Capítulo 26

Durmió hasta tarde y se dio una larga ducha. Los pantalones caqui y la camisa que había colgado en el cuarto de baño para que se alisaran al vapor del agua caliente le quedaron bastante decentes después de todo.

Se vistió en el salón, junto al murmullo confortable de la tele. Tras un anuncio en el que se veía a una mujer bronceada y exuberante a horcajadas sobre una complicada máquina de ejercicios, apareció Rayner en un encopetado programa de debate con un aspecto en el que la desazón brillaba por su ausencia; quizás, al fin y al cabo, no había hecho más que fingir que lo apenaba la embolia sufrida por Dumone. O quizá no podía por menos de animarse cuando se veía reflejado en el objetivo de una cámara. Como era de esperar, hablaba sobre la muerte de Debuffier, adornando el asunto con frases poéticas acerca de la justicia y el deber, y esta tomadura de pelo que llamamos justicia.

El programa giraba en torno a la idea de que Debuffier tenía bien merecido lo que le había pasado. Con excepciones contadas, el público se mostraba tajante y más bien beato, y el moderador, un presentador de segunda con un traje granate que le sentaba como un tiro, afirmaba que la «contraofensiva emprendida contra los asesinos» animaba a los estadounidenses a tomar las calles. Un espectador se jactó por teléfono de que su primo de Tejas, inspirado por el asesinato de Lañe, había «matado de un tiro a un ladrón» un par de días antes y los presentes recibieron el testimonio entre gritos y aplausos.

Rayner carraspeó, incómodo.

– Bueno, tengo la impresión, y he hablado de ello con varias personas próximas a la investigación, de que la persona o personas que están detrás de estas ejecuciones no tienen como objetivo promover un revanchismo de tres al cuarto. Han escogido esos casos por razones muy específicas. Se trata de casos en los que la justicia parece haber fallado. Supongo que su motivación es reabrir el debate sobre las deficiencias de la ley.

Tim presenció la traición de Rayner con la anticipación aterrada de un estudiante de medicina novato en su primera toracotomía. Dado que Rayner no obtuvo de ellos el visto bueno para emitir un comunicado, se dijo Tim, al parecer había optado por abordar el asunto como tertuliano en vez de dejar que el público en general dilucidara por su cuenta los objetivos de la Comisión. Sus tediosos análisis sobre los medios de comunicación no habían sido más que los preparativos para la ulterior orquestación. Dentro de nada empezaría a filtrar información a periodistas escogidos para que dieran alas a la cobertura. Quizá ya estaba en ello.

El moderador abrió los brazos de par en par doblados por los codos, con el micrófono colgando como si fuera una batuta.

– O igual se limitan a repartir hostias y añadir nombres a su lista -aventuró.

La sonrisa tensa que afloró a los labios de Rayner no afectó en absoluto a sus ojos.

– Es posible. Pero yo diría que estas ejecuciones, por erradas que puedan andar, forman parte de un «diálogo». Son indicativas de un sentimiento cada vez más extendido hoy en día en Estados Unidos. Sencillamente, estamos hartos de la ley. Ya no creemos que ley equivalga a justicia, no confiamos en que la ley nos proteja.

Un tipo corpulento con una sudadera de los Cleveland Browns gritó:

– ¡Bien dicho! ¡A la mierda los tribunales!

Tras ver que Rayner se contenía a duras penas, Tim volvió a apretar el mando. En la siguiente cadena, John Walsh, del programa sobre fugitivos Los más buscados de América, mantenía el tipo en el programa de entrevistas Fuego cruzado. El humorista Tom Green solicitaba a los viandantes que dispararan contra dianas con carteles del FBI de los diez delincuentes más buscados. Howard Stern, otro graciosillo, imploraba a los espectadores que especularan sobre las respectivas longitudes de los penes de Lañe y Debuffier.

Para cuando apagó la tele, Tim estaba asqueado.

Se sirvió de los calcetines para desempolvar un par de zapatos de suela plana que prefirió atarse holgadamente para evitar las ampollas. Sopesó qué cinturón iba a ponerse. Sólo cuando cogió la colonia del neceser cayó en la cuenta de que estaba acicalándose para ver a Dray.

Pasó por el Cedars-Sinaí de camino a casa de Dray. El centro médico adyacente a Beverly Hills se alzaba reluciente y majestuoso entre Beverly y la Tercera en un alentador despliegue arquitectónico de orden y competencia. Tim se hizo un lío en Gracie Allen Drive, pero finalmente encontró el aparcamiento n.° 1 a la salida de George Burns Road. El bueno de Tom Altman, con la ayuda de una sonriente matrícula de Arizona, no tuvo problemas para que le dejaran pasar después de soltar unas frases a la recepcionista. Tras cruzarse con una mujer que llevaba un armiño encima de la bata del hospital y con una octogenaria de acento judío que cantaba el tema de Sinatra Anything Goes levantando el albornoz al ritmo de la canción para enseñar las medias, Tim dio con la habitación de Dumone en la planta más selecta del centro.

Llamó con los nudillos a la puerta levemente entornada. Dumone, con una expresión contrariada en la cara pálida y descompuesta, estaba incorporado sobre un montón de almohadas. A su izquierda, la mesilla de noche estaba cubierta de flores y cestas de regalo.

Tim no pudo por menos de sonreír, y Dumone lo imitó con un gesto que sólo afectó a la parte derecha de su rostro.

– Aquí todo es mármol, plantas y enfermeras que ahuecan las almohadas. Me siento como un dogo en una exposición de caniches.

Tim se acercó a la cama y cruzaron una cálida mirada que sólo duró un instante.

– Tienes un aspecto horrible.

– Y que lo digas. Mira la porquería que me ha enviado Rayner. -Dumone hurgó en una de las cestas y sacó un paquete de café envuelto en celofán-. Fantasía Guatemalteca. Parece el título de una peli porno.

Tenía el rostro marchito, lo que le producía dificultades de pronunciación, aunque no muy notorias. A su lado, un monitor parpadeaba a intervalos. Su brazo izquierdo yacía lánguido sobre el regazo con la mano agarrotada. Tenía un gotero intravenoso conectado al brazo izquierdo y le habían introducido por la nariz un tubo de oxígeno.

El armario estaba abierto justo lo suficiente para dejar a la vista la camisa y los pantalones de Dumone, y su Remington, que colgaba enfundado.

– ¿Te permiten tener el revólver?

– Después de explicarles quién soy, les he enseñado el arma y les he dicho que no va a ninguna parte sin mí. Han accedido encantados y luego le han sacado todas las balas, los muy cabrones. Están acostumbrados a vérselas con productores de la vieja guardia. Un simple poli como yo no tiene ninguna oportunidad.

Se echó hacia delante, presa de un violento acceso de tos, con una mano levantada para cortar de raíz a Tim cualquier impulso de ayudarle que pudiera sentir. Al cabo se calmó, aunque su respiración siguió siendo dificultosa. Dejó transcurrir unos momentos antes de volver a hablar.

– Rob y Mitch querían pasarse por aquí, pero les he dicho que esperasen. Prefería hablar contigo primero para enterarme de lo que ocurrió.

– ¿Te encuentras…?

Dumone profirió un sonoro carraspeo y lo interrumpió.

– Ha sido una embolia. Ya me lo veía venir, era cuestión de tiempo. Vamos a hablar de negocios. Lo otro no se me da muy bien.

Escuchó atento y silencioso, asintiendo de vez en cuando, con la boca levemente ladeada. Cuando Tim acabó de contarle todo, Dumone cogió aire en un gesto hondo y entrecortado y lo expulsó sin apenas fuerzas.

– Qué puto desbarajuste. Tienes que volver a encauzar el asunto.

– Antes que nada, tengo que estipular con toda claridad las reglas de actuación sobre el terreno.

Dumone asintió; el tubo de oxígeno emitió un susurro sobre su pecho.

– Las reglas lo son todo. Es lo único que nos separa de los que sólo buscan revancha y los matones tercermundistas. El carácter que tengan nuestros actos define nuestra identidad. Si no lo hacemos a la perfección, no somos más que una turba con sed de linchamiento.

– Robert y Mitchell quieren tener mayor control operativo pero, después de lo ocurrido, no tengo más remedio que atarlos corto. Muy corto, por lo que respecta a Robert.

– ¿Y qué hay de Mitch?

– Aguanta la presión mejor que Robert, pero también roza el límite. Llevó explosivos a una operación de vigilancia, ¡por el amor de Dios! Y Rayner se muestra de lo más indulgente con ellos.

Dumone frunció el entrecejo.

– No veo por qué habría de ser así. Hasta donde yo sé, apenas se tragan -dijo.

– Bueno, a Rayner le conviene que…

– Tú estás al mando; no Rayner. El nos unta con una sala en una bonita casa, pero eso no hace que esté al mando de la situación. Yo voto por ti. Si tienen que rodar cabezas, que rueden. Di a Rayner que no asome el hocico en las noticias. Deja a Rob en el banquillo por haberla cagado. Sírvete de Mitch si le necesitas. Dirige el cotarro como mejor te parezca y, poco a poco, vuelve a equilibrar la situación. -Las toses espasmódicas le hicieron entornar los ojos de dolor-. Si Rob y Mitch te dan problemas, envíamelos a mí.

– Gracias. -Tim asintió y se puso en pie-. Espero que te guste el café.

– ¿Estás de guasa? Si no puedo removerlo como si fuera agua caliente, no me fío.

Tim le puso una mano en el hombro y Dumone se la cogió por la muñeca. Fue un gesto tan breve como íntimo.

– Estás en una encrucijada, sheriff. -Dumone le guiñó el ojo-. Dicta las normas y haz que se cumplan.


Cuando llegó, Tim vio que el vehículo de Oso ya estaba junto al bordillo y aparcó al otro lado de la calle. Detectó el murmullo de voces procedentes del patio trasero cuando había recorrido la mitad del sendero de entrada, así que rodeó la casa, levantó el pasador de la cancela lateral y entró.

Fowler, Gutierez, Dray y unos cuatro agentes más estaban reunidos en torno a una mesa plegable sobre la que se veía el radiocasete de Tim, manchado de pintura, en el que sonaba una canción de Faith Hill de cuando aún cantaba temas country. Todos tenían una cerveza en la mano y volvieron la cabeza hacia él al mismo tiempo. Mac, con la camisa arremangada para dejar a la vista sus antebrazos musculosos, estaba inclinado sobre la parrilla y echaba mucho más combustible de la cuenta encima de una pila de carbón mal dispuesta. Oso se había tumbado de costado en una hamaca con varias tiras rotas y aguardaba a Tim con aire de lealtad traicionada. A pesar de que era la primera tarde soleada en dos semanas, llevaba cazadora y una gorra de béisbol con una estrella de color dorado estampada.

A Tim se le fueron las manos antes de que pudiera articular palabra y señaló hacia la verja para indicar que ya se iba.

– Más vale que me marche. No sabía que se celebraba una fiesta. -Confió en que la indignación despechada de su tono no hubiera resultado tan aparente a ellos como a sus propios oídos. Se sintió como un imbécil, con su ropa de domingo.

– Venga, Rack. No hay razón para ponerse así. Entra y cómete una hamburguesa. -Mac lucía una sonrisa de anuncio, que parecía proclamar «Todos somos colegas». Había apoyado una caja de cartón grande y plana contra la parrilla, como si quisiera desafiar a los dioses de la conflagración. Al lado había una pelota de baloncesto.

Dray se acercó de inmediato y habló en voz queda para que sólo la oyera Tim:

– Lo lamento mucho. Mac se ha tomado la libertad de invitar a todos después del trabajo. No sabía que ibas a venir.

Sintió el impulso de darle un piquito en los labios a modo de saludo. El ademán de acercamiento que Dray había abortado le dio a entender que ella se había resistido a la misma costumbre.

– Está como en su casa -comentó Tim.

Una fugaz sombra de remordimiento nubló la mirada a Dray.

– Sabe que es nuestra casa.

– ¿Ah, sí? -Tim apartó la vista-. Voy a firmar los formularios. Luego me largo y te dejo a lo tuyo.

– No es lo mío.

Mac lanzó una cerilla sobre las briquetas de carbón y se quedó mirándolas decepcionado. A continuación echó más combustible líquido.

– ¿Dónde están los documentos?

Tim saludó con un gesto de cabeza a los otros y la siguió adentro. Oso se puso en pie y fue tras ellos pasando por en medio del corro de agentes sólo para obligarlos a apartarse.

– ¿Podéis traer otro bote de pepinillos? -les pidió Mac a voz en cuello.

Dray torció el gesto y cerró la puerta corredera a su espalda. Se volvieron y observaron a Mac, que examinaba las briquetas de carbón inclinado sobre la parrilla. De pronto, una llamarada anaranjada hizo que se apartara de un brinco, todo colorado; para disimular su bochorno, les ofreció una sonrisa espléndida.

Dray se dirigió a la cocina sin dejar de frotarse el anular desnudo con ademán incómodo.

– Los formularios están ahí.

Tim se volvió hacia Oso.

– ¿Por qué no nos dejas unos minutos?

– Sí, claro, estupendo. Yo me quedo fuera con el Coyote. -Oso cerró la puerta a su espalda un poco más fuerte de lo necesario, por si Tim no había cogido la indirecta.

Cuando entró en la cocina, los formularios estaban pulcramente dispuestos encima de la mesa. Se sentó y los firmó allí donde se indicaba. Dray estaba delante del fregadero, afanada en abrir un bote de pepinillos, con el codo apuntando hacia fuera. Sometió la tapa a una mirada feroz antes de meterla bajo el chorro de agua caliente.

– ¿No hay nada nuevo? Me refiero al caso de Ginny. A Kindell -dijo.

– Todavía no. Estoy en ello.

– Se ve que has vuelto a salir en las noticias. Tú y tus secuaces.

– No quiero hablar del asunto -afirmó Tim-. A menos que estemos solos.

– Esta vez con una víctima en medio de todo. Indicios de refriega. La poli no os pilló de milagro. ¿No te preocupa que la cosa se te vaya de las manos?

– Ya se me fue de las manos.

Dray dio media vuelta a la tapa del bote debajo del grifo, del que salía una nube de vapor.

– ¿Por qué no lo dejas antes de que vuelva a ocurrir?

– Porque me he comprometido. Tengo que llegar hasta el final.

– Se suele decir que los hombres son lógicos y las mujeres emotivas. A mi modo de ver, a ninguno se nos da bien lo uno ni lo otro. -Se volvió para mirarle a la cara-. Tim, tienes que entender que vas descaminado. No sé dónde crees que te has metido, pero estás de mierda hasta el cuello.

– Hemos pinchado en hueso, pero lo vamos a solucionar.

– Eso cuéntaselo a Milosevic y los cerdos de sus colegas cuando estés sentado a su lado en La Haya. Seguro que sabrán ponerse en tu lugar.

– Ya lo he pillado, Dray. Soy muy consciente de dónde no queremos acabar.

– Oso se huele que andas metido en algún asunto turbio. No creo que tenga intención de dejar que te hundas mucho más en el fango sin intentar sacarte.

– Ya se cansará -respondió Tim-. Igual que te estás cansando tú.

Dray se volvió de nuevo hacia el fregadero.

– Aún llevas el anillo de compromiso. -Hizo la observación como si nada, pero Tim reparó en el ápice de esperanza que había tras sus palabras.

Notó un puyazo entre las costillas y cambió de postura con ademán incómodo. No verse capaz de prescindir del anillo tal como había hecho ella le provocaba una intensa sensación de vulnerabilidad.

– No me pasa por la articulación.

La tapa del bote no acababa de ceder, así que Dray empezó a golpearla contra la encimera con furia. Tim se acercó e intentó cogérselo, pero ella no se lo entregó de inmediato, y no por terquedad, supuso él, sino porque quería seguir propinando golpes a algo. Al cabo cedió, y Dray se quedó con la cabeza gacha y los brazos lánguidos a los costados.

Tim hizo girar la tapa, que capituló con un chasquido, y le devolvió el frasco: el Gran Abastecedor de Pepinillos.

Dray dejó el bote en la encimera.

– Cuando murió Ginny, tú y yo empezamos a hablar idiomas diferentes. ¿Y si nunca encontramos el camino de regreso? Vaya historia de amor tan jodida. Parejita feliz, trauma, separación. No sé tú, Timmy, pero yo diría que es una mierda de película, de tan predecible.

– No me llames Timmy.

Dray ya salía. Poco después apareció en el jardín trasero. Mac le dijo algo que Tim no alcanzó a entender desde el otro lado de la ventana.

– Ve tú a por los putos pepinillos -le espetó Dray.

Mac se encogió de hombros en dirección a los demás y volvió a ocuparse de las hamburguesas. Tim se habría marchado por la puerta principal si Oso no le hubiera estado esperando atrás como un perro que mostraba su agresividad de forma pasiva.

Cuando volvió a salir, la caja de cartón estaba abierta en el patio y había piezas desperdigadas. Mac se había subido a la escalera de Tim y forcejeaba con el tablero de una canasta. Ayudándose de un hombro, la fijó contra el recubrimiento de madera allí donde la pared confluía con la chimenea. Al ver a Tim sonrió con dos gruesos clavos entre los labios cual cigarrillos de acero. Tenía las cejas un poquito chamuscadas.

– No se te había ocurrido nunca, ¿eh? Este patio es una cancha estupenda.

Tim se quedó mirando la pulcra franja de madera que constituía el reborde de la chimenea. Lo había pintado con una brocha especial de mango inclinado para no manchar los ladrillos en absoluto.

Mac clavó el tablero a martillazos y la plancha de madera que quedaba debajo se rajó. A Tim le rechinaron tanto los dientes que notó cómo le vibraba el cráneo. Dray estaba sentada encima de la mesa plegable con los pies sobre el banco y la cabeza apoyada en las manos, el rostro escondido tras la cortinilla del flequillo. A su lado, Oso seguía la escena con el ensimismamiento aterrado de un curioso en un accidente de tráfico especialmente cruento.

Otra andanada de martillazos y luego Mac preguntó:

– ¿Está recto?

Fowler y Gutierez dejaron de hacer fintas en el patio para mostrarle los pulgares en señal de aprobación.

– Lo suficiente.

El tablero estaba tan inclinado que marcaba las cuatro en punto.

Tim se acercó para plantarse delante de Oso y Dray con un pie encima de la neverita.

Dray hizo un gesto lánguido en dirección a Mac, pero no fue capaz de articular palabra.

– Yo me voy -dijo Tim.

– Te sigo -se sumó Oso.

– No podéis dejarme aquí.

– Le has invitado tú -le recordó Tim.

Los otros agentes fumaban y hablaban en voz queda junto a la verja del fondo.

A Dray se la veía pálida y abatida, y las bolsas oscuras que tenía bajo los ojos más parecían moretones. Tim recordó la primera vez que se vieron, en una gala benéfica del cuerpo de bomberos. Ella llevaba un vestido amarillo moteado de minúsculas florecillas azules con tirantes cruzados a la espalda que dejaban a la vista un rombo de piel justo debajo de la nuca. Había pasado por su lado seguida de un jefe de bomberos -un tipo mayor, como todas sus antiguas parejas- y dejado tras ella una brisa con aroma a jazmín y loción que le produjo ese efecto que suele dejarse para las comedias románticas de tres al cuarto y Pepe Le Pew, la mofeta enamoradiza de los dibujos animados. Poco más tarde, se la había encontrado cuando cogía un jersey del coche en el aparcamiento, y estuvieron charlando tres cuartos de hora en el íntimo espacio entre dos vehículos. La besó y ella se fue a casa con él. Después de eso, los bomberos del Parque 41 estuvieron meses atravesándolo con la mirada cada vez que se cruzaba en su camino, una represalia que Tim soportó encantado.

Sólo con la perspectiva que da el paso del tiempo cayó en la cuenta de lo llamativo del atuendo femenino de Dray aquella primera noche; no había vuelto a ponerse aquel vestido, ni nada amarillo, sobre todo nada con florecillas azules. Ahora se la veía cansada, hastiada del mundo y cabreada con todo y con nada, como una estoica madre de los años de la gran depresión con un niño colgado del cuello y otros tres a la espalda, agarrados a las faldas, a la espera de que los alimentase.

– Te he mentido, Dray -reconoció Tim-. No llevo el anillo de compromiso porque no me lo pueda sacar. Lo llevo porque me resulta imposible no llevarlo.

Ella abrió los labios levemente. Hinchó el pecho bajo el top y contuvo el aliento. Sus ojos eran de un verde brillante a la luz del sol; nunca se los había visto tan grandes.

Mac alzó la voz y los interrumpió:

– … Así que a los chicos de Milpitas les llamábamos los Malpito -decía, recordando la semana que había pasado en el Edificio para Oficiales Ejecutivos del Equipo de Tácticas y Operaciones Especiales. Era la quinta vez que seguía el programa y probablemente la quinta vez que iba a suspender-. Un poco de rivalidad bien entendida. Logré dos sesenta y dos en la prueba de tiro.

– En tus jodidos sueños disparaste dos sesenta y dos, Mac -se mofó alguien.

Mac trazó el signo de la cruz sobre su pecho abombado.

– Fue un descojono. En su brigada había una «torti»…

Dray se puso en pie de un salto.

– ¿A qué viene llamarla así?

Mac se interrumpió y miró de soslayo a Gutierez y Fowler en busca de apoyo.

– No sé. Supongo que porque lo era.

– ¿Por qué? ¿Llevaba el pelo corto? ¿Tenía una buena musculatura? ¿Ponía toda la carne en el asador? -Dray estaba cruzada de brazos y Tim supo por su expresión que ahora ya no le interesaba el fondo de la cuestión, sino la confrontación, y, por tanto, se pasarían horas así-. Yo me las tengo que ver con esas gilipolleces todo el día, y puedes jugarte las pelotas a que a ella le ocurre lo mismo.

Oso hizo un gesto a Tim con la cabeza y éste lo siguió por la cancela lateral. Oso señaló su camioneta y ambos subieron y se sentaron un rato. Aún oían la voz de Dray, las fricativas y las sílabas acentuadas.

– Otra vez en el campo de batalla, ¿eh? -comentó Oso.

– Se empeña en darse cabezazos contra la pared.

Oso hurgó en una de las hendiduras del salpicadero agrietado por el calor y luego se secó las palmas húmedas de las manos en los pantalones. Emanaba incomodidad como si fuera un aroma mientras jugueteaba con su reloj de pulsera, del tamaño de un disco de hockey. Tim esperó porque sabía que a Oso no le gustaba nada que le atosigaran a la hora de hablar de algo.

– Mira, Tim, me resulta muy duro preguntártelo. Se trata de los asesinatos. La historia esa del que se quiere tomar la justicia por su mano.

Tim notó que le afloraba una franja gélida de sudor en la frente, justo a la altura del nacimiento del pelo.

– Ya sé que presentaste la dimisión y tal, pero… nos gustaría contar contigo para echar el guante a ese tipo.

Tim tuvo buen cuidado de respirar varias veces antes de responder.

– ¿Qué tiene que ver en esto el Servicio Judicial?

– Corre el rumor de que el tipo podría ser un fugitivo, probablemente debido a esa actitud de que todo le importa una mierda. El alcalde Hahn se ha puesto como una moto. Ha dado un toque a Robos y Homicidios, y el jefe Bratton nos ha llamado a nosotros para que elaboremos una lista de fugitivos según su perfil. El FBI ya nos está tocando los cojones. Tannino dice que les den por saco: si vamos a hacer el trabajo de todos modos, más vale que les echemos el lazo nosotros mismos, y así nos corresponderá un pedazo más grande de la tarta cuando se reparta el presupuesto.

– Es lógico.

Oso hurgó en su chaqueta.

– Acaban de darme esta lista de diez, ¿quieres echarle un vistazo?

– La verdad es que no…

La diminuta grabadora asomó del puño de Oso como un canario atrapado. Le dio media vuelta y apretó el botón lateral con el pulgar. Tim oyó su propia voz apenas disimulada: «Tengo una emergencia médica en el catorce mil ciento treinta y dos de Lanyard Street. En el sótano. Repito: en el sótano. Hagan el favor de enviar una ambulancia de inmediato.»Oso apagó la grabadora y se quedó mirando a Tim; esperaba algún comentario, pero éste se afanaba en escudriñar el jardín delantero por el limpiaparabrisas.

– A título personal, yo no me trago la hipótesis del fugitivo. -El tono de Oso era firme, artero-. Y diría que este tipo es un ex militar o ex policía. Eso de repetir la información clave se lo tiene muy bien aprendido.

Tim recordó haberse enorgullecido de sí mismo en el momento de la llamada por no deletrear el nombre de la calle sirviéndose del alfabeto fonético. Oculta bajo los remordimientos y una vergüenza cada vez más acusada, brillaba su propia admiración ante el empeño meticuloso que estaba poniendo en ser un buen criminal. Un simple lapsus en un momento peliagudo -la repetición del lugar- había reducido considerablemente la capacidad de actuación de Tim. Un compañero y amigo le echaba un cable sumamente útil, teniendo buen cuidado de no involucrarse más de la cuenta.

– Este gilipollas… -Oso agitó la grabadora-. Está usurpando el puesto de la ley, se está arrogando el papel de los mismos que van a echarle el guante. Es posible que su actitud levante ampollas, lo que es comprensible, a mi modo de ver. Si estuviera en el pellejo de este tipo, me andaría con mucho cuidado. Me aseguraría de saber exactamente dónde me he metido.

Tim hizo un aleteo con la mano, se enjugó un poco de sudor de la frente y luego miró el reloj.

– Joder. Llego tarde a… una reunión. -En la fracción de segundo que duró su vacilación vio que se abría otro abismo que luego colmaría de dudas. Le dio la impresión de que la mirada de Oso era fría: otra de las preocupaciones de Tim cuyo poso se iría asentando poco a poco en el vacío.

– ¿Qué reunión? Si no tienes trabajo.

– Exacto. Se trata de una entrevista para un puesto de vigilante privado. -Tim abrió la puerta y bajó al bordillo.

– Eso está bien. -Oso hizo un gesto no muy sutil de advertencia-. Hoy en día hay mucha gente que necesita protección.


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