– … En K.COM se lo están pasando en grande. Hacen avances informativos y ofrecen encuestas cada hora. En el programa de entrevistas de Chris Matthews han hecho un debate con Dershowitz, dos senadores y el alcalde Hahn, y ayer, en Donahue, hubo una discusión especialmente caldeada cuando se planteó el tema: «El asesinato de Lañe: ¿Terrorismo o justicia?»Rayner rebuscó entre sus notas mientras los otros permanecían sentados en torno a la mesa, prestando atención -unos más que otros-, a la espera de que concluyera el informe sobre los medios de comunicación. Igual que objetos reflejados, Robert y Mitchell estaban sentados en lados opuestos de la mesa, los dos repantigados en el sillón, los dos desgarbadamente cruzados de piernas con una zapatilla apoyada sobre la rodilla contraria. La languidez de su postura sugería aburrimiento; al fin tenían algo en común con Ananberg. El Cigüeña escuchaba con atención -Tim había observado que tenía tendencia a parpadear a menudo cuando se concentraba- y Dumone, retrepado en el asiento con la quietud de una estatua y las manos entrelazadas encima del estómago, escuchaba con una paciencia silenciosa, casi magnánima.
Al fin, Rayner llegó a la última página del informe.
– El metraje de la ejecución corre por Internet en cadenas de correos electrónicos con un mpeg adjunto. Es el tema preferido en una amplia variedad de chats. Una activista a favor de los valores familiares a la que han entrevistado esta tarde en Oprah ha dicho estar muy preocupada por el efecto que pueden tener esas imágenes en los niños. Lo ha comparado con la explosión de la lanzadera espacial Challenger en directo o el choque de los aviones contra el World Trade Center.
– Salvo que aquello fueron desgracias -comentó Robert.
La sonrisa socarrona de Mitchell asomó bajo el tupido bigote.
– Es una peli de dos rombos, eso seguro.
– Y ahora la gran noticia -anunció Dumone-. Sé de buena tinta que la Policía de Los Angeles ha recuperado una cantidad sin especificar de gas nervioso en el maletero del coche de Lañe. En un bote de aerosol. Dentro de un maletín, en el asiento del acompañante, han hallado planos del sistema de ventilación de KCOM, con los conductos clasificados según su accesibilidad. No parece inverosímil que Lañe tuviera previsto dejar un regalito a los medios de comunicación izquierdistas controlados por el gobierno antes de volver a la clandestinidad.
– ¿Por qué no ha trascendido esa información? -preguntó Tim.
– Pues porque la Policía de Los Ángeles se queda con el culo al aire. Los organismos de espionaje y seguridad pública no se dan prisa en hacer públicos sus patinazos, y menos después del 11 de Septiembre. Sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de un sospechoso tan evidente. Otra atrocidad que se ha evitado de chiripa.
– Y gracias a nosotros -añadió Robert.
Rayner se atusó el bigote con el pulgar y el índice.
– La gente no tiene ni idea de eso, pero las encuestas nos siguen apoyando de manera arrolladora.
– No lo hemos hecho por las encuestas -señaló Tim, aunque, por lo visto, Rayner no lo oyó.
– En los dos últimos días, tres programas de debate matinales han planteado a los espectadores variaciones de la misma pregunta: «¿Fue el asesinato de Lañe un acontecimiento condenable?» El «No» alcanzó el setenta y seis por ciento en el primer programa, el setenta y dos en el segundo y el sesenta y siete en el tercero. En las entrevistas a pie de calle de los noticiarios más serios se apreciaba una división al cincuenta por ciento entre los que daban su aprobación tácita y los ciudadanos indignados. Una minoría significativa expresaba su rechazo ante semejante acontecimiento, al margen de quién fuera la víctima. Uno de los comentaristas lo tildó de «pornografía».
– ¿Cómo averiguas todo eso? -preguntó Mitchell-. No creo que estés delante de la pantalla veinticuatro horas al día.
Me llegan dos veces al día faxes con datos referentes a los temas que investigo.
Ananberg se pasó las manos por los muslos para alisarse la falda. Llevaba una camisa a rayas de aspecto masculino con los puños bien almidonados, lo que, curiosamente, le daba un aire más femenino, y un jersey a la espalda con las mangas anudadas debajo del cuello. La montura de sus gafas acababa en una punta ascendente por ambos extremos.
– Los estudiantes de doctorado son los mejores caballos de tiro del mundo -comentó-. Y ni siquiera hay que pasarles el cepillo.
– Tal como yo lo veo, me parece que nadie sabe dónde situarnos todavía -dijo Rayner-. De modo que ahora me gustaría plantear la pregunta obvia a estas alturas, una pregunta que, no me cabe duda, todos debemos de habernos formulado: ¿Conviene que nuestra posición, que no nuestra identidad, trascienda al público?
– Desde luego que no -respondió Dumone-. El riesgo operativo sería demasiado alto.
– Nos convendría sacar algo más de la muerte de Lañe que la mera euforia colectiva. Es posible que sea más efectivo reivindicar la autoría y explicar cómo llegamos a semejante decisión.
– Creo que seríamos unos cobardes si no lo hiciéramos -añadió Ananberg-. Ningún Estado responsable, ninguna entidad que merezca mi respeto y confianza, lleva a cabo ejecuciones en secreto. Fue un acto público. En mi opinión, deberíamos filtrar un comunicado en el que se explique como determinamos su culpabilidad. «Los ciudadanos que nos hemos arrogado este poder, tomamos la decisión sobre la base de las siguientes pruebas…»-En este país no se pone al acusado en manos de la turba -repuso Dumone-. Nuestros jueces y jurados no buscan el respaldo de la sociedad, sino que se limitan a dictar sentencias.
– Podríamos filtrar un equivalente de las actas judiciales -propuso Rayner.
– Cualquier documento de cierto peso estaría plagado de indicios para la prensa y las autoridades -le recordó Tim.
– No -dijo el Cigüeña-. Es impensable hacer una declaración. Sería un riesgo demasiado grande.
– Es irresponsable no comunicar al público las razones detrás de nuestra actuación -respondió Rayner-. Sin ellas, no les quedan sino las secuelas de un linchamiento.
La muerte de Lañe fue todo moderación, precisión, circunspección. La gente será capaz de verlo como una ejecución y no como un golpe -explicó Dumone.
– ¿A quién le importa cómo lo vean? -di)o Robert.
– Esa diferencia lo es todo -replicó Dumone en tono seco.
– Un comunicado serviría para aclarar el asunto con toda precisión -sugirió Rayner.
– Si están con nosotros, toquen la bocina del coche cuando vayan a trabajar -se mofó Tim.
– No sería algo tan vulgar, señor Rackley. Lo que intentamos es que el público recalcitrante establezca un diálogo significativo. ¿Cuál es la opinión de la sociedad acerca de los criminales que se acogen a ciertos vacíos legales? ¿Hay que cambiar el sistema? ¿Fue la ejecución de Lañe un acto de justicia?
– Sí -afirmó Robert.
Tim notó un aguijonazo familiar, una resistencia instintiva ante el convencimiento de Robert.
– Lo sabemos. Cualquiera que se moleste en analizarlo lo sabe. A mí me basta con eso -dijo Mitchell-. Y los que no pillen el asunto ahora lo pillarán después de la siguiente ejecución. No tardaremos en establecer un sistema de actuación. No nos hace ninguna falta presentar pruebas que podrían volverse en nuestra contra.
– Seguro que vas a estar muy solicitado en los programas de debate -dijo Dumone a Rayner-. Y, si lo crees conveniente, siempre puedes encarrilar la conversación en la dirección adecuada y orientar el diálogo sin revelar nada esencial. Pero, a estas alturas, no vamos a exponernos. Ya abordaremos el asunto más adelante.
Ananberg se retrepó en el sillón y cruzó los esbeltos brazos sobre el pecho en un mojigato gesto de frustración. Rayner ladeó la cabeza con cara de estar haciendo una concesión.
La supremacía financiera de Rayner y su soltura con la teoría social de salón lo ponían abiertamente al mando de la situación, pero cada vez estaba más claro que Dumone era quien llevaba la voz cantante en cuestiones prácticas. Cuando hablaba Rayner, los demás escuchaban; cuando se manifestaba Dumone, se callaban.
– ¿Por qué no pasamos a votar? -preguntó Robert-. No he venido aquí para hablar de misivas ni del puto programa de Oprah Win…
Dumone le mostró la palma de la mano, un gesto tranquilizador al tiempo que firme, e interrumpió a Robert a mitad de frase. Éste hizo una mueca desdeñosa a su hermano para salvar la honrilla mientras Rayner abría la caja fuerte y sacaba otro informe del montón. La carpeta cayó sobre la mesa con un ruido seco.
– Mick Dobbins.
– Mickey el Pedófilo -dijo Robert, y lanzó una mirada de soslayo a Ananberg-. Mira, monada, Mickey el Presunto Pedófilo no suena tan bien.
Dumone levantó la carpeta con una sola mano como si se tratara de un misal y luego la abrió.
– Jardinero en el Centro Infantil Venice. Ocho acusaciones de abusos a menores y una de asesinato en primer grado. Antes de los incidentes, tanto los niños como el personal del centro lo tenían en gran estima. -Pasó los informes de la investigación a Tim-. Tiene un coeficiente intelectual de setenta y seis.
– ¿Supone eso que la pena capital queda excluida directamente? -preguntó Tim.
Ananberg negó con la cabeza.
– En dos evaluaciones llevadas a cabo por psiquiatras independientes se llegó a la conclusión de que no se le podía clasificar como retrasado mental. Supongo que no es sólo una cuestión de coeficiente intelectual, sino que tiene que ver con el nivel de funcionalidad y otras variables.
El resto de los documentos se dividieron y circularon por la mesa.
– Siete niñas, de entre cuatro y cinco años, aseguraron haber sido objeto de abusos.
– ¿Cómo?
– Tocamientos genitales y anales. Inserción digital. Una niña dijo que la sodomizó con un bolígrafo.
– ¿Penetración?
– No. -Dumone hojeó las páginas para dar con los resultados del laboratorio.
– Entonces, ¿por qué se barajaba la pena de muerte? -preguntó Ananberg.
– Peggie Knoll fue hospitalizada con fiebre muy alta y temblores. A todas luces, era una infección de vejiga. Para cuando se la detectaron, se había convertido en una infección renal. Murió de… -abrió el informe del hospital-. Murió de «urosepsis masiva».
– ¿La analizaron para ver si había sido violada?
– No. Knoll nunca dijo que hubiera sido objeto de abusos. No fue hasta después de su muerte cuando dieron la cara las siete niñas, dijeron que tanto ellas como Knoll habían sufrido abusos y situaron los de Knoll unos días antes de su hospitalización. El fiscal dio marcha atrás e hizo pasar a unos cuantos expertos que declararon que si los abusos, sobre todo si fueron de carácter anal o vaginal, tuvieron lugar en ese período, probablemente fueron la causa de la infección de vejiga.
– ¿Cómo se la sacudió Dobbins? -preguntó el Cigüeña, que de inmediato enrojeció hasta las cejas e intentó ocultar la cara subiéndose las gafas con un dedo-. Me refería a la condena, claro.
– El jurado lo declaró culpable, pero el juez no creyó que hubiese base jurídica y desestimó el caso por falta de pruebas.
– Ahora ya se dedican a derrocar jurados -comentó asqueado Robert.
– La escasez de pruebas físicas era evidente -señaló Dumone-. No hay nada aprovechable en el informe médico de Knoll. El registro del apartamento de Dobbins tampoco arrojó ningún resultado positivo. El detective a cargo del caso vio un montón de pornografía en un armario del cuarto de baño con varios números de la revista de joven- citas Apenas legal.
– Eso pensaba yo -dijo Ananberg. Seis pares de ojos se volvieron hacia ella. Mitchell hizo una mueca de contrariedad evidente; Tim fue el único que esbozó una media sonrisa.
– La pornografía no cuenta una mierda -dijo Robert-. ¿Qué más? ¿Qué hay de los informes médicos de las demás niñas?
El Cigüeña, que tenía fijos en una hoja delante de sí los ojos, brillantes tras las gafas, levantó la mano.
– Los informes no arrojaron resultados definitivos. Nada de desgarros, cicatrices, magulladuras, hemorragias ni traumatismos asociados con la penetración.
– Pero la penetración fue meramente digital -dijo Mitchell-. Eso debe de causar menos traumatismos.
– En una niña de cinco años, tendría que haberse detectado algo -respondió Ananberg.
– ¿Cuánto tiempo transcurrió entre los presuntos abusos y la revisión realizada a las niñas? -preguntó Tim.
El Cigüeña volvió la página.
– Dos semanas.
– Tiempo más que suficiente para recuperarse.
– Sobre todo si sólo fueron desgarros superficiales o pequeñas magulladuras -añadió Mitchell.
– ¿Nada de ADN ni pruebas por el estilo? -indagó Ananberg-. ¿Por ninguna parte?
Rayner negó con la cabeza.
– No.
– De modo que todo el caso se fundamentaba sobre los testimonios de las niñas, ¿no? ¿Disponemos de las grabaciones de los interrogatorios?
Rayner sacó dos cintas del maletín.
– Las conseguí hace unas semanas. -Cruzó la sala y puso una en un reproductor de vídeo oculto en un armario de madera oscura-. El fiscal encargado de la supervisión y yo estuvimos juntos en el Ivy. -Ante la expresión de perplejidad de los demás, añadió-: Mi club de gourmands en Princeton.
La calidad de la cinta dejaba mucho que desear; el sonido tenía altibajos y la iluminación teñía toda la sala de interrogatorios de blancos y amarillos. Había una niña sentada en una silla de plástico con los talones encima del asiento y las rodillas casi a la altura de la barbilla.
La entrevistadora -presumiblemente una asistente social de Presuntos Abusos a Menores y Desatención- estaba sentada en un taburete bajo, de cara a la niña:
«¿Así que te tocó?»La pequeña se abrazaba las piernas y se cogía las espinillas con las manos.
«-Sí.
»-Vale, lo estás haciendo muy bien, Lisa. ¿Te tocó en alguna parte que tú no quisieras?
»-No.»La asistente social fruncía entonces el ceño, una arruga apenas visible entre las cejas. Tenía una voz suave y tranquilizadora.
«¿Seguro que no te da miedo contármelo, bonita?»Lisa apoyaba la barbilla en las rodillas. Su cabeza subía y bajaba varias veces. Tim cayó en la cuenta de que la niña mascaba chicle.
«-No me da miedo.
»-Vale. Entonces te lo voy a preguntar otra vez… ¿Te tocó por la parte inferior del cuerpo?»Se oyó una vocecita, casi inaudible:
«Sí.»La asistente social adoptaba una expresión compasiva.
«¿Dónde? ¿Me lo enseñas con estos muñecos?»Casi al instante aparecían dos muñecos del bolso de la asistente, con sus brillantes genitales de poliéster y todo.
Lisa los observaba atentamente antes de alargar la mano para cogerlos. Después hacía que el muñeco tomara de la mano a la muñequita y, al cabo, miraba a la asistente.
«Muy bien. ¿Y luego qué?»Lisa disponía a los muñecos dándose un abrazo.
«Vale, ¿y luego?»Lisa se mordía el labio inferior con expresión pensativa y ponía la mano del muñeco en el pecho de la muñeca.
«Muy bien, Lisa. Muy bien. ¿Así es como te dijo Peggy que la tocaron?»Lisa asentía entonces con solemnidad.
Rayner puso cara de preocupación y cruzó una mirada con Ananberg, que meneó la cabeza impertérrita.
– Primero vamos a ver el resto de las entrevistas -dijo.
Adelantando de vez en cuando la cinta, vieron las seis entrevistas siguientes, todas ellas caracterizadas por las mismas técnicas en labios de la misma asistente social.
Cuando la última niña acabó de narrar entre lágrimas los abusos que había sufrido, Rayner detuvo la cinta.
– Fue una maldita caza de brujas. No me extraña que el juez invalidara el veredicto.
– ¿Qué dices? -saltó Robert-. Todas y cada una de esas niñas dijeron que habían abusado de ellas. Hasta lo escenificaron con los muñecos.
– La asistente social les hizo preguntas capciosas, Rob -explicó Dumone-. En el caso de los adultos, es lícito intentar sonsacar a alguien una confesión, pero los niños son más impresionables. Imitan como loros.
– ¿En qué sentido son capciosas las preguntas?
– Para empezar, apenas se hicieron preguntas generales -respondió Ananberg-. Como, por ejemplo, qué ocurrió. La asistente social apuntaba, implantaba la información por medio de preguntas cerradas y sugerentes. De ese modo, «¿Te tocó por debajo del cinturón?» se convierte en «¿Dónde te tocó por debajo del cinturón?» Y condicionaba a las niñas. Las recompensaba por las respuestas que quería oír: sonreía, les decía «Muy bien», las animaba.
– Y fruncía el ceño cuando no le gustaba lo que oía -añadió Rayner-. Si una niña respondía «mal», se veía sometida a una repetición de las preguntas, así como a la desaprobación tácita de la entrevistadora, hasta que se inventaba algo.
Tim hojeó las notas del detective, pésimamente fotocopiadas, que contenía el informe.
– Las niñas frecuentaban los mismos círculos. Los padres se conocían entre sí. Después de la primera acusación, las familias se reunieron en varias ocasiones, y se celebraron conferencias en la escuela. Sus testimonios se vieron contaminados mutuamente. Las entrevistas grabadas son de fechas posteriores. Las testigos no partían exactamente de cero.
– Y quién sabe cuántas oportunidades surgieron de implantarles recuerdos o reafirmarlas en ellos -apuntó Ananberg-. Otras niñas, los medios de comunicación… -Trazó un bucle con la mano para dar a entender que la lista continuaba.
– ¿Qué hay de los muñecos? -dijo Mitchell.
– Se puede decir lo mismo -contestó Rayner-. Además, no se recomienda utilizar muñecos de esos realistas, desde el punto de vista anatómico, con niños de tan corta edad.
– Sólo con los más talluditos -dijo Ananberg.
Robert la atravesó con la mirada.
– Esto no es una puta broma. -Hizo un gesto en dirección a su hermano-. Para nosotros, no.
– No creo que lo haya dicho con mala intención -terció Dumone.
– No, tiene razón. -Ananberg se pasó la mano por el cabello cas taño oscuro-. Lo siento. Sólo intentaba aligerar el tono de la conversación. Es un asunto muy… delicado.
– Si no te van los asuntos delicados, igual te has equivocado de sitio.
– Robert. Se ha disculpado -dijo Tim-. Sigamos adelante.
Ananberg adoptó su típico tono enérgico y profesional.
– Según la investigación de Ceci y Bruck publicada en mil novecientos noventa y cinco, las entrevistas a niños de corta edad con muñecos realistas desde el punto de vista anatómico son muy poco fiables.
Mitchell levantó la mirada de las actas del juicio.
– ¿Qué coño importan los muñecos? Según esto, el tipo confesó.
– La defensa puso en tela de juicio la confesión de una manera más que convincente -dijo Rayner, que se acercó al reproductor de vídeo y cambió la cinta.
Apareció en la pantalla la fría luz de una sala de interrogatorios. La cámara captaba parte del reflejo del reverso de un espejo falso. Mick Dobbins permanecía encorvado en una silla de metal plegable mientras dos detectives le hacían preguntas. A pesar de lo sólido de su estructura y de tener los hombros anchos, su apariencia era claramente juvenil. Los brazos le colgaban sueltos y pesados entre las piernas abiertas y tenía desatada la zapatilla del pie derecho, vuelto de lado. Se le había soltado uno de los tirantes del peto, que oscilaba a su lado como un yoyó a la espera de que alguien lo cogiera.
Los detectives lo habían puesto bajo una luz intensa; uno de ellos siempre permanecía fuera del campo de visión de Dobbins, a su lado, justo detrás. Este tenía la cabeza gacha pero intentaba seguir a los detectives con los ojos, que miraban nerviosos desde detrás del flequillo sudoroso. De su cabeza, curiosamente rectangular, sobresalían unas orejas bajas como asas de taza idénticas.
«-Así que te gustan las niñas, ¿eh? -preguntaba e! detective.
»-Sí. Las niñas. Las niñas y los niños.»Nada más hablar Dobbins, su leve retraso se hizo evidente por el escaso registro y la cadencia laboriosa.
«-La niñas te gustan mucho, ¿verdad? ¿Verdad? -El detective levantaba ahora un pie y lo apoyaba con firmeza en el trozo de silla que quedaba libre entre las piernas de Dobbins. Este bajaba más aún la cabeza y metía la barbilla en el hueco de la clavícula. El detective se inclinaba hacia delante hasta quedar a escasos centímetros de él-. Te he hecho una pregunta. Háblame de ellas, háblame de las niñas. ¿Te gustan? ¿Te gustan las niñas?
»-Sssí. Me gustan las niñas.
»-¿Te gusta tocarlas?»Dobbins se limpiaba la nariz con el dorso de la mano, un gesto desmañado, frustrado. Murmuraba para sí mismo:
«-Chocolate, vainilla, vainilla con virutas de…»El detective chasqueó los dedos delante de la cara de Dobbins.
«-¿Te gusta tocarlas?
»-Las abrazo. A las niñas, y también a los niños.
»-¿Te gusta tocar a las niñas?
»-Sí .
»-¿Sí, qué?
»-Me gusta tocar a las niñas. Me…
»-¿Te qué?»Dobbins, estremecido ante el tono del detective, cerraba los ojos con fuerza.
«-Fresa, caramelo con almend…
»-¿Te qué, Mick? ¿Te qué?
»-Esto… a veces las acaricio cuando están tristes.
»-¿Las acaricias y se ponen tristes?»Dobbins se rascaba la cabeza por encima de una oreja y se olía los dedos.
«-Sí.
»-Eso es lo que pasó con Peggy Knoll, ¿verdad?»Dobbins se apartaba del detective.
«Eso creo. Sí.»Tras mirar un par de veces el informe, Rayner puso el vídeo en pausa.
– Esta es la parte más importante.
– Eso no es una confesión -señaló Tim.
– Poca cosa -coincidió Mitchell-. Estoy de acuerdo en que no es una confesión, pero me parece que no nos hace falta una confesión. ¿Qué hay de las demás pruebas?
– ¿Qué otras pruebas? -dijo Ananberg-. ¿Siete niñas impresionables que regurgitan recuerdos implantados? ¿Una niña que murió por causa de una infección que no llegó a relacionarse de manera concluyente con unos abusos que nunca pudieron probarse?
– Vamos a ver si lo entiendo -replicó Robert-. Tenemos siete niñas que declaran por separado haber sido objeto de abusos por parte de un jardinero retrasado, cada una de ellas reproduce con muñecos las porquerías que les hizo ese bicho raro, cada una de ellas asegura que abusó de su amiguita que ahora está muerta debido a la infección resultante, tenemos una declaración grabada del tipo en la que dice que le gusta acariciar y abrazar a las niñas, ¿y no os parece que el asunto está claro?
– No -respondió Tim-. A mí no.
Robert desvió la mirada desdeñosa mesa adelante.
– ¿Cigüeña?
Los hombros redondeados del Cigüeña subieron y bajaron.
– La verdad es que no me importa mucho -dijo.
– Si vas a sentarte a esta mesa -le recordó Tim-, será mejor que te importe.
– Vale -dijo el Cigüeña-. Creo que probablemente lo hizo.
– ¿Franklin? -preguntó Rayner.
Dumone se encogió de hombros.
– No hay muchas pruebas físicas, sobre todo si tenemos en cuenta que no hay indicios de lesiones vaginales o anales en ninguna de las niñas y que tampoco hay nada que relacione la infección de vejiga con os abusos.
– Dobbins no tiene antecedentes -les recordó Ananberg-. Nada de delitos mayores ni menores.
– ¿Y eso qué importa? -saltó Robert-. Un malnacido puede empezar en cualquier momento.
– Eso sólo quiere decir que nunca lo han pillado por nada. -Mitchell, irritado, lanzó un bufido por la nariz-. Me da la impresión de que ya lo tenéis decidido. ¿Por qué no realizamos una votación preliminar que no sea vinculante para tener la seguridad de que no perdemos el tiempo si seguimos con la revisión?
Ananberg miró a Rayner con una ceja arqueada y luego asintió.
La votación arrojó un resultado de inocencia por cuatro votos a tres.
El Cigüeña mostró su indiferencia habitual, pero Robert y Mitchell tuvieron dificultades para disimular la frustración.
– Estamos aquí para cortar el bacalao cuando los tribunales meten la pata -dijo Mitchell-. Si no pasamos nosotros a la acción, no queda ningún otro recurso.
– Pasar a la acción no es siempre la decisión más adecuada -respondió Tim.
Robert tenía la mirada fija en la fotografía de su hermana fallecida.
– Díselo a las siete niñas de las que abusaron y a los padres de la pequeña muerta.
– Las siete niñas que dijeron haber sido objeto de abusos -le recordó Ananberg.
– Oye, zorra…
Dumone se adelantó en su sillón.
– Rob… -le recriminó.
– Igual te crees que tienes todas las respuestas, con tus estudios y tus gilipolleces freudianas, pero no has hecho ni poner el tacón en la calle, así que no tengas la puta cara de decirme que tienes la menor idea de quién ha cometido o no un crimen.
– ¡Robert!
– Hasta que uno no pasa cierto tiempo con esos hijos de puta, no sabe cómo se las gastan. -Robert señaló la pantalla con un movimiento de cabeza-. Ese cabrón apesta a culpable.
Dumone se había levantado del sillón para encorvarse sobre la mesa con las manos sobre el tablero y los brazos rígidos a la altura de los codos, que aguantaban su peso.
– Lo creas o no, tu olfato no establece los criterios de nuestra votación. Puedes discutir si hay base judicial o no y argumentar los casos, o puedes subirte a un autobús de regreso a Detroit y dejar de hacernos perder el tiempo.
Todos los presentes se quedaron de una pieza, Rayner con el vaso camino de la boca, Ananberg a medio volverse en su sillón.
A Dumone le brillaban los ojos con una furia insólita.
– ¿Entiendes? -exclamó.
Mitchell se había quedado blanco.
– Escucha, Franklin, no creo que…
Dumone alzó la mano y Mitchell guardó silencio de inmediato.
Robert apaciguó un tanto su expresión y agachó levemente la cabeza bajo la fuerza de la mirada fija de Dumone.
– Joder, no lo decía en serio.
– Bueno, pues no nos vengas con esas gilipolleces aquí. ¿Entiendes lo que digo? ¿Lo entiendes?
– Sí. -Robert levantó la cabeza sin atreverse a cruzar su mirada con la de Dumone-. Ya he dicho que no tiene importancia. Me he cabreado.
– No hay lugar para cabreos en nuestra forma de actuar. Discúlpate con la señorita Ananberg.
– Bueno -dijo ella-, no creo que sea necesario.
– Yo sí. -Dumone no apartaba la mirada de Robert.
Al cabo, éste se volvió hacia Ananberg. La emoción había desaparecido de su rostro para dejar paso a una extraña calma.
– Lo lamento.
Ella rió nerviosa; una sola nota.
– No tiene importancia.
Se hizo el silencio en la mesa.
– ¿Por qué no nos tomamos un descanso antes de abordar el siguiente caso? -propuso Rayner.
Tim estaba en el semicírculo que constituía el patio trasero de Rayner, contemplando los primorosos jardines. Varias luces se habían encendido automáticamente al salir él de la casa, brillantes cilindros dorados que se perdían en la noche e iluminaban ráfagas de insectos alados.
Oyó el traqueteo de la puerta de rejilla al abrirse y cerrarse, y olió el perfume de Ananberg -tenue y con un toque cítrico- cuando aún estaba a unos pasos de él.
– ¿Tienes fuego?
Le pasó la mano por el costado y se la introdujo en el bolsillo delantero de la chaqueta. Él la cogió por la muñeca, le retiró la mano y se volvió. Sus rostros estaban a escasos centímetros de distancia.
– No fumo -dijo Tim.
Ella esbozó una sonrisa torcida.
– Tranquilo, Rackley. Los polis no son mi tipo.
– Ya sé. Eres la alumna mimada.
El comentario le agradó de veras.
– Vaya, tienes sentido del humor. ¿Quién iba a pensarlo?
Su cabello, oscuro y delicado, tenía todo el aspecto de la seda. Ananberg era justo lo contrario de Dray -menuda, morena, coqueta- y provocó a Tim una clara incomodidad. Se volvió hacia la umbría extensión de los jardines donde una hilera tras otra de arbustos podados zigzagueaban antes de perderse en la oscuridad.
Ananberg sacó un cigarrillo del paquete, se lo puso entre los labios y se palmeó los bolsillos en vano.
– ¿Qué miras? -preguntó.
– La oscuridad, nada más -contestó Tim.
– Te gusta jugar al tipo misterioso, ¿verdad? Todo eso de andar pensativo y ofrecer un aspecto fuerte y circunspecto. Creo que te permite mantener cierta distancia, cierta comodidad.
– Se ve que no tengo secretos para ti.
– Yo no diría tanto. -Ananberg puso los brazos en jarras mientras lo observaba. Su expresión lacónica y divertida desapareció-. Gracias por respaldarme.
– No necesitas que te respalde nadie. Sólo he dicho lo que pensaba.
– Robert puede llegar a ponerse muy agresivo.
– Estoy de acuerdo -corroboró Tim.
– ¿Te preocupa?
– Desde luego. -Tim miró de reojo hacia las ventanas iluminadas de la casa. Dumone, el Cigüeña y Robert esperaban sentados a la mesa de reuniones. Paseó la mirada por el costado del edificio y vio a Rayner, que cogía una botella de agua de la nevera. Mitchell apareció a su lado y Rayner se le acercó, le puso una mano en el hombro y le susurró algo al oído. Tim volvió la mirada hacia Dumone y se preguntó si estaría al tanto de que Rayner se andaba con secretitos un par de habitaciones más allá. Tim había dado por sentado que no se tenían mucho aprecio: el paleto racista y el empollón, que se soportaban únicamente en tanto que instrumentos de cara a alcanzar sus respectivas metas.
– Dumone es muy capaz de mantenerlo a raya. A él y a Mitchell -dijo Ananberg.
Tim se mordió la cara interna de la mejilla.
– S i siente amenazado por tu agudeza. Y tu coherencia.
– Y tú, ¿te sientes amenazado?
– Creo que es justo lo que nos hace falta.
– F, posible. Pero, de algún modo, me parece un tanto frívolo. Incluso a mí.
– ¿Por qué? -preguntó Tim.
– Mira. -Asomó la timidez a los ojos de la mujer y apartó de inmediato la mirada-. Me parece estupendo que busques una idea de justicia que puedas abarcar en tus manos. Es una actitud valiente, casi. Pero para mí es igual que creer en Dios. Supongo que sería divertido. Desde luego me reconfortaría. Pero me quedo con mis estadísticas y mis escasas regurgitaciones dogmáticas porque ya me sé las reglas del juego.
Tim profirió un suspiro pensativo pero no respondió. Siguió mordiéndose la cara interna de la mejilla mientras observaba las siluetas oscuras de los arbustos.
Ella estaba a su lado y escudriñaba el jardín como si intentase desentrañar qué miraba él.
– El asunto de Lañe ha sido una auténtica maravilla.
– Trabajo en equipo -arguyó Tim.
– Bueno, tú has tenido que apechugar con la parte más dura. -Meneó la cabeza y Tim volvió a oler su fragancia; pensó en su cabello-. Robert ha acertado en algo: las calles me son ajenas por completo. Me alegro de estar a este lado de la valla. Lo mío es discutir, revisar, analizar… Sería incapaz de hacer lo que tú haces, todo eso del riesgo, el peligro y la valentía bajo presión. -Le dio una palmada en el brazo-. ¿Por qué te hace sonreír lo que digo?
– No se trata de valentía, ni de emociones fuertes.
– Entonces, ¿por qué lo hacéis? Librar batallas, hacer que se cumpla la ley, arriesgar la vida… ¿Por qué?
– La verdad es que no hablamos de ello.
– ¿Y si hablarais?
Tim lo sopesó unos instantes.
– Supongo que lo hacemos porque nos preocupa que nadie más esté dispuesto a hacerlo.
Ananberg se quitó el cigarrillo sin encender de los labios y lo volvió a meter en el paquete.
– No se puede decir que seáis todos de la misma opinión. -Volvió hacia la casa a paso tranquilo, con la cabeza gacha, sorteando los caracoles que había en el patio.
Arreció el viento, gélido y húmedo, y Tim metió las manos en los bolsillos. Las yemas de sus dedos tocaron un trozo de papel; un tanto perplejo, lo sacó. Vio en él un número de teléfono y una dirección, escritos con letra femenina.
Se volvió, pero Ananberg ya había vuelto a entrar en la casa. Poco después la siguió.
Los seis miembros de la Comisión estaban sentados a la espera de que Tim regresase. Perfectamente centrada delante de Rayner, como si tuera un plato a la espera de que le hincaran el diente, había una carpeta negra.
La cuarta, pensó Tim. Luego dos más y después Kindell.
El Cigüeña, absorto en una dicha absoluta, hacía avioncitos con folios en blanco mientras tarareaba para sí la sintonía de la serie de televisión El avispón verde. Dumone estaba repantigado en el sillón, la uve de su entrepierna refrescada por un bourbon recién servido.
Rayner se inclinó hacia la mesa y puso una mano extendida encima de la carpeta.
– Buzani Debuffier.
Miradas inexpresivas en toda la mesa, salvo Dumone, que esbozó una sonrisa taimada.
– Debuffier es un santero de los grandes. Mide casi dos metros en un mal día.
Tim se dejó caer en la silla.
– ¿Santero? -preguntó.
– Un sacerdote vudú. Suelen ser cubanos, pero Debuffier tiene también sangre haitiana.
El tarareo del Cigüeña alcanzó un tono molesto.
– ¿Por qué no te callas de una puta vez? -dijo Robert.
El Cigüeña se interrumpió, sus manitas gordezuelas a medio plegar un papel. Se subió las gafas con un nudillo y parpadeó a modo de disculpa.
– ¿Lo estaba haciendo en voz alta?
Tim cogió la foto de la detención de Debuffier. Le devolvió la mirada un hombre disgustado con la cabeza afeitada y el blanco de los ojos pronunciado en contraste con el tono de piel negro azabache. Llevaba una camisa de franela sin mangas que dejaba al descubierto los hombros. Destacaban sus deltoides, firmes y definidos, como si estuviera intentando forzar las esposas. A juzgar por su complexión, probablemente iba por buen camino.
– ¿De qué va el caso? -preguntó Tim.
Dumone abrió la carpeta y echó un vistazo al informe sobre la escena del crimen.
– Sacrificio ritual de Aimee Kayes, una muchacha de diecisiete años. Se encontró su cuerpo descabezado en una callejuela, envuelto en una tela multicolor, con sal gorda, miel y mantequilla untadas en el muñón sanguinolento del cuello. Le habían quitado la vértebra superior. El experto de crímenes rituales de la Policía de Los Ángeles halló pruebas de que esos detalles coinciden con los sacrificios rituales de la santería.
– ¿Sacrifican personas? ¿Habitualmente? -preguntó el Cigüeña.
– Sólo en las películas de James Bond -contestó Ananberg, al tiempo que cogía el informe del médico forense-. Los santeros suelen matar aves y ovejas. Incluso en Cuba. Hice una investigación antropológica al respecto en la universidad.
– Entonces, ¿qué tenemos entre manos?
– Un tipo que está como una cabra, eso es lo que tenemos entre manos. La risilla de Duraone se convirtió en un acceso de tos. Apartó el puño de la cara y luego se bebió el bourbon sin dejar una sola gota.
– El experto en crímenes rituales declaró que, teniendo en cuenta los detalles concretos del sacrificio, probablemente Debuffier creía que la víctima era un espíritu maligno.
– Se hallaron en su estómago semillas de girasol y coco. -Ananberg levantó la mirada de los documentos-. La comida previa al sacrificio. Si la víctima come, quiere decir que el sacrificio complace a los dioses.
– No creo que eso la consolara mucho -comentó Rayner.
El Cigüeña se llevó la mano a la boca para ocultar un bostezo.
– Lo siento. Hace rato que debería haberme acostado.
Robert deslizó sobre la mesa una fotografía del escenario del crimen en papel satinado.
– Seguro que esto te quita el sueño.
– ¿Qué relaciona a Debuffier con el cadáver? -indagó Tim-. Aparte de que es un sacerdote vudú.
Dumone pasó a Tim las declaraciones de los testigos oculares.
– Dos testigos. La primera, Julie Pacetti, era la mejor amiga de Kayes. Las dos chicas fueron al cine pocas noches antes de que Kayes desapareciera. Después de la película, Pacetti fue al baño y Kayes la esperó en el vestíbulo. Cuando salió Pacetti, Kayes le dijo que Debuffier acababa de abordarla para que fueran a dar una vuelta juntos. La había asustado, y rechazó la invitación. Cuando las chicas salieron al aparcamiento, Debuffier las esperaba en una camioneta El Camino negra. Al observar que Kayes no estaba sola, se largó, pero Pacetti tuvo tiempo de echarle un buen vistazo.
– Un haitiano calvo de dos metros -dijo Mitchell-. Seguro que no le pasó inadvertido.
– ¿El segundo testigo? -preguntó Tim.
Una chica de la USC que volvía de una fiesta vio cómo un hombre que concuerda con la descripción de Debuffier sacaba el cadáver de Kayes de la caja de una El Camino negra y lo arrastraba hasta la callejuela.
Ananberg lanzó un silbido.
– Yo diría que eso es bastante concluyente.
– Corrió unas manzanas y llamó al teléfono de emergencias a las… -Dumone consultó el informe-. A las tres y diecisiete de la madrugada. Con la descripción física del individuo y el coche, los polis localizaron a Debuffier antes del amanecer. Lo encontraron delante de su casa, lavando la caja de la camioneta con lejía.
– Y en la casa, ¿encontraron algo?
– Altares, cuencos y vísceras de animales. Había manchas de sangre en el suelo del sótano, procedente de animales, según se supo después.
– Vaya lunático hijo de puta -exclamó Robert.
– No estará tan loco si puede recurrir al crimen premeditado para saciar su sed de sangre -dijo Rayner.
– ¿Puedo ver las declaraciones de las testigos? -pidió Tim.
Rayner las deslizó hacia él por encima de la mesa y Tim las revisó mientras los demás hablaban. Ninguna de las dos tenía antecedentes ni nada en lo que se pudiera apoyar un fiscal para poner en entredicho su testimonio.
– … Solicitó que no se le permitiera salir bajo fianza, pero, a sabiendas de que Debuffier no tenía un centavo, el juez le hizo entregar su pasaporte y estableció la fianza en un millón de dólares -decía Dumone-. La Asociación Norteamericana para la Protección Religiosa montó un cirio en la ciudad, afirmó que se estaban ensañando con él y pagó la fianza. Antes de que pasaran veinticuatro horas encontraron muertas a las dos testigos de una cuchillada en la yugular, otro rito de sacrificio asociado con la santería. Los polis lo investigaron, pero no encontraron nada. Esta vez los asesinatos se habían llevado a cabo limpiamente. Al parecer Debuffier había aprendido la lección. Puesto que las testigos han fallecido, sus declaraciones a la policía se convierten en meras conjeturas: caso sobreseído. Los representantes de la ANPR se fueron con mucha más discreción que a la llegada.
Recorrió la mesa una sensación palpable de desagrado.
Rayner adoptó su mejor expresión pensativa.
– Es un día triste, muy triste, cuando el propio sistema ofrece motivaciones para cometer un asesinato.
Tim era de la opinión de que el juicio de Rayner no pedía cuentas al auténtico culpable, pero prefirió seguir profundizando en los informes en vez de hacer comentario alguno. La revisión exhaustiva de la documentación restante no arrojó ningún indicio convincente a favor de la inocencia de Debuffier.
La Comisión se decantó siete a cero.