Capítulo 33

Oso tenía la voz impregnada de sueño, más bronca de lo habitual.

– ¿Qué? -exclamó.

Tim se introdujo entre un Camaro y una camioneta en una entrada de dos carriles que desembocaba en otro carril de la autopista, rebosante de coches de uso compartido, lo que dio lugar a una cacofonía de bocinazos estridentes. Incluso en febrero, la mañana caía sobre Los Ángeles dura e implacable; el sol casaba con lo explícito de la propia ciudad, ansiosa por dejar atrás los preliminares y quedar al descubierto.

– Ya me has oído. Ésos son los nombres y las direcciones. ¿Los tienes?

– Sí, sí, los tengo -dijo Oso-. ¿Hasta qué punto estás involucrado en el asunto?

– Llama al abogado defensor y envía unidades a casa de Mick Dobbins ahora mismo. Cursa una orden para que la policía busque de inmediato a Terrill Bowrick. Tal como te he dicho, no dispongo de la dirección actual de Oso Negro…

– Thomas Oso Negro está enchironado en Donovan por hurto mayor.

– Entonces no te preocupes por él. Tampoco tengo la dirección actual de Rhythm Jones, así que cursa otra orden de búsqueda. Corre grave peligro. Y ve a casa de William Rayner antes de que se enfríen los cadáveres.

– ¿Cómo te has visto implicado en todo esto?

Tim tenía unas ganas tremendas de que Oso dejara de hablar, llamara a comisaría y cursara las órdenes de búsqueda.

– En Yamashiro a las cinco y media. Llevaré las respuestas.

– Y una mierda, en Yamashiro. Si quieres que dé la alarma, tienes que responderme ahora.

– Es mejor que no te responda ahora. Te conviene pillar a esos sujetos y tenerlos bajo protección sin el lastre que supone esa información que, de todos modos, ambos sabemos que ya te consta. Aclararé el asunto cuando nos veamos.

– Vas a hacer algo más que eso. -Oso colgó.

A continuación, Tim probó suerte con los Nextel de Robert y Mitchell, pero saltaron los buzones de voz sin que sonaran siquiera. No les dejó ningún mensaje.

Al ver que se abría ante él un abanico de peligros cada vez más amplio, Tim cobró conciencia de su necedad, lo vio todo más claro, amplificado, y dedicó un momento a despreciarse sin ambages antes de hacer de tripas corazón y volver a funcionar como era debido.

Puesto que los Masterson habían hecho trizas la carpeta con el expediente de Kindell en vez de llevársela consigo, no debían de tener interés en darle caza. Kindell era el único de los sospechosos que iban a dejar en paz, para que continuara atormentando a Tim con su mera existencia. Las ejecuciones empezarían con Bowrick y Dobbins porque ya disponían de sus direcciones, y luego se pondrían tras la pista de Rhythm. En lo tocante a Oso Negro, no tardarían en averiguar que estaba a salvo de ellos en la cárcel.

Tim tenía un objetivo meridianamente claro: ante todo y sobre todo, tenía que velar por la seguridad de aquellos tipos.

Bowrick ya se había marchado; Tim le había visto subir al Escalade trucado y desaparecer entre el abundante tráfico de Lincoln.

En un semáforo, llamó a información para obtener la dirección de Dobbins, un apartamento en la parte más cutre de Culver City, al sur de Sony Pictures. Se vio atrapado en el flujo matinal de gente que iba al trabajo, de modo que le llevó casi media hora llegar al domicilio de Dobbins, un edificio de la década de los años cincuenta de estuco agrietado.

No había cinta que delimitara ningún escenario del crimen, ni camioneta del equipo forense, ni indicios de presencia policial o actividades violentas. El apartamento de Dobbins, el 9D, estaba en la parte de atrás.

Llamó al timbre. No hubo respuesta.

Con la mandíbula tensa de miedo, escudriñó el interior desastrado por la ventana, esperando ver el cadáver del jardinero retrasado sobre la moqueta raída, encima de una elipse de sangre. En vez de eso vio un póster enmarcado de Tony Dorsett, una mecedora marrón y un gato obeso, un tanto aburrido, que se daba lametazos. Ya tenía el juego de ganzúas en la mano cuando una anciana perdida entre un albornoz de color azul dentífrico y una constelación de rulos dobló la esquina y alzó una bolsa de medicamentos en dirección a él. Se le cayó un aerosol de plástico de Metamucil que fue a parar a un macizo de enebros, marchitos desde hacía mucho tiempo.

– ¿Qué hace?

– Hola, señora. Soy amigo de Mick. Me he pasado para…

– Mickey no tiene ningún amigo. -Al agacharse, asomó por la abertura del albornoz una pierna varicosa medio cubierta por una media de compresión.

– Permítame que se lo coja.

La anciana le arrebató el aerosol de la mano como si recuperase mercancía robada.

– Ha venido la policía y se lo ha llevado a rastras. No ha hecho nada. Ni entonces ni ahora. Es un buen chico. Casi le partieron el corazón, la última vez. Con todo aquello de las niñas, todo paparruchas. Es increíble cómo lo trataron. Le encantan los niños. Los quiere con pasión. Es un buen muchacho.

– ¿Cuánto hace que ha venido la policía?

– No los ha visto por los pelos.

La posibilidad de que Robert y Mitchell se hubieran hecho pasar por agentes para secuestrar a Dobbins mitigó la sensación de alivio.

– ¿Iban de uniforme? -preguntó Tim.

– Claro. Dos coches llenos hasta los topes de policías, con las sirenas puestas y toda la pesca. Han bloqueado la entrada. Vaya susto me han dado. ¡Vaya susto!

La típica anciana entrometida, la mejor amiga de un investigador.

– Gracias, señora. Voy a ver si puedo echar una mano al amigo Mickey.

– Alguien debería tener el detalle de velar por él. -Se puso una mano moteada sobre el albornoz, a la altura del corazón, como si fuera a jurar lealtad a la bandera-. Además de una servidora.

Tim regresó a su coche mientras se planteaba el siguiente paso a dar.

Teniendo en cuenta que, por el momento, ya no tenía que preocuparse por Oso Negro, Bowrick ni Dobbins, sólo debía cubrir otro objetivo. Según recordaba del expediente de Rhythm Jones, éste no tenía dirección conocida. Para dar con él antes que los Masterson, necesitaba tener acceso a las mismas pistas que ellos. Rayner se había mostrado paranoico a la hora de ocultar y poner límites a los materiales con que trabajaba la Comisión, pero también era un gran estratega. Tim habría apostado a que guardaba copias de los expedientes en alguna parte; otra de sus hábiles pólizas de seguro.

La cuestión era dónde.


Dumone se revolvió en la cama del hospital y alzó la mirada hacia Tim. Aunque la luz estaba apagada y las cortinas echadas, Tim vio que tenía los ojos hundidos, profundamente ensombrecidos, y la piel cetrina. A Dumone le costó lo suyo levantar la cabeza.

– ¿Qué ocurre? -Su voz era apenas discernible.

Tim cerró la puerta a su espalda, cruzó la habitación y se sentó a su lado. Bajo la tela del albornoz de Dumone abultaban los parches torácicos, y le salían por la manga múltiples cables. El monitor proyectaba un leve destello verde sobre el extremo de la almohada. En un impulso repentino, Tim le cogió la lánguida mano izquierda.

– No hagas eso -le dijo Dumone.

Tim, un tanto avergonzado, lo soltó, pero Dumone pasó la mano derecha por encima del pecho y lo cogió por la muñeca en un gesto que era aproximación al cariño.

– No tengo tacto en esa mano.

– Has tenido una recaída.

– Otra embolia, anoche -farfulló Dumone-. Acaban de traerme de la UCI y estoy hecho polvo. -Intentó incorporarse un poco pero le fue imposible, así que negó con la cabeza cuando Tim hizo ademán de ayudarle-. Suéltamelas. Las malas noticias. Me parece que tienes peor aspecto que yo.

– Robert y Mitchell han perdido el juicio. Mataron a Rayner y Ananberg y se llevaron los expedientes.

Dumone suspiró al tiempo que se acomodaba entre las sábanas.

– Santa madre de Dios. -Cerró los ojos-. Detalles.

Tim lo puso al corriente en un tono de voz grave exento de emoción. Dumone mantuvo los ojos cerrados todo el rato; hubo un momento en que Tim se sorprendió vigilándole el pecho para asegurarse de que seguía respirando.

Acabó de hablar y permanecieron unos instantes en un silencio interrumpido únicamente por el pitido ocasional del monitor. Cuando Dumone abrió los ojos, los tenía húmedos.

– Rob y Mitch -dijo suavemente-. Dios bendito, esos chicos. -Apretó la muñeca a Tim con fuerza-. Ya sabes que vas a tener que detenerlos. -Sí.

– Aunque hayas de llegar hasta las últimas consecuencias.

– Sí. -Tim respiró hondo y contuvo el aire hasta notar que le ardían los pulmones-. ¿Te dijo Rayner quién era el cómplice de Kindell?

– No. Ni una palabra. -A Dumone le temblaba una de las comisuras de la boca-. Fue incapaz de decírtelo antes de morir. Vaya hijoputa manipulador.

– El Cigüeña mintió sobre el momento en que instaló el transmisor digital en mi reloj. ¿Sabes cuándo empezaron con las escuchas?

– No me ocupé de supervisar toda la vigilancia. Cada uno nos centramos en distintos candidatos. Dedicamos a la selección la mayor parte del año, de modo que no podíamos estar todos al tanto de cada uno de los candidatos. Al principio, estabas en la lista de Rayner. Rob y Mitch se encargaban de trabajar a pie de calle, como siempre, con la colaboración del Cigüeña cuando les hacía falta algún aparatito. Así que no lo sé. Me involucré cuando Rayner empezó a tomarte en serio, más o menos cuando el funeral de tu hija. ¿Qué piensas?

A Tim le vino a la cabeza una imagen: estaba en el patio trasero de Rayner con Ananberg y vio a aquél susurrarle algo a Mitchell en la cocina.

– Quizás estuvieron implicados.

– ¿Implicados en la muerte de Virginia? -Dumone meneó la cabeza y le tembló un poco la sotabarba-. Me da igual hasta qué punto se les haya ido la olla, serían incapaces de asesinar a una niña. No son depredadores sexuales, no son pervertidos. Fanáticos, quizá. Crueles, sí. Más de lo que supuse. Pero odian, y me refiero a auténtico odio, a la gentuza como Kindell. ¿Qué habrían salido ganando con el asesinato de Ginny?

– No lo sé. Quizá la posibilidad de que, más adelante, la Comisión llevara a cabo otra ejecución sonada.

– Venga, Tim. ¿Cómo iban a saber de antemano el desenlace del juicio contra Kindell? Todo indicaba que acabaría entre rejas. Y no iban a matar aun niña sólo para poder cargarse a algún primo por haberla asesinado. No tiene sentido. Sabes perfectamente que, por muy tarados que estuvieran, tanto Rob y Mitch como Rayner, no harían nada semejante. Además, es imposible que Ananberg lo hubiera permitido.

Ananberg no lo habría permitido, desde luego, pero cabía la posibilidad de que ella, al igual que el Cigüeña, no estuviese al corriente del plan.

– Entonces, ¿por qué no quiso decirme Rayner quién era el cómplice? -preguntó Tim-. Ocultaba algo, algo que perjudicaría su reputación.

– Rayner siempre fue un tirano de la información: cómo la obtenía, cómo la protegía, cómo la filtraba. Ese era su mayor poder. ¿Por qué habría de renunciar a ese control, ni siquiera en el momento de su muerte? Era un megalómano. Incluso al final, quiso resguardar su reputación, su oportunidad de pasar a la historia. Si te ciñes a la cláusula de rescisión, Rob y Mitch quedarán como un par de balas perdidas que actuaron por su cuenta, y él pasará a los anales como el profesor compasivo que hizo todo lo posible por influir en la opinión pública y proteger a las víctimas.

Tim recordó lo mucho que mortificó a Robert la mujer muerta en la nevera de Debuffier, el repeluzno de Rayner cuando ponían encima de la mesa fotografías explícitas, la vehemencia herida con que Mitchell habló de la muerte de Ginny en Monument Hill, y tuvo la certeza de que a Dumone no le engañaba el instinto. No habrían colaborado con Kindell en los abusos y el asesinato de Ginny.

– Tienes razón. Pero Rayner sabía lo que le pasó a Ginny aquella noche; no era un farol. Y puesto que los gemelos hicieron trizas la carpeta de Kindell, es posible que Rayner se haya llevado el secreto a la tumba.

Dumone se aferró a la muñeca de Tim como si intuyera lo que se disponía a preguntar.

– Estoy en punto muerto; en todos los frentes -reconoció Tim-. Con Ginny. Con Robert y Mitchell. Si voy a pararles los pies, tengo que saber si Rayner guardaba copias de los expedientes en alguna parte.

Dumone comenzó a jadear. En el caso de que Tim persiguiera a los Masterson y protegiese a los objetivos, tal como ambos sabían que era su deber, tanto él como Dumone se verían implicados, serían juzgados y probablemente acabarían en la cárcel. Ponerle al corriente del paradero de las carpetas con los expedientes equivaldría a aportar pruebas de peso contra sí mismo.

Dumone se cogió el puente de la nariz entre el pulgar y el índice y se apretó la piel hinchada en torno a los ojos.

– Tenía copias en su despacho. Ve a por ellas. Averigua quién colaboró en la muerte de tu hija. No tengo más respuestas que darte. No tengo nada. -Apartó la mano y contempló a Tim con ojos enrojecidos-. Si algo lamento en la vida es haberte metido en esto, hijo mío. Espero que algún día llegues a perdonarme.

– Cada uno toma sus propias decisiones. No te culpes por ello.

– Claro. Me pongo condescendiente. Tal vez eso es lo que ocurre cuando estás llamando a las puertas de la muerte. -Tosió con fuerza e hizo una mueca de dolor.

– ¿Quieres que llame a una enfermera?

Dumone escudriñó el rostro de Tim.

– Déjame una bala.

Tim entreabrió la boca, pero no llegó a emitir sonido.

– Ya no me queda nada salvo ir pudriéndome. Y ambos sabemos que no me va.

El pitido del monitor. El destello verdusco sobre la almohada. El frío que emanaba de las baldosas del suelo.

Tim bajó la mano y sacó el 357 de la funda que llevaba al cinto. Abrió el tambor, sacó una sola bala y la depositó en la mano tendida de Dumone.

– Gracias por no obligarme a que me rebaje.

– Nunca ha habido razón para llegar a eso.

– Encáuzalo, Tim. Averigua todo lo que necesites.

Tim asintió y se puso en pie. Una vez en la puerta, se volvió. Dumone yacía en silencio, observándolo. Levantó la mano derecha y se la llevó a la frente a modo de saludo.

Antes de salir, Tim le devolvió el gesto.

Tim entró en Westwood y desfiló por delante de la hilera de mansiones dilapidadas con carteles de hermandades desportillados y jóvenes sin camisa que sacaban del porche desechos de las fiestas del día anterior. Le llevó casi una hora entera encontrar aparcamiento, incluso en uno de los numerosos parkings del campus. Con veinticinco centavos daba para unos siete minutos de parquímetro, un timo digno de su padre. Al menos habían tenido la gentileza de poner máquinas expendedoras de cambio en todos los pisos. Antes de salir, metió unos nueve pavos en el parquímetro.

El campus de la UCLA estaba abarrotado de alumnos de toda constitución, corpulencia y procedencia étnica. Una mujer de aspecto gargantuesco con túnica africana y coletas rojas se daba el lote con un tipo de aspecto lejanamente persa que abultaba casi la mitad que ella, bajo un póster hecho jirones en el que se anunciaba la fiesta del día del Movimiento por la Independencia de Corea.

La diversidad en acción.

Entró en el Centro John Wooden y llamó a información. Una voz gangosa le dijo que el despacho del doctor Rayner estaba en la primera planta del edificio Franz Hall.

En la última puerta del pasillo había adherida una placa con el nombre de WILLIAM RAYNER; Tim observó que los otros profesores habían tenido el buen gusto de otorgarse a sí mismos alguna letra minúscula. El vidrio translúcido estaba oscuro y no se veía ninguna sombra en el despacho del profesor adjunto. Le bastó con ver la ranura de luz en la jamba para saber que la última secretaria no se había molestado en echar la llave al salir.

Fingió hojear las notas del curso, colgadas bajo una fotocopia con un perfil del difunto aparecido en Vanity Fair, hasta que el pasillo estuvo despejado. Tom Altman, hombre de amplios recursos, había tenido la gentileza de facilitarle un carné de conducir plastificado que le permitió abrir sin dificultades la cerradura de tres al cuarto.

Cerró la puerta y echó el pestillo detrás de sí, pasó por delante de la mesa de un ayudante y entró en la estancia más grande, al fondo. Una voluminosa mesa de roble, archivadores de metal, estanterías con libros, casi todos firmados por el propio Rayner. Le bastó echar un vistazo a los cajones para ver que contenían sobre todo material de docencia. El salvapantallas del ordenador, una fotografía del chico de Rayner, rebotaba una y otra vez de un lado a otro del monitor como uno de esos misiles que desafían las leyes físicas en los videojuegos Atari.

A punto estuvo de romper el abrecartas de plata de ley hurgando en la cerradura del enorme cajón inferior de la mesa, lleno hasta los topes de expedientes amarillo canario. Tim cogió el primero, que también era el más grueso, y su propio nombre le devolvió la mirada desde la portada.

Lo abrió con el pulso cada vez más acelerado.

Un montón de fotografías de vigilancia. Tim camino del Edificio Federal. Tim y Dray en una mesa junto al ventanal en Chuy con sendos burritos gigantescos. El padre de Tim en el hipódromo de Santa Anita, apoyado en la barandilla de la recta final con un ramillete de boletos de apuesta en el puño tenso. Tim acompañando a su hija a la escuela de primaria Warren su primer día de clase, con el cartel de BIENVENIDOS JÓVENES ALUMNOS que ondeaba por encima de sus cabezas. En septiembre. Seis meses atrás.

Mientras echaba un vistazo a las fotografías, se abrió paso a través de su estupor una sensación de ultraje que le caldeó las mejillas e hizo que le latiera el pulso en las sienes. Robert y Mitchell, provistos de libreta y cámara, habían estado meses siguiendo sus pasos para captarlo a él y a sus familiares en el trabajo, en el colegio, mientras se lavaban los dientes.

Los siguientes diez informes también llevaban su nombre. Los desparramó encima de la mesa y empezó a pasar páginas. Informes médicos. Notas del colegio. Pruebas para detectar el consumo de drogas que se remontaban a cuando tenía diecinueve años. Dianas acribilladas. Infinidad de evaluaciones de cada una de las fases de su carrera, desde que se alistó en el ejército hasta que optó a entrar en el Servicio Judicial Federal, pasando por sus exámenes de cualificación para los Rangers.

Del montaje de documentos le iba llamando la atención algún que otro retazo:


Visión perfecta.

No se observan anomalías del eje primario ni del eje secundario.

Tiempo de calificación en la carrera de milla y media: 9.23.

Levantamiento de pesas sobre banco: dos repeticiones de 140 kg.

Problemas para conciliar el sueño después de la gira por Croacia; cierta ansiedad.

Aprende a hacer sus necesidades a los dos años y un mes.

Reservado, aunque con un alto nivel de sociabilidad.

Hace valer su opinión, es dominante, toma la iniciativa, tiene confianza en sí mismo.

Ambiente familiar en la infancia: inestable e impredecible.

Su madre lo abandonó a los tres años.

Sus expresiones faciales indican control y reserva, pero no ausencia de sentimientos.

No tiene antecedentes de abuso de drogas o alcohol.

Control de impulsos intacto, capacidad de toma de decisiones intacta.

Prácticas antisociales: sumamente bajas.

Ningún problema de conducta en la adolescencia; a pesar de su padre.


Reparó en un grueso formulario de preguntas titulado «Inventario Multifásico de Personalidad Minnesota». Tenía el vago recuerdo de haber cumplimentado las quinientas preguntas de la evaluación tras cursar alguna solicitud.


9. Si fuera artista, me gustaría pintar flores. [El recuadro de «falso» estaba oscurecido con lápiz del número dos.]

49. Sería mejor si descartáramos prácticamente todas las leyes. [Falso.]

56. A veces me gustaría ser tan feliz como parecen ser los demás. [Cierto.]

146. Lloro con facilidad. [Falso.]


Y luego vio y leyó unas hojas en las que se interpretaban los documentos, escritas de puño y letra de Rayner.


0 de 15 en la Escala de Embustes: es un informador sumamente fiable.

Escala F de Personalidad Autoritaria, moderado: consistente y fiable, aunque refleja aptitudes para abordar asuntos de una forma poco convencional.

Las altas puntuaciones en la Escala de Responsabilidad indican que el sujeto posee ideales elevados, un fuerte sentido de la imparcialidad y la justicia, así como confianza en sí mismo-, es también serio y digno de confianza.

Adhesión firme (incluso rígida) a ciertos valores.

Un buen soldadito [una expresión que Robert utilizó con Tim cuando le transmitía la información obtenida a la salida del edificio de KCOM.]Niveles bajos de depresión, histeria y desviaciones psicopáticas.

Nivel bajo de hipomanía.

Concienzudo hasta el punto de moralizar, pero también es un pensador independiente, flexible y creativo.

Equilibrio sano en sus estilos de respuesta tanto a la hora de consentir como a la de mostrar su desacuerdo.

Paranoia: moderada.

Las heridas causadas por su padre hacen que el sujeto sea susceptible a trabar lazos intensos con una figura paterna. Es importante que Dumone no esté al tanto del asunto. Su interacción con el sujeto debe ser del todo sincera.


Tim contempló el conjunto de documentos esparcidos encima de la mesa, un montaje de las partes más íntimas de su vida, una elaboración de las partes más privadas de su cerebro. Los antecedentes de su padre. «A veces me gusta hacer rabiar a los animales.» Sus razones para licenciarse del ejército subrayadas en rojo: «Para dedicar más tiempo a mi familia.»Rayner -el Mussolini de la Era de la Información- se las había arreglado para compilar una amplísima variedad de datos confidenciales, los suficientes para que Tim quedara tan vulnerable como una rana abierta en canal sobre la mesa del laboratorio. El estallido de vergüenza intensa e infantil dejó paso a la ira y a una sensación de profundo ultraje.

Recordó la inmensa habilidad de Robert para obtener información sobre los entresijos del edificio de KCOM. Robert y Mitchell habían utilizado esa misma habilidad con Tim para poner al alcance de Rayner hasta el último detalle sobre él.

Con mano trémula, sacó el último informe del cajón. Contenía un listado de papel con, literalmente, cientos de candidatos a ser reclutados. Reconoció más de un nombre del Servicio Judicial Federal, el FBI y los equipos de Operaciones Especiales del ejército. En la página veinte, se encontró con unos cuantos antiguos colegas:


George Jowalski, alias Oso: demasiado viejo, cada vez más lento sobre el terreno.

Jim Denley: acaba de mudarse de Brooklyn, no está familiarizado con Los Angeles.

Ted Maybeck: posibles problemas de ansiedad.


Al volver a mirar en el interior del cajón, vio que el contenido del fondo quedaba, al fin, a la vista. Descubrió siete carpetas negras.

Se le hizo un nudo en el estómago cuando vio la etiqueta blanca en el lomo de la última: ROGER KINDELL.

Sacó la carpeta y la abrió, alarmado por su escaso peso.

No había nada en ella.

Se quedó mirando el interior vacío de la carpeta, como si la enormidad de su decepción pudiera hacer que se materializasen los documentos.

Rayner debía de haber supuesto que iría por el expediente de Kindell tarde o temprano. Desde luego, había acumulado suficientes datos sobre su personalidad para hacer previsiones precisas de cuál sería su comportamiento. Puesto que Rayner estaba convencido de que el expediente de Kindell era la pieza clave que debía mantener fuera del alcance de Tim para tener la seguridad de que éste seguiría cooperando, tenía que haberlo ubicado en un sitio más inaccesible que un cajón cerrado en un despacho cerrado.

La lengüeta de plástico en la portadilla interior de la cubierta estaba levemente abombada. Tim introdujo la mano y palpó algo metálico. La llave de una caja de seguridad: n.° 201, sin ningún nombre de banco en la placa, claro. Se la metió en el bolsillo.

Con la intención de aclararse las ideas, volvió a centrarse en su cometido. No en cómo lo habían liado. No en las estratagemas de Rayner, Robert y Mitchell para hurgar en su vida privada. Ni tampoco en Kindell.

Tenía que proteger a los objetivos. Sobre todo al siguiente de la lista.

Sirviéndose del antebrazo, barrió de la mesa todos los documentos que llevaban su nombre. Puso delante de sí la carpeta de Rhythm Jones, satisfecho al notar su peso; luego pasó cerca de hora y media encorvado sobre la mesa, hojeando el expediente mientras se mordía el labio inferior de un modo muy parecido a Bill Clinton cuando quería demostrar que compartía el dolor ajeno.

Prácticamente todos los personajes que aparecían en las actas del juicio o en los testimonios relacionados con Rhythm eran don nadies o pringados sin nada que perder a los que resultaría muy difícil sacar de debajo de las piedras: drogatas, chulos y camellos de medio pelo. No iba a ser fácil dar con ellos. El mejor candidato que Tim encontró fue un primo de Jones, Delroy, que había hecho algo con su vida, se había graduado en el instituto y había ido a la USC con una beca de atletismo. El abogado defensor de Rhythm, en uno de sus insólitos aciertos, había sacado al chico al estrado para que diera testimonio del carácter del acusado. La fiscalía intentó desacreditar a Delroy acusándolo de colaborar como vigilante en el atraco a una tienda cuando tenía doce años, un delito juvenil que el fiscal había conseguido desenterrar.

Tim salió a hurtadillas del despacho de Rayner con un rimero de carpetas y expedientes diversos acomodados entre la cuna de sus manos y la barbilla. Al llegar al coche a paso ligero hizo caso omiso de la multa adherida al parabrisas y metió los documentos en el maletero.

Se fue a la USC, hizo un aparte con uno de los muchos guardias de seguridad que deambulaban por allí, lo lió con un aluvión de términos policiales, y le instó a que colaborase como un buen representante de la ley y llamara a la central para que le facilitaran un número de habitación en la residencia de estudiantes. El guardia accedió más que encantado. Tras facilitarle la información, meneó de lado a lado la cabeza cuadrada, sus ojos soñolientos entumecidos de estupidez o del hastío provocado por tener que patearse South Central un día tras otro, y murmuró «Estos chavales negros…», con lasitud y desdén a partes iguales.

Fue una bonita chica de piel oscura, que tenía entre las manos un grueso libro de ciencia y llevaba puesta la sudadera del equipo de atletismo de Delroy a guisa de vestido, quien abrió la puerta de la habitación en la residencia. No pidió ver la placa de Tim cuando éste se identificó, pero él reparó en el gesto incómodo que cruzó fugaz por su cara, en el tono rígido al tiempo que amable de la joven, y anotó el hacerse pasar por un poli blanco de lo más gilipollas en su lista de razones para aborrecerse ese día.

Sí, era la habitación de Delroy. No, no estaba. Había salido de ronda por el West Side, solicitando donaciones para un programa de alfabetización para adultos con el que colaboraba en South Central. Había ido solo. No tenía móvil y se había dejado el busca. La chica no sabía por dónde había empezado ni qué zona de la ciudad tenía pensado cubrir, pero estaba segura de que volvería en torno a las seis para correr por las escaleras del estadio de fútbol, tal como hacía cada tarde antes de que diera comienzo la temporada. Tim le advirtió que no respondiera a ninguna pregunta sobre Delroy y que no olvidase nunca pedir que le enseñaran la placa antes de abrir la puerta, y ella lo observó con cara de fastidio mal disimulado hasta que se marchó.

Una vez fuera, llamó a las oficinas del programa de alfabetización de adultos, pero estaban cerradas de jueves a domingo, cosa que, de haber estado de mejor humor, le habría parecido graciosa.

En el desguace de vehículos de Doug Kay, Tim rastreó los BMW en busca de un Acura del noventa con un costado mellado y matrícula limpia. Kay cogió las llaves del Beemer con una sonrisilla satisfecha y le entregó la llave de un Integra colgada de un sujetapapeles doblado. Luego se marchó a toda prisa y se perdió entre cubos metálicos antes de que Tim tuviera oportunidad de cambiar de opinión.

Las dos horas siguientes las dedicó a pasearse por ferreterías, tiendas de ropa y farmacias con objeto de elaborar lo que los agentes veteranos y los hoscos adeptos a la vieja guardia llaman «equipo de guerra». Después se fue a casa en busca de su arma.

Nada más aparcar, vio a Dray sentada a la mesa de la cocina con un café y el periódico, tal como tenía por costumbre hacer por las tardes cuando la víspera le había tocado el turno de noche. Bajó del coche y se quedó en el sendero de entrada mirándola, contemplando su casa, durante unos momentos de calma relativa. No se veía a Mac por ninguna parte. Ginny bien podría haber estado en el colegio.

Dray levantó la mirada, lo vio allí plantado, momentáneamente ebrio de aquella fantasía pretérita, y se levantó para salir a la puerta y acompañarlo hasta la mesa de la cocina mientras él se aclaraba las ideas, exorcizaba el espíritu de las Navidades pasadas y volvía a la realidad como un cuerpo defenestrado por voluntad propia al estrellarse contra la acera.

– ¿Qué coño ha ocurrido? Oso ha llamado tres veces. Me parece que te sigue los pasos.

– Sí. Y dentro de hora y media va a saberlo todo. -Tim lanzó una mirada nerviosa pasillo adelante-. ¿Dónde está Mac?

Dray hizo un gesto en dirección a la ventana. Al otro extremo del jardín, Mac estaba sentado sobre la mesa plegable con los pies encima del banco, de espaldas a la casa. A su lado había alineadas tres botellas de Rolling Rock; se estaba trabajando la cuarta.

– Está enfurruñado; hoy le han dado la patada del Equipo de Operaciones Especiales.

– Vaya sorpresa.

– ¿Qué ha ocurrido?

Le contó lo acontecido en las últimas quince horas y ella escuchó en silencio, si bien su rostro hablaba largo y tendido. Terminó y permanecieron un momento sin decir nada más.

Cuando notó que Dray lo observaba, Tim se preparó para someterse al juicio de su mirada, pero no se produjo. Quizás estaba demasiado cansada para eso. O quizá su preocupación había mermado la ira, reduciéndola a una suerte de contemplación hastiada.

– ¿Por qué diablos tenían que matar a Rayner y Ananberg? -preguntó ella-. No era necesario. Podrían haber cogido los expedientes sin matarlos. -Se apretó las sienes-. Esos tipos… ¿Quién es capaz de matar por las buenas. Sin necesidad de ello. Sin apenas tener un motivo? ¿Son esos tipos los que llevan meses vigilándonos? ¿Espiándonos con nuestra hija?

Tim tenía la garganta tan seca que le dolió al responder:

– Sí.

– Joder, desde luego han dedicado tiempo de sobra a pillarte. -Dray cerró los dedos en un puño y golpeó la mesa con tanta fuerza que la taza de café dio un salto y se estrelló contra el suelo a un metro largo. Tim vio en su rostro la expresión que tenían las madres de los fugitivos cuando se presentaban para llevarse a sus hijos. Era una expresión funérea: perdida, extrapolada, una mezcolanza de desdicha y resignación ante lo inevitable. Dray apoyó los dedos entrelazados contra la frente y escondió los ojos-. Si haces lo correcto, si confiesas para proteger a los objetivos, vas a acabar en la cárcel -dijo.

– Es probable.

Cuando ella bajó la mano, tenía cuatro marcas blancas en la piel allí donde habían estado sus dedos.

– ¿Te consideras un hipócrita?

Tim intentó calibrar su ira mirándola a los ojos.

– Sí -respondió-, pero prefiero intentar ser cabal antes que coherente. -Si tenía la sensación de llevar días sin dormir era porque no lo había hecho. Metió la mano en el interior vacío de la funda de la pistola que se había puesto a la cintura de camino a casa.

Dray esbozó esa sonrisa que daba a entender que no le veía la gracia.

– Fowler trabajó en un rancho de Montana cuando era un chaval. Eso sí que era un trabajo, según dijo, en la planta del matadero donde se cargaban a las vacas. Había que atontar a los animales con una descarga y luego cortarles el gaznate. -Se inclinó sobre la mesa-. Tenían que cambiar de puesto cada semana. No porque fuera duro vivir con ello, sino porque los hombres empezaban a cogerle gustillo. Querían que les llegara el turno.

– ¿Estás diciendo que Robert y Mitchell probaron algo que les gustó?

– Lo único que digo es que hay muchas formas de dar rienda suelta a la frustración, y la mayoría de ellas crean adicción.

Contemplaron el charco de café sobre el linóleo de la cocina.

Tim carraspeó.

– Necesito mi arma -dijo.

– Tu arma -dijo ella, como si no estuviera familiarizada con la palabra. Se levantó y recorrió el pasillo hasta el dormitorio.

Tim oyó el chasquido del armero al abrirse, y luego la vio regresar y dejar el 357 encima de la mesa entre ambos, como si estuviera de humor para echar una partidita a la ruleta rusa.

Tim puso encima de la mesa la llave de la caja de seguridad donde estaba la carpeta de Kindell y la deslizó hacia ella.

– No voy a tener tiempo de seguir con esto ahora mismo. Y aunque averiguara qué caja abre esta llave, no podría ver su contenido sin una orden judicial.

Dray cogió la llave y la apretó dentro del puño.

– No es más que un trabajo rutinario. Averiguaré de qué banco se trata, me presentaré de uniforme a la hora de comer cuando los directivos no estén en su puesto, fardaré de placa e intimidaré a un cajero cualquiera para que me abra la caja. -Asintió una sola vez, con gravedad-. Tú haz lo que tengas que hacer.

Tim sintió la necesidad de convencerla, de justificarse.

– Si Robert y Mitchell empiezan a cargarse a gente, quién sabe cuándo pararán. No puedo permanecer sentado en una celda y dejar que todo siga su curso.

– Tampoco puedes hacerte el héroe como si fueras el Llanero Solitario. En buena ley, no puedes.

– No voy a hacerlo. Seguiré filtrando información por medio de Oso para que el Servicio Judicial y la policía local dispongan de tantas pistas como yo. Teniendo en cuenta mi responsabilidad en todo este lío, no me importa ser el que reciba, el que esté en el punto de mira.

– Oso se las puede arreglar. Los judiciales y la Policía de Los Angeles pueden echarles el guante.

– No como yo.

– Eso es verdad -reconoció Dray-. Es verdad. -Dejó escapar un suspiro, dirigiéndolo de tal modo que se despeinó un poco el flequillo. Miró la pistola, lo miró a él y apartó la vista-. No te respalda ninguna autoridad, Tim. Ni la del Servicio Judicial Federal ni la de la Comisión. Ahora vas por libre. -Levantó la mirada de los trozos de la taza de café con una expresión preocupada y desafiante a partes iguales-. ¿Puedes ser tu propio juez?

Tim cogió su arma de la mesa y se la enfundó de camino hacia la puerta.


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