Capítulo 44

Recorrió el pasillo embaldosado y entró en la habitación 17 después de contrastar el número de la puerta con el papelito arrugado que llevaba en la mano. Bowrick estaba sentado en la cama con las piernas cruzadas y la manta sobre los hombros, igual que un jefe indio. Dio un respingo y se llevó la mano al pecho, pero, a renglón seguido, el alivio se hizo evidente en su expresión:

– ¿Es que no puedes llamar como una persona normal?

Tim se llevó el índice a los labios e hizo al chico gesto de que le siguiera. Salieron por la puerta posterior, el silencio quebrado únicamente por el tarareo de la enfermera de admisiones en el vestíbulo.

Ya habían recorrido un par de manzanas cuando Bowrick se decidió a hablar:

– Has llegado justo a tiempo, tío. Esa enfermera tarada ya empezaba a babear. Quería la tarjeta del seguro y me estaba haciendo un montón de preguntas sobre facturación y chorradas por el estilo. Durante las primeras cuarenta y ocho horas, no te presionan lo más mínimo, pero luego te aprietan las tuercas en plan Inquisición. -Levantó la mirada cuando un cartel verde de la autopista sobrevoló el coche-. ¿Adónde vamos?

– Tienes la tarjeta de acceso a Monument Hill, ¿verdad?

El muchacho se sacó el llavero del bolsillo y le enseñó la tarjeta.

– Los dos tipos que intentaron matarte están allí. Tienen un rehén al que piensan colgar del árbol. Voy a cogerlos por sorpresa. Necesito que me cuentes algunas cosas sobre el monumento.

Bowrick dejó escapar un silbido pensativo y luego empezó a morderse el labio inferior al tiempo que se rascaba la postilla del brazo.

– Sólo se puede entrar por la puerta principal porque la verja es muy alta y la parte superior está electrificada. Eso es lo malo. Lo bueno es que la puerta no se ve desde el monumento, y además no mete ruido al abrirse. Mantente apartado del sendero de tierra, porque se ve bastante bien desde arriba. Justo hacia levante es donde más maleza hay, y la pendiente es más empinada, así que te permitirá ocultarte mejor.

– ¿Y qué me dices del monumento? ¿Cómo se sube? ¿Hay una plataforma elevadora o algo por el estilo?

– No. Se sube por el andamiaje, nada más. En la parte de atrás hay unos estribos a modo de escalera. Utilizan poleas para subir lo que haga falta y tubos de desecho para librarse de la mierda desde arriba.

– ¿Qué clase de herramientas hay, que se puedan utilizar como armas?

– La mayor parte está bajo llave por la noche. Es probable que haya algún que otro martillo. Ah, y un difusor de chorro de arena. Ese trasto puede despellejarte vivo. Luego suele haber lo típico: planchas de acero, tablones, clavos… Te lo enseñaré sobre la marcha.

– Tú vas a quedarte abajo. Me lo he currado mucho para que te maten ahora.

– ¿Por qué habría de importarte? -El tono de Bowrick, afilado y amargo como el de un crío, dio al traste con el ambiente de colaboración que se había creado por unos instantes. Cambió de postura en el asiento y su cara adoptó un matiz rojizo que Tim solía asociar con el llanto-. Responde. Ya me has hecho pasar bastante. Te he seguido el rollo, a pesar de que era una locura. Quiero saberlo.

Descartó las primeras respuestas que le vinieron a la cabeza porque era consciente de que Bowrick se merecía algo más.

– Mira… -Se humedeció los labios-. Cuando fui a tu casa para matarte, cuando te vi, tuve la sensación de estar mirándome en el espejo.

El joven recorrió el salpicadero con la mirada.

– Un espejo, ya.

– Mírame. No apartes la mirada. Eso no es más que arrogancia.

Bowrick le sostuvo la mirada, aunque se fue quedando pálido y no podía tener las manos quietas en el regazo.

– Te crees tan duro que nadie puede mirarte a los ojos. Pues bien, yo sí puedo. Los dos hemos matado a gente por las mismas razones. Y veo que estás iniciando un proceso que bien podría ser de redención. Yo apuesto por ello.

– ¿Y si no quiero cargarme con esa responsabilidad?

– Si la cagas, siempre puedo volver y pegarte un tiro más adelante.

Bowrick dejó escapar una breve carcajada, pero su mueca se desvaneció cuando vio que Tim no sonreía:

– Vale. -Asintió, la cara pálida moteada de acné-. Redención. Joder. Hasta ahora no había tenido un cometido como ése que cumplir.

– ¿Y bien?

– Por mí no hay problema. Pero más vale que sigas dando vueltas a eso de la redención. Porque si vas a quedarte ahí pensando: «Coño, este chico no es tan malo como había creído, así que igual yo tampoco lo soy», pues es que no te has enterado de nada. Se trata de un camino, no de una categoría. -Expulsó un suspiro trémulo-. Y yo no tengo ni puta idea de lo que es la redención, pero llevo recorriendo ese camino el tiempo suficiente para saber que hay que seguir adelante.

Doblaron un recodo de la autopista y allí estaba, su silueta umbría visible en contraste con el cielo negro, dominando desde las alturas cual ángel custodio tanto el centro de la ciudad como la 101. Llegaron a las faldas de Monument Hill en cuestión de minutos, dejaron el coche en la calle y fueron a hurtadillas hasta la verja. Bowrick pasó su tarjeta de acceso por el panel lector y la puerta se abrió lentamente con un zumbido sordo. Entraron con disimulo y viraron hacia el este del sendero, Bowrick a la cabeza y Tim aferrado a los prismáticos para que no hicieran ruido al rebotarle contra el pecho. Había cogido a Betty de la colección de artilugios que había en el salón del Cigüeña, y la llevaba respetuosamente a un lado, con el auricular enrollado en torno al asa. El Cigüeña andaba en lo cierto al menos en una cosa: desde la colina había buena perspectiva en todas direcciones.

Bowrick tendió la mano como una aleta de tiburón para señalar a Tim la ruta por la que debía ascender la escarpada colina. Éste asintió y le entregó las llaves del coche y el Nokia; lo miró luego a los ojos para que el mensaje quedara claro. Indicó al muchacho con un gesto que permaneciera donde estaba y comenzó a aproximarse con cautela. Tras recorrer un trecho, se tumbó y regresó a rastras hacia el sendero, para lo que tuvo que abrirse paso por una zona de densos arbustos que le impedía ver la cima; los cargadores de la pistola se le clavaban en el muslo a cada movimiento.

Salió a escasos cien metros de la cima de la colina. Allá arriba despuntaba el monumento, ahora un árbol entero, porque ya habían colocado la carcasa de metal sobre el armazón de las últimas ramas. Seguía acomodado entre la red que constituía el andamiaje, un conjunto armonioso de planos y ángulos primitivos, una forma rudimentaria que pugnaba por emerger y desprenderse de su caparazón. En la explanada que servía como base a la construcción escultórica había un Ford Expedition y un Lincoln aparcados morro con morro, visibles entre los rimeros de placas metálicas. Aunque no había nadie a la vista, Tim discernió el leve murmullo de unas voces. Arreció la brisa que soplaba colina arriba, sólo un poco, pero lo suficiente para potenciar cualquier sonido procedente de la cima. Volvió a Betty en dirección a los coches, pero no captó nada con ella aparte del rumor del viento sobre la pequeña antena parabólica.

Uno de los Masterson apareció entre dos altos montones de metal, y a continuación se dejó ver el otro. Las siluetas oscuras eran inconfundibles, el pecho abombado, los hombros abultados, todo músculo denso y postura belicosa. El primero apoyó el pie en un caballete para serrar y encendió un cigarrillo con el otro brazo apoyado sobre la rodilla levantada. Gracias a los prismáticos, Tim vio la cinta ondeante de humo que se desprendía de la cara en penumbra. Descendió el punto candente del ascua del cigarrillo; las bocas se movieron en una conversación. El aire que ofrecían las sombras paralelas era hosco, centrado, tajante.

Uno abrió el maletero del Expedition y tiró de un hombre atado hasta que casi quedó colgando del coche.

Kindell.

El gemelo lo cogió con una mano por la ropa a la altura de los omoplatos y con la otra por el cinturón; luego tensó la musculatura para levantarlo. Kindell permaneció lánguido y contraído, con las manos atadas a la espalda y las rodillas encogidas contra el estómago. El secuestrador le propinó un tirón y lo dejó caer el metro largo que lo separaba del suelo sin hacer nada por aliviar el golpe.

Kindell cayó con el pecho y la cara por delante. A pesar de la brisa, Betty registró el gemido de dolor.

Robert y Mitchell discutían algo. Por debajo de sus voces, Tim oyó unos retazos de correspondencia radiofónica de la mesa del oficial de asignaciones, procedente con toda probabilidad de una radio portátil equivalente a la que tenía el Cigüeña en la cocina.

A través del auricular, alcanzó a entender: «… Bien oculto hasta que… Luego regresa…»La primera sombra tenía el pie apoyado en la espalda de Kindell con la misma naturalidad que encima del caballete unos minutos antes. Por lo visto, debían de haber llegado a una conclusión, porque la segunda figura agarró a Kindell y, tras mecerlo una vez para coger impulso, lo lanzó al maletero del Lincoln. Luego cerró la puerta de golpe. Tim observó con atención y no vio el menor indicio de que ninguno de los Masterson colocara una trampa explosiva en el vehículo.

Los dos se dieron media vuelta y desaparecieron en el laberinto de plataformas y madera apilada.

Tim salió de su escondrijo y fue acercándose a los dos coches, pero el trayecto resultó sumamente lento porque los caballetes y los montones de material de construcción ocultaban infinidad de sitios donde esconderse, y tuvo que ir de acá para allá en zigzag a fin de cerciorarse de no dejar ningún ángulo vulnerable. Llegó al margen de la explanada y permaneció quieto entre la hierba alta y ondulante para efectuar un barrido lento y amplio de toda la zona con el micrófono parabólico; llevaba puesto el auricular y tenía el 357 firmemente asido con la mano derecha. No sacó nada de Betty salvo unos minúsculos sollozos procedentes del maletero del Lincoln.

Se asomó y fue a la carrera hasta el parapeto más cercano para lanzarse detrás de un montón de desechos metálicos. Ni el chaleco antibalas ni la tierra rojiza amortiguaron la caída lo suficiente para evitar que el dolor se cebara en su estómago.

Seguía sin haber el menor indicio de Robert ni Mitchell. Por todas partes aleteaban lonas plastificadas: entre los diversos niveles de piezas de metal apiladas, debajo de las patas de los caballetes para serrar, en torno a los haces atados de tablones. Escudriñó el monumento en penumbra con los prismáticos, pero apenas si distinguió algo más que la silueta del árbol a través del andamiaje. Lo que sí vio fue la escotilla abierta en la base del tronco por donde habían introducido el gigantesco foco en el árbol.

Se arrastró hasta un difusor de chorro de arena casi oxidado a unos diez metros de los dos vehículos, lo bastante cerca para oír los golpes desesperados que daba Kindell desde el interior del maletero. Volvió a inspeccionar la explanada, escudriñando los montones de metal retorcido y retales desechados, la maquinaria en reposo, la elevación compartimentada del andamiaje.

Kindell en el maletero bien podía ser un cebo. Tim sacó del bolsillo el Nextel nuevo del Cigüeña. Puesto que Mitchell, como experto en demolición, tenía por costumbre mantener desconectados los teléfonos, escogió el número memorizado con la letra «R», enarboló a Betty y apretó el botón de llamada. El tenue gorjeo de un móvil se hizo audible de inmediato, y Tim hizo oscilar el micrófono parabólico en busca de la señal más fuerte. La antena cónica ascendió por el tronco del árbol y se desvió siguiendo una de las ramas. Robert no estaba a la vista porque la plataforma de madera del andamio ocultaba prácticamente toda la rama, pero Tim escuchó un fuerte pitido por el auricular. Supuso que debía de estar allí arriba, ocupado en preparar el nudo corredizo para Kindell.

Respondió la voz hosca que era de esperar:

– Robert.

Tim puso fin a la llamada.

Robert apareció en el extremo del andamiaje de la rama, tal como Tim esperaba. El gemelo se llevó los dedos a la boca y lanzó un silbido brusco y monocorde. Se movió algo al costado del monumento y descolló entre unos arbustos achaparrados la cabeza de Mitchell, que había estado haciendo una vuelta de reconocimiento en torno a la base de la escultura mientras Robert preparaba la rama.

A cubierto de las planchas metálicas apiladas, Tim salió a la carrera e intentó abrir el maletero del Lincoln, pero no pudo. También las puertas estaban cerradas con llave, de modo que no había forma de alcanzar el mecanismo de apertura del maletero sin romper una ventana. Sus intentos hicieron que arreciaran los golpes en el interior del maletero y los gritos sofocados de Kindell.

– No me haáis daño. Dejamme en paz, por favor.

La enunciación de Kindell, imprecisa y sorda, trajo a Tim nuevos recuerdos que lo inundaron de repugnancia.

Volvió a esconderse detrás del difusor de arena y dirigió la antena de Betty hacia Robert y Mitchell, lo que le permitió oír el final de la discusión que mantenían a gritos:

– … En el teléfono del Cigüeña… No pierdas de vista el escáner… Tráeme a Kindell…

Mitchell se dirigió hacia los vehículos y el Colt relumbró en la oscuridad. Tim, agazapado detrás del difusor, estaba casi directamente en su camino. El gemelo se fue acercando al coche y golpeó la puerta del maletero con el cañón del 45. Kindell dejó escapar un grito.

Con el gesto torcido de asco, Mitchell rebuscó las llaves en el bolsillo.

Tim se preparó, levantó el arma a la altura de la mejilla y salió al descubierto. Mitchell lo vio levantarse y ambas armas apuntaron al unísono en direcciones opuestas. Milagrosamente, ninguno de los dos disparó.

Habían llegado a un punto muerto.

– Bueno -dijo Mitchell-. ¿Y ahora qué?

– Dímelo tú.

El viento soplaba más fuerte; Tim estaba convencido de que, a menos que se hiciera algún disparo, Robert no los oiría desde su posición en lo alto del árbol.

Se acercaron un poco, Mitchell con el guardamonte del arma apoyado en la palma de su mano izquierda. Miró de soslayo hacia el monumento, lo que delató su necesidad de llamar a su hermano. Volviendo a asir la pistola con ambas manos, Tim meneó la cabeza, y la expresión de Mitchell dejó bien a las claras que entendía el precio que tendría que pagar por un grito. Su manaza mantenía el arma con firmeza; su dedo ya ejercía una levísima presión sobre el gatillo. Tim se lo imaginó sentado en una camioneta aparcada, vigilando la salida de Ginny de la escuela de primaria Warren, los ojos tranquilos, una libreta en el regazo. Se lo imaginó siguiéndola con disimulo, pisándole los talones por las calles que su hija recorría de camino a casa.

Un poli de Detroit, miembro de un cuerpo de elite, técnico en artillería y explosivos, al acecho de una niña de siete años que aún tenía que hacer orejitas de conejo para anudarse los zapatos.

El mostacho de Mitchell se ensanchó en una sonrisa:

– Supongo que no estás dispuesto a tirar las armas y pelear como un hombre.

– Ni lo sueñes.

Fueron orbitando el uno en torno al otro en el ruedo que constituían los montones de piezas metálicas, una zona que no se divisaba desde el monumento.

– ¿Sabes una cosa? -dijo Tim-. He efectuado nueve disparos en acto de servicio y acertado en todas las ocasiones. Ocho fueron disparos mortales de necesidad. -Hizo una pausa y se humedeció los labios-. Si nos batimos, no tienes la menor oportunidad.

Mitchell sopesó sus palabras y asintió para sí.

– Tienes razón. No soy un gran tirador.

Extendió los brazos en toda su envergadura y dejó que el arma le quedara colgando del pulgar. Luego la lanzó hacia la izquierda, buscando el difusor de arena. Rebotó en la caja metálica, a escasos centímetros del botón que la habría puesto en marcha.

Mitchell desvió la mirada hacia el montón de piezas de metal a su lado. Si alguien podía levantar una plancha de metro y medio de acero con un grosor de más de un centímetro, era él. Tim no tenía intención de correr riesgos.

– De rodillas. Los brazos separados. Vuélvete. Las manos a la cabeza, ahora mismo. Eso es. No hagas el menor ruido.

Tim se acercó a él arrastrando los pies sin soltar ninguna de las dos manos del arma. En el último momento, vio que las punteras de las botas de Mitchell estaban dobladas en vez de planas contra el suelo.

El gemelo cogió impulso y saltó hacia delante. Tim aferró el 357 con una sola mano y golpeó a Mitchell en la cara con una maza de carne y metal.

Crujió algún hueso.

Mitchell trastabilló pero no llegó a caer. Al desplomarse contra Tim, hizo cuña en la tierra con ambas piernas igual que un jugador de rugby que intentara ganar metros, y derribó a Tim de espaldas contra una pila de planchas de metal. Se llevó un buen topetazo, y los brazos inmensos se convirtieron en un borrón frenético. Los puñetazos eran más devastadores de lo que Tim había imaginado, rápidos e implacables, con la potencia bruta de un accidente de automóvil. Encorvado en un gesto defensivo igual que un boxeador agotado contra las cuerdas, recibía una andanada tras otra de golpes contra el acero.

Un derechazo lo hizo caer de rodillas.

Iba a tener que decidir entre matar a Mitchell o morir. Levantó la pistola, pero entonces una sombra se acercó al gemelo y se le colgó de la espalda, y éste se dio media vuelta y propinó un atroz codazo a la sien a su atacante. En el destello de un instante, antes de que Mitchell pudiera volverse, Tim le dio otro golpe impulsado por el peso de su arma, hacia arriba, directamente entre las piernas. Mitchell lanzó un soplido y a continuación una arcada seca lo obligó a inclinarse hacia delante. Con los ojos cubiertos de su propia sangre, Tim se levantó y le asestó un fuerte golpe descendente en la cara.

El gemelo se desplomó con la boca abierta contra la tierra y sus jadeos levantaron nubecillas de polvo. Bowrick, con un entramado de capilares rotos que le coloreaba la sien izquierda y la parte superior de la mejilla, se agitó a su lado. Aunque Tim se volvió rápidamente y miró a su espalda casi a la espera de que Robert se le echara encima, no oyó otro sonido que el de las lonas que aleteaban y el viento que ululaba sobre la explanada. Escudriñó la construcción escultórica, pero no llegó a detectar ningún movimiento, ningún temblor en el andamiaje indicativo de que Robert hubiera empezado a bajar. Bowrick rodó por el suelo y se puso de rodillas y manos con la frente arrugada de dolor. Luego extendió la mano, le sacó el arma a Mitchell de la funda y le apuntó al pecho con ella.

Tim se puso tenso, la respiración cortada por el miedo.

Bowrick desvió la vista hacia él y se sostuvieron la mirada un instante. Luego se metió el arma en la cintura, se sentó sobre los talones y miró a Tim a la expectativa.

Éste cogió un trozo de cuerda de uno de los montones de madera y le ató a Mitchell las muñecas a la espalda y luego los tobillos. Uno de los ojos del gemelo lo observó desde abajo, un lustroso órgano animal, todo pupila. El primer golpe de Tim le había machacado la mejilla; la piel se hundía debajo del ojo igual que una cortina absorbida por una ventana entreabierta. No se ensañó a la hora de amordazarlo. Lo cacheó de arriba abajo y le cogió del bolsillo las llaves del coche.

Bowrick estaba sentado, con los codos apoyados en las rodillas, y observaba las maniobras de Tim. Cuando habló, lo hizo en un áspero susurro:

– ¿Dónde está el tipo que quieren cargarse?

Tim señaló hacia el maletero del Lincoln.

Con la mirada fija en el monumento, Tim se acercó a Bowrick y bajó la voz para que Mitchell no le oyera:

– No podemos permitirnos que haga ruido. Y es impredecible. No nos conviene que salga corriendo ahora mismo. -Lanzó las llaves al chico-. Saca al rehén de aquí. No abras el maletero ni hables con él. Llévalo en punto muerto colina abajo con el mayor sigilo posible. Las pilas de planchas te ocultarán buena parte del camino. No pongas el coche en marcha hasta que hayas dejado la verja atrás, luego aléjate unas cuantas manzanas, aparca en algún sitio discreto y mantente alerta. Ten el móvil conectado. Si no doy señales de vida de aquí a una hora, lárgate, llama al agente Jowalski del Servicio Judicial Federal y explícale el lío en que te he metido. Y esta vez no vuelvas, ni siquiera para salvarme el cuello.

Bowrick asintió, se puso al volante y cerró la puerta con sigilo. El Lincoln inició el solemne descenso colina abajo; los neumáticos crepitaban levemente en el camino de tierra, las luces de freno relucían en la oscuridad.

Tim permaneció un momento sentado y se enjugó la sangre de la frente. Uno de los puñetazos de Mitchell le había abierto una brecha justo debajo del nacimiento del pelo. Le quedaría una cicatriz a juego con la del culatazo de Kandahar. Otro golpe lo había alcanzado en el hombro, cerca de donde tuvo alojado el fragmento de bala, y ya se le había empezado a inflamar. Notaba el torso como un saco surcado de nervios que contuviera piedras y cuchillas. Transcurridos unos instantes, el flujo de sangre hacia los ojos mermó y Tim se puso en pie haciendo un esfuerzo por ahuyentar el vértigo.

Recogió a Betty y el móvil del Cigüeña, y volvió a marcar el número de Robert. El aparato rastreó el tono hasta la misma rama, oculta tras el andamiaje desde su perspectiva.

La misma voz bronca:

– Robert.

Tim colgó y rodeó el monumento hasta el lado opuesto. En caso de que hubiera un tiroteo, el gemelo tendría ventaja táctica desde las alturas; no había disparo más difícil que el efectuado directamente hacia arriba.

El andamiaje le facilitó la subida. Dejó a Betty tras de sí y fue ascendiendo con todo el sigilo de que fue capaz, alerta ante cada movimiento y cada crujido. Cuando le era posible, se apoyaba en las ramas de metal porque resultaban menos ruidosas que la madera. Cada pocos instantes se detenía y aguzaba el oído a la escucha de cualquier movimiento de Robert, pero el viento, sobre todo a medida que iba ganando altura, ahogaba la mayoría de los ruidos, algo que también jugaba en su favor. Acá y allá faltaba alguna plancha de metal. En su lugar había aberturas umbrías que daban al interior hueco del árbol.

A unos quince metros del suelo, hizo un alto para apoyarse en el tronco metálico, recuperar el aliento e introducir los dedos por algunos de los numerosísimos agujeros diseñados para dar salida al brillo del foco en el interior. Desde allí veía a la perfección el sendero de tierra. El Lincoln salió del recinto en silencio. Vio el parpadeo de las luces al encenderse el motor para seguir su camino.

Tim continuó el ascenso centímetro a centímetro y, al abrazarse al metal y la madera, se clavó más de una astilla. Alcanzó la plataforma que sostenía la rama frente a la de Robert, apenas un metro más abajo. Hincó una rodilla, sacó el móvil del Cigüeña del bolsillo y volvió a llamar. El gorjeo del teléfono sonó con toda claridad, justo al otro lado del árbol. Tim dejó la línea abierta y se metió el Nextel en el bolsillo. Con el Smith & Wesson entre las manos, se retiró hasta el extremo opuesto de la plataforma para poder coger tres zancadas de carrerilla.

Respiró hondo un par de veces y tomó impulso. Al saltar de la plataforma para cubrir el metro y medio que lo separaba del andamio opuesto, rozó el tronco del árbol con el hombro. Por debajo tenía una caída de más de veinte metros, interrumpida únicamente por ramas de metal y vigas transversales de madera.

Alcanzó el extremo de la otra plataforma y rodó sobre su espalda para quedar arrodillado en posición de tiro, con una rodilla en el suelo y la otra levantada; el arma era ahora una prolongación de sus brazos, rígidos a la altura de los codos.

A un par de metros de la plataforma, colgado de una cuerda que pasaba por encima del tramo superior del andamiaje, estaba el Nextel de Robert. Sonaba al tiempo que se mecía levemente; la brusca caída de Tim sobre la plataforma le había dado impulso.

Notó que las entrañas se le aflojaban ante la acometida del pánico. Con las manos aferradas al 357, avanzó un par de pasos con buen cuidado de no tropezar con alguna barra suelta, y miró por el borde de la plataforma. A sus pies, Robert atravesaba la explanada a la carrera en dirección al monumento al tiempo que envainaba un machete en una funda que llevaba sujeta a la cintura. Venía de la zona del coche aparcado y las pilas de planchas de metal. Antes de levantar la mirada siquiera, Tim supo que iba a ver a Mitchell, unos veinte metros a la zaga de Robert, desprendiéndose de las ataduras que acababa de cortarle su hermano. Aunque Mitchell caminaba a paso inseguro, aún mareado por culpa de los golpes recibidos, tenía los hombros tensos de ira y daba zancadas breves y vigorosas.

Lo que más alarmó a Tim fue ver que Mitchell llevaba colgada del hombro la bolsa negra con material de detonación.

Tim volvió a mirar directamente hacia abajo en busca de Robert, pero ya había desaparecido en la base del monumento. Antes de que tuviera tiempo de formular una sola idea coherente, al margen de la flagrante noción de que le habían tomado el pelo de mala manera, un brusco chasquido metálico anunció que el foco se había encendido. Una luz cegadora colmó el interior del árbol y se difundió en finos haces por los agujeros en el tronco y las ramas. Un hueco entre las planchas metálicas un poco más abajo proyectaba contra la parte inferior de la plataforma una luz que se derramaba por los costados como un río dorado y cristalino.

Entrecerró los ojos para no quedar deslumbrado y, al echar un vistazo por el borde de la plataforma, vio a Robert, que reculaba poco a poco, mirándolo por la mira telescópica de un McMillan 308. Una bala atravesó la madera, pasó rozando el oído a Tim y se incrustó en una viga encima de su cabeza. Éste se lanzó sobre la plataforma. La atravesó una segunda bala y proyectó una rociada de astillas que a punto estuvo de alcanzarle la mejilla. Rodó hacia el tronco, cercenando a su paso los haces cié luz. Dos proyectiles más penetraron en la plataforma a escasos centímetros de su cuerpo y rebotaron en la madera y el metal. Tim se quedó perfectamente quieto junto al tronco.

Un tintineo metálico y luego el chasquido lánguido de una bala al alcanzar la carne. Notó un espasmo en la pierna en el instante en que oía el sonido levemente aplazado del disparo, y lanzó un grito, más por la impresión que por miedo. La boca se le secó al instante. En torno a él se alzaban haces de luz procedentes de las ramas y la plataforma acribillada a balazos, un rayo a un par de centímetros escasos de su nariz, otro justo allí donde doblaba el codo; otros dos los percibió en el ángulo abierto entre sus piernas. Permaneció quieto, consciente de que cualquier movimiento lo delataba al pasar por encima de los haces de luz y hacerlos parpadear.

Notaba una especie de palpitación en la pierna, tumefacta e indolora. Calculó que la bala le había entrado justo por encima de la rodilla derecha. Cuando oyó movimiento algo más abajo, se arriesgó a volver la cabeza para mirar por uno de los agujeros de la plataforma.

Robert, con la cabeza gacha, introducía otro proyectil en la recámara. En un tramo despejado de la explanada, a unos veinte metros del monumento, Mitchell había hincado una rodilla y sacaba pedazos de C4 de la bolsa de explosivos. Desde lejos, la sangre que le cubría la cara tenía todo el aspecto de aceite.

Tim volvió la mirada hacia donde estaba Robert y vio que había desaparecido. Se apartó justo cuando otra bala hacía pedazos la madera allí donde poco antes él tenía la cabeza, y dilataba el agujero por el que estaba mirando. Un disparo digno de encomio, sobre todo teniendo en cuenta el ángulo.

Se quedó rígido.

El silencio era casi insoportable.

Otra bala atravesó la madera; otro haz de luz surgió como una parra que hubiera crecido instantáneamente entre su cuello y su hombro.

Al alcance de su mano había un tablón suelto de metro y medio de longitud. Lanzó un gruñido y consiguió empujarlo unos centímetros. El extremo opuesto del tablón cruzó uno de los agujeros de la plataforma y aplastó el fino haz de luz; de inmediato, dos balas atravesaron la madera por ambos lados del agujero ya existente. Tim se cubrió la cabeza a la espera de que los proyectiles hubieran rebotado.

Por lo que había deducido en el escondite de Rhythm, Robert prefería disparar sentado, desde un lugar que le ofreciera la ventaja táctica de la altura, ligeramente inclinado hacia la derecha. Ahora mismo disparaba de pie a un objetivo situado justo encima de él, y, a pesar de los inconvenientes, lo hacía con una puntería notable. En el caso de que Tim no consiguiera cambiar de posición, Robert iba a hacerlo pedazos poco a poco.

Al otro lado de la plataforma, vio la boca de un tubo de poco menos de un metro de diámetro. Diseñado como tobogán flexible para que los obreros lanzaran el material de desecho, el tubo se descolgaba por el borde del andamiaje y caía hasta el suelo. Era imposible que el material del que estaba hecho aguantara el peso de Tim, y aunque lo aguantase, la caída casi libre de una veintena de metros lo habría escupido casi directamente a los pies de Robert y Mitchell.

La sangre le empapaba los vaqueros en torno a la herida de bala; era sólo cuestión de tiempo que algunas gotas se abrieran paso hasta uno de los agujeros que había cerca de su pierna derecha y delataran su posición.

Aunque no hubiera tenido la pierna herida, el diámetro del tronco era demasiado amplio para descender por su interior al estilo James Bond, extendiendo brazos y piernas para frenar la caída. No podía contar con que la policía acudiera de inmediato a un lugar tan remoto; por mucho que los disparos resultaran audibles a pesar del ruido de la autopista, a semejante distancia probablemente parecerían meros petardos. El único modo de salir del monumento era emprender un arduo descenso.

Empujó un poco más el tablón para tapar algún otro agujero en la plataforma y se arriesgó a mirar por el orificio que más cerca tenía. Mientras que Robert estaba cambiando de posición, Mitchell había acabado de colocar el explosivo en torno a la base del árbol y regresaba a todo correr hacia la bolsa de material de detonación.

Para ganar unos segundos, Tim introdujo el cañón por un agujero que tenía a mano y efectuó cuatro disparos a ciegas. Luego rodó sobre sí para quedar boca arriba y disparó una vez contra la cuerda que sujetaba el Nextel oscilante de Robert al andamio por encima de su cabeza. Alcanzó la cuerda cerca de la madera y la deshilachó, lo que hizo que el teléfono cayera en vertical en vez de seguir oscilando y se precipitara por el borde de la plataforma.

Sincronizó el salto de manera que pudiera coger el móvil y caer plano, los brazos y las piernas extendidos, los orificios de bala en la plataforma esquivados por los pelos, una arista del tablón de madera casi clavada en la espinilla. Dos disparos más atravesaron la madera justo donde estaba momentos antes. Robert había horadado prácticamente toda la plataforma y ya no quedaba mucho andamio intacto sobre el que Tim pudiera permanecer tumbado sin delatar su posición. Desató la basta cuerda a la que estaba atado el teléfono y la utilizó para hacerse un torniquete en la pierna. Otro disparo astilló la madera a su lado y lo obligó a tumbarse en la plataforma de nuevo.

Falto de resuello y con el codo doblado para evitar el haz de luz recién aparecido, bajó la mano y se la metió en el bolsillo con la intención de coger el móvil del Cigüeña. Con una lentitud atroz, se llevó los dos teléfonos al pecho y los dispuso el uno frente al otro. Las balas seguían atravesando el entarimado a intervalos y rebotaban por las reducidas dimensiones del andamiaje.

Pasó el pie por encima del tablón, apoyó la puntera en el extremo y lo empujó con toda su fuerza. Justo cuando caía el tablón por el borde de la plataforma, distrayendo la atención de Robert al menos un instante -o al menos eso esperaba Tim-, miró por el agujero a su derecha.

Tal como había previsto, Mitchell volvía a la carga con la bolsa de explosivos al hombro, que rebotaba musicalmente al ritmo de sus pasos. Se dirigía hacia el C4 que había colocado a los pies del árbol, con un rollo de cable en una mano, una navaja en la otra y un detonador en la boca.

Tim apretó el botón de rellamada en el teléfono del Cigüeña y lanzó el Nextel de Robert por el tubo para el material de desecho. Lo oyó sonar una vez durante la caída. El trino se desplazó por el tubo, camino del montón de restos descartados en la base del monumento.

Se oyó un fuerte chasquido al estallar el detonador, activado gracias a la radiofrecuencia emitida por el móvil. Hubo un momento de perfecta calma en el que no se oía nada salvo el viento que ululaba a través del andamiaje, y luego un aullido desgarrador.

Robert.

Tim rodó dos veces sobre sí mismo y asomó la cabeza por el borde de la plataforma. Justo debajo de él, Robert estaba arrodillado sobre el cadáver de su hermano. Una rociada sanguinolenta sobre los hombros confirmaba que el detonador eléctrico había hecho saltar por los aires la cabeza de Mitchell.

Se colgó de la plataforma cogido al borde para facilitar el balanceo y se dejó caer algo más de tres metros hasta el nivel inferior del andamiaje. Le cedió la pierna derecha, débil y empapada en sangre, y se vino abajo.

Robert lanzó un rugido en la base del árbol y las balas empezaron a martillar la plataforma haciendo saltar astillas de madera. El hueco entre las planchas de metal hacía que la plataforma inferior resultara luminosa hasta lo cegador. Tim se arrastró hasta la sección visible del tronco y, con el plomo silbando a su alrededor, metió el brazo en el hueco y efectuó un disparo, directamente al interior del tronco.

Una explosión hizo retemblar el monumento al reventar la lámpara del foco. El intenso fulgor desapareció de inmediato y todo quedó sumido en la oscuridad.

Tim rodeó el tronco tan aprisa como le fue posible hasta el lado opuesto del árbol. Por los orificios practicados en el metal salía humo en reguerillos perezosos que recordaban a la sangre que mana de las heridas.

El gemelo seguía aullando en la oscuridad y disparando al azar contra las ramas y el cielo.

Tim alcanzó con la puntera una de las ramas de enfrente y se aupó hasta la estructura opuesta del andamiaje. Luego, en un descenso a medio camino entre la caída y el deslizamiento, fue sorteando a toda prisa astillas desprendidas mientras los disparos sofocaban el sonido de su bajada y delataban la situación de Robert al otro extremo del monumento.

Cesaron los disparos, ya fuera porque a Robert se le había acabado la munición o porque estaba rodeando el árbol en dirección a Tim; de un modo u otro, el silencio impregnaba el aire igual que un hedor denso. Se descolgó de la rama metálica más baja y cayó unos dos metros hasta el suelo, absorbiendo el choque con la pierna izquierda.

Sacó a tientas un cargador y lo introdujo en el arma. A pesar del torniquete improvisado, la sangre había ido manando pierna abajo y le había calado la rodilla. De pronto notó un intenso vértigo y se le nubló la vista; había perdido mucha sangre. Intentó echar a correr, pero la pierna derecha se le había quedado entumecida. Cayó de bruces y le entró tierra a la boca. Con ayuda de un caballete de serrar consiguió ponerse en pie.

Asomó Robert de improviso con una mano aferrada al 45, que corcoveaba como un potro. El retroceso hacía que se le marcaran los músculos del antebrazo y el destello del cañón le iluminaba el rostro. Había demasiado blanco en sus ojos. A ambos lados de la mandíbula le colgaban jirones de piel que dejaban a la vista retazos de músculo medio ajado. Gritaba algo; sus labios se veían lánguidos y húmedos; el bigote era un tajo rojo encima de la boca entreabierta.

Jim corrió como mejor pudo por entre los fundamentos del andamiaje en la base del árbol para poner metal y madera entre Robert y él. El gemelo, que no tenía tanta práctica con la pistola, disparaba sin tino. Aunque apenas era capaz de correr con la pierna herida, Tim iba dejando atrás los tablones a ambos lados y por encima de su cabeza. Se agachaba, saltaba y esquivaba. El plomo hacía surgir chispas del metal, siempre unos centímetros a su espalda, siempre unos centímetros a su encuentro. Había recorrido a la carrera cerca de ciento ochenta grados en torno al tronco cuando viró hacia fuera y se dio media vuelta para alinear las miras. Robert volvió el recodo precedido por el arma y, aún a la carrera, Tim efectuó un disparo.

El 45 de Robert, alzado a la altura de su pecho, detuvo el proyectil con un tañido de plomo contra acero. El cañón despidió un chispazo y el gemelo lanzó un grito cuando el arma salió despedida de su mano.

Tim se volvió justo a tiempo para ver el montón de desechos de cerca de un metro de altura que tenía ante sí y luego chocó, provocando una lluvia de clavos y polvo. Escorado hacia la izquierda de la pila, se dio un buen golpe contra el suelo y efectuó un par de vueltas sobre sí para acabar con un ladrillo incrustado contra la cadera izquierda. Levantó la vista por entre la nube cada vez más espesa provocada por el brusco desplazamiento de la chatarra y, unos tres metros por encima de su cabeza, vio la desembocadura abierta del tubo para el material de desecho, que lo miraba como un ojo curioso.

Se incorporó con el 357 en ristre. A pesar de la caída, ahora tenía ventaja, porque su bala tenía que haber destrozado el 45 de Robert.

Este se encontraba quieto como una estatua, a menos de quince metros, precariamente a cubierto de un montón de planchas de metal. Se limitaba a observarlo.

Tim desvió la mirada de los ojos enrojecidos de Robert al gesto confiado de su boca, demasiado confiado para alguien desarmado a quien estaban apuntando; luego posó la vista en el globo ascendente de su bíceps cuando el gemelo volvió la mano y dejó visible el extremo de un detonador por control remoto. Se ocultó un poco más detrás del montón de planchas, de tal modo que sólo asomara la mitad de su cuerpo, y asintió una vez en dirección a Tim para indicarle algo. Éste echó un vistazo y cayó en la cuenta de que el ladrillo que notaba contra la cadera no era tal, sino un bloque de C4, el primero de los muchos que había dispuestos en torno a la base del monumento a intervalos de poco más de un metro.

El cuerpo de Mitchell yacía desmadejado a unos diez pasos a la izquierda de Tim, la bolsa de detonación un poco más cerca, allí donde Robert la había arrastrado cuando ultimaba los preparativos del C4. Naturalmente, Robert debía de haber cebado los explosivos, ya que en ese momento creía que Tim seguía encaramado al árbol.

Éste asomó la cabeza y disparó una vez, pero Robert anticipó su movimiento y se agachó detrás del montón de metal. El disparo hizo saltar chispas del acero. Tim se preparó para la explosión, pero no la hubo.

En vez de eso, se oyó la voz hosca de Robert:

– Le has arrancado la cabeza a Mitch, hijo de puta. Se la has arrancado de cuajo. -Las palabras sonaban vacilantes, imprecisas.

Tim miró de soslayo el cadáver de Mitchell, un mero borrón allí donde estaba la cabeza. A su lado vio el rifle de Robert, medio oculto entre la tierra rojiza. De la bolsa de Mitchell habían caído unas cuantas herramientas: aerosol adhesivo, unas finas pinzas de conexión, el minúsculo cilindro reluciente de un detonador aneléctrico medio enterrado. Cogió el detonador y pasó el pulgar por el lado más uniforme.

La policía no tardaría en llegar -el árbol iluminado tenía que haberse visto varios kilómetros a la redonda-, pero Tim no oía ninguna sirena.

El rifle de Robert estaba sin balas; el 45, fuera de servicio.

«No quiere hacer saltar por los aires un monumento de treinta metros de altura -conjeturó Tim-, sólo quiere pegarme un tiro a mí, pero no le queda ninguna bala.»Volvió del revés el detonador y lo introdujo por el cañón del 357 con la parte cóncava por delante. Encajó a duras penas, todo su diámetro en contacto con el metal. Le hacía falta algo para empujarlo hasta el fondo. Miró frenético a su alrededor en busca de un objeto del tamaño adecuado, a sabiendas de que era cuestión de segundos que Robert planteara sus exigencias definitivas. No había nada en el suelo. Se adelantó para hurgar entre el montón de chatarra y un espasmo de dolor le recorrió el estómago.

La bala.

Recorrió con las yemas de los dedos la parte anterior del chaleco antibalas y dio con el pequeño champiñón de plomo procedente del arma del Cigüeña. Un mellado proyectil de nueve milímetros.

Le costó introducirlo en el arma, tanto, que las aristas afiladas dejaron surcos en el liso cilindro metálico. Utilizó la punta de las pinzas de conexión de Mitchell para acabar de encajarla. Bajó el 357 a la altura del regazo y confió en que Robert, acostumbrado a su 45, no notara ninguna diferencia en el peso del cañón manipulado.

El rostro del gemelo asomó entre las sombras en el lado opuesto del montón de metal.

– Si aprieto este botón, vas listo. La única cuestión es si quieres que haga saltar por los aires el monumento contigo.

– No -respondió Tim-. No hace falta.

– Tírame la pistola.

– No lo hagas.

El detonador subió de golpe, aferrado a la mano de Robert al lado de su cara.

– Tírame la puta pistola.

Tim se la tiró, y fue a caer al suelo a escasos pasos de las botas de Robert. Éste se adelantó y la cogió para encañonarlo con mano vacilante. El escáner de radio portátil que le colgaba del cinturón ya llevaba un rato apagado.

Tim hizo el esfuerzo de ponerse en pie sirviéndose sobre todo de la pierna izquierda.

El gemelo volvió la mirada hacia el cadáver de su hermano. Se le formó una lágrima sobre el párpado inferior, pero no llegó a caer.

– La verdad es que me gustaría dedicarte un buen rato.

Tim trastabilló un poco para mantener el equilibrio sobre la pierna sana.

– Pero no soy un animal como tú -prosiguió Robert-. No quisiera dejar a tu esposa con poco más que un cadáver mutilado. -Señaló con el arma el torso de Tim-. Quítate el chaleco. No quiero joder- te la cara.

Éste se quitó la cazadora y se desabrochó el chaleco. Al despegar el velero emitió un ruido como de ropa rasgada. Dejó caer el chaleco al suelo y se quedó mirando el arma. Desde su perspectiva veía los arañazos en el cilindro del cañón.

Robert le indicó con el arma que avanzara y Tim, desarmado, ensangrentado y débil, dejó atrás la protección que le ofrecía el monumento. La extensión delante del andamiaje le pareció desértica. No había nada que detuviera el viento.

– ¿Fue Mitchell o fuiste tú el que se reunió con Kindell aquella noche en su casucha? ¿ Quién de los dos fue el que le dio toda la información sobre Ginny… cuando volvía a casa, qué ruta seguía? -A Tim se le trabaron las palabras de puro asco-. ¿Quién le dijo que era de su «tipo»?

– Yo -se jactó Robert con ojos enrojecidos y taciturnos-. Fui yo.

Apretó el gatillo.

Tim se acuclilló y se cubrió la cabeza con los brazos.

La explosión fue estrepitosa y sorprendentemente brusca. Y cuando Tim levantó la vista, Robert le seguía mirando como si no hubiera ocurrido nada, con el brazo extendido igual que antes, sólo que su mano había saltado por los aires.

Los ojos del gemelo dieron con el extremo cercenado del muñón, similar a un manojo de malas hierbas arrancadas de cuajo, y entonces le brotó un chorro de sangre del lado izquierdo del cuello, allí donde un trozo de metralla le había abierto un orificio en la carótida. Se llevó la mano buena al cuello, pero no consiguió sino dividir la hemorragia entre sus dedos.

Tim se levantó lentamente y se le acercó.

Robert volvió a levantar el brazo destrozado y se quedó mirando la herida, su presencia boquiabierta, como si aún le costara creerlo. La sangre seguía brotándole del cuello entre los dedos y le resbalaba por el antebrazo hasta el codo. Tenía los ojos abiertos de par en par, vulnerables como los de un niño, y Tim notó cómo se le atascaba el aire en la garganta.

Robert reculó un paso y aleteó con el brazo para recuperar el equilibrio. Tim lo cogió y le ayudó a tumbarse. Se quedó encima de él, contemplándolo. Empezaron a movérsele espasmódicamente los brazos y las piernas; al poco, ya no era capaz de mantener la mano apretada contra el agujero del cuello.

Se desangró sobre la tierra.

Tim permaneció un momento de pie en el espacio entre los dos cadáveres desmadejados de los gemelos. Su voz ya había recuperado el temple para cuando llamó a Bowrick:

– No hay peligro. Ven a recogerme.

Sacó el machete de la funda de Robert. Al llegar el Lincoln colina arriba, los faros se inmiscuyeron con su luminosidad y dieron una especie de relieve umbrío a la sangrienta escena. Tim se apartó del cadáver de Robert y salió cojeando al encuentro del vehículo. Bowrick detuvo el coche, que conducía con un codo apoyado en la ventanilla igual que un camionero. Apagó el motor y el Lincoln permaneció compacto e inmóvil en medio de una nube de polvo rojizo.

– Abre el maletero -le dijo Tim.

Kindell guardaba silencio, pero al notar la voz de Tim empezó a moverse otra vez. El maletero se abrió con un bostezo y allí estaba, aovillado entre una lata de gasolina vacía y la rueda de repuesto.

Kindell, incapaz de arreglar un fusible pero capaz de violar y asesinar. Kindell, que ya siempre tendría el privilegio de ser la última persona que vio a Ginny, que estaba allí cuando la luz abandonó la mirada de la pequeña. Kindell, el bobo por antonomasia.

– Déame en paz. Po favor, déame en paz.

Bowrick había salido del coche y estaba detrás de Tim, cruzado de brazos, mirando.

Este asió la cuerda que mantenía atado a Kindell por las muñecas y los tobillos y lo sacó de un tirón. El gritó al notar el tirón en los hombros y luego lanzó un bramido al caer al suelo. Hizo el esfuerzo de mirar por encima del hombro, la piel del rostro tan húmeda como temblorosa. Tenía la mejilla magullada y una ventana de la nariz taponada con tierra.

Permaneció tumbado un momento con la frente apoyada en el suelo e hilillos de saliva colgando del labio inferior. Jadeaba y hacía ruido con la garganta igual que un animal acorralado tras una ardua persecución.

– No me haas daño. Ni se te ocurra.

Tim se sacó el machete del bolsillo trasero y se puso en cuclillas. Kindell profirió un chillido e intentó zafarse, pero Tim lo inmovilizó colocándole una rodilla sobre los omoplatos.

Le cortó las ataduras y se puso en pie. Kindell siguió llorando sobre la tierra.

– Fuera de aquí -dijo Tim, aunque era consciente de que Kindell no podía oírle.

Le empujó con el pie y Kindell levantó la mirada; el miedo empezaba por fin a abandonar su rostro.

Tim lo pronunció con toda claridad:

– Fuera. De. Aquí.

Kindell se puso en pie y empezó a frotarse las muñecas mientras la incredulidad comenzaba a desaparecer lentamente de sus ojos.

– Gracias. Gracias. Me has sal ado la vida. -Dio un paso vacilante hacia Tim con las manos extendidas en un gesto de gratitud-. lento haber ma ado a tu hija.

Tim le soltó un fuerte puñetazo en la cara. Al contacto con sus nudillos, los dientes de Kindell rechinaron. Lanzó un quejido y se desplomó al suelo, donde permaneció resollando con la boca cubierta de sangre y los ojos abiertos de par en par sin mirar a ninguna parte.

– Fuera de aquí de una puta vez.

Kindell consiguió ponerse en pie de nuevo y trastabilló un poco, con la mirada inexpresiva fija en Tim.

– ¡Fuera de aquí de una puta vez! -Dio un paso con ademán amenazante, y Kindell se dio media vuelta y salió corriendo.

Tim siguió con la mirada sus pasos desgalichados e irregulares, y lo vio tropezar un par de veces durante el descenso. Unos instantes después de que Kindell desapareciera, cayó en la cuenta de que estaba temblando, así que recogió la cazadora del suelo.

Cuando regresó, Bowrick lo miraba impasible:

– ¿Ese era el tipo que mató a tu hija? -Sí.

El muchacho movió la cabeza de arriba abajo.

– Si lo hubieses matado, ¿te habrías quitado un peso de encima?

– No lo sé.

Bowrick extendió los brazos -una postura irónica a medio camino entre pose de mártir y alarde- y luego los dejó caer. Introdujo los pulgares en los bolsillos y él y Tim permanecieron uno frente al otro, como adversarios o amantes, mientras el polvo se asentaba a su alrededor y el silencio les permitía ordenar las ideas.

Entonces, por fin, llegó el aullido lejano de las sirenas que se aproximaban, y a lo lejos, en la autopista, Tim vio el relumbre azul y rojo de las luces de la Policía de Los Angeles.

Bowrick se acercó al Lincoln y subió al asiento del acompañante, donde permaneció sentado pacientemente. Tim miró los cuerpos tendidos sobre la tierra, el monumento.

Se puso al volante e hizo girar el vehículo en la explanada, lanzando tras de sí un surtidor de polvo y guijarros. Los faros hicieron un barrido sobre la piedra en la base del monumento. La inscripción en la superficie desbastada ya estaba completa:

Y LAS HOJAS DEL ÁRBOL ERAN SALUDABLES PARA LAS NACIONES. Apocalipsis 22, 2.


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