Capítulo 32

Apenas había salido a Moorpark cuando vio las luces del coche de policía a su espalda. Se acercó al bordillo y vio que era un vehículo del Servicio Judicial y no un número de la Patrulla de Autopistas de California, pero ante la remota posibilidad de que no conociera al agente, encendió la luz cenital y mantuvo ambas manos bien a la vista sobre el volante.

El agente dirigió el foco del coche hacia el espejo retrovisor, de modo que Tim tuvo que entornar los ojos a medida que veía acercarse una silueta oscura. Esperó a que llamara con los nudillos a la ventanilla y la bajó. Dray se inclinó hacia él y apoyó ambas manos en el antepecho con una sonrisa taimada.

– Carné de conducir y documentos de matriculación. -Reparó entonces en la expresión de Tim-. ¿Qué ocurre?

– Tengo que hablar contigo.

– Ya me lo imaginaba. Te he hecho parar antes de que fueras a casa y te encarases con Mac.

– ¿Vas sola?

– Sí. ¿Por qué no me sigues? Vamos a salir de la carretera.

Tim siguió su coche. Un rato después, se desviaron hacia una pista de tierra, que iba a morir a la cima de un pequeño cañón, y avanzaron unos metros más haciendo crujir la gravilla bajo las ruedas. Tim bajó del coche y se sumó a Dray, que estaba sentada en el capó del suyo. Había olvidado lo bien que le sentaba el uniforme. Algo más abajo, un bosquecillo de eucaliptos y un garaje aislado tomaban forma en la oscuridad. A través de una ventana apenas iluminada, Tim vio a Kindell, que se agachaba e incorporaba como si trasladase cosas del suelo a un mostrador. Le sorprendía y al mismo tiempo no le sorprendía que hubieran acabado allí.

– Anoche se le reventó una cañería. – Dray apretó los labios hasta que se le quedaron blancos-. No sé qué pudo ocurrir. Lo malo es que no tiene registrado el domicilio, así que no puede quejarse a nadie. -Se volvió hacia él y añadió-: ¿Qué ocurre? Tienes una pinta horrible.

– No he sido capaz de llevar a cabo una ejecución. Hoy. En el último minuto, sencillamente no he…

Dray entrelazó las manos y apoyó la mejilla en los nudillos sin apartar la mirada de él:

– ¿Quién era?

– Terrill Bowrick.

Dray lanzó un silbido y dejó que el sonido se desvaneciera lentamente.

– Joder, no os andáis por las ramas. Directos al cuadro de honor de la peor gentuza.

– Mitchell se ha enfrentado a mí con un arma cuando he decidido cancelar la operación.

– ¿Qué has hecho?

– Aguantar el tipo hasta que cambió de idea. Se ha ido cabreado, pero se ha ido.

– ¿Por qué no has podido matarlo?

– Al encararme con Bowrick, he visto que estaba arrepentido. Lo he visto a él, no sólo a una persona que cometió un crimen incomprensible para mí. -Aunque la noche era fresca, notó un hormigueo de sudor en la espalda-. Y se parecía mucho a mí.

Dray carraspeó.

– Cuando disparé contra aquel chico, lo primero que me vino a la cabeza en cuanto desenfundé, justo cuando le apuntaba y él me apuntaba a mí, no tenía nada que ver con la vida y la muerte, ni con la justicia. Lo único que me vino a la cabeza fue que era el chico más guapo que había visto en mi vida. Y le pegué un tiro. Y está muerto. Y no hay más. Los procedimientos, las reglas y la cláusula del peligro mortal para el agente a los que me remití; eso es lo único que me permite dejar de vez en cuando de reconcomerme. -Hizo un gesto en dirección a la lejana sombra de Kindell en la ventana, que se encorvaba y se volvía a levantar-. Poco a poco he llegado a entender que hiciste lo más adecuado al no matar a Kindell aquella noche. No digo que no disfrute con la idea de hacerle sufrir, pero he conseguido poner distancia entre la muerte de Ginny y yo, y el paisaje ha cambiado un poco. Como si… -Aguardó con la cabeza adelantada igual que un perro que acabase de detectar un sonido demasiado lejano para oídos humanos-. La ley no es individual. Su objetivo no es compensarte por una pérdida, sino distanciarte de ella. No existe para proteger a los individuos, sino para velar por sí misma. -Asintió, como si le satisficiera el modo en que lo que pensaba se había traducido en palabras-. La ley es egoísta, y lo seguirá siendo.

– ¿Y de dónde sale ahora semejante lucidez?

– No hay que preguntar de dónde sale la lucidez, sino confiar en que aparezca.

Tim asintió y luego volvió a asentir.

– En mi caso ha aparecido esta noche al ver a Bowrick por la mira del arma. No sé dónde he estado metido estas dos últimas semanas.

Dray dejó escapar un suspiro entre dientes.

– Yo siempre la cago con todas las consecuencias, pero tú mantienes la calma. Siempre conservas la cordura. Tanto es así que, si se te deja solo, puedes llegar a convencerte de cualquier cosa. Bueno, ¿qué esperabas sacar de la Comisión?

Pensó con todas sus fuerzas, pero la respuesta siguió pareciéndole absurda:

– Justicia. Mi justicia.

– ¿Igual que la justicia contra el censo fascista? ¿Igual que un rito vudú contra los espíritus malignos? ¿Igual que la revancha contra los abusones de la escuela?

– Ya lo pillo. Pura hipocresía hecha realidad.

– Todo el mundo está convencido de poder apropiarse de la justicia, pero es imposible. No se trata de un lujo. No hay nada parecido a «mi» justicia. Sólo hay «Justicia», así, con mayúscula.

– ¿Y colarse en casa de Kindell para romperle una tubería? ¿Eso es «Justicia» con mayúscula?

– Claro que no, coño. Eso no es más que vandalismo. -Sus ojos, de un verde prístino, ocultaron un destello-. He hablado de lucidez, no de madurez. -Dejó escapar una risilla y luego mudó de gesto como sólo ella era capaz de hacer: fue frunciendo la boca y cincelando los pómulos al tiempo que ponía la mandíbula en tensión-. No creas que he venido aquí a juzgarte sólo porque he sido capaz de enlazar unas cuantas ideas en las últimas veinticuatro horas. No es eso.

Permanecieron unos momentos en silencio con la brisa nocturna y las ramas de los eucaliptos susurrando por encima de sus cabezas.

– No puedo seguir adelante con la Comisión -reconoció Tim.

– ¿Porque se está desbocando?

– No. Porque es una equivocación.

Resonó por el cañón el chapoteo de Kindell después de un tropezón, y luego se desvaneció en el silencio interrumpido únicamente por el canto de los grillos.

– Han estado jugándomela desde el principio. Voy a dejarlo, y me llevaré el expediente de Kindell.

– ¿Y si no quieren dártelo?

– Dejaré la Comisión de todos modos.

– Entonces, nunca averiguaremos lo que le ocurrió a Ginny.

– Lo averiguaremos de otro modo, si no nos queda más remedio.

Tim sacó de la funda el 357 sin registrar, abrió el tambor y lo hizo girar para que las balas fueran cayendo una tras otra en la palma de su mano. Entregó a Dray los proyectiles y luego el arma.

Se subió al coche. Cuando sus faros barrieron el vehículo de Dray, ésta seguía sentada en el capó, con la mirada perdida en la oscuridad del cañón.


La puerta de entrada a la casa de Rayner estaba abierta y proyectaba un haz de luz hacia la noche. A medida que se acercaba, Tim vio desde detrás del volante que habían desgoznado de golpe la verja del sendero de entrada y el último poste describía un arco sobre el cemento. Aparcó el Beemer al otro lado de la calle y cruzó la verja a la carrera.

Oyó unos gemidos procedentes del interior y se acercó a la puerta a toda prisa, consciente hasta lo doloroso de que no llevaba arma alguna. Rayner yacía boca arriba a los pies de las escaleras del vestíbulo, recostado sobre un codo, con los hombros y la cabeza apoyados en el pilar central.

Le vio sangre en la cara y el pecho.

Subió al porche y Rayner levantó la cabeza, pasmado, hasta que lo reconoció. De la sala de reuniones partía un rastro de sangre que acababa allí donde estaba tumbado Rayner; se había arrastrado por el vestíbulo. El teléfono encaramado a un pequeño nicho en la pared seguía fuera de su alcance.

Tim se detuvo ante el umbral e hizo un gesto de interrogación.

Rayner habló con voz débil y entrecortada. Tenía el labio superior partido hasta el bigote blanco, y el albornoz desgarrado por el costado derecho:

– Ya se han ido.

Al levantar una manga del albornoz empapada en sangre, asomó el puño del pijama. Con mano trémula y lánguida señaló hacia el otro extremo del vestíbulo.

Tim alargó el cuello y vio el cuerpo de Ananberg tumbado boca abajo cerca de la puerta de la biblioteca. El atroz ángulo de sus extremidades -un brazo doblado hacia atrás por el codo, la pierna derecha atrapada debajo de su peso de tal manera que tenía las caderas levantadas y ladeadas de un modo extraño- dejaba claro que seguía tal como había caído. Se apreciaban manchas de sangre en su blusa de color crema.

Se aproximó con cautela y se sirvió del codo para cerrar la puerta de tal forma que no borrara las huellas que pudieran haber quedado en el pomo de la puerta. Respiró por la nariz y percibió el olor residual de un explosivo. Se le habían desbocado los pensamientos en un furioso remolino.

Cruzó la estancia hasta Ananberg y le tomó el pulso, a pesar de que no esperaba encontrárselo. Un mechón de cabello brillante le tapaba los ojos. A Tim le habría gustado que ella misma se lo apartara con el dorso de la mano, se levantara con mirada soñolienta e hiciera algún comentario gracioso sobre su expresión pasmada, su camisa, un error de deducción. Sin embargo, permaneció allí, inerte y fría. Le retiró el pelo de la cara y le pasó suavemente las yemas de los dedos por la mejilla de porcelana.

– Maldita sea, Jenna -se lamentó.

Miró por la puerta abierta de la sala de reuniones. Aunque no tenía buen ángulo, vio que la fotografía del hijo de Rayner había caído al suelo. Una de las trituradoras de documentos, que debía de estar atascada, traqueteaba y emitía un gañido repetitivo.

La voz de Rayner le llegó en un susurro áspero.

– Llama a emergencias.

Tim ya tenía abierto el móvil. Al tiempo que pedía que enviaran una ambulancia a aquella dirección, le abrió el albornoz a Rayner. En torno a la herida abierta en el costado quedaron unas hebras sueltas. Asomó a la vista una de sus costillas, un destello blanco en el lustre oscuro e intenso.

Cuando Rayner volvió a hablar, Tim vio que tenía rotas las dos palas, y cayó en la cuenta de que le habían golpeado con una pistola.

– Nos han sacado de la cama… y han intentado hacerme abrir la caja de seguridad. Me he negado. -Levantó la mano y la dejó caer-. Jenna ha tratado de ofrecer resistencia… cuando me han disparado… Robert ha perdido los nervios y le ha partido el cuello con sólo girar la mano, sin más ni más… Jenna, Dios bendito… Pobre Jenna, tan orgullosa… -Se aferró al reborde chamuscado del albornoz con dedos tensos, anquilosados. Se estaba muriendo y ambos lo sabían.

A Tim le zumbaba la cabeza de pura incredulidad.

– Son implacables.

– Ahora que ya no está Franklin para poner orden…

– ¿Qué se han llevado?

– Los expedientes de los inocentes. Thomas Oso Negro, Mick Dobbins, Rhythm Jones. Y también han cogido el de Terrill Bowrick. -Su voz era un mero gorgoteo cada vez más débil.

Aunque su preocupación no era poca, Tim notó cierto alivio al averiguar que habían dejado el expediente de Kindell.

– He intentado detenerlos. Si matan indiscriminadamente… se irá al garete todo lo que somos… mi doctrina.

– ¿Había alguna otra carpeta en la caja fuerte? ¿Alguna de las que estabas revisando de cara a la segunda fase?

– No. -Rayner parpadeó un par de veces y su mirada vaciló-. Nada.

Los cuatro expedientes sustraídos contenían semanas, quizá meses de trabajo. Abarcaban todos los detalles de las investigaciones policiales, lugares, direcciones, relaciones, costumbres, infinidad de pistas para localizar al acusado.

Esa información esencial de cara a planear una serie de ejecuciones.

– Voy a llamar a las autoridades para ponerlas sobre aviso.

– Ni pensarlo. No… puedes. Una investigación, los medios… Quedaría destruido mi mensaje, mi nombre, mi legado…

La arrogancia de Rayner, su orgullo, seguía rigiendo hasta su último pensamiento, incluso entonces, al borde de la muerte. Tenía la boca levemente entreabierta, justo lo suficiente para que Tim percibiera las protuberancias de sus palas melladas. Se le veían las encías ribeteadas de sangre. Tim no habría sabido decir por qué Rayner le inspiraba más desprecio aún que Robert y Mitchell, que cualquiera, en realidad, salvo él mismo. El hedor a desvergüenza, quizás. El mismo aroma de su padre.

– Robert y Mitchell no están interesados en airear nombres… -Con un gran esfuerzo, Rayner apartó un poco la cabeza del pilar para mirar a los ojos a Tim-. Si les dejamos tranquilos, ellos también nos dejarán tranquilos.

– Hay gente inocente que corre peligro de ser asesinada.

– Eso no lo sabemos. -Los ojos de Rayner eran una mezcolanza de desesperación y pánico sofocado. Cuando volvió a hablar, se abrió la herida de su labio superior, una grieta entre dos lengüetas de piel-. La cláusula de rescisión…, señor Rackley. ¿O lo ha olvidado? La Comisión ha quedado… disuelta.

– La cláusula de rescisión también estipula que debemos atar los cabos sueltos. ¿No te parece que tenemos entre manos un cabo suelto?

El chirrido de la trituradora de documentos seguía resonando de fondo con una regularidad exasperante.

– Soy profesor de psicología social…, un erudito de renombre… No eche por tierra el trabajo de toda una vida. No arruine lo que he intentado… -Hizo un brusco movimiento hacia delante, transido de dolor-. Lo que he intentado hacer aquí, por causa de esos dos… tarados. No son cosa nuestra. Lo que hagan no tiene que ver con lo que somos… La prensa lo confundirá todo… -Con los ojos llenos de lágrimas, Rayner se llevó una mano al costado en un intento fútil de restañar la hemorragia. Se le veía desesperado y absolutamente alicaído-. No arrastre mi nombre por el barro… por favor.

– Robert y Mitchell piensan matar a personas que declaramos inocentes. Formamos parte de esto. Lo pusimos en marcha. Para bien o para mal, es responsabilidad nuestra.

Rayner estaba quedándose blanco. Emitió un sonido de disconformidad, un brusco suspiro que se volvió fricativo en contacto con sus dientes.

– Voy a proteger a esa gente -dijo Tim-. Es más importante que tu reputación.

Rayner echó la cabeza hacia atrás y soltó una risilla tenue y quebradiza que heló la sangre a Tim.

– Eso se lo dice a un hombre a punto de morir. Es un idiota, Rackley. Nunca llegará a averiguar qué le ocurrió a su hija… No tiene ni la menor idea…

Tim se levantó de pronto con el corazón acelerado.

– ¿Sabes lo que le ocurrió a Ginny?

– Claro. Lo sé todo… -Jadeaba y pronunciaba las palabras a fuerza de intensas exhalaciones-. Hubo un cómplice, sí. Sé quién fue. Lo averigüé…

El charco de sangre iba creciendo debajo de Rayner y se extendía por la ranura en la base del peldaño inferior. Sus pullas sonaron concisas y perversas; Tim notó las palabras igual que un estilete que hurgara en una herida.

– Adelante…, filtre mi nombre a la poli, a la prensa…, pero… nunca lo averiguará…

Su mirada se aceró y adoptó una expresión altiva, intratable. Tim notó una repentina afinidad con aquel de los hermanos Masterson que había intentado aplastarle la cara con el cañón de la pistola.

La voz de Tim sonó grave y hosca. El deje amenazante lo sorprendió incluso a él:

– Dime quién más está implicado en la muerte de mi hija.

Rayner sonrió y sus dientes brillaron a través del labio superior partido. El gesto desdeñoso se desvaneció y fue sustituido por otro de terror ante el acercamiento definitivo de la muerte. Tendió la mano poco a poco, temblorosa, y se aferró al bajo de los pantalones de Tim, que permaneció encima de él, mirándolo fijamente, con los brazos cruzados, viéndolo morir.

Dio la impresión de que el cuerpo de Rayner se retraía levemente, como si se acurrucara sobre sí mismo, aunque apenas se movió. Levantó la mirada hacia Tim, a lomos de una calma repentina.

– Quería mucho a mi chico, señor Rackley -dijo, y a continuación expiró.

Tim se apartó y levantó la pierna para zafarse de los dedos de Rayner. Tenía poco tiempo antes de la llegada de las ambulancias y, desde luego, no iba a marcharse sin el expediente de Kindell. Sobre todo a la luz de lo que le había dicho Rayner.

Siguiendo el rastro de la sangre, entró en la sala de reuniones. El gañido de la trituradora de documentos era cada vez más intenso. Rodeó la enorme mesa con las fotografías de las víctimas tumbadas por la explosión. Salvo por una zona ennegrecida cerca de la ranura superior, la caja de seguridad estaba del todo intacta. La puerta estaba entreabierta, pero con los topes echados como si aún siguiera cerrada. Tim se acercó y vio las mellas, similares a arañazos, producidas por los fragmentos del explosivo, también cerca de la ranura metálica. Olisqueó el aire profundamente un par de veces, a la espera de que el olor se abriera paso por sus recuerdos; lo que abrió fue una caja que llevaba cerrada desde 1993 en Somalia. Cordón detonante; cincuenta cargas por cada treinta centímetros.

Probablemente, Mitchell había introducido unos sesenta centímetros de cordón detonante por la ranura y añadido un detonador al extremo exterior. La explosión debía de haber aumentado la presión de la bolsa de aire en el interior de la caja, combando la puerta hacia fuera hasta el punto de que los topes se desencajaron y la puerta se abrió. La ranura metálica debía de haber producido un efecto mitigador, protegiendo así las carpetas que había tras ella.

El que la puerta hubiera recuperado su forma original y no reflejara daños permanentes no hacía sino atestiguar la habilidad y precisión de Mitchell. Robert y su hermano habían optado por los explosivos, un sistema más ruidoso y arriesgado que desentrañar la combinación. Tim confiaba en que eso supusiera que el Cigüeña, la única persona capaz de hacerlo, no estaba involucrado.

Empujó la puerta con un nudillo. Sólo quedaban dos carpetas, las correspondientes a Lañe y Debuffier.

La de Kindell había desaparecido.

A su espalda, la trituradora de documentos continuaba lamentándose. A Tim se le cerraron los ojos al entenderlo de repente. Se acercó al aparato y lo golpeó con una silla de respaldo alto para tumbarlo. Una página se había arrugado en el interior de la máquina, lo que había hecho que se trabaran las cuchillas. Tim la arrancó, y la mitad inferior continuó su camino y se disipó en diminutos cuadrados.

Era la foto de Kindell tomada por la policía, ahora rasgada justo por debajo de los ojos.

Robert y Mitchell habían hecho trizas el expediente de Kindell y los secretos que contenía. La agresión definitiva, la jugada final en el juego de poderes, una declaración de guerra.

Los Masterson estaban listos para actuar.

Contempló la mitad superior de la fotografía y notó que su frustración se tornaba rabia. El dolor por todo lo que había perdido lo recorrió de arriba abajo y lo dejó sin aliento. Al cabo, abocó el cráneo plano de Kindell al zumbido de las cuchillas.

Al salir, sólo se detuvo para recoger de la mesa la fotografía enmarcada de Ginny.


Загрузка...