La sala de reuniones de Rayner era una resaca de emoción e intensidad. Robert y Mitchell paseaban arriba y abajo por lados opuestos de la gran mesa mientras el Cigüeña, que se daba masajes en la mano izquierda para ahuyentar un calambre y estaba tan radiante como si acabara de echar un polvo, permanecía sentado tranquilamente entre Rayner y Ananberg.
Aunque ésta se había remangado las mangas del fino jersey negro hasta los codos, las puntas del cuello de su blusa asomaban con perfecta pulcritud. Tim la sorprendió mirándole fijamente más de una vez, pero ella siempre desviaba de inmediato sus ojos, oscuros y brillantes.
Dumone estaba de pie, con una mano apoyada paternalmente sobre el hombro de Tim -un gesto que éste le permitió, incluso le resultó grato- y la otra cerrada en torno al mando a distancia con el que pasó en cámara lenta la explosión de la cabeza de Lañe en la pantalla de televisión suspendida del techo.
Primero los globos oculares de Lañe salían disparados de sus órbitas. La piel que le cubría el cuero cabelludo y la cara se hinchaba como un globo y estallaba, la mandíbula desgajada en un solo trozo. Luego daba la impresión de que su cabeza se disipaba toda al mismo tiempo, para después venirse abajo con la misma sensación de terror en cámara lenta que produce el inicio de una avalancha. El cuerpo de Lañe permaneció rígido en su asiento, descabezado a la perfección, con la corbata firmemente anudada al cuello de la camisa y un dedo hincado en la mesa con gesto vehemente.
La cámara hacía un giro vacilante al estilo de El proyecto de la Bruja de Man y mostraba a los técnicos corriendo de aquí para allá, a los tarados de la milicia y a Melissa Yueh, que observaba con una expresión de pasmo en estado puro acentuada por la rociada pastosa de materia gris que tenía en la mejilla, justo debajo del ojo abundantemente maquillado.
Dumone congeló la imagen. Ananberg tomó aire con fuerza, el pecho un tanto trémulo, los labios entreabiertos. Se recuperó de inmediato y su habitual expresión de estar de vuelta de todo volvió a regir sus rasgos, un gesto de gélida satisfacción. Rayner tenía la cara blanca, salvo por unos círculos de color que rodeaban sus mejillas. Apoyó los codos en la mesa, descansó la mandíbula sobre las manos entrelazadas y lanzó un sonoro suspiro.
Robert se cruzó con Mitchell y los dos entrechocaron las manos.
– Eso sí que es un puto genio.
La cara de Mitchell, menos crispada que la de Robert, se veía arrebolada de emoción.
– Qué maravilla. Había olvidado que una explosión mínima en el conducto auditivo externo puede producir una presión intracraneal masiva y abrir por la mitad una cabeza.
– ¿Veis? A eso me refiero. A eso mismo. -Robert se acercó a Tim y le dio un fuerte abrazo, poniéndole contra la cara la basta tela del hombro aderezada con nicotina. Lo estrechó una sola vez, bien fuerte, y luego lo soltó. Aunque Robert era varios centímetros más bajo que él, sin duda estaba más fornido, tanto que sus gruesos brazos y piernas parecían formar parte de un único bloque inmutable.
Tim dio un paso atrás para alejarse de él.
– Y ahora, ¿qué? ¿Vamos a hacer la ola y a duchar a Rayner con el contenido de la nevera de Gatorade?
La emoción era tal que su comentario pasó desapercibido. Dumone fue el único que reparó en sus palabras, y lo miró fijamente con sus solemnes ojos azules.
Rayner hizo un recorrido por las cadenas. Había avances informativos en todas.
«… Quizás una milicia rival o una operación del FBI…»El Cigüeña levantó los brazos como un predicador ambulante.
– Ya ha empezado.
– Desde luego esto va a dar que hablar -dijo Rayner-. Y contribuirá al efecto disuasivo de la pena de muerte.
Robert esbozó una sonrisa complacida.
– Sí, yo diría que hacer saltar por los aires la cabeza de ese hijoputa en horario de máxima audiencia ha enviado un mensaje la mar de claro.
– Tendrá tanta repercusión que podremos replegarnos un poco y dedicarnos a golpes más seguros y aislados a partir de ahora -sugirió Dumone-. Aun así, todo el mundo sabrá que es obra de la misma mano.
Robert se sentó por fin, aunque no dejó de menear la pierna ni de asir nerviosamente el grueso listín de teléfonos.
El hombre de a pie por antonomasia -encarnado en un tipo con chaquetón grueso y perilla- ofreció su opinión a un periodista fuera del encuadre:
– Me alegro, tío. El mal nacido ese, que se libró del peso de la ley por culpa de no sé qué… -las dos palabras siguientes, probablemente demasiado expresivas para la televisión, fueron eliminadas por sendos pitidos-. Ha sido ajusticiado tal como se merecía. Yo tengo tres hijos y no quiero que ande suelto un tipo así que, como todos sabemos, mató a un montón de críos. -Se inclinó hacia la cámara como si fuera a saludar a su madre-. Eh, al que se haya cargado a ese tipo: si me estás viendo, buen trabajo, tío. -Antes de que la imagen se cortara, mostró los dos pulgares hacia arriba.
– Bueno -dijo Ananberg-, ahí tenemos nuestra autorización moral.
– No seas tan esnob, Jenna -le advirtió Rayner-. No sólo nos importa la opinión de los jueces y los tertulianos listillos.
– Sí, hay que ver cómo odiamos a los tertulianos listillos.
Rayner hizo caso omiso de la pulla.
– Tendré preparado un expediente completo sobre la respuesta de los medios de comunicación para nuestra próxima reunión. ¿Qué tal el viernes por la noche?
Tim miró de soslayo el cuadro del hijo de Rayner, detrás del cual aguardaba la caja fuerte con el expediente del caso Kindell. Rayner siguió su mirada y le guiñó el ojo.
– Ya hemos visto dos casos. Quedan cinco.
– Habéis hecho un buen trabajo, chicos -les felicitó Dumone-. Tenéis que estar contentos.
– Claro -comentó Tim.
Robert y Mitchell esperaban junto a la camioneta Toyota. Al pasar, Tim reparó en los diminutos círculos limpios en la matrícula trasera, por lo demás mugrienta, justo alrededor de los tornillos, lo que indicaba un cambio reciente. Robert lo cogió por el brazo y le dio un apretón. Tim tuvo la impresión de que con un poco más de fuerza podría haberle partido el húmero.
– Vamos a tomar una copa -propuso Robert.
El Cigüeña se detuvo un instante, como si esperara a que la invitación se hiciera extensiva a él, luego subió a su camioneta y se marchó.
Tim se quedó junto a su coche.
– Venga -le animó Mitchell-. La copa de después de la operación. Las tradiciones así, hay que respetarlas.
Robert levantó el listín que había cogido de la casa y dejó que se abriera por la sección que tenía marcada con un pulgar: BODEGAS.
El gemelo se hizo a un lado y, tras vacilar unos instantes, Tim se colocó hacia la mitad del asiento delantero. Los hermanos se le pusieron uno a cada lado y cerraron las puertas al unísono. Mitchell conducía rápido y con maña. Tim estaba en medio, encorvado, porque la anchura de los dos pares de hombros de gimnasio no dejaban mucho espacio para su torso. Los deltoides se le hincaban a cada curva, haciendo que aflorara en su subconsciente la sensación de alivio al ver que Robert y Mitchell estaban, a todas luces, de su parte.
Mitchell se detuvo en la bodega que había a la salida de Crenshaw y entró en el establecimiento para salir de él al poco tiempo con una bolsa de papel marrón de la anchura aproximada de una docena de latas de cerveza que echó a la parte de atrás. Se quitó la vieja cazadora negra Members Only, enrolló un paquete de Camel en la manga de la camiseta blanca y volvió a subir a la camioneta.
– Fabricaste un explosivo de la leche -dijo Tim.
Mitchell no apartó la mirada de la carretera.
– Sé unas cuantas cosillas.
Condujo al límite de velocidad permitido, abriéndose paso por el laberinto del centro. Cuando salió de Temple, Tim cayó en la cuenta de adonde se dirigían. Llegaron a una imponente puerta de metal, la única entrada en la verja de tres metros que rodea Monument Hill. Por encima de la verja corrían tres cables paralelos a intervalos de unos treinta centímetros que emitían un zumbido grave. Mitchell bajó la ventanilla, sacó una tarjeta de acceso electrónica de la guantera y la asomó para ponerla delante del panel del lector de proximidad montado sobre un poste. La tarjeta emitió una serie de pitidos mientras buscaba la frecuencia correspondiente y luego la puerta se abrió con un chasquido acompañado del sonoro girar de su mecanismo interno.
Mitchell se dio unos golpecitos en el muslo con la tarjeta de acceso.
– Las llaves de la ciudad. Un regalito del Cigüeña.
Dejaron atrás el asfalto y entraron por un sendero de tierra muy hollado. La silueta de treinta metros de altura del Monumento a las Víctimas de la Oficina Regional del Censo escindía el cielo de un color púrpura oscuro por encima de sus cabezas. En la radio, Willie Nelson entonaba una canción dedicada a todas las chicas que había amado en otros tiempos.
Cuando Mitchell aparcó la camioneta, ni él ni Robert hicieron ademán de bajar. Reinaba una calma absoluta; sólo se apreciaba la oscuridad y el viento que ululaba al pasar a través del monumento.
– Has hecho un buen trabajo -dijo Robert sin prisas-. Pero no nos gusta que nos mantengan al margen de ese modo.
Tim, estrujado entre los dos, procuraba que no se le notara el malestar e intentaba decidir a cuál le iba a meter un codazo en la garganta primero en caso de que la situación se pusiera fea, cosa que parecía probable.
Robert le puso el listín de teléfonos en el regazo a su hermano.
– Enseña a nuestro amigo eso que haces. -Asintió en dirección a Tim-. Esto te va a gustar. Venga, Mitch. Vamos a verlo.
Mitchell frunció el ceño levemente. Cogió el listín y lo puso en equilibrio sobre las yemas de los dedos levantados para mostrar, igual que un mago a la hora de hacer un truco, sus más de siete centímetros de grosor. Luego lo asió por ambos lados con los pulgares a escasos centímetros de distancia. Hizo un movimiento de flexión y el listín cedió. Empezaron a temblarle los brazos y se le hincharon las venas del cuello. Los ocho nudillos se le pusieron blancos. Una grieta recorrió la cubierta del listín cual serpiente, un finísimo río blanco en un mar amarillo. Tenía el labio curvado, una franja de carne y bigote, los dientes al aire como un perro furioso. Empezó a faltarle el aliento. Se le inflaron los músculos de los antebrazos, pétreos y bien definidos, picos en cordilleras idénticas. Le temblaba todo el torso.
Mitchell emitió un sonido -más profundo que un grito, más controlado que un gruñido- y el listín se dobló con un agradable suspiro, rasgándose por la mitad, los bordes de la hendidura divididos en breves estratos de páginas igual que la piedra arenisca comprimida en la pared de un acantilado. Con el rostro cada vez menos enrojecido, lanzó los dos pedazos de listín sobre el salpicadero y se enjugó el sudor de la frente con la camiseta. El y Robert miraron a Tim desde ambos lados con una cierta superioridad de patio de colegio.
Mitchell se dio masajes en un antebrazo y luego en el otro. Levemente pecosos y cubiertos de vello rubio, eran casi tan gruesos como los bíceps de Tim.
– Hay que ver las cosas que les excitan, señoritas. -Tim tenía la camisa pegada a la espalda por causa del sudor, pero conservó un tono de voz tranquilo e indiferente-. Ahora que ha terminado la exhibición, ¿qué tal si echamos un trago y damos por concluida la jornada?
Tras una tensa pausa, Mitchell sonrió y Robert imitó a su hermano. La camioneta emitió un leve crujido de alivio cuando bajaron para hollar la cima de la colina. La tierra, maleable, de un color castaño rojizo, igual que la arcilla molida, estaba cuarteada por las roderas de vehículos industriales. Aquí y allá se veían caballetes para serrar y plataformas entre montones de planchas metálicas de la altura de un hombre. La brisa hacía aletear las gruesas lonas plásticas que los cubrían.
El concepto de Nyaze Ghartey -un árbol metálico, cada una de cuyas ramas representaba a uno de los niños muertos en el atentado, la copa extendida a guisa de protección como un paraguas- le había parecido a Tim pomposo y abstracto hasta lo repugnante, pero ahora no le quedaba más remedio que reconocer que la escultura poseía cierta resonancia. El armazón de la obra estaba prácticamente acabado, aunque las planchas de metal sólo lo cubrían en unas dos terceras partes. La estructura estaba recubierta de arriba abajo por un andamiaje de madera; la obra en sí emergía, orgánica y misteriosa, como un ser tenebroso en el interior de los rectángulos ordenados. Las hojas, metálicas y con la finura de las obras de Bernini, daban la impresión de mecerse en las ramas.
En una piedra desbastada a los pies del monumento se había cincelado media inscripción: Y LAS HOJAS DEL ÁRBOL ERAN…
A su izquierda permanecía dormido un foco similar a esos que proyectan un haz de luz de reclamo de un kilómetro y medio de altura en los estrenos cinematográficos y las ferias del automóvil más horteras. Tim apenas distinguía la pequeña abertura en el tronco del árbol a través de la que el foco iluminaría la escultura entera desde el interior con el proverbial millar de puntos de luz.
Hacer sombra al cartel de Hollywood era una tarea ambiciosa, pero lo habían conseguido.
Tim se acercó al vehículo y sacó tres cervezas Bud de la bolsa. Pasó una a Mitchell y ofreció otra a Robert, que declinó la invitación con la cabeza.
– No puedo -dijo, y rebuscó en la bolsa para sacar una cerveza sin alcohol.
Robert quitó la chapa con los dedos y vació media botella de varios tragos largos. Se quedó contemplando el árbol que tenían delante.
– Por lo general, no me gustan las mamarrachadas modernas -comentó-. Pero ésta no está mal.
– Parece de Braque -dijo Mitchell-. Todo planos y diferentes perspectivas. ¿Os suena Braque?
Robert y Tim negaron con la cabeza, y Mitchell restó importancia a la referencia encogiéndose de hombros con cierta inseguridad. Robert empezó a andar en círculo lentamente. Levantaba nubecillas de polvo con las botas e iba acercándose a su hermano como llevado por una suerte de atracción genética. Mitchell encendió dos cigarrillos y le pasó uno a Robert. Permanecieron el uno junto al otro, sólidos e inmóviles como dos triángulos invertidos de acero forjado, fumando sus Camel, Mitchell con el paquete de tabaco enrollado en la manga, Robert con el cuello de la cazadora subido, ambos tarareando Georgia on My Mind por debajo del mostacho como si nadie se hubiera molestado en decirles que la década de los años setenta ya era cosa del pasado. El rostro de Mitchell, aunque menos severo que el de Robert, revelaba cierta perspicacia, una agudeza que Tim no había detectado en él hasta el momento. Los gemelos estaban uno al lado del otro, pero el codo de Mitchell quedaba delante del de su hermano, y se le veía con los hombros erguidos mientras que los de Robert se inclinaban levemente hacia él en un gesto impreciso de deferencia.
Este levantó la cerveza y las tres botellas tintinearon en un brindis más bien sombrío.
– Un árbol iluminado está bien, pero no va a resolver una mierda -dijo-. ¿Sabéis lo que sería un bonito monumento conmemorativo?
Algo así con un hijoputa culpable que no haya sido condenado colgado de cada rama. Eso sí que me gustaría. Ésa es la clase de monumento que deberíamos levantar a las víctimas.
– Hay que regar el árbol con la sangre de la venganza -proclamó Mitchell.
Él y su hermano se rieron de su tono ceremonioso, de la poesía de pacotilla.
Tim se sentía claustrofóbico rodeado por los gemelos, no sólo por su corpulencia y proximidad, sino también porque su parecido resultaba inquietante. Mitchell se sentó en el suelo y Robert y Tim lo imitaron.
– Es deprimente ver cómo dan por saco a buena gente mientras los mayores hijos de puta campan a sus anchas, sin remordimientos, sin escrúpulos, sin…
– … Sin tener que pagar por ello -concluyó Mitchell.
– Sí. Después de la muerte de nuestra hermana, decidí que no iba a permanecer de brazos cruzados. De modo que ahora pienso plantar cara, aunque tenga que defender principios que antes no habría defendido. Se trata de un mal menor, y todo eso. He tomado una decisión y es la acertada. Y, desde luego, no voy a perder ni un segundo de sueño por los cabrones que ejecutemos. Ni un puto segundo. Los hombres como nosotros debemos mantener la firmeza y el compromiso. No hay que ceder ante putillas remilgadas como Ananberg. -Robert echó atrás la cabeza y lanzó un haz de humo hacia la luna; unos círculos de tierra mancharon los codos de su cazadora de tela vaquera-. Creo que ahora lo veo todo con más claridad. No me cabe duda de lo que hace falta hacer. Nos vemos en una… en una…
– … Tesitura… -sugirió Mitchell.
– … En la que estamos jodidos si hacemos algo y nos joden si no lo hacemos.
– Dicen que los cínicos más recalcitrantes son los idealistas frustrados -comentó Tim.
Mitchell acabó la cerveza y abrió otra.
– ¿Te parecemos cínicos?
– No sé lo que me parecéis.
Una ráfaga de viento hizo gemir el andamiaje y levantó nubes rojizas del suelo.
– No sabes las ganas que teníamos de empezar -confesó Robert-. Lo más jodido es esperar. Uno se encuentra con que asesinaron brutalmente a su hermana pequeña y se ve…
– … Enfangado…
– … En la nada. Hay que esperar a las investigaciones, esperar a que encuentren un sospechoso, esperar los informes forenses, la primera vista, y luego la siguiente, y la siguiente… -Robert meneó la cabeza-. Eso es lo que más me jode.
– Ahora, por fin, ya no tenemos que seguir esperando -dijo Mitchell.
Tim sopesó sus palabras en silencio.
– La próxima vez, déjanos participar más -continuó Mitchell-. Estaremos a la altura. Nos ganaremos tu confianza.
La táctica de intimidarlo con el numerito del listín no había dado resultado, de modo que pasaron al plan B: congraciarse con él, lo que no surtió mejor efecto en Tim.
– Ya veremos.
Robert se inclinó hacia delante y dijo:
– ¿Qué pasa? ¿No te ha parecido bien nuestro trabajo?
– Vuestro trabajo ha sido bueno. Excelente, incluso.
– Entonces, queremos tornar parte en la ejecución. No nos lo puedes negar. No vamos a permitir que nos lo niegues. -Mitchell lanzó a Robert una mirada penetrante, pero éste no captó la indirecta porque observaba a Tim de cerca-. Podemos ayudarte con el caso de tu hija -continuó-. Con Kindell. Antes de que votemos, si quieres, Mitch y yo podemos hacerle una visita, asustarle un poco, machacarle el codo, retorcerle un testículo, o los dos. Conseguiremos la información que quieras. Quién sabe, incluso podríamos tener una charla de tú a tú con el gilipollas de su abogado.
Tim, incrédulo, se le quedó mirando mientras intentaba poner las ideas en claro.
– Eso es justo lo contrario de lo que tenemos que hacer. -A juzgar por sus caras, la ira que destilaba su voz era pasmosa-. No se trata de una operación a cualquier precio. Lo nuestro no es la premura ni el desprecio por la ley. Ninguno de vosotros dos tiene ni puta idea de cuáles son los principios de la Comisión. ¿Y os preguntáis por qué soy reacio a que participéis de forma directa?
Para sorpresa de Tim, ninguno de los dos hermanos se puso a la altura de su ira. Robert escarbó la tierra con un palo.
– Tienes razón -dijo en voz queda-. Lo que pasa es que el caso de tu pequeña, el caso de Virginia… -Entornó los ojos sin llegar a hacer un gesto de dolor propiamente dicho-. Lo de tu hija nos destrozó. Me rompió el puto corazón.
La reacción de Robert fue genuina, sin los visos de manipulación que Tim había percibido en las maniobras previas de los hermanos. El semblante de compasión lo sorprendió hasta tal punto que su ira mermó de inmediato, dejándolo únicamente con la pena que veía reflejada en ambas caras. Se puso a juguetear con la chapa de la botella para tener algo que mirar.
– De vez en cuando, por muchas cosas que hayas visto, un caso se filtra por los resquicios de la armadura y te alcanza. -Mitchell hablaba con voz rasposa-. Al menos nuestra hermana vivió unos cuantos años antes de que la mataran. No se puede decir lo mismo de tu pequeña.
El rostro de Robert, iluminado por la luz lejana del centro de la ciudad, se veía de una dureza pétrea, ya fuera por causa de la furia o de la pena enquistada.
– La vi en la tele, en unas imágenes que pasaron. Ésas en las que iba vestida de calabaza, con un disfraz tan grande que tropezaba una y otra vez.
– La víspera de Todos los Santos, en dos mil uno. -La voz de Tim era tan queda que apenas resultaba audible-. Mi mujer intentó coserle el disfraz. No se le dan muy bien esas cosas.
– Era una chica estupenda, Virginia -dijo Robert con una terquedad casi agresiva-. Aunque apenas la vi unos instantes, saltaba a la vista.
Tim entendió por vez primera que los hermanos no se limitaban a justificar sus ansias de matar criminales, sino que se habían tomado la muerte de Ginny como algo personal, al igual que todos y cada uno de los casos de la Comisión. Su hermana había quedado suspendida en el tiempo, atrapada en una especie de guión infernal, asesinada de nuevo cada vez que un criminal eludía la acción de la justicia. Aunque eso los convertía en aspirantes poco aptos a una causa que exigía objetividad y circunspección, Tim no pudo por menos de reconocer una cierta gratitud por su emotividad en bruto. Por fin entendió el deje de afecto, de admiración, incluso, que traslucía la voz de Dumone cuando hablaba de ellos. Lloraban a los muertos con la pureza de un animal herido, sin complicar sus sentimientos con cuestiones legales o éticas. Tal vez lloraban a los muertos tal como a Tim y Dumone les habría gustado ser capaces de llorarlos.
Las palabras de Robert lo distrajeron de sus pensamientos.
– Tenía ese aspecto, tío -continuó-, ese aspecto que se empeñan en perseguir los cabrones, como si fuera demasiado pura para durar mucho tiempo en esta mierda de mundo. -Acabó la cerveza y tiró la botella, que se hizo añicos contra un montón de planchas de metal-. Beth Ann tenía el mismo aspecto.
Agachó la cara para apoyarla contra las yemas del pulgar y el índice, y permaneció en esa posición, apretándose los ojos, sin decir nada. Mitchell se inclinó hacia él, le cogió el cuello con una mano y tiró de él hacia delante hasta que las frentes de ambos se tocaron.
Tim los observó con el rostro entumecido de temor.
– La cosa no mejora con el tiempo -afirmó, aunque su intención había sido preguntarlo.
Robert levantó la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos de tanto frotárselos, pero no había lágrimas en ellos, sino ira. El viento hizo crujir el oscuro andamiaje a sus espaldas.
Mitchell se echó hacia atrás y apoyó los codos en la tierra, la cara apenas visible en la penumbra.
– La agresión sexual de un violador excitado y furioso suele durar unas cuatro horas -dijo-. Beth Ann no tuvo tanta suerte.
Tras esas palabras, bebieron en silencio.
Después de que Mitchell lo llevara hasta su coche, Tim regresó a su apartamento con buen cuidado de respetar las señales y no superar el límite de velocidad. En la radio no hablaban más que de la ejecución. A juzgar por las caras de los demás conductores, era evidente quién escuchaba las noticias y quién las comentaba por el móvil. Incluso notaba algo distinto en el ambiente, como si la propia ciudad hubiera recibido una descarga de adrenalina, absorbida por osmosis a partir de las repercusiones que había tenido la muerte de Lañe. La noche parecía emocionante y emocionada, imbuida de la animación del riesgo y las apuestas elevadas. La proximidad de la muerte hacía que los sentidos estuvieran a flor de piel.
Joshua cruzaba el vestíbulo con un marco minuciosamente labrado. Al entrar Jim, se detuvo y lo dejó en el suelo. En su minúscula oficina parpadeaba la luz azulada de la televisión, como siempre.
– ¡Espere! ¡Espere! -gritó, como si Tim quisiera huir-. Tengo unos documentos para usted. -Joshua apoyó el marco en la pared y entró en el despachito, para volver a salir con un contrato de alquiler a nombre de Tom Altman, siempre tan digno de confianza.
Con un dedo en el que llevaba una ágata inmensa apoyado en un lado de la barbilla, esperó a que Tim le echara un vistazo:
– Le queda bien la barba.
– Gracias.
– ¿Ha oído en las noticias lo del tipo al que le han reventado la cabeza?
– Algo han dicho en la radio.
– Un fascista menos. -Joshua se llevó la mano a la boca para sofocar un suspiro teatral-. Ahora sólo quedan cincuenta millones.
Una vez arriba, Tim entró en su apartamento y notó lo estéril del aire que contenía. Le llevó unos diez minutos erradicar la barba en ciernes con agua caliente y navaja.
Abrió la ventana y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas pensando en lo que tenía en la vida a sus treinta y tres años. Un colchón, una mesa, un arma, balas. Un coche con matrícula falsa que antes pertenecía a un traficante de droga.
Aunque no estaba sucia, volvió a limpiar la pistola, la lubricó, la pulió y pasó un cepillo por los agujeros del tambor. Cada golpe de cepillo lo acompañaba con una palabra que describía lo que bien podría haberle hecho a Kindell en el garaje. Asesinarlo. Matarlo. Ejecutarlo. Sacrificarlo. Destruirlo. Destriparlo.
La ejecución de Lañe no sólo había enmendado un error judicial, se dijo, sino que lo había acercado un poco más a Kindell. Y al secreto de la muerte de Ginny.
Tras comprobar el buzón de voz del Nokia, le sorprendió lo intenso de su decepción al no encontrar ningún mensaje. Dray no le había llamado después de que le dejara las notas en casa, lo que le dolió profundamente. La ausencia de llamadas también daba a entender que ella no había obtenido más información sobre el caso. Cuando la telefoneó, respondió el contestador. Volvió a llamar para oír de nuevo su voz y luego colgó.
Se encontró marcando el teléfono de Oso.
– ¿Dónde coño has estado, Rack?
– Aclarándome las ideas, supongo.
– Bueno, pues acláratelas rapidito. Esto de que desaparezcas no le hace mucha gracia a Dray, ni a mí tampoco.
– ¿Qué tal está? -Ahora caía en la cuenta de su auténtica motivación para llamar a Oso. Tim Rackley, todo un artista de la dinámica social adolescente.
– Pregúntaselo tú -respondió Oso-. Y ya que estamos, ¿cuál es tu número de teléfono?
– Aún no tengo número. -Tim se acercó a la ventana abierta-. Te llamo desde una cabina. Estoy buscando un domicilio algo más permanente.
– Quiero verte.
– Ahora no es el mejor…
– Escucha, o accedes a verme, o voy a buscarte hasta dar contigo. Y ya sabes que soy capaz. ¿Qué prefieres?
La brisa, contaminada por el calor de la cocina que daba a la callejuela, se llevó el olor rancio de la habitación, aunque el alivio no fue sino una sensación temporal. Tim respiró la amalgama de aire fresco y caliente. El tacto lejano de un dolor de cabeza le palpó las sienes.
– Muy bien -dijo Oso-. En Yamashiro, cenamos a primera hora, mañana a las cinco y media.
Oso colgó antes de que Tim tuviera oportunidad de responder.
Se quedó tumbado en el colchón, rodeado por la oscuridad. Cuando se durmió, empezó a soñar con Ginny. Se reía de él, los dientes infantiles y espaciados cubiertos por sus deditos.
No consiguió averiguar por qué.