mis ideas.
– Y se interesaron por mí cuando mi hija fue asesinada -aventuró Tim.
– El caso de Virginia nos llamó la atención, sí -dijo Ananberg.
A Tim le impresionó su decisión de dejarse de eufemismos y referirse a Ginny por su nombre de pila. El gesto, nimio al tiempo que astuto, dio credibilidad a lo que había dicho Rayner acerca de que todos los presentes habían perdido a un familiar.
– Nos empezaba a costar trabajo dar con un buen candidato -reconoció Rayner-. Es extraordinariamente difícil encontrar a alguien con sus aptitudes y su rectitud moral. Y los demás candidatos que ofrecían una remota similitud con usted eran de esa clase de gente que sigue fielmente las normas, cosa que no los predisponía a tomar parte en una empresa como ésta. Empezamos por buscar candidatos cuya vida se hubiera visto rota por una tragedia personal. Sobre todo personas que hubieran perdido a seres queridos, asesinados o violados por criminales que vadearon un sistema judicial defectuoso para irse de rositas. Do modo que cuando los medios se hicieron eco de la historia de Ginny, nos dijimos: Aquí hay alguien que sin duda entiende nuestro sufrimiento,-Como es natural, no sabíamos que Kindell iba a salirse otra vez con la suya -dijo Ananberg-, pero cuando ocurrió, prácticamente dejó sellada nuestra decisión de abordarlo a usted.
– Esperábamos reclutarlo como agente judicial, cuando aún tenía acceso a sus recursos de investigación -confesó Rayner-. Nos decepcionó al dimitir.
– No habría hecho nada que fuera en detrimento del Servicio Judicial Federal -dijo Tim-. Ni antes ni ahora.
Robert lanzó un bufido.
– ¿Ni siquiera después de que le hayan dejado en la estacada?
– Eso es. -Tim se volvió de nuevo hacia Rayner-. Cuénteme cómo empezó esta… idea.
– Conocí a Franklin cuando fui a Boston para dar una conferencia sobre derecho y psicología, hará cosa de unos tres años -comenzó Rayner-. Estábamos en la misma situación, yo había perdido a un hijo y Franklin a su esposa, y detectamos de inmediato una afinidad mutua. Nos fuimos a cenar, tomamos unas copas y nos encontramos teorizando abiertamente, hasta que surgió la idea de la Comisión. A la mañana siguiente, como es natural, descartamos nuestra conversación como cháchara hipotética. Terminó el congreso y regresé a Los Ángeles. Unas semanas después pasé una de esas noches. ¿Sabe a qué clase de noche me refiero, señor Rackley? Le hablo de esa clase de noche en que la pena y las ganas de vengarse adquieren vida propia, se tornan tangibles, eléctricas. -Rayner tenía la mirada perdida.
– Lo sé.
– Pues llamé a Franklin, quien, casualmente, estaba pasando una noche similar. Volvimos sobre la idea de la Comisión, otra vez al cobijo de la noche, pero esta vez tomó forma. A la fría luz de la mañana siguiente nos resultó menos espantosa. -Su mirada volvió a centrarse, y adoptó un tono de voz más liviano-. Yo disponía de recursos ingentes de cara a la selección de los miembros de la Comisión. Durante mis investigaciones buscaba a agentes de la ley con un coeficiente intelectual sumamente alto que tuvieran respeto por la autoridad y las normas pero, al mismo tiempo, fueran capaces de pensar por su cuenta. De vez en cuando, aparecía alguien que resultaba especialmente adecuado para la Comisión. Y Franklin estaba en posición de comprobar sus antecedentes, ponerse en contacto con ellos y traerlos.1 nuestro círculo. -Mostró una sonrisa satisfecha-. Las dudas que tiene ahora, señor Rackley, confirman nuestra opinión de que quiere subir a bordo.
– Piense en la experiencia y la sabiduría colectivas que hemos reunido en esta sala -dijo Ananberg-, en todo el tiempo que hemos pasado enfrascados en la ley, aprendiendo sus límites y entresijos, sus defectos y ventajas.
– ¿Y si disienten en un veredicto?
– Entonces descartaremos el caso y pasaremos a otro -respondió Rayner-. La Comisión sólo aceptará un veredicto unánime. También es necesaria la unanimidad para cualquier cambio en las normas por las que nos regimos. De ese modo, si alguien tiene alguna clase de reparo, disponemos de derecho a veto.
– ¿Está aquí la Comisión en pleno?
– Usted será el séptimo y último miembro -aseguró Dumone-. Si opta por sumarse a nosotros.
– ¿Y cómo se financia esta pequeña empresa?
– Los libros se han portado bien conmigo -dijo Rayner con una sonrisa.
– Se le pagará un sueldo moderado -añadió Dumone-. Y, naturalmente, tendrá todos los gastos pagados.
– Ahora bien, queremos dejar una cosa clara -dijo Ananberg-. No somos partidarios de un castigo cruel o insólito. Las ejecuciones deben ser rápidas e indoloras.
– No me va la tortura -aseguró Tim.
Los labios pintados de Ananberg se ladearon en una mueca risueña, la primera fisura en su gélida fachada. Todo el mundo agradeció que el silencio reinara en el estudio unos momentos.
– ¿Cómo están sus casos personales? -indagó Tim.
– El asesino de la mujer de Franklin desapareció después de que se le declarara inocente -respondió Rayner-. Lo último que sabemos es que estaba en Argentina. El tipo que mató a la madre del Cigüeña cumple ahora mismo condena por un crimen posterior. El asesino de la hermana de Robert y Mitchell murió posteriormente de un disparo en una situación que no tenía nada que ver con su crimen, y el asesino de la madre de Jenna falleció a causa de una paliza en una pelea entre bandas rivales hace más de una década. Así están nuestros…, ¿cómo lo ha dicho? Sí, nuestros casos personales.
– ¿Y el hombre que mató a su hijo?
Un rastro de amargura tiñó los ojos de Rayner y luego se esfumó.
– Sigue en libertad. El asesino de mi hijo está en la calle. En alguna parte del estado de Nueva York; en Buffalo, la última vez que supe de él.
– Seguro que se muere de ganas de declararlo culpable.
– Lo cierto es que yo no intervendría en mi propio caso. -Por lo visto, la mueca escéptica de Tim había ofendido a Rayner-. Esto no es un servicio de venganza a la carta. -Su rostro adoptó una expresión estoica, como las de las películas patrioteras de la Segunda Guerra Mundial-. No sería objetivo. Sin embargo…
– ¿Qué?
– Vamos a pedirle a usted que lo sea. He seleccionado el caso de Kindell para nuestra Comisión. Será el séptimo y último que abordaremos en nuestra primera fase.
Tim notó que se enfurecía con sólo pensar en otra oportunidad de ponerle las manos encima a Kindell. Confió en que su ansia no resultara evidente e hizo un gesto en dirección a los demás.
– ¿Y sus casos?
Rayner negó con la cabeza.
– El suyo es el único caso personal que vamos a revisar.
– ¿Y cómo es que tengo tanta suerte?
– Es el único caso que encaja a la perfección en nuestro proyecto. Un crimen cometido en Los Angeles que atrajo el interés de todos los medios de comunicación; un juicio sobreseído por una mera violación en el procedimiento.
– Desde el punto de vista operativo, Los Ángeles es clave -explicó Dumone-. Sólo nos sentimos cómodos con casos de esta zona. Es aquí donde tenemos nuestros mejores contactos.
– Hemos pasado mucho tiempo aquí, Mitch y yo -dijo Robert-, husmeando la calle y dilucidando el mejor modo de funcionar sin que se nos detecte. Ya sabe: contactos en los lugares adecuados, líneas de teléfono, alquiler de coches, rutas alternativas por la ciudad…
– Usted debe de tener buenos contactos en Detroit -señaló Tim.
– Allí nos conocen. En este infierno de ciudad nadie se fija en nadie hasta que se convierte en alguien.
– Una vez que se empieza a viajar, entre las diferencias del sistema judicial y los distintos organismos policiales, el asunto se nos puede ir de las manos -explicó Dumone-. Por no hablar del rastro que se deja con tanto billete de avión y tanta estancia en hotel. -Le brillaron los ojos-. No nos gusta dejar huellas.
– Tengo la sensación de que me ocultan algo -respondió Tim-. Me parece que este caso es la zanahoria que me ponen delante. Por eso es «el séptimo y último».
A Rayner le satisfizo que Tim empezara a hablar su idioma.
– Sí, claro. No hay por qué ocultarlo. Necesitamos alguna póliza de seguro para tener la garantía de que no va a hacerlo meramente por venganza. Queremos estar seguros de que va a quedarse con nosotros, de que va a entregarse a nuestra causa. No estamos aquí sencillamente para responder a sus necesidades. Está en juego un bien mucho mayor para la sociedad.
– ¿Y si no creo que las otras ejecuciones estén justificadas?
– Pues vote en contra y luego pasaremos a ocuparnos de Kindell.
– ¿Cómo saben que no es precisamente eso lo que pienso hacer?
La forma en que Dumone ladeó la cabeza dejó traslucir tanto autoridad como cierto regodeo.
– Sabemos que obrará con ecuanimidad.
– Y si usted no es igualmente ecuánime, justo y competente cuando deliberemos sobre el caso Kindell -dijo Ananberg-, lo recusaremos y yo, en persona, votaré en contra de la ejecución. No nos colará ningún veredicto de culpabilidad por la fuerza.
Dumone se retrepó en el sillón.
– Además, le conviene dejar a Kindell para el final.
– ¿Y eso por qué?
– Si decidiéramos ejecutar a Kindell en primer lugar, usted sería el sospechoso más evidente -contestó Rayner.
– Pero si decidimos eliminarlo después de otras dos o tres ejecuciones que llamen la atención, las sospechas no recaerán sobre usted -dijo Dumone.
Tim reflexionó un instante en silencio. Rayner lo observó con ojos brillantes, disfrutando un poco más de la cuenta.
– Estamos al tanto de su teoría de que hay un cómplice -dijo Rayner-. Y no le quepa duda de que puedo conseguir información de todas las partes implicadas en el caso a las que usted no tiene acceso. Las notas del defensor de oficio de su entrevista con Kindell, informes de investigadores de los medios de comunicación, incluso expedientes policiales. Llegaremos al fondo del asesinato de su hija. Usted le garantizará el juicio justo que no tuvo.
Tim escudriñó a Rayner un momento con un nudo de ansiedad y emoción en el estómago. A pesar de la aversión que le producía, era innegable que existía alguna conexión, con otro padre que había perdido a su hijo, con alguien que de veras se tomaba la teoría del cómplice en serio porque sabía lo que era verse atormentado.
Al cabo, Tim se dirigió hacia uno de los sillones y tomó asiento. En la mesita baja situada delante de él había una publicación de la Asociación Psicológica Americana titulada Psicología, asuntos de orden público y derecho. En la cubierta, de tono marrón claro, Rayner aparecía como autor principal de dos artículos.
Con la mirada fija en la publicación, Tim dijo en voz queda:
– Tengo que saber quién mató a mi hija y por qué. -Al oírse expresar ese imperativo tan profundamente arraigado con semejante claridad, casi como un ruego dirigido al universo injusto, de repente un deseo adquirió un cariz real y lastimoso. Se le humedecieron los ojos. A renglón seguido notó una punzada de desprecio contra sí mismo por destapar sus emociones allí, delante de unos desconocidos curados de espantos. Le vino a la cabeza la lección que su padre se había afanado en enseñarle de niño: nunca reveles nada personal, porque lo volverán contra ti como un arma.
Aguardó a que su rostro ofreciera un semblante menos grave para levantarlo. Le sorprendió ver lo mucho que su pena incomodaba a Robert y Mitchell. Habían adoptado una actitud inquieta, molesta, repentinamente real: su propio dolor, en el recuerdo, atravesaba barreras y les arrancaba de cuajo la agresividad.
– Lo entendemos -dijo Dumone.
– Tendrá oportunidad de abordar su causa personal, de perseguir al asesino o los asesinos de su hija, y, en lo que respecta a asuntos legales de mayor envergadura, contribuirá a…
– … A que otros los vean bajo una nueva luz… -terció Mitchell.
– … Gracias al infierno que ha tenido que padecer. Los demás no tenemos esa oportunidad.
– ¿Por qué eligieron Los Ángeles? -indagó Tim.
– Porque en esta ciudad no tienen la menor noción de lo que es responder por los propios actos, desconocen qué es la responsabilidad -explicó Rayner-. Como usted sabe, los veredictos de los tribunales en Los Ángeles, sobre todo en aquellos casos inflados por los medios de comunicación, parecen decantarse por el mejor postor. Aquí no imparten justicia los tribunales, sino la recaudación en taquilla y el engranaje bien lubricado de la prensa.
– O. J. Simpson se acaba de comprar una casa de millón y medio de dólares en Florida -dijo Mitchell-. Kevin Mitnick se introdujo en el sistema informático del Pentágono y ahora está al frente de un programa de radio en Hollywood. En la Policía de Los Angeles hay un escándalo a la semana. Consiguen contratos discográficos asesinos de polis y traficantes de droga. Las putas se casan con magnates del cine. Los Ángeles no tiene memoria. Aquí no existe la lógica, la armonía, la razón ni la justicia.
– A los polis de aquí -dijo Robert con sorprendente vehemencia-, les importa una mierda. Hay tantos asesinatos que sólo sienten indiferencia. Esta ciudad devora a la gente.
– Es seductora, y, como la mayoría de las cosas seductoras, te quema hasta la indiferencia. Te mata de apatía.
– Por eso elegimos esta ciudad. -Robert volvió a cruzar sus gruesos brazos-. Los Ángeles se lo merece.
– Queremos que las ejecuciones sirvan de efecto disuasorio contra el crimen -añadió Rayner-, de modo que deben ser sonadas.
– ¿Así que de eso se trata? -Tim recorrió la sala con la mirada-. Un gran experimento. La sociología llevada a la práctica. Van a hacer justicia en la gran ciudad, ¿no es eso?
– No es nada tan grandioso -replicó Ananberg-. Nunca se ha demostrado que la pena de muerte tenga efecto disuasorio.
– Pero nunca se ha puesto en práctica de este modo. -Ahora Mitchell estaba en pie y hacía gestos concisos con las manos abiertas-. Los tribunales son lugares limpios y seguros, y, debido al proceso de apelaciones, los fallos no constituyen una amenaza inmediata. Los tribunales no asustan al criminal. Pensar que alguien puede aparecer de pronto en plena noche sí que asusta. Sé que nuestro plan presenta ciertas complicaciones metodológicas, pero no cabe duda de que asesinos y violadores estarán al tanto de que existe otra clase de ley ante la que tendrán que responder, al margen de la dinámica de los tribunales. Es posible que consigan librarse gracias a un vacío legal, pero nosotros les esperaremos cuando salgan.
Mitchell demostraba la lógica basada en el sentido común y la elocuencia carente de afectación del pensador autodidacta; Tim cayó en la cuenta de que había subestimado su inteligencia a primera vista, probablemente debido a lo mucho que intimidaba su presencia física.
Robert asentía con énfasis, coincidiendo de manera notoria con su hermano.
– Me parece que no hay muchas pintadas en las paredes de Singapur.
Rayner rió y se ganó una mirada de reprobación por parte de Ananberg.
– No confundamos correlación con causalidad. -Ananberg entrelazó las manos sobre las rodillas-. Lo que quiero decir es, sencillamente, que no deberíamos esperar un impacto social drástico. Somos una suerte de cemento en las fisuras de la ley. Ni más ni menos. Debemos tener claro lo que estamos haciendo. No vamos a salvar el mundo. En unos pocos casos específicos, haremos justicia.
Robert posó de golpe el vaso sobre la mesa.
– Lo único que decimos Mitch y yo es que estamos aquí para patear algún que otro culo y hacer un poco de justicia. Y si esos cabrones se enteran de que ha llegado un jefe del Servicio Judicial nuevo a la ciudad… tampoco vamos a entristecernos por eso.
– Desde luego, es mejor que lloriquear y levantar monumentos conmemorativos -apostilló Mitchell.
Dumone, a quien ya no quedaba ni rastro de ironía en la mirada, se volvió hacia Tim.
– Los gemelos y el Cigüeña serán su equipo de operaciones -dijo-. Su papel es el de mero apoyo. Sírvase de ellos como considere conveniente, o no lo haga en absoluto.
Tim por fin entendía la hostilidad que había provocado en los gemelos desde el primer momento, el modo en que se habían metido abiertamente con él delante de los demás.
– ¿Por qué habría de ser yo el cabecilla?
– Carecemos de la capacidad operativa que alguien como usted, con su insólita combinación de entrenamiento y experiencia sobre el terreno, aporta al grupo. Carecemos del tacto a la hora de la ejecución imprescindible para esta primera fase de… bueno, de ejecuciones.
– Necesitamos un cabecilla que sepa conducirse con extrema sensatez en el frente -dijo Rayner. Trazó un círculo con una de sus manos y luego la posó en el bolsillo-. Esas ejecuciones deben orquestarse consumo cuidado para que nunca se produzca un tiroteo con agentes de la ley. Nunca.
Dumone se puso otra copa en el pequeño bar que había detrás de la mesa.
– Como estoy seguro de que usted ya sabe, las cosas pueden torcerse de cien mil maneras distintas. Y en caso de que eso ocurra, necesitamos a un hombre que no pierda la cabeza ni se líe a tiros para abrirse camino. El Cigüeña no es especialista táctico.
– No, señor -convino el Cigüeña con una sonrisa.
– Y Rob y Mitch son buenos polis agresivos, igual que yo cuando la savia aún corría por mis venas. -La sonrisa de Dumone dejó un regusto triste; había algo oculto tras ella, quizás el pañuelo manchado de sangre. Inclinó la cabeza hacia Tim en un gesto de deferencia-. Pero no se nos ha preparado para matar y no sabemos mantener la frialdad de un agente de operaciones especiales bajo el fuego.
– Dar con un candidato viable y receptivo ha sido un proceso largo y lleno de decepciones -reconoció Rayner en tono de hastío.
Tim sopesó sus palabras unos instantes y los demás se lo permitieron. Rayner tenía las cejas arqueadas en anticipación de la siguiente pregunta de Tim.
– ¿Cómo se protegen contra la posibilidad de que alguien quebrante las complejas reglas que han estipulado? No hay una autoridad al mando.
Rayner levantó la mano en un gesto apaciguador, aunque nadie estaba particularmente agitado.
– Esa es una de nuestras mayores preocupaciones. Por eso tenemos una política de tolerancia nula.
– Nuestro contrato no es sino verbal, claro -dijo Ananberg-, porque no queremos que quede por escrito nada que pudiera incriminarnos. Y este contrato incluye una cláusula de rescisión.
– ¿Una cláusula de rescisión?
– En términos legales, una cláusula de rescisión estipula los pormenores de las condiciones negociadas de antemano por si se pusiera término a un contrato. La nuestra entrará en vigor en el instante en que cualquier miembro de la Comisión quebrante alguno de nuestros protocolos.
– ¿Y cuáles son esas condiciones negociadas de antemano?
– La cláusula de rescisión estipula que la Comisión se disolverá de inmediato. Toda la documentación, que siempre intentamos mantener al mínimo, será destruida. Con la salvedad de atar algún cabo suelto, la Comisión no llevará a cabo actividades de ninguna clase. -Rayner adoptó un semblante más hosco-. Tolerancia cero.
– Todos somos conscientes de que la Comisión nos sitúa en un terreno movedizo -dijo Ananberg-. De modo que tenemos sumo interés en prevenir cualquier resbalón.
– ¿Y si alguien se echa atrás?
– Que vaya con Dios -respondió Rayner-. Damos por sentado que lo que pase aquí queda entre estas cuatro paredes, porque incrimina en igual medida a quien decida marcharse. -Esbozó una sonrisa de desdén-. La garantía de que la destrucción sería mutua constituye una bonita póliza de seguro.
Tim no correspondió a la sonrisa sino que analizó las líneas ensayadas en las comisuras de la boca de Rayner. William Rayner, el defensor vehemente de la póliza de seguro.
– La Comisión entraría en un breve período de descanso hasta que encontráramos un sustituto adecuado -explicó Ananberg.
Tim se retrepó en el sillón para notar el Sig contra los riñones. Calculó el ángulo hasta la puerta y vio que no era bueno.
– ¿Y si decido no participar?
– Esperamos que, en tanto que es una persona que ha perdido a su hija, entienda nuestra perspectiva y nos deje seguir con nuestra labor -contestó Rayner-. Si llega a ponerse en contacto con las autoridades, tenga bien presente que aquí no hay nada que nos incrimine. Negaremos haber mantenido esta conversación. Y me quedo corto si digo que nuestra palabra es moneda de cambio en los círculos legales.
De pronto todas las miradas recayeron en Tim. El tictac del carillón puntuaba el silencio. Ananberg se acercó a la mesa, hizo girar una llave y sacó una caja de color rojo cereza de uno de los cajones. La ladeó y abrió la tapa por las bisagras para mostrar un Smith & Wesson 357, de modelo reglamentario, alojado en el forro interior de fieltro. Cerró la caja y la dejó en el tablero de la mesa.
Rayner bajó el tono de voz para dar la impresión de que se dirigía únicamente a Tim.
– Cuando alguien sufre una… traición burocrática como la que le infligieron a usted los tribunales, como la que le infligió la Policía Judicial Federal de Estados Unidos, suele responder de distintas maneras, casi todas negativas. Algunos se enfurecen, otros se deprimen, los hay que encuentran a Dios. -Enarcó una ceja casi hasta el punto de hacerla desaparecer debajo del flequillo-. ¿Qué va a hacer usted, señor Rackley?
Tim decidió que ya había soportado suficientes preguntas, de modo que miró fijamente a Dumone y dijo:
– ¿Qué les parece a ellos eso de estar de segundones, desde el punto de vista operativo?
El gesto de Dumone y Robert le permitió intuir que era un asunto sobre el que ya habían hablado largo y tendido.
El Cigüeña se encogió de hombros y se subió las gafas.
– Yo no tengo inconveniente -dijo, aunque nadie se lo había preguntado.
– Tendrán que afrontarlo -respondió Dumone.
– No he preguntado eso -insistió Tim.
– Entienden la necesidad de contar con alguien que tenga un alto grado de preparación sobre el terreno, y están asimilando el cambio. -Tim percibió cierta retranca en la voz de Dumone y reconoció al poli duro de Boston que llevaba dentro.
Miró a Mitchell y luego a Robert:
– ¿Es eso cierto?
Mitchell apartó la mirada y la fijó en la pared. Robert tenía el labio leporino, de modo que, al sonreír, su boca era todo lustre de dientes y pelo. Cuando habló, su voz sonó rápida y cortante, igual que un escalpelo:
– Usted manda.
Tim se volvió hacia Dumone.
– Llámeme cuando lo hayan asimilado.
Los zapatos de Dumone sisearon sobre la alfombra al acercarse hasta Tim para mirarlo desde su altura. Su rostro, mezcla de deterioro y textura, tenía un elemento umbrío de calma que Tim tomó por sabiduría.
– Nos gustaría saber la respuesta ahora.
– Necesitamos que responda ahora -parafraseó Robert-. Se trata de una propuesta que le toca la fibra o no se la toca. No tiene sentido pensárselo.
– No es como hacerse socio de un gimnasio.
– Nuestra oferta expira en cuanto salga por esa puerta -dijo Rayner.
– Yo no negocio así.
– Las condiciones son ésas -aseguró Mitchell.
– Pues muy bien. -Tim se puso en pie y se dirigió hacia la puerta.
Rayner le dio alcance ya fuera, cerca de la verja.
– Señor Rackley. ¡Señor Rackley!
Tim se volvió con las llaves del coche en la mano.
Rayner tenía la cara roja de frío y su aliento resultaba visible. Llevaba el faldón de la camisa un poco salido y tenía un aspecto menos elegante a la intemperie, lejos de aquel reino de la biblioteca donde era primas inter pares.
– Lo lamento. A veces puedo ponerme un poco… firme. Lo que ocurre es que tenemos muchas ganas de pasar a la acción. -Hizo ademán de posar la mano en el maletero del coche de Tim, pero se detuvo cuando tenía las yemas a un par de centímetros de la chapa. Por lo visto, le estaba costando un gran esfuerzo hilvanar sus siguientes palabras-. Usted es nuestro mejor candidato. De hecho, nuestro único candidato. Nos hemos volcado en seleccionarlo. Si no se suma a nosotros, tendremos que empezar de cero, y es un proceso largo. Tómese el tiempo que necesite.
– Eso pienso hacer.
Tim salió a la carretera. Cuando miró por el retrovisor, Rayner aún estaba plantado delante de la casa y lo seguía con la vista.