Regresaron en silencio a donde se encontraba Dray; la petaca vacía deslizándose de un lado a otro del salpicadero. Tim se pasó el dorso de la mano por la boca y luego repitió el mismo gesto.
– Creíamos que estaba a la vuelta de la esquina, en casa de Tess. La pelirroja con coletas, ¿sabes? Vive a dos manzanas de la escuela, en el trayecto de vuelta a casa desde la escuela. Dray le dijo que fuera allí después de clase, para así tener tiempo de organizarlo todo, ya sabes, sus amigas, los regalos… Para darle una sorpresa.
Le afloró un sollozo a la garganta y se lo tragó, se lo tragó con dificultad.
– Tess va a un colegio privado. Tenemos un acuerdo con su madre. Las niñas pueden venir a jugar sin previo aviso. Nadie esperaba a Ginny, nadie la echó de menos. Estamos en Moorpark, Oso. -Se le quebró la voz-. Estamos en Moorpark. Uno no se imagina que su hija no esté a salvo a doscientos metros de casa. -Tim se sumió en un espacio entre un pensamiento agónico y el siguiente, un respiro momentáneo del dolor evidente provocado por su fracaso, como padre, como agente federal, como hombre, a la hora de proteger la vida de su única hija.
Oso siguió conduciendo sin decir nada y Tim se lo agradeció en el alma.
Sonó el teléfono móvil de Oso, que lo cogió y recitó al auricular una serie de palabras y números en la que Tim apenas reparó. Luego, tras desconectar el aparato, Oso se detuvo en el arcén. Tim tardó varios minutos en caer en la cuenta de que la camioneta se había parado y su amigo lo contemplaba. Cuando volvió la mirada hacia él, los ojos de Oso eran pasmosamente severos.
Tim, a pesar del entumecimiento causado por el cansancio, dijo:
– ¿Qué?
– Era Fowler. Lo han pillado.
Tim notó un aluvión de emociones confusas, oscuras, de odio.
– ¿Dónde?
– A la salida de Grimes Canyon. A poco más de medio kilómetro de aquí.
– Vamos.
– No habrá nada que ver salvo cinta amarilla y restos. Es preferible que no contaminemos el lugar de la detención, no sea que la fastidiemos. Mejor te llevo con Dray.
– No. Vamos.
Oso cogió la petaca vacía, la agitó y volvió a dejarla en el salpicadero.
– Ya lo sé.
Acompañados por el sonido de la grava bajo los neumáticos, se adentraron por el sendero largo y apartado de camino a la parte más profunda del pequeño cañón. Un garaje adosado a una casa que se había quemado hasta los cimientos mucho tiempo atrás se levantaba oscuro y ladeado junto a un bosquecillo de eucaliptos en forma de media luna. Las ventanas laterales, cubiertas de mugre, difuminaban una única fuente de luz amarilla en el interior. La lluvia y el paso del tiempo habían ajado el revestimiento de madera de las paredes, y la puerta de tijera mostraba enormes marcas de podredumbre. A un costado, entre la maleza, se veía una herrumbrosa camioneta blanca con barro fresco en el dibujo de los neumáticos y esparcido en torno a las concavidades de las ruedas.
Había un vehículo de la policía con las luces encendidas aparcado en diagonal sobre los cimientos de cemento copados por las malas hierbas de la casa derruida. Al igual que todos los demás coches de la flota, un rótulo lo identificaba: POLICÍA DE MOORPARK. Sin embargo, todas las patrullas, formadas por dos hombres, las componían agentes federales contratados del condado de Ventura, como Dray Junto a este coche había otro sin distintivos en el que destellaban luces desde el visor antisol. Sin el acompañamiento del ulular de las sirenas, las luces giratorias resultaban desconcertantes.
Fowler, que se reunió con ellos en la camioneta, fruncía los labios sobre un buen taco de tabaco de mascar. Respiraba con dificultad, tenía la mirada penetrante y despierta, y el rostro encendido de emoción. Abrió el cierre de la funda de la pistola y luego volvió a ajustarlo. No se veía a ningún detective. No había cinta amarilla que delimitase perímetro alguno ni agentes de la policía científica en busca de pruebas forenses.
Antes de que Tim tuviera tiempo de bajar de la camioneta, Fowler ya había empezado a hablar.
– Gutierez y Harrison, de la Oficina de Homicidios, han visto las marcas de ruedas en la ribera. Creo que eran de neumáticos radiales con los que salían de fábrica los Toyota entre mil novecientos ochenta y siete y mil novecientos ochenta y nueve, o algo por el estilo. Los del laboratorio encontraron una uña en el escenario…
Tim se encorvó y, sin que Fowler lo viera, Oso le puso una mano en la espalda en un gesto de apoyo.
– … Con un poco de pintura de coche blanca debajo. Era pintura de automóvil. Gutierez probó suerte y contrastó la información en un radio de quince kilómetros. Sólo obtuvo veintisiete coincidencias, por increíble que parezca. Dividimos las direcciones. Era nuestra tercera visita. Hay pruebas de peso. El tipo se fue de la lengua en cuestión de segundos. Los casos no suelen resolverse así. -Soltó una carcajada de una sola nota y luego palideció. Volvió a acercar la mano hasta la funda de la pistola para abrir y ajustar el cierre-. Dios bendito, Rack, lo siento. He estado… Debería haber ido en persona, pero quería arrimar el hombro y echar el guante a ese cabronazo.
– ¿Cómo es que no se ha delimitado el perímetro? -preguntó Tim.
– Bueno… aún lo tenemos. Está dentro.
A Tim se le secó la boca de repente. Fue como si su furia se comprimiera igual que un paracaídas introducido en un servilletero; puesto que tenía un objetivo concreto, había menos probabilidades de que se diluyera y terminase convertida en compasión. Oso se colocó a su lado, como un coche que acelerara a la espera de que cambie de color el semáforo.
– ¿Y qué hay del equipo de investigación forense? ¿Les habéis puesto al corriente siquiera?
De pronto Fowler mostró interés por el suelo.
– Te hemos llamado a ti. -Pisó con la puntera del calzado una rama seca que emitió un sonoro crujido-. Sé que si a mi pequeña… -Meneó la cabeza para desterrar la idea-. Los chicos y yo hemos pensado que no íbamos a dejar que éste se saliera con la suya. -Volvió a abrir el cierre de la funda, sacó la Beretta con un movimiento pausado y tendió la pistola hacia Tim con la empuñadura por delante-. Por ti y por Dray.
Los tres hombres se quedaron mirando la pistola. Oso carraspeó, aunque no fue claro que fuese una forma de emitir un juicio en un sentido u otro. Fowler seguía con el rostro enrojecido y el semblante tenso. Una vena en forma de relámpago le surcaba la frente. En lo más profundo de su confusión, Tim entendió que Fowler hubiera llamado a Oso al número de su móvil, y no por radio.
Oso cambió de posición para acercarse más a Tim y quedó a su lado, aunque mirando en dirección contraria, de espaldas a Fowler, con la mirada perdida en la oscuridad del cañón.
– ¿A qué has venido aquí, Rack? -Extendió los dedos y luego apretó los puños-. ¿Estás como padre o como agente de la ley?
Tim cogió la pistola. Se fue hacia el garaje y no le siguieron ni Oso ni Fowler. Oyó algo a través de la puerta entornada, voces que murmuraban.
Llamó dos veces con el puño y la madera astillada se le hincó en los nudillos.
– Un momento. -Era la voz de Mac, el compañero de Fowler, otro de los colegas de Dray. Se oyeron pasos arrastrados-. ¡Atrás!
La puerta del garaje se levantó con un chirrido de resortes. Con teatralidad inadvertida, el corpulento Mac se hizo a un lado y permitió a Tim ver a Gutierez y Harrison; flanqueaban a un tipo escuálido sentado en un sofá raído. Entonces Tim reconoció a los detectives, chicos del vecindario. Dray había trabajado con ellos cuando aún eran patrulleros que tenían la comisaría de Moorpark como centro de operaciones; sin duda, en Homicidios los habían destinado a la zona porque estaban familiarizados con ella.
Tim rastreó el interior con la mirada y reparó en un montón de trapos húmedos de sangre, un par de braguitas de algodón de niña manchadas de huellas de barro, que tapaban un agujero en la pared opuesta, y una sierra para metales con los dientes tan mellados que eran romos. Hizo un esfuerzo por soslayar todos esos objetos, inconcebibles por completo.
Dio un paso adelante y notó resbaladizo bajo sus pies el suelo de cemento manchado de aceite. El hombre estaba recién afeitado y acusaba un par de cortes en el mentón. Tenía el tronco adelantado, los codos a la altura de la entrepierna, las manos esposadas delante de sí. Sus botas, al igual que las de Oso, estaban embarradas. Al acercarse Tim, los dos detectives se hicieron a un lado al tiempo que se alisaban los trajes de lana acrílica.
Tim oyó por encima del hombro la voz grave de Mac.
– Te presento a Roger Kindell.
– ¿Lo ves, degenerado? -dijo Gutierez-. Este es el padre de la niña.
La mirada del hombre, fija en Tim, no dejó entrever comprensión ni remordimiento.
– ¿Cómo es posible que esto ocurra en nuestra maldita ciudad? -exclamó Harrison, como si reanudara una conversación previa-. Los animales migran hacia el norte. Nos invaden.
Tim siguió avanzando hasta que su sombra cayó sobre el rostro de Kindell, bloqueando la tenue luz que proyectaba la lámpara sin pantalla. Kindell hizo rechinar los dientes y luego enterró la cara en el cuenco de sus manos al tiempo que se frotaba la línea del cuero cabelludo. Su voz era insegura, articulaba mucho las vocales al final de las palabras y tenía un matiz gutural.
– Ya les he dicho que fui yo. Déjenme en paz.
Tim notó que el corazón le martillaba en las sienes, en la garganta; ira controlada.
Kindell permaneció con la cara oculta entre las manos. Sus uñas mostraban medias lunas oscuras: sangre seca.
Harrison, con el rostro de ébano reluciente de sudor, descruzó los brazos.
– Mírale. Mírale, chaval.
No obtuvo respuesta. Antes de que nadie se diera cuenta, el detective se abalanzó sobre Kindell, lo cogió por el cuello y las mejillas, le clavó un rodillazo en el vientre y le echó la cabeza hacia atrás para que mirara a Tim. El hombre abrió las fosas nasales; le costaba respirar. Su mirada, sin embargo, era descaradamente provocadora.
Gutierez se volvió hacia Tim.
– Tengo un arma sin registrar.
Tim bajó la mirada y percibió un abultamiento en el tobillo del detective, bajo la pernera, una pistola de tres al cuarto que podían dejar en la escena del crimen aferrada a la mano inerte de Kindell. Gutierez asintió.
– Por lo que a nosotros respecta, ver, oír y callar, amigo mío.
Harrison se apartó de Kindell, ladeó la cabeza e hizo un gesto de asentimiento en dirección a Tim.
– Haz lo que tengas que hacer.
Mac hacía las veces de vigía en la amplia abertura de la puerta del garaje. Volvía una y otra vez la cabeza, escrutando la oscuridad a pesar de que Oso y Fowler estaban a menos de diez metros de distancia y veían perfectamente la carretera general.
Tim se volvió hacia Kindell.
– Dejadme.
– Lo que tú digas, hombre -dijo Gutierez. Se acercó a Tim y le entregó la llave de las esposas-. Ya hemos cacheado a este hijoputa. Sólo una cosa: ten cuidado de no dejarle marcas indebidas.
Mac dio un apretón en el hombro a Tim y luego siguió los pasos de los dos detectives. Tim levantó la mano, cogió la cuerda que colgaba de la puerta del garaje y tiró de ella. La puerta de tijera volvió a chirriar, cobró impulso enseguida y se cerró de golpe. Kindell ni siquiera parpadeó. Se mantenía frío como el acero.
Vio la Beretta que empuñaba Tim apuntando hacia el suelo y volvió la cabeza hacia la pared, como si quisiera dar a entender que le importaba un bledo. Llevaba el pelo muy corto, apenas una pelusa algo crecida que parecía piel de animal.
Sin pensarlo, Tim le preguntó.
– ¿Has matado a mi hija?
La bombilla de la lámpara emitía un extraño zumbido. El aire que envolvía a Tim era húmedo y denso y estaba impregnado de olor a diluyente de pintura.
Kindell volvió la cabeza para mirarle. Sus rasgos proporcionados contrastaban con una frente insólitamente plana y alargada. Tenía las manos entrelazadas en el regazo. No parecía dispuesto a responder.
– ¿Has matado a mi hija? -volvió a preguntar Tim.
Después de una pausa, Kindell asintió lentamente, sólo una vez.
Tim aguardó hasta recuperar el aliento. Notaba los labios trémulos c hizo un esfuerzo por controlarlos.
– ¿Por qué?
La misma cadencia arrastrada en sus palabras, como si estuvieran ralentizadas:
– Porque era preciosa.
Tim retiró la guía de la pistola e introdujo una bala en la recámara. Kindell profirió un sollozo ahogado y se le colmaron los ojos de lágrimas. Por fin demostraba cierta emoción. Empezaba a gotearle la nariz pero, aun así, miraba desafiante a Tim.
Éste levantó la pistola. Las manos le temblaban de ira, de modo que se tomó un momento para alinear el punto de mira con la amplia diana de la frente de Kindell.
Oso apoyaba sus enormes brazos cruzados en la camioneta, y miraba a los otros cuatro hombres.
– Con la familia de un policía no se jode -decía Gutierez, que asintió en dirección a Oso en un gesto de deferencia-. Ni con la de un agente judicial.
Oso no le devolvió el gesto.
– Ya no les importa una mierda -terció Fowler-. No quedan valores.
– Y que lo digas -coincidió Gutierez.
– Como ese tipo que entró con una bomba de gas nervioso en una guardería. Ezekiel, o Jedediah, o como se llame. -Harrison meneó la cabeza-. Ya nada tiene sentido. Nada.
– ¿Qué tal está Dray? -preguntó Mac-. ¿Lo lleva bien?
– Es fuerte -dijo Oso.
– Desde luego, es fuerte de cojones -comentó Fowler.
– Estará mejor en cuanto Rack le comunique la buena nueva -dijo Gutierez.
– ¿Conoces bien a Tim? -indagó Oso.
El detective cambió el peso del cuerpo de un pie al otro.
– Me han hablado de él.
– Entonces, ¿por qué no dejas el apodo para quienes sí lo conocemos?
– Eh, venga, Jowalski -dijo Mac-. Tito no tenía mala intención. Estamos todos en el mismo bando.
– ¿ Ali, sí? -preguntó Oso.
Aguardaron, mirando de soslayo la puerta del garaje cerrada, preparados para oír un disparo en el silencio. Los grillos colmaban el aire con su canto nervioso.
A pesar de que la noche era fresca, Mac se enjugó la frente con el antebrazo.
– Me pregunto qué hace ahí.
– No va a matarlo -dijo Oso.
Los otros volvieron la cabeza hacia él, sorprendidos. Fowler sonrió como un gilipollas.
– ¿Eso crees?
Oso, incómodo, cambió de postura y luego se cruzó de brazos, gesto de reafirmación.
– ¿Por qué no habría de matarlo? -preguntó Gutierez.
Oso lo miró con absoluto desdén.
– Para empezar, no creo que quiera estar en deuda con unos capullos como vosotros el resto de su vida.
Gutierez empezó a decir algo, pero reparó en los antebrazos de Oso y cerró la boca. Los grillos seguían con su canto estridente. Todos hicieron lo posible por no cruzar sus miradas.
– A la mierda. Voy a por él. -Oso se apartó de la camioneta. A su lado, incluso Mac parecía pequeño. Dio un paso hacia el garaje y luego se detuvo en seco. Bajó la cabeza y fijó la mirada en el suelo, indeciso entre el avance y la retirada.
Tim mantenía la Beretta apuntada a la cabeza de Kindell, el cuerpo quieto, rígido, un perfil de pistolero forjado en acero. Después de unos instantes, empezó a temblarle la mano. Se le humedecieron los ojos y dos inhalaciones convulsas estremecieron sus hombros. Con una certeza tan repentina como pasmosa supo que no iba a matar a Kindell. Sus pensamientos, una vez descartado el objetivo de la tarea, regresaron a su hija. Le sobrevino una tristeza tan tremenda, egoísta y abrumadora que desafiaba los límites de su corazón. Se le echó encima feroz, a tumba abierta, distinta de cualquier otra sensación que hubiera experimentado. Bajó el arma y se dobló con los puños apoyados en los muslos mientras notaba las sacudidas.
Cuando volvió a cobrar conciencia de que seguía respirando, se ir- guió lo mejor que pudo.
– ¿Estabas solo ?
El mismo movimiento de cabeza, arriba, abajo, arriba.
Tim permanecía encorvado como un viejo artrítico a causa de unos calambres en el pecho que se negaban a remitir. Su voz sonó rasposa, débil y poco comprensible.
– ¿Sencillamente… decidiste matarla?
Kindell parpadeó con fuerza y se llevó las manos esposadas al rostro, como una ardilla que se lava la cara.
– No debía matarla.
Tim irguió la espalda de golpe y su postura se tornó firme.
– ¿Qué quieres decir con que «no debías»? -Al no recibir respuesta, añadió-: ¿Hay alguien más implicado en esto?
– El no… -Kindell se interrumpió y cerró los ojos.
– ¿Él, quién? ¿No, qué? ¿Alguien te ayudó a matar a mi hija? -Le temblaba la voz de furia y desesperación-. Responde, maldita sea. ¡Responde!
Kindell permaneció en silencio, insensible a las preguntas de Tim, con los lisos óvalos de sus párpados cerrados cual huevos veteados.
La puerta del garaje se levantó con estruendo y derramó luz sobre la tierra cubierta de maleza. Kindell salió a paso vacilante impulsado por un empujón de Tim. Ahora llevaba las manos esposadas a la espalda. Tim se puso a su altura de inmediato, agarró la cadena que unía las esposas y tiró de ella de modo que los brazos de Kindell quedaran inmovilizados a su espalda. Este torció el gesto, pero no gritó.
Oso y los demás los miraron acercarse en silencio. Cuando Tim se aproximaba, Kindell tropezó y se vino abajo, parando la caída con las rodillas y el pecho. El gruñido que profirió sonó como un ladrido.
Se incorporó a duras penas. No tenía moretones ni marcas de haber sido golpeado.
– Cabronazo. Puto cabronazo.
– Cuidado con lo que dices -le advirtió Tim-. Ahora mismo, soy el mejor amigo que tienes.
Oso hinchó los carrillos y lanzó una risilla grave que más pareció un retumbo.
Fowler miró a Tim con la expresión ceñuda de una mujer despechada. Gutierez y Harrison tenían el mismo aspecto de decepción.
– ¿Podemos hablar un segundo? -dijo Fowler con la piel de la mandíbula tensa.
Tim asintió y siguió a los tres hombres, que se alejaron unos pasos de Mac y Oso.
– Es un hijoputa de campeonato -dijo Fowler en un susurro.
– Eso no te lo discuto -asintió Tim.
Fowler lanzó un escupitajo pardo hacia la maleza.
– ¿Vas a dejar que gentuza así ande suelta por nuestra ciudad?
Tim lo miró de hito en hito hasta que el otro apartó la vista.
– ¿Qué coño pasa, Rackley? Te estamos haciendo un favor.
Gutierez se atusó el bigote con el pulgar y el índice.
– Este tipo ha matado a tu hija. ¿Cómo es posible que no quieras cargártelo?
– No soy un jurado.
– Seguro que Dray tiene otra opinión al respecto.
– Es probable.
– Los jurados dan por saco -se mofó Fowler-. No confío en los tribunales.
– Entonces, vete a Sierra Leona.
– Escucha, Rackley…
– No, escucha tú. -A unos nueve metros, Oso y Mac volvieron la cabeza y aguzaron el oído-. Hay una investigación en marcha, y tenéis tantas ganas de resolverla limpiamente que es posible que la hayáis jodido.
Harrison, que tenía los brazos cruzados, sentenció:
– Un caso abierto y cerrado.
– No la mató solo.
– ¿Qué demonios pasa aquí? -masculló Gutierez.
– Hay alguien más implicado. -Tim no dejaba de mover la mano, golpeándose el muslo con el pulgar.
– A nosotros no nos ha dicho eso.
– Bueno, pues me parece que se os ha agotado el repertorio de recursos policiales.
Las botas de Oso rechinaron cuando se apartó dejando a Mac con Kindell. Lanzó una mirada ceñuda a los otros y se puso junto a Tim en actitud protectora.
– ¿Todo bien?
– Me parece que tu amigo quiere complicar un asunto de lo más sencillo. -Gutierez atravesó a Tim con la mirada-. Te estás dejando llevar por la emoción.
– Eso seguro.
– ¿Cómo sabes que hay alguien más implicado? -Gutierez señaló con un brusco gesto de cabeza a Kindell, que seguía tumbado-. ¿Qué ha dicho?
– No lo ha dicho abiertamente…
– O sea, que no hay nada claro -dijo Harrison-. Tienes una corazonada, ¿no es eso?
La voz de Oso sonó tan grave que Tim la notó en los huesos.
– Después de lo que ha pasado esta noche, más vale que vigiles esa puta bocaza tuya.
La sonrisilla de Harrison desapareció al instante.
– Precisamente por eso no matamos a la gente sin celebrar antes un juicio. -Tim miró fijamente a los tres hombres-. Hay que llamar al equipo forense, poner en marcha la investigación, recoger pruebas.
Fowler meneó la cabeza.
– Esto es una cagada. Kindell nos ha oído hablar. Se ha enterado de lo que planeábamos.
Gutierez se encogió de hombros para dar a entender que se daba por vencido.
– De acuerdo. Vamos a seguir con el procedimiento habitual. Si ese cabrón quiere lloriquearle al abogado de oficio, será nuestra palabra contra la suya. -Miró a Tim y a Oso con el gesto torcido-. La de todos nosotros.
Tim se planteó la posibilidad de decir a Gutierez que lo último que deseaba esa noche era buscarle problemas, pero prefirió no hacer la mínima concesión.
Tras él, Mac ayudó a Kindell a ponerse en pie.
– No habéis estado aquí -dijo Harrison-. Vamos a respaldarnos unos a otros, pase lo que pase.
Oso lanzó un bufido de desagrado. De regreso a los vehículos, su aliento era visible en el aire.
– Eres un cabroncete con suerte -dijo Gutierez a Kindell, al tiempo que le propinaba un empellón entre el pecho y el hombro-. ¿Me has oído? He dicho que eres un cabrón con suerte.
– Déjame en paz.
Oso rodeó la camioneta, subió a ella y la puso en marcha.
Mac carraspeó.
– Tim, hombre, lamento mucho… Lamento todo esto. Da el pésame de mi parte a Dray. Lo siento mucho.
– Gracias, Mac -dijo Tim-. Se lo comunicaré.
Se montó en la camioneta y se marcharon. Los cuatro agentes y Kindell quedaron a su espalda, sus siluetas recortadas en destellos carnavalescos de color azul acuoso.