Capítulo 37

Se levantó con las primeras luces del alba, una vieja costumbre que adquirió con los Rangers y volvía a aflorar en situaciones de mucho estrés. En el boletín matinal de KCOM, una periodista menos atractiva y también menos marcadamente étnica que Yueh dio la noticia de un homicidio doble en Hancock Park. A William Rayner, claro, lo mencionaron por su nombre, y a Ananberg la describieron como una «joven profesora adjunta». Las autoridades, como era de esperar, estaban «desconcertadas», lo que, en el argot de Tannino, quería decir: «Quitad esas cámaras de encima a mis muchachos y dejadles hacer su trabajo.»Después de ducharse, Tim echó un vistazo al listín telefónico y dio con la única dirección de la agencia de alquiler de vehículos VanMan. Estaba en El Segundo, a escasos kilómetros del aeropuerto.

La encontró en un polígono industrial, ubicada en la esquina de una intersección moderadamente transitada. El aparcamiento tenía dos kilómetros cuadrados. La oficina en sí estaba al frente, cerca de la acera, pequeña y funcional, como una tiendecita de cebos para pescadores. A través de la verja, alta y surcada de cadenas, Tim vio una hilera tras otra de camionetas de toda clase.

Sentado en el coche, se desabrochó la funda de la pistola, colocó unas gomas elásticas en torno a la culata del 357 y se lo metió por dentro del pantalón. Luego cogió una cazadora del asiento trasero. Sacó unas cuantas esposas flexibles del equipo de guerra y se las metió en el bolsillo.

Cuando abrió la puerta corredera de vidrio y entró en la oficina, notó que los tablones del suelo se combaban levemente bajo su peso.

Un individuo corpulento con una camisa amarilla de hilo oxoniense estaba sentado a la mesa; examinaba su horario de trabajo, y pasaba un dedo gordezuelo por un calendario de regalo del Banco de América clavado con chinchetas al tablón barato que había detrás del mostrador alto. El hombre se volvió al oír la puerta, las mejillas rosadas, la calva apenas cubierta por unos cuantos cabellos repeinados que habían dejado de engañar a nadie más o menos en la época en que Cárter era presidente.

– Stan, de VanMan, a su servicio. -Se levantó y ofreció a Tim una mano blanda y un tanto sudorosa.

– Vaya negocio que tiene aquí -comentó Tim-. ¿Cuántas camionetas hay? ¿Unas cincuenta?

– Sesenta y tres en funcionamiento, cuatro en el taller. -El hombre sonrió con orgullo.

Probablemente era el propietario; probablemente no era él quien estaba detrás del mostrador todo el día. Bien.

Tim dio un repaso al interior de la pequeña oficina. En un póster de Disney desvaído por el sol y curvado por las esquinas se veía a una niña a hombros de Mickey delante del castillo de la Bella Durmiente, tal como Oso había llevado a Ginny el mes de julio anterior por la misma zona del parque. En varias fotografías con marco de madera estaba retratada una familia tan alegre como regordeta; hasta al perro salchicha le habría venido bien pasarse por una clínica de adelgazamiento. Una instantánea mostraba a la familia VanMan con jerséis rojos y verdes reunida ante un árbol de Navidad decorado. Todo el mundo parecía excesivamente contento.

Era probable que un soborno no diera muy buen resultado.

Al borde del mostrador había una agenda indexada distribuida por categorías gracias a señalizadores de plástico blanco. AEROPUERTO. NEGOCIO A NEGOCIO. INDUSTRIAL. TOURS EN GRUPO. AGENTES DE VIAJES.

– Soy agente de viajes. Tom Altman -se presentó Tim-. Hemos hablado en más de una ocasión…

– Ah, probablemente habló con mi empleado, Angelo. Yo sólo estoy los sábados, para vigilar el fuerte.

– Eso es, me suena el nombre de Angelo. Bien, escuche, encargué una camioneta para que una familia hiciera un viaje a Disneylandia.

– Disneylandia. Nuestro lugar de destino más habitual. No hay nada como ver a una familia que se baja de un avión procedente de Dakota del Norte u Ohio, se sube a una de mis camionetas y se dirige al reino de Mickey. -Su sonrisa, genuina y tranquila, dio envidia a Tim.

– Debe de ser grato.

– Los míos me arrastran allí al menos dos veces al año. ¿Tiene usted hijos? -Su sonrisa perdió unos cuantos vatios al ver la expresión de Tim.

A éste se le cerró la garganta y tuvo que hacer un esfuerzo para tragar saliva.

– No. -Hizo todo lo posible por sonreír-. La parienta viene insistiendo de un tiempo a esta parte, ya sabe a qué me refiero.

– Créame, amigo mío, ya me conozco el asunto. -Le lanzó un guiño al tiempo que señalaba con el codo las fotografías enmarcadas a su espalda-. He pasado por ello cinco veces.

Tim se sumó a la risotada de Stan como mejor pudo.

– Y bien, Tom Altman, ¿en qué puedo ayudarle?

– Bueno, cuando venía de camino he visto su letrero y me ha venido a la cabeza que alquilé una camioneta de las suyas a un cliente que no llegó a pagarme la comisión. No es que sea mucho dinero, pero últimamente cada vez me pasa más a menudo. Me preguntaba si le importaría decirme la cantidad total del alquiler para que pueda enviarle una factura.

– No veo por qué no. -Stan deslizó un libraco con todo el aspecto del libro mayor de una cárcel hasta colocarlo delante de sí-. ¿Nombre y fecha?

Tim no recordaba si el Cigüeña también había llevado la camioneta a la reunión de la Comisión la víspera de la ejecución de Debuffier.

– Daniel Dunn. Veintiuno de febrero.

– Vamos a ver… -Stan entresacó la lengua mientras recorría de arriba abajo la enorme página-. No lo veo.

– Pruebe con el veintidós.

– Aquí está. Alquiló una de mis Econoline E-350. La devolvió antes de las ocho. Eso son sesenta y dos dólares con cuarenta y un centavos por todo el día. -Sonrió de nuevo con orgullo-. Aquí en Van- Man anotamos hasta el último centavo, hasta el último detalle.

– ¿Cobran por kilometraje? La tasa por facturas de más de cien pavos es un poquito más alta.

– No hay ningún cargo por kilometraje, a menos que se excedan los ciento quince kilómetros al día. El cuentakilómetros estaba en setenta y dos mil setecientos cuarenta y ocho cuando la cogió Dunn… -Volvió a emerger su lengua, junto con una calculadora que se sacó del bolsillo de la camisa, lleno a rebosar. Apretó los botones con el cabo de un lápiz mordido-. Noventa y dos kilómetros. Lo siento, amigo.

– Recuerdo que primero alquiló otro vehículo, pero lo devolvió porque hacía un ruido extraño.

– A veces pasa -dijo Stan, un poco a la defensiva-. Es difícil eliminar por completo el traqueteo.

– Bueno, igual metió más kilómetros con esa camioneta y sobrepasó los ciento quince.

– Si volvió para cambiarla, lo dudo.

– ¿Le importaría comprobarlo?

La mirada de Stan adquirió un aire de sospecha.

– Lo siento, ahora mismo, con todo eso de Internet, no es un buen momento para las agencias de viajes. Me vendría bien hasta el último centavo que pueda sacar -arguyó Tim. Supuso que un tipo que lo apuntaba todo en un libraco debía de aborrecer los ordenadores.

Stan asintió levemente. Su dedo rechoncho recorrió la página hasta abajo y luego volvió a ascender.

– Aquí está. Diez kilómetros. -Frunció el ceño exageradamente-. Lo siento.

– No pasa nada. Me ha ayudado con el papeleo.

Volvieron a darse la mano.

– Gracias por enviarme clientes -dijo Stan.

– No hay de qué.

Tim permaneció un momento sentado en su coche, dando vueltas a la cabeza. El Cigüeña llegó con la camioneta a casa de Debuffier la mañana de la ejecución. Probablemente había cogido el vehículo y luego regresado a casa para recoger su bolsa negra de bártulos tecnológicos. Lo más probable era que no hubiese llevado la bolsa consigo para alquilar la camioneta; llamaba mucho la atención, sobre todo teniendo en cuenta que el Cigüeña apenas era capaz de levantarla. Debió de aparcar el coche lejos del establecimiento para que nadie lo pudiera identificar después, y Tim no lo veía dejando sus artilugios, tan queridos como inestimables desde el punto de vista económico, en el maletero del coche en esa zona de la ciudad mientras cumplimentaba un montón de papeles.

«Incluso devolví la primera camioneta que me dieron porque emitía un traqueteo característico», había dicho.

Un perfeccionista obsesivo como el Cigüeña tendría que haber devuelto la camioneta nada más oír algo raro. ¿Por qué había tardado cinco kilómetros en darse cuenta?

Porque iba a alguna otra parte y tenía que hacer un viaje de ida y vuelta más corto. Como, por ejemplo, ir a casa para recoger la bolsa negra.

Después habría regresado a VanMan y cambiado de vehículo antes de dirigirse a casa de Debuffier.

Diez kilómetros.

Cinco kilómetros de ida y otros cinco de vuelta desde la casa del Cigüeña.

Cinco kilómetros desde la agencia de alquiler de vehículos VanMan.

Empezó a conducir describiendo una espiral cada vez más amplia, en busca de todo y de nada, pensando en lo que sabía acerca del Cigüeña. Le llamó la atención el letrero de una farmacia Rx en un pequeño centro comercial y entró en el aparcamiento pasando por delante de los establecimientos habituales: Blockbuster, Starbucks, Baja Fresh.

Imaginó el rostro redondo del Cigüeña, el cráneo quemado por el sol y la nariz achatada. «No es que sea asunto suyo, pero se llama síndrome de Stickler.»El Cigüeña adquiría cantidad de medicamentos con receta, pero Tim sabía por experiencia que, con el asunto de la confidencialidad entre paciente y médico, la seguridad del Departamento para la Lucha contra la Droga y su falta de contactos en el ramo, rastrear recetas médicas era una tarea casi imposible. Además, el Cigüeña era lo bastante listo para tener sumo cuidado a la hora de adquirir medicamentos. Dudaba que fuera tan necio para ir a una farmacia cercana, si es que acudía a las farmacias.

Tim cerró los ojos.

Con toda probabilidad, la casa del Cigüeña estaba en un radio de cinco kilómetros a partir de donde se encontraba sentado en esos instantes.

«Es una dolencia de los tejidos conjuntivos que afecta a los tejidos que rodean los huesos, el corazón, los ojos y los oídos.»En alguna parte, un optometrista debía de tener un informe con la prescripción de lentes del Cigüeña, pero, naturalmente, éste tendría buen cuidado de no dejar cerca de su casa ningún indicio que pudiera delatarlo. Para más inri, tenía todo el aspecto de no haber cambiado de gafas desde la década de los años sesenta.

Tim invirtió su método para abordar el asunto y empezó a sopesar lo banal, lo inocuo en apariencia. ¿Qué actividades hace la gente cerca de su casa? ¿Cuáles dejan rastro?

La compra. El correo. La biblioteca.

Endeble. Difícil. Tal vez.

Volvió a abrir los ojos y se aferró al volante de pura frustración. Al otro lado del aparcamiento le llamó la atención un letrero amarillo y azul. Notó una punzada al tiempo que algo en su mente efectuaba un cruce, una conexión.

«De vez en cuando alquilo películas en blanco y negro si no puedo dormir.»Bajó del coche y sus pasos fueron haciéndose más ligeros a medida que se acercaba a Blockbuster. El cartelito de la puerta indicaba que abrían hasta medianoche, pero la sección de películas clásicas era, como mucho, anémica. Hasta Tim, que aborrecía las pelis antiguas, había visto la mayoría de la veintena de títulos en blanco y negro que encontró en las estanterías.

El chico del mostrador, con la cara cuajada de acné, llevaba la visera de la gorra hacia atrás y chupaba una piruleta en forma de silbato.

– ¿Cuál es el mejor sitio para alquilar clásicos en blanco y negro?

– No sé, tío. ¿ Para qué quieres ver ésas? Acaba de llegarnos la nueva de El señor de los anillos. -La piruleta le había teñido la boca de verde.

– ¿Hay un encargado por aquí?

– Sí, tío. Yo mismo.

– ¿Te importaría sugerirme algún otro establecimiento de alquiler de vídeos por esta zona?

El chaval se encogió de hombros. Una cliente con la cara cosida a piercings que pasaba por allí se apoyó en el mostrador mordiéndose el labio.

– ¿Te molan las pelis viejas? -dijo-. Vete a Vídeos de Alucine. De Alucine, igual que «cine». ¿Lo pillas?

El encargado se sacó la piruleta de la boca y dejó escapar un rebuzno:

– A mí me suena a sex-shop.

– Es el único sitio donde tienen cosas así. Si no lo encuentras allí, tienes que irte al West Side, a algún antro como Cinefilia o Vidiotas, algo así.

Tim le dio las gracias y le preguntó cómo llegar allí. La chica le explicó la ruta con gestos dramáticos que hacían tintinear la quincalla que llevaba encima.

Seis manzanas hacia allá, dos hacia abajo, a la izquierda. Aparcó calle arriba. Una zona tranquila, de apartamentos en su mayoría. El establecimiento, un edificio cuadrado, estaba separado de la carretera por cuatro plazas de aparcamiento en semibatería y una farola. Puerta principal de vidrio, los escaparates cubiertos de pósters, Cary Grant y Llumphrey Bogart por doquier. El cartel estaba vuelto del lado de ABIERTO. Alguien había señalado con rotulador fluorescente las horas; de lunes a sábados, la tienda no cerraba hasta la una de la noche. El horario avanzado casaba con la descripción que había hecho el Cigüeña sin apercibirse, y era probable que el establecimiento necesitara una cámara de seguridad.

La puerta hizo tintinear unas campanillas colgadas del techo cuando entró Tim. Un chico con aspecto de estrella de cine estaba sentado en un taburete, absorto en un vídeo que seguía en una pantalla de diecinueve pulgadas colocada sobre el mostrador, delante de sí. No había ningún cliente.

Tim echó un vistazo por encima del mostrador y vio la cámara de seguridad: un modelo barato de la década de los años ochenta que funcionaba con cintas de VHS. Colgaba de un soporte en el techo y, cruzada con respecto al mostrador, enfocaba la puerta principal. La puerta principal de vidrio, a través de la que se veían las dos plazas de aparcamiento centrales, donde probablemente aparcaría alguien a altas horas de la noche.

– Alguien me llamó a principios de semana y me dijo algo sobre un problema con la cámara de seguridad. Quería echar un vistazo.

– ¿ En sábado? -El palillo que el chico había estado mordisqueando se meció al ritmo de sus palabras, pero el joven no apartó la mirada de la pantalla. Clint Eastwood hizo rechinar los dientes, lanzó una risilla desdeñosa y segó de un tiro el nudo corredizo de Eli Wallach.

Tim reparó en la estrecha puerta que había detrás del taburete, probablemente un pequeño despacho. Encima del pomo había una cerradura de doble cilindro con cierre automático, de las que requieren llave por ambos lados.

– Sí, bueno, hemos tenido mucho trabajo últimamente -dijoTim-. Quería ver de qué se trata para que puedan traer las piezas necesarias la semana que viene.

– ¿Las piezas necesarias? ¿Cuáles? La instalé yo mismo. Funciona de maravilla.

La creciente irritación de Tim estaba dirigida tanto al chico como a sí mismo. Con un empleado tan joven, debería haber abordado el asunto en un tono más autoritario, haciéndose pasar por un agente de policía o del Servicio Judicial. Pero ahora ya era tarde, no podía dar marcha atrás y empezar de nuevo.

– Bueno, el dueño me llamó la semana pasada y me dijo que viniera. Ya que estoy aquí, más vale que me asegure de que todo va bien.

El chico cambió de postura en el taburete y por primera vez apartó la mirada de la pantalla con expresión obstinada y recelosa:

– Mi padre no me ha dicho que fuera a venir nadie. Algo así no se le habría olvidado.

Tim levantó las manos como para dar a entender «Qué carajo» y se dio media vuelta para marcharse. Cuando llegó a la altura de la puerta, pasó el cierre y volvió el cartel para que pusiera CERRADO.

El muchacho había vuelto a centrarse en la película, pero notó la presencia de Tim y levantó la mirada. Reparó en el cartelito de la puerta y lanzó la mano debajo del mostrador para sacar un esmirriado calibre 22. Tim se le echó encima y alargó la mano izquierda para coger el arma por el cañón y apartarla de ambos. Con la mano derecha se abrió la cazadora y dejó a la vista el 357 que llevaba al cinto.

Ambos se quedaron quietos como estatuas, el arma de Tim estaba a la vista, pero enfundada, mientras que la otra pistola apuntaba hacia un lugar indefinido entre NOVEDADES y FRANK CAPRA.

Tim se preparó para el disparo, pero no se produjo.

El chico jadeaba y tenía un mechón de pelo rubio caído sobre el ojo derecho.

– No hagas nada -dijo Tim en un tono de voz mortalmente pausado-. Estoy tan nervioso como tú.

Dejó pasar un momento y retorció muy despacio la mano en que empuñaba el 22 para que el chico lo soltara. Cuando se desprendió el cargador, sacó la bala de la recámara y le devolvió el arma.

– Aparta del mostrador, si no te importa. Gracias. -Tim volvió a cambiarse el arma con la cazadora y rodeó el mostrador para cachear al muchacho por encima con los nudillos-. ¿Cómo te llamas?

– Sam.

– Muy bien, Sam. No voy a hacerte daño ni voy a robarte. Sólo necesito echar mano a tus cintas de seguridad de las últimas semanas. ¿Podrías abrir la puerta del despacho? Gracias.

Entre una mesa diminuta y una papelera forrada de gran tamaño había un armarito con una hilera de cintas de seguridad etiquetadas por fechas. Encima del armario, una lámina de El crepúsculo de los dioses, que probablemente ocultaba una caja fuerte, aleteaba movida por la brisa del aire acondicionado.

– ¿Por qué hay dos cintas de cada fecha?

Sam temblaba un poco.

– Sólo tienen ocho horas de duración, así que las dividimos entre el horario nocturno y el diurno. Volvemos a utilizarlas más o menos cada mes.

– Muy bien, Sam. Voy a coger las cintas nocturnas. ¿De acuerdo?

Sam asintió y dijo:

– Joder, tío, si no quieres más que eso, te las puedes quedar. Pero lárgate de aquí.

– De acuerdo. Ahora mismo. ¿Me ayudas a ponerlas en esta bolsa? Esta de aquí. Gracias.

Metieron en silencio las cintas en una bolsa de basura y luego Tim retrocedió con el botín en la mano como un caco de dibujos animados. Le quitó el palillo de la boca al chico, le hizo dar media vuelta y le puso unas esposas flexibles en las muñecas.

Luego sacó el Nextel y llamó a emergencias.

– Sí, hola, me he quedado encerrado en el almacén de Vídeos de Alucine, en El Segundo, y no puedo salir. ¿Podrían enviar a alguien para que me ayude?

Salió a la tienda propiamente dicha, cerró la puerta detrás de sí, metió el palillo en la bocallave y lo rompió. A continuación sacó la cinta de la cámara de seguridad del techo. Al pasar por delante del mostrador, le llamaron la atención los créditos de la película. Contó cuatro billetes de cien dólares y los dejó en el suelo detrás del mostrador. Luego desconectó el reproductor de vídeo y se lo puso debajo del brazo.

Llegó como si tal cosa a su coche y se marchó, seguido por la mirada del cartelito de CERRADO que colgaba en la puerta del establecimiento.

De regreso en su apartamento, Tim vio una cinta tras otra a cámara rápida, un proceso más tedioso que largo. Las cintas eran en color y ofrecían una calidad sorprendentemente buena, con un ángulo claro que abarcaba tanto el mostrador como la puerta principal.

Tuvo suerte con la quinta cinta, la del 4 de febrero, a las 12.35 de la noche. Pasaron cerca de cuarenta minutos sin que apareciera ni un solo cliente, pero luego aparcó un coche en una de las dos plazas centrales que iluminó con sus faros el interior de la tienda. Cuando el conductor entró por la puerta, Tim lo reconoció enseguida. El Cigüeña fue ojeando títulos hasta salirse del plano y reapareció camino del mostrador con tres cintas. Pagó en metálico y salió para subir al coche.

Cuando el vehículo retrocedió, Tim alcanzó a ver con toda claridad, bañado por la luz de la farola, un Chrysler PT Cruiser negro. Con el capó estrecho al estilo de la década de los años cuarenta, los parachoques torneados y una suerte de alerón descendente, casaba a la perfección con la estética del Cigüeña, tanto, que resultaba un poco embarazoso.

Tim congeló la imagen y se acercó a la pantalla. La matrícula no se veía por causa del reflejo de uno de los faros en la puerta de la tienda. Rebobinó la cinta y la paró justo cuando llegaba el Cigüeña. La matrícula, blanqueada por el brillo de los faros, seguía siendo ilegible. Cuando el Cigüeña apagó las luces, el radiador quedó inmediatamente ensombrecido, iluminado a contraluz por la farola. Tim dejó en marcha la cinta a la espera de que se derramara algo más de luz sobre el vehículo al entrar el Cigüeña en el establecimiento. La oscura rejilla del coche quedó iluminada por una décima de segundo, aunque no lo suficiente para permitir a Tim leer el número de la matrícula. Hizo avanzar y retroceder la cinta, pero no consiguió aclarar la imagen.

Se puso en contacto con Dray, que estaba en comisaría.

– ¿Tim? -Ella cambió de teléfono, y luego habló en voz queda-: Oso te sigue la pista. Ayer se pasearon por toda la casa varios agentes judiciales para registrar todas nuestras cosas.

– ¿Qué les dijiste?

– Les dije que ya no estábamos en contacto. Que no te veía desde el jueves por la mañana. Mac no te vio cuando viniste después de pasar por casa de Rayner.

Dray respetaba por encima de cualquier cosa las alianzas forjadas a fuego, un rasgo que Tim se había visto obligado a achacar a que tuviera cuatro hermanos, o al menos a que se hubiera criado con ellos. Una vez de tu parte, Dray era el mejor aliado.

– ¿Y Oso te creyó?

– Claro que no.

– ¿Alguna noticia sobre la llave de la caja de seguridad?

– No. He estado pateándome todas las sucursales bancarias que he podido en mis ratos libres, pero no he averiguado nada hasta el momento. Ya lo conseguiré, es cuestión de tiempo.

– Escucha, Dray, no quiero involucrarte más en esto, pero…

– ¿Qué necesitas? -preguntó en un tono que venía a decir: «No te andes con rodeos y suéltalo.»-Un Chrysler PT Cruiser, negro, matriculado en alguna parte de El Segundo. Dame un radio de quince kilómetros en torno a los límites de la ciudad. No puede haber muchos; creo que los empezaron a fabricar en dos mil uno. Obtén fotos del permiso y contrástalas con alguna de Edward Davis, antiguo agente escucha del FBI, blanco, entrenado en Quantico, nuevo agente de la segunda promoción del sesenta y seis. Un tipo de aspecto raro. Sabrás por qué lo digo en cuanto lo veas. -La oyó tomar notas con un bolígrafo-. Investiga también el alias Daniel Dunn, a ver si hay suerte.

– De acuerdo.

– ¿Dispones de información reciente?

– Oso se muestra muy reservado cuando está conmigo, pero también llama cada cuatro horas, creo que sólo para oír mi voz. Debe de recordarle tiempos de mayor cordura.

– O para sonsacarte información.

– Ha mencionado que Tannino tenía pensado ofrecer una rueda de prensa esta tarde, aunque no ha dicho qué iban a hacer público. Imagino que es una llamada de atención a Bowrick, que sigue en paradero desconocido. Si es que no está ya muerto. Ah, y han tenido que soltar al retrasado. Me refiero al jardinero acusado de abusar de aquellas niñas.

– ¿Cómo? ¿Cuándo?

– Hace apenas unas horas. Es difícil mantener a alguien bajo custodia en contra de su voluntad, ya sabes. Estaba hecho una furia todo el rato. Supongo que ya entiendes por qué.

Tim notó que le latía el corazón en las sienes.

– Tengo que irme.

– Voy a localizar ese vehículo. Pero necesito tiempo para hacerlo disimuladamente.

– Gracias. -Tim se disponía a colgar, pero entonces le vino una imagen a la cabeza: Ananberg en casa de Rayner después del tiroteo, sus ojos inertes ocultos bajo el cabello brillante. Volvió a llevarse el auricular a la boca-. Dray, de veras… te lo agradezco.

– Soy una agente de Moorpark. ¿ Qué diablos quieres que haga si no?


A ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora empezó a traquetear algo en el salpicadero del Acura. Mientras se desviaba de la autopista con un fuerte chirrido de neumáticos, se le pasó por la cabeza que podía estar dirigiéndose hacia una encerrona hábilmente preparada. Dray no sería capaz de traicionarle, eso ya lo sabía, pero si Oso quería desinformar a Tim, su mujer constituía una ruta verosímil, y Dobbins, un cebo igualmente creíble.

No era el estilo de Oso, pero constituía una posibilidad que Tim no podía descartar.

Cuando llegó a las inmediaciones del apartamento de Mick Dobbins, se vio escindido entre la urgencia y la precaución. Dio una vuelta rápida por las manzanas colindantes conforme se iba acercando al edificio pero, de un modo u otro, al recorrer el último tramo a pie quedaba expuesto a una emboscada.

No hubo respuesta cuando llamó al timbre de Dobbins. No vio a nadie al mirar por la ventana.

Se volvió al percibir un leve movimiento a su lado, convencido de que iba a encontrarse con Oso y una legión de agentes judiciales, pero era la misma anciana de la vez anterior, arropada con el mismo albornoz azul dentífrico y con el cabello todavía envuelto en rulos. Ella se retiró en una pose de precaución exagerada y se llevó una mano cubierta de manchas pardas a la bata para cerrársela a la altura del cuello.

– Mira quién anda husmeando por aquí otra vez: el señor metomentodo.

– ¿Dónde está Mickey? -preguntó Tim.

– Ya estamos otra vez. -Levantó los ojos hacia el cielo y agitó las manos dos veces en una apelación exasperada a la intervención divina-. ¿Para qué le busca? Todo el mundo anda metiéndose con él; ya está bien. Déjenle en paz.

– Soy amigo de Mickey, ¿recuerda? Conseguí que la policía lo soltara. ¿Ha venido a llevárselo alguien más?

– No ha venido nadie a meter las narices. -Lo miró con los ojos entornados-. Salvo usted. Lo más seguro es que Mickey haya ido al parque. Ya han salido del colegio. Le gusta ver jugar a los niños. Los echa de menos, porque esa gentuza se lo arrebató todo: su trabajo en la escuela, aquellas niñas que tanto adoraba…

Tim hizo todo lo posible por fingir paciencia.

– ¿Por dónde queda el parque?

Ella señaló con un dedo vacilante.

– Calle arriba.

Cuando Tim pasó a su lado como una exhalación, la anciana dejó escapar un gritito. Tras recorrer un trecho a la carrera, vio el parque algo más adelante, media manzana bordeada de sicomoros. Por encima del campo abreviado planeaban platillos fluorescentes, las madres charlaban junto a las sillitas y los niños levantaban nubecillas de polvo en la arena. Entró en el merendero haciendo todo lo posible por condensar el torbellino de movimiento y escudriñó el área en busca de Dobbins. Había una madre sentada con un cuaderno sobre las rodillas y un bolígrafo dorado que destellaba al sol. Los niños lanzaban patadas al aire y gritaban en los columpios. Las prendas de ropa de colores llamativos. El olor a polvos de talco. El trino de los teléfonos móviles.

Al otro lado del parque, Dobbins estaba sentado al borde de un amplio macetero de obra y miraba con cara tristona a un grupo de niños que jugaban a pillar.

En el momento en que Tim empezaba a abrirse paso por entre el gentío, Dobbins se puso en pie y echó a andar en dirección a él. Caminaba con paso decidido, la nariz picuda apuntando al suelo, mirándose los zapatos.

Tim vio que algo se movía a su izquierda. Un tipo fornido que partía en dos la muchedumbre, sólido y decidido, como si planease por entre el bullicio. Cazadora negra, gorra de béisbol calada, cabeza gacha, las manos en los bolsillos. Mitchell.

Tim apretó el paso y lanzó un grito, pero su voz se perdió entre los chillidos alegres de los niños.

A pesar de todo lo que había ocurrido, le pareció aberrante que Mitchell intentara ejecutar a un objetivo en una zona llena a rebosar de críos. Apenas tuvo tiempo de pensarlo cuando la mano del gemelo asomó rauda del bolsillo con unas esposas flexibles entre los dedos. Una de las duras tiras de plástico estaba curvada de tal modo que formaba un círculo del tamaño de un plato, con el otro extremo ya enlazado y listo para tensarse.

Mitchell se puso a espaldas de Dobbins, quien siguió andando hacia Tim, ajeno a todo, escudriñando la tierra a sus pies. Tim lanzó un grito y apartó a un padre de su camino de un empujón. Dobbins empezaba a levantar la cabeza para ver a qué venía el barullo cuando el aro de las esposas flexibles le pasó por la cabeza como un nudo corredizo.

A pesar del retumbo grave del gentío, Tim oyó el roce estridente del plástico al cerrarse. A continuación, Dobbins lanzó un gemido quebrado a la mitad, se llevó las manos a la garganta y cayó de rodillas. Una niña se puso a chillar, lo que provocó un revuelo entre la muchedumbre ya en movimiento, con gente que huía y críos que se precipitaban hacia sus padres.

Mitchell ya se había alejado varios pasos de Dobbins, pero se volvió al ver acercarse a Tim, que ahora estaba a unos quince metros. Se sostuvieron la mirada. La expresión de plena tranquilidad del gemelo no cedió en ningún momento, ni siquiera al desenfundar el 45 con un rápido ademán reflejo idéntico al que hizo Tim. El arma de éste ya estaba desenfundada, pero apuntaba al suelo; no se atrevía a levantarla con tantos niños y padres alborotados en el punto de mira.

A medio camino entre ambos, Dobbins yacía en el suelo boca arriba y profería intensos y breves jadeos. Su cuerpo permanecía notablemente quieto, salvo por un pie que oscilaba con la constancia de un péndulo, arrastrando por el asfalto los cordones desatados. Por encima del hombro de Mitchell, Tim alcanzó a ver un Cadillac de color canela que, con Robert al volante, se aproximaba lentamente por la calle de detrás del parque.

Tim se quedó mirando el cañón del arma de Mitchell, un punto negro hipnótico que absorbió todos sus pensamientos y lo dejó únicamente con un zumbido inconcreto en la cabeza. El gemelo tenía cerrado el ojo derecho y el izquierdo fijo en el rostro de Tim por encima de las miras alineadas. Entre uno y otro pasaban niños a la carrera.

Mitchell bajó el arma y dio dos zancadas hacia atrás, luego se volvió y echó a correr hacia el automóvil. Tim se fue tras él a toda prisa, pero apenas había sobrepasado a Dobbins cuando las riendas de su conciencia le hicieron parar de un tirón.

Se agachó sobre el jardinero y el asfalto se le clavó en las rodillas a pesar de los vaqueros. En el cuello de Dobbins se apreciaban profundos arañazos por encima de la tensa tira de plástico de las esposas flexibles; Tim vio piel debajo de las uñas de los dedos con los que intentaba quitárselas.

Se había apiñado un grupo de gente que contemplaba la escena con desconfianza a unos pocos pasos. Los niños lloraban y sus padres los iban apartando. La madre que Tim había visto poco antes parecía con- mocionada; el pesado bolso colgado de un hombro, el cuaderno plano sobre un muslo. Tres personas hablaban por el móvil, ofreciendo ansiosos la ubicación del parque y una grotesca descripción de la emergencia.

La madre se adelantó, sacó un voluminoso llavero del bolso y lo dejó oscilar en su mano.

– Tengo una navaja.

Tim cogió el llavero y abrió la navajita, un elegante regalito de plata de ley adquirido en Tiffany. La hoja era fina, lo que resultaba muy adecuado, pero no dentada, de modo que serrar el grueso plástico no iba a ser nada fácil.

Le apartó las manos a Dobbins, pero éste volvió a echárselas a la garganta ensangrentada, dificultándole la tarea. Consiguió inmovilizarle uno de los brazos debajo de la rodilla y continuó apartando el otro hasta que un hombre se separó del gentío y lo ayudó a sujetarlo.

Dobbins tenía la cara como un tomate. Se le veía una vena hinchada en la frente, y la piel en torno al cuello estaba tan tensa y hundida que permitía ver unas profundas concavidades.

Tim introdujo la hoja por debajo de la tira incrustada en la carne y, de paso, le hizo un leve corte en la piel. Intentó volver la navaja para que el filo quedara apoyado contra las esposas, pero no había espacio suficiente; Mitchell las había apretado con tanta fuerza que Dobbins tenía hundida en el cuello la parte superior de la nuez.

Debajo de él, Dobbins forcejeaba y emitía un gorgoteo intermitente.

Tim volvió la navaja y le palpó el cuello ensangrentado para dar con la laringe. Fue bajando los dedos hasta notar la tersura de la membrana cricotiroidea e hizo una incisión longitudinal en la carne de Dobbins. Por el orificio salió despedido un chorro de aire acompañado de un pequeño surtidor de sangre.

– El bolígrafo. El bolígrafo dorado. -Tim chasqueó los dedos en dirección a la madre.

Al ver ella lo que intentaba hacer, desenroscó el boli y lo agitó para que cayera el depósito de tinta. Le entregó el cilindro hueco de la mitad superior del bolígrafo y Tim le dio la vuelta e insertó el extremo ahusado en el agujero sanguinolento, por donde se deslizó suavemente.

Se oyó un sonido de sirenas, todavía lejanas.

Tim aspiró una vez para limpiar el tubo y escupió una bocanada de sangre contra el suelo, mientras hacía todo lo posible por alejar cualquier imagen de hepatitis y VIH; entonces, el cuerpo de Dobbins se sacudió hacia delante al tiempo que cogía aire por el bolígrafo directamente a la garganta. La caída de sus ojos no reflejaba ira, sino pánico y desorientación.

– Ven aquí -dijo Tim. La mujer se adelantó y se arrodilló-. Sujétalo. Sujétalo.

Ella cogió el cilindro del bolígrafo de los dedos ensangrentados de Tim, con inseguridad al principio, pero él le hizo asirlo con pulso más firme y luego se levantó.

La muchedumbre se apartó y le cedió unos pasos por ambos lados. Tenía en la camisa una rociada de color carmesí y las manos manchadas hasta los nudillos. Se marchó del parque a la carrera y fue acera abajo hasta su coche, escupiendo sangre cada pocas zancadas.

Cuando se alejaba, se cruzó con una ambulancia y dos coches patrulla que llegaban a la manzana.


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