– La propuesta sigue en pie. -Tim se apoyó en el interior de la cabina telefónica. Se había puesto en contacto con Oso a través de la mesa de operaciones-. Os ofrezco mi cooperación. No necesito la vuestra.
– Estupendo, porque no te la vamos a ofrecer. -Oso tenía la voz quebrada; la boca, seca-. Perdona que esté irritado, pero es que acabo de vomitar.
– Ya te cabrearás conmigo luego, y con toda la razón. Pero, de momento, coge el lápiz y escucha. -Tim le alertó de corrido sobre el desaguisado que le aguardaba en el escondite de Rhythm y la implicación del Cigüeña que debía de estar mejor escondido que un nazi en una selva argentina. Quería que el Servicio Judicial pusiera toda la carne en el asador.
Cuando acabó, Oso dijo:
– Escucha. Voy a seguirte el juego, pero quiero que quede bien clara una cosa. Tannino no va a prestarse a esto. Quiere pillarte y los muchachos te siguen los pasos. Yo estoy a las órdenes de Tannino. Cuando me diga que te eche el guante, voy a hacerlo.
– Ya lo entiendo -dijo Tim-. Siempre puedes jugar a dos bandas.
El leve eco de una risa monocorde.
– No tengo otro modo de ayudarte.
– Pues ayúdame.
Una larga pausa.
– No había muchas pruebas en casa de Rayner. En su despacho tenía un montón de información sobre ti, como bien sabes, pero no mucho más. Te ponía los pelos de punta. Y ya que hablamos del asunto, no sabía que tuvieras crisis de ansiedad después de lo de Croacia.
– No eran crisi… -Tim respiró hondo-.Venga, Oso. ¿Qué más?
– Kindell estaba a salvo. No quería venir a comisaría. No confía en la protección policial, y no me extraña. Además, lo cierto es que no podíamos justificarlo, porque no parece un objetivo en absoluto. Y lo más gordo: Dumone se ha pegado un tiro en la boca esta tarde en el hospital.
Aunque se había preparado para recibir la noticia, le llevó un momento cobrar ánimo para volver a hablar.
– ¿Va a informar Tannino sobre el caso a los medios de comunicación?
Una larga pausa.
– Mañana por la tarde.
– ¿Hasta qué punto? ¿Voy a salir en las noticias?
– Eso no te lo voy a decir. -Tim oyó a Oso acumular flema y lanzar un escupitajo-. Tengo cosas que hacer.
– Muy bien. Hazme otro favor.
– Creo que ya hemos superado el límite.
– Ananberg tenía un ridgeback rodesiano. Un perro de raza. Probablemente está encerrado en su apartamento, muerto de hambre y a punto de mearse por todas partes. Si lo encuentran los investigadores, acabará en una perrera. Ve a recogerlo. De todos modos, te vendrá bien un poco de compañía.
Oso lanzó un gruñido y colgó.
A continuación, Tim probó suerte con los Nextel de Robert y Mitchell, pero los buzones de voz saltaron de inmediato. Luego llamó al Cigüeña y le salió un mensaje que advertía de que el número estaba fuera de servicio. El Cigüeña era lo bastante avispado desde el punto de vista tecnológico para tener en activo aunque sólo fuera el viejo Nextel; ya debía de haberlo tirado a la basura para adquirir uno nuevo.
La autopista estaba sorprendentemente despejada a las once y media de la noche. En torno a los haces de luz de los faros de Tim revoloteaban nubecillas de neblina. Se desvió y aparcó a unas cuatro manzanas del domicilio de Erika Heinrich por si había alguien más -ya fuera agente de policía o asesino- vigilando la casa. Le llevó media hora, pero registró las dos manzanas colindantes, inspeccionando coches aparcados, tejados y arbustos.
La ventana del dormitorio de Erika no sólo estaba con la cortina descorrida, sino también abierta.
Estos críos…
Se acercó a hurtadillas hasta el alféizar, justo debajo de una de las contraventanas abiertas, y se aupó para echar un vistazo. Erika estaba tumbada boca abajo encima de una colcha de color amarillo intenso y hojeaba una revista con los pies levantados a su espalda y una sandalia colgando del dedo gordo del pie. Sola.
Bowrick era un chico listo: ya desapareció convincentemente una vez; quizás ahora disponía de un segundo escondite. En ese caso, Tim esperaba que fuera tan bueno como el primero.
Al ver a Erika tumbada en la cama pasando las páginas de la revista mientras tarareaba para sí, Tim hizo firme propósito de encontrar a Bowrick antes de que Mitchell o Robert pudieran abrirle un agujero en la cabeza a juego con el que le habían abierto a Rhythm. No se debía a que su desprecio por Bowrick hubiera mermado -aunque así era- sino a que le resultaba imposible ver a una chica de diecisiete años en la seguridad de su propio dormitorio sin sentir deseos de que el mundo cumpliera con las obligaciones que tenía para con ella. Una actitud admirablemente beata para un antiguo agente judicial reconvertido en mirón.
Si hablaba con ella, la chica pondría al tanto de su presencia a Bowrick, quien se mantendría bien alejado de la casa. Tim quería ver al muchacho para convencerlo de que se fuera del estado o pidiera protección a las autoridades. No pretendía asustarlo, pues se escondería en las cloacas de la ciudad, donde los Masterson podían localizarlo.
De camino a casa, puso la radio para averiguar si había alguna noticia de última hora sobre la Comisión o sobre sí mismo. No era así. El Servicio Judicial guardaría la información y la filtraría de manera estratégica. Con toda probabilidad, el puesto de mando del Edificio Federal funcionaría a pleno rendimiento la noche entera, con todo el mundo, desde Tannino hasta el ayudante del fiscal general, pasando por los representantes de la Unidad de Apoyo Analítico, sumidos en una bruma de aroma a café y especulación.
En su edificio reinaba un silencio mortal. Joshua, en el vestíbulo, empezó a tararear para sí en tono agudo mientras echaba un vistazo a unos documentos en su remedo de despacho. Tim se detuvo a unos diez pasos de la puerta y escudriñó las llaves colgadas de los ganchos en el tablón detrás de la mesa de Joshua. La mayoría de los apartamentos estaban alquilados, pero se fijó en las pocas llaves que quedaban: 401, 402,213, 109.
Joshua levantó la mirada y saludó, una simple elevación de la mano a la que Tim contestó de igual manera. Se preguntó si Oso le habría dicho la verdad acerca de la rueda de prensa o si, por el contrario, Tannino pensaba filtrar la información antes.
– ¿Algún reportaje interesante sobre crímenes en la tele?
Joshua se encogió de hombros.
– Siguen regurgitando la misma porquería sobre Jedediah Lañe.
En el ascensor, camino de su piso, Tim pensó en el aire tenebroso que había en esa clase de edificios habitados por gente que bien huía de algo, o bien iba de capa caída. Y Joshua, el portero, se caracterizaba no sólo por su tristeza sino por la autoridad morosa que se deriva del contacto reiterado con la tristeza. Igual que un enterrador. Igual que un poli.
Una vez arriba, Tim desmontó la cerradura y colocó las piezas en una toalla ante sí. Sentado sobre los talones, volvió a marcar y mantuvo el Nextel pegado a la oreja mientras trabajaba.
Obtuvo señal.
– ¿Y…? -dijo Mitchell.
– ¿Y…? -respondió Tim.
Una larga pausa, interrumpida únicamente por la tenue respiración de Mitchell y el roce de su mostacho contra el auricular.
– Habéis estado entretenidos -dijo Tim.
– Tenemos un plan para esta ciudad. Siempre lo hemos tenido. Y no vamos a dejar que gente como Rayner y Ananberg se crucen en nuestro camino.
– Eso está claro. -Tim aguardó, pero no obtuvo respuesta-. Tú y Robert dejáis un rastro considerable. -Mencionar al Cigüeña le habría privado de una posible ventaja táctica-. He visto a Rhythm. O lo que queda de él.
La pausa silenciosa delató a Mitchell en su sorpresa:
– No se te ocurrirá venir a por nosotros, ¿verdad, Rackley? Vamos a hacerte el favor de dejarte en paz. En cierto modo, te lo debemos.
– También he visto a los otros tres tipos que os habéis cargado.
– Camellos de crack o traficantes de armas.
– Incluido el chaval al que le pegaste un tiro por la espalda.
– Anda, venga. ¿Vas a decirme que un crío que estaba con Rhythm Jones en una casa donde se traficaba no era una carga para la sociedad?
– Es probable. Pero no sé si sabes que no se puede castigar a alguien antes de que haya cometido ningún crimen. La Constitución es muy específica al respecto.
– No te pongas en plan defensor de la bandera. Hemos visto lo que has hecho, puto hipócrita.
– He espabilado.
– ¿Ah, sí? ¿Cómo?
– El castigo no es justicia. La venganza no es manera de llorar la pérdida de un ser querido. Y no es tarea nuestra impartir justicia, sea lo que sea.
– Quizá no. Pero voy a decirte una cosa: cuando vi a aquella chica en el sótano de Debuffier, algo cambió en mi interior. Cuando la tuve entre los brazos y la vi morir… Ya hemos tenido suficiente. Ya hemos tenido suficiente de matanzas en los institutos, de pedófilos y de terroristas. En este país hay más gente entre rejas que habitantes en Hawái. Estamos perdiendo la guerra, amigo mío, por si no te habías dado cuenta, y Robbie y yo vamos a contraatacar. Vamos a lanzar el plan a toda máquina. Y no necesitamos votaciones y expedientes, ni todas esas gilipolleces.
– Ése no era el acuerdo.
– ¿Que no era el acuerdo? Tú eres el que mandó al garete el grupo. Tú descuidaste tus responsabilidades, tus obligaciones hacia la Comisión. Votamos sobre Bowrick. Lo declaramos culpable. La cláusula de rescisión, Rack, ¿no lo recuerdas? Entra en vigencia en cuanto un miembro de la Comisión se salta el protocolo. ¿Quién fue el primero en saltarse las reglas? ¿Quién rompió el protocolo al no ejecutar a Bowrick tal como acordamos?
– Yo.
– Desde luego que sí. Ahora todo vale. Vamos a seguir con nuestros planes contigo vivo o muerto.
Hizo girar el destornillador y retiró el pestillo de la cerradura.
– ¿Todo vale? ¿Incluso hacer trizas el expediente de Kindell?
Una risilla.
– Sí. Nos ofrecimos a ayudarte con ese cabrón. Podríamos haber averiguado quién participó y habernos cargado a los dos. Podrías estar tomando parte en esto con nosotros. Pero, no, te creías por encima. De modo que supusimos que ahora ya no estarías interesado en ese expediente. Joder, usted no querría ensuciarse las manos con algo así, ¿verdad, señoría?
Mitchell cambió el teléfono de un lado al otro y Tim aguzó el oído para detectar algún ruido de fondo, pero le fue imposible. El paréntesis que se abrió a continuación tenía todo el aire de un punto muerto.
– No has respondido a la pregunta -dijo Mitchell.
Tim encajó en su lugar la última pieza de la cerradura alterada.
– Sí, voy a por vosotros. Y también tengo otra respuesta: voy a encontraros.
Tim cerró el teléfono de golpe y lo dejó. Volvió a colocar la cerradura sin el pestillo en la puerta. Aunque tenía un aspecto completamente normal, ahora no era más que una carcasa metálica sin conexión con la jamba. Metió una cuña en la ranura inferior y la fijó con unos cuantos martillazos para que la puerta maciza no cediera ni oscilase dentro del marco. Contramedidas ante la posibilidad de que utilizaran un ariete.
Se le pasó por la cabeza hacerse con un sensor de movimiento, pero le habría resultado casi imposible esconderlo en el pasillo prácticamente vacío. Tomó nota de buscar una pequeña unidad de rayos infrarrojos que pudiera colocarse en la ranura inferior de la puerta. La pondría en diagonal con respecto al lado contrario al quicio, el lado preferido de Mitchell a la hora de entrar.
No tuvo dificultades para hacer saltar la rejilla de la ventana. La salida de incendios daba directamente a un amplio callejón donde probablemente se ubicarían los coches de refuerzo para cogerlo en caso de que hubiera redada. Bajó un piso con sigilo y se quedó mirando el apartamento que había justo debajo del suyo. A diferencia del de Tim, tenía un dormitorio propiamente dicho y un salón; éste y el cuarto de baño daban a la salida de incendios. Metió la cabeza por la ventana del salón y vio que habían añadido otra cerradura a la puerta. El vidrio del cuarto de baño era opaco, de modo que no podía ver el mecanismo en el interior; sin embargo, éste no cedió cuando hizo presión.
El salón de la primera planta era igualmente seguro, pero la ventana del baño estaba abierta unos centímetros para ventilar. Tim la abrió hasta arriba. No había rejilla. Se aupó cogido a los barrotes del descansillo superior de la salida de incendios y entró por la ventana. El retrete le sirvió de escalón para bajar hasta el suelo de linóleo barato.
Abrió lentamente la puerta del cuarto de baño y se quedó mirando los dos cuerpos que yacían juntos en la cama de matrimonio. Sus pisadas hasta la puerta del dormitorio fueron del todo insonoras. Contuvo la respiración hasta llegar a la sala. La cerradura de la puerta principal era igual a la suya antes de que la alterase, una Schlage estándar con un solo cilindro. Hurgó con el pulgar el botón empotrado hasta que saltó, y luego abrió la puerta y salió al pasillo, que iba de norte a sur y tenía en ambos extremos ventanas que daban a calles concurridas. La caja de la escalera estaba ubicada en el extremo norte.
Se dirigió al 213, tres puertas más allá hacia el extremo opuesto del pasillo. Abrió la cerradura en un santiamén sin preocuparse por el ruido porque sabía que el apartamento no estaba alquilado. La habitación vacía, al igual que el apartamento de Dumone, olía a moqueta rancia. En el extremo opuesto había una mancha en forma de ameba del tamaño de una tapa de cubo de basura que bien podía ser sangre.
Se llegó hasta la ventana. La escalera de incendios recogida terminaba unos dos metros por encima de un callejón demasiado estrecho para que entrara un coche. A unos nueve metros hacia el norte, otra calle entre un edificio y el siguiente se prolongaba hacia el oeste.
Se marchó dejando la puerta principal sin cerrar y fue escaleras abajo. Se dirigió a la cabina telefónica de la esquina mientras lanzaba una moneda al aire, que salió cara cuatro veces seguidas. La introdujo y llamó a Masón Hansen. Tim había colaborado estrechamente con él en varios casos cuando Hansen era especialista de seguridad en el grupo de citación y emplazamiento de Sprint Wireless, y se había mantenido en contacto con él desde que entrara a trabajar en Nextel el mes de octubre pasado.
– ¿Dígame? -Hansen sonaba preocupado, su voz tenue y con grietas de sueño.
– ¿Hablamos por una línea segura?
– Joder, Rack, llámame mañana al trabajo.
– ¿Hablamos por una línea segura?
– Sí. Coño, es el número de mi casa, eso espero. ¿Ya estás trabajando otra vez? Creía que habías cogido la baja después de aquel tiroteo. -Hansen susurró algo a su esposa, que rezongaba al fondo, y luego Tim le oyó caminar hasta otra habitación.
– ¿Es un teléfono inalámbrico?
– Sí, he…
– Coge una línea alámbrica.
Se oyeron varios clics.
– Muy bien. Ahora dime qué ocurre.
– Si te doy un número de teléfono, ¿podrás averiguar a través de qué antenas repetidoras concretas ha estado accediendo a la red telefónica?
– ¿Tienes una orden?
– Sí, claro que tengo una orden. Por eso te llamo a casa a las tres de la mañana.
– Menos sarcasmo. No tengo nada claro el asunto.
– Todavía no. Por el momento sólo te pido que respondas a unas preguntas.
– Bueno, la respuesta a tu pregunta es no. ¿Tienes idea de la cantidad de datos que eso supondría? Deberíamos tener registrada la ubicación de todo móvil en todo momento por todo el país.
– Si no puedes hacerlo de forma retroactiva, ¿qué me dices de ahora en adelante? Si te diera un número, ¿podrías averiguar la ubicación del móvil?
– No, a menos que me enseñes un documento con la firma de un juez y montemos todo el número: unidades portátiles, equipos móviles sobre el terreno… Ya sabes cómo va el asunto.
– No tengo acceso a esa clase de recursos. Esta vez, no.
– ¿ Qué te traes entre manos?
– No puedo hablar de ello. -Tim se permitió proferir un suspiro hondo-. Llevo todo el día probando dos números: el tres, uno, cero, cinco, cero, cinco, cuatro, dos, tres, tres y el mismo, pero terminado en cuatro, dos, tres, cuatro. He conseguido ponerme en contacto con el primero, por lo que sé que, en estos mismos instantes, está enviando impulsos de localización para identificarse ante la red. ¿Me estás diciendo que no nos basta con eso?
– Lo único que digo es que no nos basta a menos que se ponga en marcha una investigación autorizada. No es un favor que pueda hacerse así como así, por mucho que estuviera dispuesto.
Tim intentó disipar la decepción, y no le fue nada fácil.
– ¿Podrías identificar la antena repetidora a través de la que llegó una llamada entrante?
– No tenemos tecnología en funcionamiento para eso. Las llamadas entrantes son gratis en Nextel, de modo que los registros que se guardan son menos precisos. Lo que sí se puede hacer es rastrear las llamadas salientes, porque de ésas queda constancia en el departamento de facturación. Así se puede ver qué antenas repetidoras utilizan.
A veces lo hacemos para localizar a clientes que defraudan a la empresa. Sin embargo, habitualmente no está en funcionamiento porque no disponemos de personal suficiente. Cuando ponemos en marcha el dispositivo, ofrece una actualización cada seis horas, y no puedo echar mano de ese programa sin autorización expresa de mis superiores.
– Me resulta imposible seguir el rastro al tipo por mis propios medios -dijo Tim-. Sobre todo si hay un retraso de seis horas. Por eso le acabo de llamar. Supongo que, a estas horas de la noche, tiene que estar en su paradero habitual.
– Bueno, a partir de mañana, te puedo facilitar la primera y la última.
La primera llamada de la mañana, la última de la noche. Realizadas por lo general desde el dormitorio o las inmediaciones. Los tipos que pasan a la clandestinidad no se suelen preocupar de instalar líneas alámbricas.
– ¿No puedes conseguir información más actualizada?
– Si no me das nada más, no. ¿Por qué no me has llamado antes? Podríamos haber localizado las llamadas salientes.
– No sabía cómo funcionaba la tecnología. Además, quería asegurarme de que al menos uno de los móviles estuviera en funcionamiento.
– ¿ Ah, sí? ¿Antes de molestarme? -Hansen se echó a reír-. Llámame mañana, capullo. A la oficina.
El trayecto desde la esquina le pareció más que una manzana.
Subió a su apartamento en ascensor y se sirvió de un bolígrafo para retirar la cuña que había puesto debajo de la puerta. Una vez dentro, echó un vistazo rápido a los diversos canales de televisión. En KCOM emitían un reportaje acerca de las investigaciones sobre Lañe y Debuffier, pero no se aportaba nada nuevo.
Llamó a su antiguo número del Nokia y accedió a los mensajes. Dray, preocupada. Dos llamadas perdidas, probablemente de Oso o del jefe Tannino.
Localizó a Dray en casa. Parecía tensa y un tanto falta de aliento.
– ¿Estás bien? -La voz se le quebró nada más que un ápice, pero Tim lo detectó.
– Sí -contestó él-. Robert y Mitchell ya lo saben. Tienes que andarte con cuidado. Mantente alerta por si surgiera algún problema.
– Eso hago siempre.
– No creo que vayan a por ti, no es su forma de actuar, pero no corras ningún riesgo.
– De acuerdo. ¿Vas a ir tras ellos mañana? -preguntó Dray.
– A primera hora.
– Llámame y ándate con cuidado.
– Eso haré.
Colgaron.
Tim permaneció sentado y sopesó cómo abordar el asunto por la mañana. El Cigüeña era el eslabón más débil, probablemente el mejor dispuesto a transigir para salvar el cuello, en el caso de que Tim lograra dar con él y apretarle las tuercas. Se acordó de la factura que había visto arrugada en el sujetavasos de la camioneta que alquiló el Cigüeña. Daniel Dunn. Agencia de alquiler de vehículos VanMan.
Una pista sólida, a menos que el Cigüeña hubiera dejado allí el recibo sólo para que Tim lo viera. No le parecía probable que intentara liarlo, porque había dado con la factura justo antes de lo de Debuffier, cuando la Comisión no tenía una actitud tan abiertamente contenciosa.
Pondría manos a la obra a primera hora de la mañana.
El agotamiento se cebó en él de golpe, como si hubiera estado acumulándose de cara a una emboscada. Llevaba cerca de cuarenta y cinco horas sin dormir, y el breve sueño empapado de alcohol que había descabezado entonces, aovillado en la cama de Ginny, no había sido precisamente reparador.
Se tumbó en el colchón con la mirada clavada en el techo, de una textura parecida al requesón. Le recordó a la carne recién quemada. Sus pensamientos se remontaron a Ginny sobre la mesa del forense, a lo que había visto al retirar la sábana de color azul hospital, al sonido de la sábana al ser levantada.
Podría haberse dormido con imágenes más agradables, pero lo cierto era que no estaba en su mano elegirlas.