Tim regresó a la habitación número nueve cuando dos agentes sacaban a Joaquin cogido por las esposas y los grilletes; lo llevaban boca abajo en sentido horizontal. También le habían atado los tobillos y los brazos, con un cabo de cuerda de nailon. Joaquin seguía resistiéndose violentamente, forcejeaba e intentaba morder las piernas a los agentes. El camello, por lo visto, se había mostrado mucho más pacífico.
Cinco coches patrulla de la Policía de Los Ángeles tenían acordonada el área con las luces encendidas. Se había reunido una muchedumbre considerable; a lo lejos, Tim vio las antenas parabólicas encima de las primeras unidades móviles de televisión que venían a cubrir el incidente. Se oían las aspas de un helicóptero, aunque, hasta donde alcanzaba a ver, el cielo estaba despejado.
Oso estaba sentado con la espalda apoyada en la fachada. Se sujetaba las costillas mientras Miller y un paramèdico se inclinaban sobre él. Tim notó que se le aceleraba el pulso de nuevo.
– ¿Todo bien? -preguntó.
Miller le mostró la mano abierta en un gesto dramático para enseñarle la bala aplastada que acababa de sacar del chaleco de Oso. Tim resopló y deslizó la espalda por la pared para dejarse caer junto a Oso.
– Tienes siete vidas, Oso.
– Ya sólo me quedan cinco. La primera te la debo a ti, y ésta, a Kevlar.
Freed, Thomas y un poli pululaban en torno al coche del camello y miraban con avidez por los vidrios ahumados. Las manchas de sudor en la camiseta de Freed perfilaban el contorno de un chaleco antibalas.
– ¿Qué hacen? -preguntó Tim.
– Esperan la llamada de la fiscal -respondió Miller-. Está tratando de localizar a algún juez que se halle en su casa, a fin de que emita por teléfono una orden de registro para el coche.
– Hemos dado con uno de los quince más buscados. Estaba entregando pasta a traficantes convictos y luego han intentado matarnos, ¿y resulta que eso no constituye una causa probable para registrar el puto coche? -Nada más acabar la frase, Oso tuvo un acceso de tos.
– Me parece que ya no -respondió Miller.
– ¿O sea, que mis clases nocturnas en la facultad de Derecho del Sudeste de Los Angeles no era un pozo sin fondo de sabiduría? Vaya, vaya…
Tim se encogió de hombros.
– Tenemos a los tipos, tenemos el vehículo. Nadie va a marcharse de aquí. No les cuesta nada esperar veinte minutos para no meterse en ningún lío.
Permanecieron sentados mirando el revuelo del aparcamiento y la calle, un huracán que no acababa de aflojar. Los agentes más jóvenes estaban apiñados en torno a la puerta de la habitación número nueve e intentaban desprenderse del regusto acre de la sensación de mortalidad a fuerza de bromas.
– En el agujero que tiene ese hijoputa en el pecho cabe un gato.
– Buen disparo, buen disparo.
– Rack se ha cargado a ese cabrón, lo ha dejado MA, Muerto en el Acto.
Unos cuantos entrechocaron las manos. Tim vio que Guerrera se sujetaba la muñeca con fuerza para evitar que le temblara la mano.
– Ahí estás tú, Rack -gritó alguien-. Lo has hecho de puta madre.
Tim alzó la mano en un amago de saludo, pero lo que miraba era el Bronco del jefe, que acababa de entrar en el perímetro policial. El jefe Tannino bajó de un salto y se acercó a paso ligero. Marco Tannino, un individuo fornido y musculoso que se había abierto paso desde abajo, llevaba en el Servicio Judicial Federal desde los veintiún años. La recomendación del senador Feinstein la primavera anterior le había preparado el terreno para alcanzar el puesto de jefe del Servicio Judicial en un nombramiento justificado por méritos genuinos, cosa muy poco habitual. La mayor parte de los noventa y cuatro jefes del Servicio Judicial eran grandes donantes en las campañas del Senado, niños bonitos con fondos fiduciarios cuyos padres eran amigos íntimos de los peces gordos de Washington, o burócratas serviles de otros organismos gubernamentales. Para mortificación de los agentes de a pie, uno de los jefes de Florida era un ex payaso. Tannino, muy al contrario, había apretado el gatillo infinidad de veces a lo largo de su distinguida carrera, de modo que, tanto en la oficina del distrito como en cualquier otra parte, se le respetaba a todos los efectos.
Mientras Freed lo ponía al tanto de la situación, Tannino se pasaba la mano por el pelo entrecano con cara de concentración.
Miller apretó el hombro a Tim.
– ¿Hace falta que te eche un vistazo el médico?
Tim negó con la cabeza. La resaca del subidón de adrenalina le había dejado la boca seca y con un regusto agrio. El área olía a sudor y pólvora.
Uno de los agentes de policía se inclinó sobre Tim y abrió su libreta negra con un golpe de muñeca. Empezó a hablar, pero Tim lo interrumpió.
– No tengo nada que declarar -dijo.
Tannino se interpuso sin miramientos y tocó al policía con la rodilla de tal modo que éste tuvo que incorporarse para recuperar el equilibrio.
– Fuera de aquí -ordenó-. A quién se le ocurre…
– Me limito a hacer mi trabajo, jefe.
– Hazlo en otra parte.
El agente se fue hacia el interior de la habitación del hotel.
– ¿Qué tal te va? -preguntó Tannino. Iba luciendo palmito en plan Hill Street con su chaqueta a lo Harvey Woods, unos pantalones de pinzas de poliéster y mocasines Nunn Bush.
– Bien. -Tim desenfundó el Sinith & Wesson, comprobó que el tambor estaba vacío salvo por los seis casquillos y se lo entregó a Tannino; no quería que éste tuviera que pedírselo. El arma ya 110 era suya, sino una prueba federal.
– No tardaremos en darte uno nuevo.
– Eso estaría bien.
– Vamos a sacarte de aquí. Los monicacos de los medios de comunicación están subidos a las barras y esto se va a animar.
– Gracias, jefe. Sólo he disparado sei…
El jefe Tannino levantó la mano.
– Ahora no, aquí no. Ni una sola palabra, nunca. Ya conoces el asunto. Harás una declaración, una sola vez, y será por escrito. Has hecho tu trabajo y lo has hecho bien. Ahora vámonos de aquí para asegurarnos de que estés protegido adecuadamente. -Tendió la mano y ayudó a Tim a apartarse de la pared-. Venga.
La habitación era pequeña y estaba intensamente iluminada. Tim cambió de postura en la camilla, y el rígido papel que había debajo de su cuerpo dejó escapar un crujido. Oso y los demás miembros de la Unidad de Respuesta y Detención también habían sido enviados al hospital USC del condado, donde los habían ubicado en habitaciones separadas para que se fueran tranquilizando.
El jefe Tannino entró tras una llamada de cortesía a la puerta.
– Rackley, menudo rastro has dejado. -Ladeó la cabeza para mirar a Tim con sus ojos de color castaño oscuro-. El médico me ha dicho que te niegas a tomar tranquilizantes. ¿A qué viene eso?
– No me hace falta estar sedado -replicó Tim.
– ¿No estás alterado?
– Por eso, no.
– Ya has pasado por ello. También con los Rangers -dijo Tannino.
– Sí, ya he pasado por ello. No hace falta que permanezca aquí más que unos minutos.
– Hay una Unidad de Asistencia al Empleado de camino. Están disponibles para hablar contigo, con los demás, con tu mujer… lo que tú quieras.
– La Unidad del Abracito, ¿eh? Creo que paso.
– Estás en tu derecho. Pero es posible que te convenga pensártelo mejor.
– A decir verdad, jefe, este asunto no me preocupa mucho. No he tenido opción. Me he atenido a lo estipulado. Han intentado matarme. Estaba en mi derecho de dispararles. -Tim se pasó la lengua por los labios resecos-. Tengo que ocuparme de otros asuntos. Asuntos más íntimos.
– También quería hablar contigo de eso. Tu hija. Hay un tipo especializado en esa clase de asuntos, un renombrado psicólogo de UCLA…
– William Rayner -dijo Tim.
– Es caro, pero seguro que podemos conseguir que la administración tenga un poco de manga ancha…
– Vamos a salir de ésta por nosotros mismos, gracias.
– De acuerdo. -Tannino entrechocó los dientes unas cuantas veces mientras observaba a Tim con gesto de preocupación-. ¿Qué tal lleváis ese asunto?
Tim frunció los labios y luego los entreabrió.
– No lo sé -respondió.
Tannino carraspeó y escudriñó el suelo.
– Sí. Era de imaginar -dijo.
– ¿Hay algún modo de que…? -preguntó Tim.
– ¿Cómo dices, hijo?
– ¿Hay algún modo de que pongamos a uno de los nuestros a investigar el caso de mi hija? Los detectives a cargo del asunto no están… -Se interrumpió, incapaz de mirar a Tannino a los ojos.
– No podemos dedicar los recursos de nuestra oficina a un caso personal, Rackley. No es nuestro estilo. No deberías pedirme algo así.
Tim enrojeció.
– Es verdad. Tiene razón. Lo siento. -Se incorporó de la camilla-. ¿Puedo irme?
– Preferiría mantenerte un rato más apartado de los periodistas. Ha habido tres muertos en un tiroteo, y esto va a ser un circo. Tendremos que ser muy metódicos. -Miró a Tim como si no estuviera seguro de que éste lo entendía-. Además, tu abogado de la Asociación de Agentes de Organismos Federales viene de camino. Él te ayudará con la declaración; asegúrate de estar bien preparado.
– De acuerdo -dijo Tim-. Gracias.
– Lamento toda esta mierda. Así funciona el asunto hoy en día. Nos encargaremos de cubrir todas las bases. Un tiroteo sucio no puede convertirse en un tiroteo limpio, pero un tiroteo limpio sí puede convertirse en uno sucio.
– Ha sido un tiroteo limpio.
– Entonces, vamos a asegurarnos de que siga siéndolo.
Dray estaba acurrucada en el sofá a la escasa luz del salón cuando regresó Tim. Las persianas estaban echadas, tal como las había visto él al salir esa mañana, y se preguntó si se habría molestado en subirlas a lo largo del día. Llevaba unos vaqueros desgarrados y una sudadera de la academia, y tenía todo el aspecto de no haber encontrado momento para ducharse. Al alcance de la mano desde donde se encontraba había un cuenco de cereales a medio comer al lado de un par de latas de Coca-Cola vacías y tumbadas.
Estaba tan oscuro que Tim no alcanzaba a ver si su esposa seguía dormida, aunque tuvo la sensación de que no era así. Miró el reloj del aparato de vídeo: eran casi las once de la noche.
– Lamento llegar tan tarde. Me he…
– Lo sé. He visto las noticias. Daba por sentado que en algún momento podrías acercarte a un teléfono.
– Tal como han ido las cosas, me ha sido imposible.
Dray se incorporó sobre los codos con gran esfuerzo, y Tim pudo ver su rostro.
– ¿Cómo ha ido el asunto? -preguntó ella.
Tim se lo contó. A mitad del relato, la frente se le arrugó; se le veía pensativo.
– Ven aquí -le dijo ella una vez que hubo acabado.
Tim cruzó el salón hasta el sofá, Dray le hizo sitio entre las piernas y él tomó asiento, apoyándose contra el cuerpo de su esposa firme y caliente de tanto dormir. El mes anterior Dray había estado ejercitando los tríceps, y ahora se le marcaban en el anverso de los brazos. Empezó a juguetear con el cabello de Tim. Apoyó la cabeza en su pecho y él se lo permitió. A medida que iba cediendo el control, cayó en la cuenta de hasta qué punto se había refugiado en la rigidez defensiva para superar los días anteriores. Se recostó y aspiró el aroma de Dray al tiempo que disfrutaba de su tacto.
Unos minutos después se volvió y la besó. Se separaron, pero, tras un instante de vacilación, volvieron a besarse.
Dray retiró el flequillo de la frente de Tim y se pasó un dedo por la tenue cicatriz en el cuero cabelludo donde le habían golpeado con la culata de un rifle a las afueras de Kandahar. Se peinaba el flequillo hacia la derecha para esconderla; Dray era la única que podía observarla sin que se sintiera incómodo.
– Igual podríamos…, no sé, ir al dormitorio -dijo ella.
– ¿Me estás tirando los tejos?
– Creo que sí.
Tim se puso en pie y se inclinó sobre ella para deslizarle las manos por debajo de las rodillas y los hombros. Dray dejó escapar una risilla anómala y se le agarró al cuello. Él exageró el esfuerzo para levantarla, lanzó un gruñido y volvió a dejarla caer en el sofá.
– Vas a tener que dejar de levantar pesas.
Su intención era bromear, pero la frase le salió en un tono severo que menguó la sonrisa de Dray. Tim notó que la afrenta hacía mella y se le volvía viciosamente en contra. Se arrodilló y sujetó el rostro de su esposa con ambas manos para permitirle que leyera el arrepentimiento en sus ojos.
– Ven conmigo -dijo.
Dray se levantó y se miraron a los ojos. No habían hecho el amor desde el asesinato de Ginny. Aunque sólo habían pasado seis días, esa realidad les suponía una carga desmesuradamente pesada. Tal vez se estaban castigando al negarse cierta intimidad, o quizá les daba miedo semejante proximidad.
Tim se sintió igual de nervioso que en una primera cita y le resultó extraño ser tan frágil a su edad, en su casa, con su mujer. Ella jadeaba levemente, con el cuello reluciente de sudor; tendió la mano y tocó la de Tim en un gesto torpe.
Regresaron al dormitorio, se quitaron la ropa y empezaron a besarse con ternura y cierta inseguridad. Ella se tumbó en la cama y él se colocó con tiento encima, pero entonces los gemidos de Dray cambiaron de dirección y adquirieron otro tono. Tim se detuvo al caer en la cuenta de que lloraba. Con los dedos extendidos y las palmas de las manos en sus hombros, lo empujó para que se apartara. Tim se sentó en la cama, desnudo y confuso, mientras ella cogía las sábanas a manotazos para cubrirse. La habitación vacía de Ginny al otro lado del pasillo cobró entidad corno una profunda vibración.
Dray se sujetó el estómago con una mano y se llevó la otra a los labios trémulos hasta que dejaron de temblarle.
– Lo siento. Creía que estaba preparada.
– No te disculpes. -Tim tendió una mano y le acarició el cabello, pero ella no respondió. Se vistió en silencio, sin saber si ella percibía la actitud como un insulto o una manera de recuperar el orgullo, aunque en realidad no tenía en la cabeza lo uno ni lo otro.
– Me parece que necesito un poco de espacio.
– ¿ Quieres que vuelva al…? -Señaló pasillo adelante y luego se re- tiró lentamente. Hizo un alto en la puerta pero ella no lo retuvo.
Tim durmió a intervalos en medio de un entramado de pesadillas. Cuando despertó sudoroso y confuso, apenas una hora después, tuvo la certeza de que la suma de aquellas imágenes oníricas confirmaban su sospecha de que Ginny había muerto a manos de dos asesinos, uno de los cuales seguía siendo un enigma.
No podía fiarse de la competencia de los detectives. No estaba de acuerdo con la opinión de la fiscal a cargo del caso. No podía recurrir a sus superiores. No podía investigar el caso por sí mismo.
Estaba desesperado.
Lo bastante desesperado para buscar ayuda en el único lugar al que se había jurado a sí mismo no acudir nunca.
Miró el reloj: eran las 11.37 de la noche.
Dejó una nota a Dray por si despertaba, salió de casa en silencio, subió al coche y pisó el acelerador hasta Pasadena. Atravesó el limpio vecindario de las afueras, con el pulso desbocado, cada vez más ansioso a medida que se acercaba. Aparcó al final de una acera de hormigón con el empedrado perfectamente pulido, igual que el porche de Tim. Las ventanas relucían; no se veía una sola mota de suciedad. El césped estaba al ras y segado con precisión, con los márgenes recortados hasta alcanzar la perfección a máquina o incluso con tijeras de podar.
Tim enfiló el sendero de entrada y se detuvo unos instantes para observar la capa de pintura en la puerta delantera, en la que no se apreciaba ni un solo brochazo fuera de sitio. Llamó al timbre y aguardó.
Los pasos se acercaron con regularidad, como si estuvieran medidos.
Su padre abrió la puerta.
– Timmy.
– Papá.
Su padre, como tenía por costumbre, estaba apostado entre la puerta y la jamba, como si protegiera la casa de la intrusión de un vendedor de Biblias. Su traje gris era barato pero estaba bien planchado, y, a pesar de la hora que era, llevaba el nudo de la corbata ajustado a la garganta.
– ¿Qué tal te va? No he hablado contigo desde que recibí la noticia.
La noticia. Una cita. Un asunto de negocios. La muerte de una hija.
– ¿Puedo pasar? -preguntó Tim.
Su padre respiró hondo y contuvo el aliento un instante, dejando claro que era un incordio. Al cabo, dio un paso atrás y permitió que la puerta se abriera del todo.
– ¿Te importa quitarte los zapatos?
Tim se sentó en el sofá del salón, frente al sillón reclinable en el que sabía que su padre terminaría por sentarse. Este permaneció delante de él un momento con los brazos cruzados.
– ¿Algo de beber? -ofreció.
– Un poco de agua no me vendría mal -dijo Tim.
Su padre se inclinó, cogió un posavasos de la mesita de centro y se lo acercó antes de irse a la cocina.
Tim paseó la mirada por la estancia que tan bien conocía; nada había cambiado en ella desde su infancia. Un racimo de marcos cubría la repisa de la chimenea exhibiendo las mismas fotografías con las que se habían adquirido, ahora descoloridas por la luz del sol. Una mujer en la playa. Tres niños en una piscina de plástico. La típica pareja de merienda en el campo. Tim no estaba seguro de que alguna vez hubieran albergado fotografías más personales. Intentó recordar si en algún momento hubo en la casa alguna fotografía de su madre, que tomó la sabia decisión de abandonarlos cuando él tenía tres años. No pudo acordarse.
Ginny era la última Rackley, el eslabón final de la estirpe.
Su padre regresó, le tendió el vaso y le ofreció la mano. Se dieron un apretón.
Nada más sentarse en el sillón reclinable, su padre tiró de la palanca de madera del costado y el reposapiés apareció bajo sus piernas. Tim cayó en la cuenta de que no había visto a su padre desde el día que Ginny cumplió tres años. Había envejecido, no de forma drástica, pero sí de manera apreciable: un tenue entramado de arrugas debajo de cada ojo, una leve mueca de contrariedad en las comisuras de la boca, gruesas canas en las cejas. Tim notó cierta pena. Otra mirada ceñuda al proceso de usurpación de la muerte, más lenta esta vez, pero igualmente implacable.
Le vino de repente a la cabeza la noción de que cuando era pequeño no entendía la muerte. O quizá la entendía mejor. Le seducía. Jugaba a guerras, jugaba a ladrones y policías, jugaba a indios y vaqueros, pero no jugaba a nada en lo que la muerte no estuviera presente. Cuando fallecieron sus primeros compañeros en los Rangers, asistió a los funerales de uniforme y con gafas de sol, y presenció todo con un estoicismo sombrío y duro. No había llorado la muerte de sus amigos, en el fondo no, porque sencillamente le habían sacado ventaja. El primero en conseguir un carné falso, el primero en echar un polvo, el primero en morir. Pero tras enamorarse, tras perder una hija, todo había cambiado. La muerte ya no le seducía. Al morir Ginny, había notado que una parte de sí se desgajaba y se precipitaba en picado hacia un vacío. El dolor había hecho mella en él. Y lo había dejado más desprotegido ante el miedo.
Era consciente de que cada vez tenía menos agallas frente a la muerte.
Para recobrar el ánimo, recurrió a la actitud agresiva que siempre le daba buenos resultados.
– ¿Te has portado bien? -preguntó a su padre.
– Desde luego -contestó éste.
– ¿Nada de cheques fraudulentos ni de números de tarjeta de crédito falsos?
– Ni una sola vez. Ya llevo así cuatro años. Mi agente de la condicional está orgulloso de mí, aunque no pueda decir lo mismo de mi hijo. -Su padre ladeó la cabeza para subrayar la frase y luego dejó que su sonrisa se desvaneciera.
Se inclinó hacia delante; el reposapiés retrocedió hacia la tela barata y acabó por desaparecer. Al tiempo que cruzaba las piernas, entrelazó las manos en las rodillas. Siempre había hecho gala de una elegancia muy por encima de la gente y los objetos de los que se rodeaba. Esas uñas perfectamente limadas difícilmente correspondían a una persona que se ganaba la vida a fuerza de timos de poca monta.
Lo que dijo a continuación sorprendió a Tim más que cualquier otra cosa que hubiera dicho en su vida.
– Echo de menos a Virginia.
Tim tomó un sorbo de agua, más para hacer tiempo que otra cosa.
– No la viste mucho.
Su padre asintió, otra vez con la cabeza levemente ladeada, como si escuchara una música lejana.
– Lo sé. Pero echo de menos la noción de Virginia.
Tim se vio contemplando las fotografías de la repisa.
– No era una simple noción.
– Yo no he dicho eso.
A Tim le costó esfuerzo pronunciar las palabras:
– Necesito ayuda.
– Pues igual que todos, ¿no? -Su padre descruzó las piernas y se recostó al tiempo que se cogía al apoyabrazos con las manos, igual que Lincoln en su monumento.
– ¿Necesitas dinero?
– No. Información.
Su padre asintió con la solemnidad de un juez que ya estuviera de vuelta de todo.
– Me preguntaba si podrías correr la voz de la muerte de Ginny. Entre tus colegas. Ya sabes, gente de toda calaña; quizás alguien haya oído algo.
Su padre se puso en pie y cogió el pañuelo que llevaba en el bolsillo de la pechera de la chaqueta. Limpió la humedad condensada en el vaso de Tim, limpió el posavasos, volvió a dejarlos en la mesa y se sentó de nuevo. Tim se preguntó si su propia pulcritud impecable era un intento de satisfacer algún hondo impulso de complacer a su padre o sencillamente una necesidad aprendida de poner orden en aquellas cuestiones en las que era posible hacerlo. La casa no denotaba cariño en su conservación, sino más bien la rigidez de quien no está seguro por completo de lo que hace. Su padre la había construido tablón a tablón, o al menos eso había asegurado siempre.
– Según tengo entendido por lo que dice la prensa, hay un sospechoso claro. Ese tal Kindell.
– Es verdad. Pero tengo la sensación de que el asunto no es tan sencillo.
– Me da la impresión de que te dejas llevar por los sentimientos. -Miró a Tim a la espera de una respuesta. Cuando quedó claro que no iba a obtenerla, dijo-: ¿Por qué no escarbas tú un poco? Tienes confidentes, colegas. Te las ves con gente que anda fuera de la ley, supongo. Aparte de tu padre, quiero decir.
– Soy reacio a involucrarme mucho en el caso, teniendo en cuenta que no soy precisamente imparcial. No puedo recurrir al Servicio Judicial para un asunto de índole personal.
– Vaya. Ahora oímos a tu superego. -Su padre frunció los labios; tenía un arco de cupido pronunciado, un rostro más atractivo que el de Tim-. Así que estás dispuesto a ponerme en un brete, quieres que llame a mis contactos en vez de recurrir a los tuyos.
– Estoy en una situación comprometida, por razones evidentes. He pensado que si tú descubres una pista de peso, algo que se sostenga, podríamos poner al tanto a las autoridades.
– A mí no me caen muy bien las autoridades, Timmy.
Tim ahondó a través de treinta y tres años de instinto firmemente forjado y se expuso a la intensa vulnerabilidad que suponía esperar algo, cualquier cosa, de su padre.
– Nunca había acudido a ti. En la vida. Ni en busca de trabajo, ni por dinero, ni por un asunto personal. Te lo pido por favor.
Su padre suspiró con pesar fingido.
– Bueno, Timmy, las cosas no andan muy bien de un tiempo a esta parte, y sólo me deben algún que otro favor. Tengo que cobrarlos con buen juicio.
A Tim se le había secado la boca.
– No te lo pediría si no fuera importante.
– Pero, ahora mismo, lo que es importante para ti no tiene por qué serlo necesariamente para mí. No es que no quiera ayudarte, Timmy, es que tengo problemas y prioridades propios. Me temo que en estos momentos no puedo permitirme pedir ningún favor de más.
– ¿Ningún favor o ningún favor de más?
– Ninguno de más, supongo.
Tim se mordió la parte interna del labio y llevó el gesto hasta el extremo del dolor por unos segundos.
– Entiendo -dijo.
Su padre se pasó el pulgar y el índice por las comisuras de la boca, como si se atusara una perilla.
– El agente de la ley acude al criminal en busca de ayuda. Creo que eso se conoce como ironía.
– Me parece que estás en lo cierto.
Su padre se puso en pie y se alisó las perneras del pantalón. Tim hizo lo propio.
– Da recuerdos a Andrea.
– De tu parte.
Una vez en la puerta, su padre extendió los brazos para enseñarle la chaqueta.
– ¿Te gusta mi nuevo traje para ir a misa, Timmy?
– No sabía que fueras a misa.
Le guiñó el ojo.
– Prefiero apostar a todos los números.