Puesto que la cara del Cigüeña estaba en todas las pantallas y todos los umbrales de todos los edificios del Estado, le habría resultado difícil huir en los dos días anteriores. Sus rasgos característicos le restaban posibilidades a la hora de disfrazarse, y Tim no había visto ningún indicio de que sus habilidades técnicas se hicieran extensivas a su capacidad para la simulación facial. Supuso que estaría amadrigado en su escondite, a la espera de que la incapacidad de los medios para seguir una noticia más allá de unos pocos días empezara a hacerse notar. Luego todo volvería a girar en torno a ataques de tiburones o grupúsculos terroristas, y él podría coger un avión rumbo a algún sitio con cantidad de arena y cócteles con sombrillitas.
La casa estaba aislada, tal como había supuesto Tim, y ubicada al fondo de una extensa parcela cubierta de follaje. El domicilio del Cigüeña, situado al cabo de una calle sin salida en la que había tres casas, estaba a la sombra de una colina sorprendentemente empinada, tanto, que debía de ser eso lo que había evitado que la zona fuera urbanizada en mayor medida. No se veía ningún número al lado de la puerta principal, ni en el buzón, ni pintado con aerosol junto al bordillo de la acera. La casa de la derecha estaba a la venta. La única ventana que se veía desde la perspectiva de Tim daba a una habitación vacía. Una reforma radical había echado por tierra la casa de la izquierda, reduciéndola a unos cimientos inyectados a presión.
Agazapado junto a un contenedor de la construcción, se sirvió de un par de prismáticos compactos para escudriñar el follaje del patio delantero. Al menos dos cámaras de seguridad despuntaban del manto de hojas, encaramadas sobre finos mástiles de metal pintados de verde camuflaje. Fue inspeccionando el jardín por sectores y detectó otra cámara entre el follaje, así como dos sensores de movimiento. Las ventanas estaban enrejadas por dentro y la tremenda puerta principal parecía de roble macizo. Aunque el patio trasero estaba oculto tras una verja, desde la cima de la colina tendría una buena perspectiva de la parte posterior de la casa.
El crepúsculo daba a la calle una textura granulada y le imponía el leve desenfoque de los documentales bélicos y las desvaídas fotografías en blanco y negro. En alguna parte, a kilómetros de allí, el rumor de las olas alcanzó una intensidad audible.
Tim se las arregló para subir la colina por detrás de la casa. Avanzó a paso firme y ligero, agachándose allí donde calculaba que podían detectarlo los objetivos de las cámaras o los haces infrarrojos. Tuvo que sortear como un acróbata una zona vigilada por sensores de movimiento sincronizados cerca del costado de la casa, y luego comprobó que el trayecto hasta la cima estaba despejado. Para no tener que preocuparse por que se le cayera el arma, se la volvió a meter en la funda que llevaba al cinto.
Se tumbó boca abajo e inspeccionó el jardín trasero a la luz cada vez más escasa, arrepintiéndose de haber dejado las gafas de visión nocturna con el resto del equipo de guerra en el maletero del Acura. Si algo bueno tenía la verja, que llegaba a la altura del pecho y estaba coronada por un alambre de espino en espiral, era que se ceñía a las normativas de altura de cercas y vallados en zonas residenciales. Con barrotes de hierro a juego, las ventanas de atrás parecían igualmente impenetrables que las anteriores. Una colonia virtual de cámaras de seguridad enfocaba la puerta de atrás cual atentos perrillos de las praderas. Alcanzó a ver un detector de movimiento junto a la puerta trasera, una caseta de perro ominosamente tranquila bajo un manto de sombra y heces de can en el césped, cuyo contorno tenía forma de riñón.
Sin dejar de vigilar por si aparecía algún chucho, fue avanzando colina abajo y dirigió los prismáticos hacia la puerta posterior, casi oculta tras la gruesa rejilla de la pantalla de seguridad. Una sola lámina de vidrio enmarcada por un grueso montante de madera. Aunque no podía confirmarlo desde donde se encontraba, le pareció que los márgenes del vidrio llevaban una cenefa oscura, una capa de plexiglás característica de los cristales a prueba de balas. Un dispositivo de protección cubría la cerradura y solapaba el marco de forma que no se pudiera abrir la puerta con una tarjeta de crédito; eso, y las bisagras a la vista, indicaba que la puerta se abría hacia fuera. La cerradura en sí albergaba una serie de cerrojos con inmensas bocallaves, probablemente hechos a medida.
No esperaba menos del Cigüeña.
El vidrio a prueba de balas daba a un lavadero y a otra puerta cerrada, ésta maciza. Dos círculos lustrosos en la segunda puerta sugerían cerraduras estándar, probablemente Medeco, con dispositivo antirrobo. Un relumbre de metal cerca del pomo indicaba la presencia de un recubrimiento magnético que la reforzaba frente al uso de una palanqueta. Habría apostado a que ambas puertas contaban con hembras reforzadas, largos tornillos para protegerlas ante la posibilidad de una entrada por la fuerza.
Tenía un buen trabajo por delante.
Estaba a punto de retroceder cuando se encendió una luz en el interior de la casa, revelando una amplia mesa sobrecargada de teclados y monitores de ordenador y rodeada por una suerte de jaula cubierta con una malla de cobre. Apareció el Cigüeña con un pijama azul cielo, entró en la jaula arrastrando los pies y se sentó delante del cúmulo de aparatos.
Tim permaneció tumbado en la oscuridad sin apartar la mirada de aquel hombre que había tenido que ver con el desmembramiento de su hija. Notaba cómo le latía el corazón en las yemas de los dedos, los oídos; toda su piel parecía moverse impulsada por el aumento de la frecuencia cardíaca. Imaginó al Cigüeña tras un teleobjetivo, enfocando tranquilamente mientras Kindell salía de su casucha con paso vacilante y los muslos manchados con la sangre de Ginny para… ¿para qué? ¿Aullar a la luna? ¿Respirar el aire fresco? ¿Recuperar el aliento para seguir dándole a la sierra? Al Cigüeña debía de darle lo mismo; seguramente desmontó la cámara con todo cuidado, alojó las piezas entre la espuma del estuche y recogió el cheque.
El Cigüeña tecleó unos momentos y luego hizo una pausa para desentumecer las manos agarrotadas. A través de las ventanas enrejadas, Tim le vio reanudar el trabajo antes de retirarse colina arriba.
Le llevó casi diez minutos desandar sus pasos sin hacer saltar ninguna alarma ni cruzar por delante de los objetivos. Se sentó en su coche a unas manzanas de allí para pensar y lamentó haber dejado de mascar tabaco, porque necesitaba algún gesto físico que reflejase su actividad mental.
Aunque era bastante hábil con la ganzúa y la palanqueta, no poseía la sutileza ni la preparación del Cigüeña. No tenía la menor oportunidad frente a semejantes cerraduras.
La sutileza tendría que irse al carajo.
Pagó en efectivo en el mostrador de la ferretería Ace, donde invirtió la mayor parte de lo que le había dado Dray. La cajera, una vieja bruja con las manos ásperas de un jardinero veterano, llamó de un silbido a un compañero para que ayudara a Tim a llevar la compra hasta el coche. Este rechazó su ayuda y metió todo el equipo en una enorme bolsa de lona que había sacado de un cubo lleno a rebosar en el pasillo cinco de la ferretería.
– Debe de ser un proyecto de cuidado. -A la mujer le olía el aliento a enjuague bucal barato.
Tim se echó la bolsa al hombro.
– Desde luego que sí.
A Tim, atravesar el patio delantero del Cigüeña por el sendero adecuado le resultó más difícil con la voluminosa bolsa a la espalda, sobre todo en plena noche. No había modo de sortear los sensores de movimiento sincronizados a un lado de la casa, y no tenía paciencia ni herramientas para colocar un espejo que reflejase el haz infrarrojo sobre sí mismo. En vez de eso, sacó un espejito de afeitar de la bolsa, lo hizo pedazos y desvió el rayo momentáneamente con un fragmento para untar la carcasa de vaselina.
Tras la tediosa tarea de arrastrarse y arrastrar el equipo, llegó al puesto de vigilancia en la ladera de la colina. El esfuerzo y el pesado chaleco lo dejaron cubierto de sudor. A sus pies, el Cigüeña seguía trabajando al ordenador vestido con su pijama azul. Por lo visto, hablaba consigo mismo. Transcurridos unos minutos, Tim oyó el timbre estridente de un teléfono y el Cigüeña contestó a un móvil encima de la mesa, aunque, al parecer, no había nadie al otro extremo de la línea. Meneó la cabeza al caer en la cuenta de que había cogido el teléfono que no era y volvió a posar el móvil. Tras levantarse del taburete detrás de los monitores, fue a la cocina aneja.
Tim comprobó la bolsa para asegurarse de que contaba con todo lo necesario y además lo tenía bien ordenado. A continuación inició un sigiloso descenso hasta la verja trasera. Se colocó un aerosol de autodefensa al cinto, comprobó el arma y sacó del bolso una manta aislante. Se veía al Cigüeña en la cocina, sentado en una banqueta, tomando zumo por una pajita al tiempo que se inclinaba para hablar por el auricular de un teléfono fijo en la pared. Consiguió abrir entre aspavientos el tapón de un frasco y tomó unas cuantas pastillas sin dejar de frotarse las manos artríticas.
Respiró hondo y lanzó la bolsa de lona por encima de la verja. La hierba amortiguó su caída, pero, aun así, oyó un súbito movimiento dentro de la caseta del perro. Desplegó la manta aislante sobre el alambre de espino y sorteó la verja en el momento en que un dóberman se lanzaba hacia él enseñando los dientes. Cayó al suelo y cogió el aerosol al tiempo que el perro iniciaba un largo salto con los colmillos fuera. Lanzó una rociada y esquivó al animal, que se introdujo por sí mismo en la nubecilla tóxica, quedando los gruñidos reducidos a meros gemidos. El perro rodó por el suelo e intentó frotarse los ojos con las patas mientras emitía un quejido arrastrado similar a un relincho.
Tim se colgó la bolsa del hombro y echó a correr camino de la puerta de atrás. Reventó con una palanqueta la pantalla de seguridad, que cedió con un grato chasquido metálico y osciló sobre sus bisagras. Hincó una rodilla y empezó a sacar material de la bolsa. Mientras colocaba en el taladro eléctrico una ancha broca circular, oyó movimiento en el interior de la casa: el Cigüeña se acercaba a paso vacilante.
Tras atravesar el lavadero, el Cigüeña se detuvo para echar un vistazo por el vidrio de la puerta trasera.
– Me alegro de que me haya encontrado, señor Rackley, porque no conseguía dar con usted. Robert y Mitchell se han vuelto completamente locos.
– Abre y vamos a hablar.
– De algún modo me he visto involucrado, pero yo…
– Ya sé que estás involucrado. Sé que te encargaste de abrir la cerradura en casa de Rhythm.
– Ahora mismo iba a decirle que Robert y Mitchell me coaccionaron para que les ayudara. No era mi intención, pero me amenazaron con matarme y qué sé yo. Lo hice con un arma apuntándome a la cabeza. Les dije que no volvería a colaborar.
– También sé que tuviste que ver con la muerte de mi hija.
Al Cigüeña le flaqueó el cuerpo entero, echó los hombros adelante y agachó la cabeza.
– No fue idea mía. Ni lo elegí yo. Intenté advertirles que no lo hicieran, les dije que sólo provocaría…
– ¿Dónde están? ¿Adónde se han llevado a Kindell?
– No he estado en contacto con ellos. Se lo juro, señor Rackley. No sé dónde están. -Volvió la mirada hacia el dóberman, que seguía rodando por el césped, junto a la verja trasera-. ¿Qué le ha hecho a Gatillo? -Se le aceleró la respiración-. Dios, mi casa, ¿cómo ha…? -Lo recorrió un escalofrío-. ¿Por qué habría de confiar más en usted que en ellos?
– Esto acaba aquí, Cigüeña. Es hora de que respondas ante mí. Y ante las autoridades.
– No voy a dejarle entrar. No pienso permitir que me entregue. -La voz chillona del Cigüeña no hizo gran cosa por disimular su pánico.
Tim levantó el taladro. Con un intenso chirrido, se abrió paso a través del cristal a prueba de balas y dejó un limpio agujero del tamaño de un posavasos junto al pomo, por el lado del montante de madera. A continuación puso en marcha una sierra eléctrica con empuñadura de pistola.
– ¡Comete un terrible error! -gritó el Cigüeña.
Tim soltó el gatillo y dejó que guardara silencio el filo convulso.
– Tengo pruebas contra usted, señor Rackley, ¿o acaso no le importa? -Al Cigüeña le caían por las mejillas goterones de sudor que le nacían de la cima de su cráneo pelado-. Usted fue quien cometió los asesinatos en realidad. Yo no era más que el técnico. Si me entrega, me iré de la lengua, y su vida también habrá terminado.
Tim volvió a poner en marcha la sierra; el Cigüeña dio un paso adelante y lanzó un grito al tropezar con una pulcra hilera de zapatos dispuestos al lado de la lavadora. Tenía el rostro de un tono rojo atomatado. Tim empezó a cortar el vidrio a prueba de balas, que no opuso mucha resistencia. Llegó a la madera del travesaño, y el zumbido de la sierra alcanzó un tono más agudo. El filo había empezado a paralizarse; las sierras mecánicas eran más adecuadas para el cristal a prueba de balas, pero también resultaban mucho más estruendosas.
El Cigüeña se había echado contra el cristal, a escasos centímetros de Tim, y le suplicaba. Éste paró la sierra y cambió el filo.
– Participaste en los preliminares de la muerte de mi hija. Te quedaste allí sentado y sacaste fotos mientras la cortaban en pedazos. Voy a entrar. Voy a hacerte hablar. Y no pienso dormir, ni comer, ni descansar hasta que los tres hayáis pagado por lo que hicisteis.
– ¡Basta! ¡Por el amor de Dios, basta! -El Cigüeña apretaba las manos y la frente contra el vidrio a prueba de balas, dejando manchas. Estaba jadeando y su aliento empañaba el cristal aquí y allá. Le temblaban los hombros, y su nariz, curiosamente pálida, era una mera pincelada blanca en el rostro enrojecido. Por lo visto, estaba llorando-. Sólo quiero que me dejen en paz. De todos modos, desde que filtró mi nombre a la prensa, ya no puedo dar ni un paso. No voy a hacer nada. Ni siquiera saldré de casa. Sólo quiero vivir aquí, a solas.
Tim volvió a poner en marcha la sierra y se echó hacia delante.
La expresión del Cigüeña cambió repentinamente y recuperó su habitual semblante inescrutable: había acabado la representación. Se apartó de la puerta, sacó una Luger que llevaba metida en la cintura del pijama y disparó a través del agujero en el vidrio directamente contra la boca del estómago de Tim.
La fuerza del disparo le hizo caer de los peldaños de cemento. Retrocedió otros dos pasos y quedó tendido sobre el césped. A pesar del dolor punzante, consiguió rodar dos veces de costado para quedar fuera del limitado ángulo de tiro de la Luger por el agujero. Intentó gritar pero no lo consiguió; intentó coger aire pero no pudo.
Con la boca abierta, dio unas sacudidas moviéndose de la cabeza a los pies; sus entrañas eran un denso nudo de dolor que no le permitía coger aliento. Surgió de su boca un gañido gutural que sonó extraño a sus propios oídos. Lanzó patadas y se golpeó contra el suelo como un pez contra la cubierta de un barco. El Cigüeña lo observó con curiosidad, subiéndose las gafas de vez en cuando con los nudillos.
– No iba a permitir que acudiera a las autoridades, ahora que ya sabe dónde vivo, señor Rackley. Seguro que se hace cargo.
Tim intentó quitarse la cazadora a manotazos, aturdido aún, forcejeando aún, constreñido aún desde el cuello hasta las entrañas. Su interior sufrió un espasmo y se relajó al mismo tiempo; entonces consiguió coger una bocanada de aire frío que le hizo toser de inmediato. Al borde de la hiperventilación, se puso a cuatro patas para toser, inhalar y coger aire a sorbos. Le goteaba la nariz, y pendía un reguero de saliva de su labio inferior. Tenía la sensación de que le acababan de golpear en el estómago con un martillo de demolición.
Se puso en pie; el Cigüeña lo observó pasmado.
Sin poder evitar un gesto de dolor al sacar primero un hombro y luego el otro, Tim se quitó la cazadora. Fue entonces cuando el Cigüeña vio el chaleco antibalas. Se le desorbitaron los ojos en un gesto casi cómico de pánico renovado, y emitió un gritito. Se dio la vuelta y cruzó el lavadero a la carrera para dar un portazo a su espalda. Tim le oyó echar cerrojos y arrastrar sillas.
Se acercó de nuevo a la puerta con zancadas firmes y furiosas. No dejó de notar ni un solo segundo el estómago dolorido mientras, en sentido descendente a partir del orificio, serraba el vidrio hasta alcanzar el travesaño inferior de madera. Propinó una patada a la puerta, que se partió. Al salir disparada la mitad del vidrio, quedaron perfectamente insertados en la jamba un tramo del montante, una fina pestaña de vidrio a prueba de balas y un montón de cerrojos. Tim pasó por el hueco con la bolsa a rastras.
Apenas había dado tres pasos cuando lo detuvo la puerta maciza del lavadero. Tenía refuerzos de acero y, tal como había supuesto, ambas cerraduras eran Medeco.
Al otro lado, oyó los movimientos aterrados del Cigüeña.
– Lo siento. Pero me ha asustado, lo cierto es que me ha asustado. Tengo dinero, cantidad de dinero. En metálico. Lo guardo aquí, casi todo. Puede llevarse… puede llevarse lo que quiera.
Tim quitó la broca circular del taladro y colocó una punta de carburo. Las cerraduras Medeco tenían cojinetes de bolas reforzados y accesorios de inserción de acero endurecido que habrían dejado inservible cualquier broca normal.
Cogió el pomo de la puerta y una sacudida eléctrica volvió a lanzarlo al suelo. Se apoyó contra la pared junto a la puerta trasera partida y, con la lengua y los dientes entumecidos, meneó la cabeza al tiempo que se cogía el brazo para evitar que siguiera temblándole.
El astuto cabrón había conectado el pomo a la corriente.
Se puso en pie y se apoyó en la lavadora hasta que se le pasó el vértigo. Lo recorrió una leve sensación de náusea que, al desaparecer, sólo le dejó el recuerdo de un intenso dolor en el abdomen, una pulsación que se le propagaba hasta la vejiga y el pecho cada vez que cogía aire.
El Cigüeña se había quedado en silencio al otro lado de la puerta.
Tim hurgó entre el montón de calzado y apartó las diminutas deportivas del Cigüeña y un par de mocasines gastados. Una bota de paseo que encontró al fondo, con la suela de caucho manchada de un polvo rojizo, le serviría. Introdujo la empuñadura del taladro en la bota, la cogió como mejor pudo y se sirvió de un cordón para atar el gatillo.
Al reanudarse los gemidos del taladro, el Cigüeña empezó a suplicar de nuevo:
– Concédame al menos quince minutos y me largaré de la ciudad. No volverá a verme en la vida. ¡Por favor!
Tim dirigió la punta de carburo contra el núcleo de la cerradura, directamente sobre la bocallave. Saltó una prolongada lluvia de chispas como la de unos pequeños fuegos de artificio a medida que el taladro avanzaba, iba eliminando las piezas de la cerradura y descabalaba tumbadores y muelles. Cuando hizo una pausa para limpiarse las manos recalentadas en los vaqueros, le dejaron manchas rojas de la suela de caucho mugrienta. Coger el taladro con la bota de por medio no era tarea fácil; para cuando acabó con la segunda cerradura, la cuña del aparato humeaba y tenía los antebrazos agarrotados.
Sacó la pistola y propinó una patada a la puerta, que se abrió de golpe y lanzó una silla apuntalada hacia el salón. De un enchufe salía un cable de lámpara cortado cuyo extremo opuesto estaba pelado y sujeto con cinta adhesiva al pomo.
Ni rastro del Cigüeña.
Oyó quejidos al fondo de la casa, así que cruzó el salón en dirección al pasillo posterior con los codos en posición y el 357 adelantado. La casa estaba abarrotada de trastos. Tres cestos de ropa llenos de cerraduras reventadas y taladradas. Una hilera de máquinas para hacer llaves colocadas unas al lado de las otras, cada una de ellas un barullo amenazante de brazos, palancas y dientes. Gafas de protección colgadas de ruedas bruñidoras. Soldadores. Cajas de distintos tamaños llenas de interruptores, enchufes y arandelas. Aparatos con múltiples antenas que ofrecían un aspecto curiosamente vital.
Avanzó con suma precaución, evaluando todo lo que había a su alrededor en busca de alguna trampa.
La voz del Cigüeña resonó desde el otro extremo del pasillo:
– No me detenga, por el amor de Dios. Alguien como yo no lo resistiría. No aguantaría ni un segundo en la cárcel. -Las palabras fueron deteriorándose hasta resultar ininteligibles.
Unos veinte centímetros por encima del suelo del pasillo, justo antes del recodo, Tim vio el brillo de un finísimo cable y tuvo buen cuidado de no tocarlo al pasar.
El cuarto de baño a la vuelta de la esquina estaba vacío, igual que el estudio delante de éste. Tim rastreó el tenue lloriqueo hasta el cabo del pasillo. Otra puerta cerrada, ésta de madera maciza. Se pegó a la pared por el lado del quicio. Cuando tendió la mano y llamó, el lloriqueo se convirtió en un chillido.
– Váyase, por favor. Lamento haber intentado matarlo, señor Rackley. No puedo ir con usted y ser detenido. No puedo.
– ¿Adonde se han llevado Robert y Mitchell a Kindell?
– No pienso decir nada. No voy a ir a la cárcel. No pienso ir a la cárcel. Le juro que… -Sus palabras se interrumpieron de improviso y dejaron paso a un silencio mortal.
– ¿Cigüeña? ¿Cigüeña? ¡Cigüeña!
No hubo respuesta.
Transcurrido otro minuto de silencio, Tim hizo ruido de pasos sin moverse del sitio para ver si así le incitaba a disparar. Pegó un taconazo a la puerta, pero eso tampoco provocó ninguna respuesta. Le dolía el estómago. Tal vez se había roto una de las costillas inferiores. Aún notaba un cosquilleo en el paladar por efecto de la descarga eléctrica. Sentía un dolor punzante en el hombro.
Se deslizó pared abajo hasta quedar en cuclillas, con la pistola suspendida entre las piernas, y aguzó el oído.
El silencio era absoluto.
Volvió a ponerse en pie y se esforzó en ahuyentar el dolor, en centrar la atención. Girando sobre sí mismo, propinó un puntapié a la puerta justo al lado de la cerradura, pero no cedió. Retrocedió unos pasos y se cogió el tobillo mientras maldecía. El pie se le había quedado hecho polvo.
Desanduvo sus pasos por el pasillo con buen cuidado de no tropezar con el cable, cogió un par de ganzúas acanaladas y regresó. Haciendo todo lo posible por mantenerse a un lado de la puerta, aferró el pomo y lo giró con fuerza para hacer saltar las arandelas y hurgar en los cilindros. Luego pegó la espalda al quicio, hizo de tripas corazón para ahuyentar los diversos dolores y se preparó para entrar.
A la de dos.
Esta vez la puerta cedió ante la fuerza de la patada. Irrumpió en la habitación e hizo un barrido de izquierda a derecha con el 357.
El Cigüeña estaba recostado contra la pared opuesta, hecho un ovillo debajo de la ventana, con la Luger en el suelo delante de sí. Tenía las piernas encogidas debajo del cuerpo, un brazo en torno a una rodilla, una mano aferrada al pecho. Se le veía el rostro de un intenso color rojo, cubierto de sudor reseco, la boca entreabierta. Las gafas se le habían descolgado de una oreja y le caían al sesgo sobre la cara.
Tim apartó el arma de una patada, le tomó el pulso y no notó salvo la piel pegajosa y lánguida. El débil corazón del Cigüeña había acabado por fallar.
Se puso en pie y contempló la habitación, una extraña mezcolanza de antigüedades de solterona y juguetes pasados de moda. Una colcha sobre una cama con el armazón parecido a un trineo. Una gramola Silvertone encima de una mesita barnizada junto a un montón de viejos discos de vinilo, una pila de billetes de cien dólares desordenados y una fiambrera de hojalata decorada con dibujos del Llanero Solitario, con la tapa abierta. La fiambrera estaba llena de billetes de cien pulcramente ordenados.
Se inclinó para echar un vistazo detrás del único cuadro de la habitación -Lou Gehrig, sin gorra y con la cabeza agachada, el hombre más afortunado sobre la faz de la tierra frente a las gradas abarrotadas del estadio de los Yankees- y vio el relumbre de la caja fuerte de acero empotrada en la pared. Al mirar desde el otro lado, vio unos cables y explosivos plásticos. Pensando en sus compañeros de la Unidad de Respuesta y Detención, cogió un rotulador fluorescente del cajón de la mesilla y escribió TRAMPA EXPLOSIVA en letras mayúsculas en la pared con una flecha de gran tamaño que señalaba hacia el marco.
Abrió con cautela la puerta del armario y quedaron a la vista varios cientos de antiguas fiambreras infantiles apiladas desde el suelo hasta el techo. Cogió la de encima -con los personajes de dibujos animados el Avispón Verde y Kato- y la abrió con precaución. Estaba llena de dinero, sobre todo de billetes de cinco y de diez dólares. Supuso que el dinero que había junto a la gramola debía de ser el último pago, quizá por el papel que había desempeñado en la preparación del asesinato del propio Tim. O en un asesinato venidero; el de Kindell.
La encimera del cuarto de baño apenas se veía bajo un manto de frascos de pastillas. Un patito de goma lo miró desde el borde de la bañera. Colgadas de las baldosas se veían docenas de fotografías, la mayoría instantáneas de vigilancia de Kindell dedicado a sus asuntos: salía de un supermercado, se ataba los zapatos en la acera, arreglaba su casucha del garaje como un habitante cualquiera de los barrios residenciales un domingo por la tarde… Tim se preguntó cuáles serían anteriores a la muerte de Ginny. Le sobrevino una necesidad feroz, fantástica: la de retroceder en el tiempo para llenarle de plomo la cabeza a Kindell antes de que el calendario llegara al tres de febrero.
Una fotografía de Tim y Ginny en las barras para trepar del parque infantil, la pequeña con cara de aprensión mientras él mostraba un gesto de impaciencia afectuosa. Ella le cogía la mano con fuerza, como si temiese que las barras fueran a atacarla. Al lado había una instantánea de Ginny volviendo de la escuela, la mochila sobre los hombros, la cara gacha, los labios fruncidos: silbaba para sí, como tenía por costumbre, perdida en esa clase de ensueño en el que parecen sumirse los niños de su edad cuando están solos.
Al mirar la foto, Tim notó que la ira empezaba a cobrar fuerza de nuevo en su interior. Tuvo la sensación de que la mente le chirriaba en su intento de enfrentarse a la colosal injusticia de que Ginny, con apenas siete años, hubiera sido escogida, puesta en peligro y, al cabo, despedazada por causa de su propio talento y sus aptitudes para ser reclutado. Parpadeó la luz piloto del remordimiento, presta a encenderse y brillar en toda su intensidad. ¿Hasta qué punto era responsable él, por su preparación y su perfil psicológico? ¿ Qué parte de la muerte de Ginny estaba relacionada con los rasgos y las aptitudes inherentes al carácter de él? El remordimiento podía alcanzar cotas pasmosas, como bien había aprendido, por mucho que no fuera unido a un error.
Regresó por el pasillo y volvió a sortear el cable de la trampa explosiva para entrar en el salón.
Por todo el suelo había artilugios y chismes en etapas diversas de desarrollo o abandono. Tim reconoció a Betty, el utensilio cónico que habían utilizado para descifrar tonos digitales, y a Donna, el dispositivo espía modificado. Betty había sido alterada por medio de la eliminación del teclado y la inserción de un único auricular de walkman. La cogió, se puso el auricular e hizo oscilar la pequeña antena parabólica por el salón. No detectó nada. La dirigió hacia las puertas abiertas del lavadero y la calle, y le estallaron en el oído los jadeos del dóberman, cálidos y babosos. Lanzó un grito de sorpresa y se arrancó el auricular con el corazón acelerado. El perro seguía tumbado junto a la verja trasera, a unos cincuenta metros. Tim contemplaba el micrófono de largo alcance con admiración renovada cuando se percató de la risilla áspera como papel de lija de Robert a escasos pasos de distancia.
Dejó caer a Betty y antes de que alcanzara el suelo ya tenía el 357 en la mano.
La risa maliciosa de Robert continuó. Con los músculos tensos y el arma presta, Tim siguió el sonido hasta la cocina. Entró en la habitación con la espalda contra la jamba de la puerta, pero no había nada salvo una mesa vacía, la taza de zumo del Cigüeña en la encimera y la luz roja del teléfono.
Cayó en la cuenta de que la risa surgía del altavoz todavía en funcionamiento del teléfono fijo en la pared. Su ataque contra la puerta de atrás había interrumpido la llamada del Cigüeña.
La voz abrasiva de Robert resonó en la cocina por encima de algo que parecía un zumbido parásito de baja frecuencia.
– ¿Te ha asustado algo, princesa?
Tim respondió a voz en cuello en dirección al auricular.
– Me tiemblan hasta los tacones. -Con sólo hablar se le agravó el dolor punzante en el estómago.
– Has montado una buena. Ha sido como en los viejos seriales radiofónicos. La Sombra lo sabe. Seguro que al Cigüeña le habría gustado. ¿Te lo has cargado?
– Está muerto.
– Ya me lo imaginaba.
A pesar del zumbido, Tim oyó un tañido claro y familiar al fondo.
– Tenéis a Kindell.
– No se te pasa una.
– ¿Lo habéis matado?
– Todavía no.
El zumbido parásito apenas audible del auricular encontró resonancia en la cocina, la repentina profundidad del sonido en estéreo. El murmullo parejo procedía de la mesa de la cocina. Al ir acercándose, Tim vio un escáner de radiofrecuencia en el asiento de una de las sillas. El tañido característico que había oído al fondo: la señal acústica que precedía al parte de órdenes para la jornada de la Policía de Los Ángeles. Notó que se le hacía un nudo en el estómago, pero volvió a centrarse en la conversación.
– ¿Qué vais a hacer con él?
– Pues voy a violar sus derechos constitucionales.
Una pantalla digital en el teléfono iba marcando la duración de la llamada: 17.23. El reloj del horno indicaba las 10.44 de la noche. Bowrick ya sólo disponía de poco más de una hora; luego le darían el alta y estaría otra vez en la calle.
– Hicisteis que Kindell secuestrara a mi hija.
Robert se quedó sin aliento; Tim lo oyó por el auricular como una pequeña explosión de ruido parásito. El susurro al cubrir una mano el teléfono. El murmullo de los hermanos conversando.
– No teníamos previsto que saliera así.
– ¿ Ah, no? Bueno, ¿por qué no me cuentas cómo teníais previsto que saliera? Porque, en fin, igual después de oírlo, me da por perdonaros y nos podemos volver todos a casita.
– Necesitábamos un ejecutor. Llevábamos meses esperando, casi un año, mientras Rayner daba vueltas a los perfiles psicológicos. Ananberg se estaba portando como una zorra remilgada. Dumone… bueno, Dumone iba lento. Rayner y nosotros teníamos necesidad de poner el plan en marcha. El problema, según él, era que un tipo con tu perfil no iba a acceder a unirse a la Comisión. Necesitaba una motivación más personal. Así que pensamos en darte un empujoncito.
– Un empujoncito.
– No debía ser gran cosa. Kindell secuestra a Virginia, nosotros entramos a la carga y le volamos la tapa de los sesos antes de que llegue a tocarle un solo pelo. La salvamos y te la devolvemos en secreto. Te contamos que el sistema ha permitido que un pedófilo se libre de la cárcel por tres veces consecutivas y se mude a tu bonito barrio. Te decimos que tenía planes para tu hijita, unos planes que habría llevado a cabo si todo dependiera únicamente del sistema. Te contamos que detrás de nuestra actuación hay un proyecto y, puesto que ese proyecto acaba de salvar la vida a tu hija, te invitamos a una reunión.
– Yo me deshago en elogios y, tras hacer buenas migas con vosotros, me uno a la Comisión.
Algo así.
– ¡Pusisteis a mi hija en manos de un pedófilo convicto! -El veneno que exudó la voz de Tim debió de dejar pasmado a Robert, porque tardó unos instantes en responder.
– Mira, lamento que saliera así, pero corren tiempos duros, y todo eso. Rayner estaba investigando minuciosamente a Kindell porque se había librado de ir a la cárcel por sus crímenes anteriores: esa gilipollez de la enajenación mental, un ardid legal que lo convirtió en candidato potencial a ser eliminado por la Comisión mucho antes de lo de Ginny. Rayner elaboró el perfil. No era un asesino. Ninguno de sus crímenes había tomado ese rumbo. Se nos ocurrió abordarlo y decirle: «Eh, hay una niña que igual te gusta. Cógela y mantenía vigilada. No hagas nada hasta que aparezcamos nosotros.»-Pero no salió así, ¿verdad?
– No, no salió así. Y una vez ocurrido todo, supusimos que Kindell acabaría en la cárcel. Íbamos a intentar sacar provecho de la muerte de Ginny para traerte a bordo, pero cuando volvió a librarse por eso de la sordera… bueno, joder, eso sí te convertía en un candidato ideal. Oye, tío, cuando surge la oportunidad…
– Luego os ganáis poco a poco mi confianza, Rayner manipula el expediente del caso de Kindell para que yo quede convencido de que lo hizo solo, y votamos a favor de su ejecución. Yo me encargo del asunto. Soluciono vuestra mete dura de pata y me libro del único testigo.
– Eso es. Una vez muerto Kindell, no hay nada que nos vincule a Ginny. Ni a ningún otro aspecto de la Comisión. Es tu palabra contra la nuestra.
No tenían ni idea de que Rayner había grabado su llamada desde las inmediaciones de la casa de Kindell. Tim dejó escapar un ruido, una risa estridente, extraña, que lo cogió por sorpresa.
– ¿Qué hostias te parece tan gracioso?
– Os habéis vuelto igual que ellos. Ese proyecto vuestro os llevó a matar a una niña. Una niña de siete años.
– No nos endoses esa mierda -dijo Robert en un tono de voz mucho más fuerte, casi al borde del grito-. Lo que hizo Kindell no es cosa nuestra. No era lo que queríamos.
Desde un primer momento, Tim había intentado comprender la extraña combinación que mostraban los Masterson de resentimiento hacia Tim y horror por la muerte de Ginny. El resentimiento era culpabilidad adulterada; el horror era su propia repugnancia al saber que tenían las manos manchadas de sangre. Recordó las palabras de Mitchell al teléfono: «Vamos a hacerte el favor de dejarte en paz. En cierto modo, te lo debemos.»-Bueno, pues ahora Kindell va a pagarlo -dijo Robert-. Nos lo vamos a cargar por ti. Incluso será una declaración de intenciones frente a esta mierda de ciudad. Un pequeño…
– … Homenaje… -La interjección amortiguada de Mitchell.
– … Para que se entere toda la demás gentuza. El primer paso de la siguiente fase, nuestra fase. Una forma de decir: «Nos lo hemos cargado. Y tú eres el siguiente, hijoputa.»-No puedo permitir que lo hagáis.
La voz de Robert sonó teñida de intensidad y amenaza:
– ¿De verdad piensas luchar por salvar la vida del tipo que mató a tu hija? Ese cabronazo merece morir.
A Tim le vino a la cabeza una imagen de Kindell vivida y fugaz, como solía ocurrirle. La mata de pelo rizado, tan parecida al pellejo de un animal, que coronaba la frente plana. Los ojos húmedos e insensatos, carentes de comprensión emocional. Pensó en el alivio que le aportaría el que Kindell desapareciera de la faz de la tierra. En ese momento le fue imposible imaginar nada más ingrato que esforzarse por salvarle la vida.
– Estoy de acuerdo. Pero la decisión no es nuestra -dijo.
– ¿Ah, no? Está aquí mismo, joder, en manos de Mitch. Dime, ¿ quién ha de tomar esa decisión? -Robert lanzó una risotada-. Y, ya puestos, voy a advertirte que estamos al tanto de tus tratos con el Servicio Judicial. Si vemos cualquier vehículo, nos cargamos a Kindell y salimos a tiro limpio. Y no te quepa la menor duda de que lo sabremos. Tenemos la oreja pegada al suelo.
Tim miró el escáner de radio encima de la silla.
– Se te olvida que llevamos casi un año entero tras tus pasos, Rackley. Sabíamos cuándo aprendiste a no mearte encima. Sabíamos cómo reaccionarías al morir Ginny, cómo hacer que entraras a formar parte de la Comisión. Predijimos tu comportamiento y te dirigimos igual que si fueras un puto muñequito de videojuego. Si medimos nuestras fuerzas, vas a salir perdiendo. Te conocemos, Rackley.
– ¿Igual que conocíais a Kindell?
– Mejor. Trabajamos codo con codo. La próxima vez que te veamos, te vamos a dar con eso en los morros.
– Bonita imagen.
– No te entrometas en nuestros logros.
– Ese tono de rectitud es para mearse -respondió Tim-. Y si crees que voy a dejar esta ciudad a merced tuya y de tu hermano, estás más pirado de lo que pensaba.
Robert dejó escapar un brusco siseo de repugnancia.
La ira de Tim fue reduciéndose a un único punto de calma, el ojo del huracán.
– Voy a por vosotros.
Levantó la pistola y disparó contra el auricular, que sufrió una sacudida y se hundió sobre sí mismo. Nada de chispas ni fragmentos; fue mucho menos satisfactorio de lo que había imaginado. Permaneció unos minutos en la cocina silenciosa, a la espera de que su ira se consumiese por sí misma.
Una comprobación de las frecuencias memorizadas en el escáner de radio confirmó sus peores sospechas: el Cigüeña no sólo se las había ingeniado para captar las frecuencias tácticas de la Policía de Los Ángeles sino también las del puesto de asignaciones del Servicio Judicial, desde donde los mandos se ponían en contacto con todos los agentes de servicio. El eco que había oído por teléfono quería decir que los Masterson -cualquiera que fuese su paradero- estaban al tanto de los movimientos policiales por toda la ciudad. No había manera de saber si también tenían controlada la frecuencia del móvil de Oso. Por el momento, tendría que dar por sentado que al ponerse en contacto con cualquier autoridad les estaría enseñando la mano que llevaba.
De regreso en el salón, acabó de echar un vistazo a alguno de los curiosos inventos animados del Cigüeña antes de centrarse en la jaula de cobre. Con semejante protección, no había modo de que las vibraciones del teclado salieran de allí.
Se inclinó y miró con atención el extraño revoltijo de palabras en la pantalla del ordenador.
– ¿Qué diablos…?
Las letras fueron apareciendo en la pantalla como si las acabara de mecanografiar: «Qué diablos.»Tim encontró el micrófono erguido encima del monitor y habló por él:
– Eres un programa de reconocimiento de voz.
La pantalla volvió a copiarle: «Eres un programa de reconocimiento de voz.»Hizo retroceder la pantalla y comprobó que el ordenador había registrado la mayor parte de su conversación con Robert en la cocina, aunque sólo las frases pronunciadas por él.
«Me tiemblan asta los tacón está muerto tenéis aquí del…»
El teléfono no debía de tener la potencia suficiente para que el micrófono recogiera las respuestas de Robert.
Siguió remontándose en el texto escrito hasta llegar a las frenéticas súplicas que el Cigüeña le había dirigido a través de la puerta del dormitorio. Cuando las palabras no resultaban inteligibles, el ordenador planteaba hipótesis: «Vaya sé por favor lamento haber intentado matar lo señora clic no puedo ir con usted y ser detenido no puedo.»Cuando llegó al inicio del documento, descubrió que el Cigüeña había puesto en marcha el programa de reconocimiento de voz para redactar una carta.
Joseph Hardy
Apdo. 4367
El Segundo,
CA 90245
Estimado señor McArthur:
Tengo gran interés en su remesa más reciente de clásicos juveniles, sobre todo Tom Swift y la sonda espacial megascópica, de 1962, y Tom Swift y el rastreador acuatómico, de 1964. Sólo estoy interesado si están en perfectas condiciones. Las páginas del último libro que me envió, El primer inalámbrico de los Chicos de la Radio, estaban muy amarillentas hola hola Robert no me llaméis por esta línea ya os dije que las nuevas están despejadas en el según Dopago faltaban un par de cientos lo conté dos veces me largo no sé porque las cosas sean salido de madre desde que el señora clic filtró todo a la prensa boya largarme de casa ya no me necesitáis para inspección are el terreno el emolumento está desajado por la noche desde lago Linai buena perspectiva en todas dirección es no pienso iris menos esta noche la cosa está que arde no lo siento e incluso si meló pensara mejor hoscos Taría más de loquete un momento Dios un momento me alegro de que me haya encontrado señora clic porque no conseguí a dar con usted
La aproximación del ordenador al diálogo que habían mantenido Tim y el Cigüeña separados por la puerta de atrás continuó hasta llegar a: «Cigüeña cigüeña qué diablos eres un programa de reconocimiento de voz.»A todas luces, había que dar más instrucciones orales al software para que escribiera las frases con sentido; el Cigüeña había dejado de supervisarlo cuando entró en la cocina para responder al teléfono fijo. Cuanto más lejos estaba del micrófono, peor había transcrito el programa el diálogo que, sin saberlo él, estaba quedando registrado. Sus dificultades de dicción tampoco debían de haber ayudado mucho.
Tim retrocedió hasta «hola hola Robert» para intentar dilucidar las frases: «… no mella méis por esta línea ya os dije que las nuevas están despejadas…». Hasta ahí, todo bien.
El Cigüeña había contestado primero a un móvil cuando oyó que le llamaban. Al recordar que lo había dejado en la mesa, Tim lo buscó y dio con él detrás de un montón de teclados desechados. Buscó en la agenda y sólo encontró dos teléfonos memorizados: «R» y «M».
Se embolsó el móvil y volvió a centrarse en la pantalla: «… en el según Dopago faltaban un par de cientos lo conté dos veces me largo no sé porque las cosas sean salido de madre desde que el señora clic filtró todo ala prensa boya largarme de casa ya no me necesitáis para inspección are el terreno…».
Tim se encalló con «… el emolumento está des ajado por la noche…».
Cogió un cuaderno y parafraseó diversas variaciones: El emolumento queda descartado. El emolumento está deshojado. El emolumento está despejado.
Y la siguiente frase tampoco estaba del todo clara: «… desde lago Linai buena perspectiva en todas dirección es…».
¿Se refería a que desde el lago había buena línea de tiro en todas direcciones?
Dejó caer el bolígrafo, y al golpear el cuaderno para dar rienda suelta a su frustración, quedó una huella sucia. Decidió seguir adelante.
Las siguientes frases transcritas eran mucho más fáciles de interpretar: «… no pienso iris menos esta noche la cosa está que arde no lo siento e incluso si melo pensara mejor hoscos Taría más de loquete…».
Se rascó el nacimiento del pelo con la punta del boli. Fueran cuales fuesen los detalles específicos, Robert y Mitchell tenían planeado matar a Kindell esa noche. Consultó el reloj de pulsera en un gesto reflejo: 11.13. Era de suponer que los Masterson habían llamado al Cigüeña porque estaban listos para dar el siguiente paso de su plan. A Tim ya no le quedaba mucho tiempo para interceptarlos.
A continuación apareció en pantalla la reacción del Cigüeña a su entrada: «… un momento Dios un momento…».
Y luego sus primeras palabras dirigidas a él: «… me alegro de que me haya encontrado señora clic porque no conseguí a dar con usted».
Tim retrocedió hasta el primer sustantivo que le daba problemas: «el emolumento», sin duda la clave.
Lo que venía a continuación podía ser algo así como «descartado», «deshojado» o «despejado», probablemente esto último, porque la frase previa aludía a que ya no le necesitaban para inspeccionar el terreno. ¿Qué estaba despejado por la noche? Unas oficinas. Un lugar público. Cabía la posibilidad de que se estuvieran refiriendo a un robo, pero no era probable. Desde lago Linai. ¿Desde el lago línea hay?
Se fijó en la mancha rojiza que había dejado en la libreta: la marca de su palma, los cuatro dedos apenas visibles. La mancha debería haber sido una mezcla de mugre y grasa de las herramientas, pero el polvo que se le había adherido a la mano al manipular la bota del Cigüeña le había dado un tono castaño rojizo.
«Emolumento.»¿Dónde había visto tierra de ese tono?
«Desde el lago.»«El emolumento está despejado por la noche.»Cayó en la cuenta como si acabara de recibir una bofetada. Notó el zumbido de la adrenalina y se puso en pie como movido por un resorte sin acordarse siquiera de lo dolorido que tenía el estómago. La silla salió rodando sin prisas por la habitación y fue a chocar contra la pared contraria.
«Robert echó la cabeza hacia atrás y lanzó un haz de humo hacia la luna; unos círculos de tierra mancharon los codos de su cazadora de tela vaquera.»«El emolumento.» El monumento.
El monumento está despejado por la noche. Desde la colina hay buena perspectiva en todas direcciones.
«¿Sabéis lo que sería un bonito monumento conmemorativo? Algo así con un hijoputa culpable que no haya sido condenado colgado de cada rama. Eso sí que me gustaría. Ésa es la clase de monumento que deberíamos levantar a las víctimas.»A primera hora de la mañana del día siguiente, una silueta horrenda daría los buenos días desde la línea del horizonte a los habitantes del centro de Los Ángeles.
«Incluso será una declaración de intenciones frente a esta mierda de ciudad. Un pequeño homenaje para que se entere toda la demás gentuza. El primer paso de la siguiente fase, nuestra fase.»Sin perder un instante, desactivó la trampa explosiva en el pasillo cortando el cable; después escribió una inmensa advertencia en el suelo con rotulador fluorescente. Se resistió a la tentación de intentar dar con el modo de ponerse en contacto con Oso por medio de una línea segura. Fueran cuales fuesen las posibilidades que tenía de resolver de manera pacífica el conflicto -sin duda escasas-, se reducirían a cero con las sirenas y la barricada de agentes judiciales y de la Policía de Los Ángeles. Para salvar la vida a Kindell debía adoptar un enfoque mucho más cauteloso.
Cuando ya salía, se detuvo para recuperar la cazadora. El dóberman se le acercó y le hocicó tímidamente la mano con la mirada enrojecida y sumisa.