Capítulo 15

Al enfilar el sendero de entrada de su casa -ahora de Dray- tuvo la sensación de que regresaba a lugar seguro. Aparcó el coche y permaneció un momento sentado, admirando la perfecta alineación de las tejas que, una hilera tras otra, había colocado en el tejado, los bloques de hormigón del sendero de entrada que había vuelto a colocar y desbastar tras los últimos temblores de tierra. Tad Hartley, que cortaba el césped de la casa de al lado vestido con vaqueros y cazadora del FBI, levantó la mano para saludarlo en silencio y Tim se sintió como un embustero al responder a su saludo.

Bajó del coche, recorrió el sendero y llamó a su propio timbre; una sensación de lo más extraña.

Tim oyó la voz de Dray y los pasos de Dray antes de que abriera la puerta.

– Coño, Oso, qué pronto vienes. Quería…

Cuando finalmente abrió la puerta, aunque parpadeó incrédula, no consiguió disimular su expresión de congoja.

– ¿Qué haces, Timothy? Llevas ocho años entrando a esta casa por el garaje.

Se le notó cierta dificultad para decidir hacia dónde dirigir la mirada.

– Lo siento. No quería… No sabía qué hacer.

Dray dio un paso atrás. Iba de uniforme. Probablemente trabajaba de tarde, lo que suponía que iba a tener que presentarse para recibir sus órdenes a las tres.

– Muy bien, señor Rackley. ¿Quiere hacer el favor de entrar? -Regresó a la cocina a paso ligero sin esperar a que él la siguiera. Una vez la tuvo fuera de su vista, Tim se dedicó a ordenar las diversas secciones del periódico desperdigadas por el sofá.

– ¿Le apetece algo de beber, señor Rackley?

– Ya lo he pillado, Dray. Y sí, me apetece agua.

Ella entró de nuevo en el salón con el vaso sobre un plato que llevaba a guisa de bandeja y un trapo colgado del brazo como si fuera la servilleta de un camarero. Ambos rompieron a reír.

Luego se desvanecieron las sonrisas y Tim, que no tenía frío, se frotó las manos.

Dray le entregó el agua y se sentó delante de él en el sofá de dos plazas.

– Ayer conseguí las actas del caso de Kindell. Son un tocho de cuidado. Estuve revisándolas hasta bien entrada la noche.

– ¿Y bien?

– Lo de la vez que enseñó el pito no tiene mayor interés. Pero en los dos casos de abusos deshonestos había un cómplice, cosa rara tratándose de un pedófilo, hasta donde yo sé, lo que respalda en cierta medida tu teoría.

– ¿Y esos cómplices?

– Los dos en chirona. No consiguieron librarse con la historia de que estaban chalados. En ambos casos eran el cerebro del crimen, los que habían organizado el espectáculo y habían ido a verlo. Los dos eran oficinistas, uno de ellos contable. Kindell es el tarado incapaz de planear nada.

– De modo que tenemos un cómplice que quería participar en la juerga, pero Kindell lo llevó más lejos de la cuenta. -El sonido de sus propias palabras le produjo una oleada de náuseas que se esforzó en ahuyentar.

– Exacto. Lo que explicaría por qué estaba ese tipo tan cabreado cuando hizo la llamada anónima. Esperaba un buen espectáculo, no un asesinato.

– Los hay con ética.

– Y lo de que telefoneara al número privado de la comisaría para no dejar huella de su llamada coincide con el perfil de un buen planificado^ un tipo más organizado.

Permanecieron unos instantes absortos en sus propios pensamientos. Tim aún no se había acostumbrado a la sensación de vaivén que le producía cada nuevo avance en el caso de Ginny. Se le pasó por la cabeza que quizá no llegaría a acostumbrarse nunca.

Cuando levantó la vista, el semblante de Dray se había ensombrecido.

– Ya sé que acordamos estar un tiempo separados, pero no contaba con esto -dijo-. El truco de tu desaparición. El número de teléfono secreto. La mudanza al centro… Ya tuvimos suficiente cuando estabas con los Rangers.

– No se trata de que tengamos que estar separados porque me han destinado a alguna parte. Se trata de salvar nuestro matrimonio distanciándonos un poco.

Tim dedujo por el modo en que su esposa torcía la boca que estaba de acuerdo con él. Se había maquillado levísimamente, cosa que por lo general reservaba para las noches de fin de semana, un gesto que a Tim le pareció encantador y desesperado al mismo tiempo. Sobre todo teniendo en cuenta que tendría que desmaquillarse antes de irse a la comisaría.

– Estar sola en esta casa… -Repelió un estremecimiento-. Y el silencio. Y las noches. -Tenía tendencia a contar con los dedos aquellos asuntos que no enumeraba por orden, un cambio entrañable respecto de su habitual precisión.

– Cada vez será más fácil -dijo Tim en voz queda-. Ya te acostumbrarás.

– ¿Y si no quiero?

– ¿No quieres, qué?

– Acostumbrarme a vivir sin ti. Y… -Metió las manos abiertas entre los muslos cerrados-. Quizá no quiero acostumbrarme a que Ginny ya no esté. Parte de mí quiere acarrear ese… ese dolor allí donde voy, porque al menos la mantiene a mi lado. Y si desaparece, ¿qué me queda? Anoche no podía dormir porque no recordaba de qué color eran los zapatos que llevaba a la escuela. Los malditos Keds que tanto le gustaban. De modo que a las cuatro de la madrugada seguía levantada, hurgando en su armario, entre sus cosas. -Frunció los labios-. Rojos. Eran rojos. Llegará el día en que ya no lo recuerde. Luego no recordaré cuáles eran sus dibujos animados preferidos, o qué talla de pantalones vestía, y después no seré capaz de recordar qué aspecto tenían sus ojos cuando reía, y entonces ya no me quedará nada de ella.

– Tiene que haber un término medio entre el alivio y la indiferencia.

– Pero ¿dónde está?

– Creo que cada uno debe buscarlo por sí mismo.

Se estudiaron el uno al otro desde lados opuestos del metro y medio de moqueta que los separaba.

Sonó el timbre. Tras el segundo timbrazo, Dray apartó la mirada y acudió a la puerta. Oso la abarcó en un inmenso abrazo y ella le palmeó las costillas.

– ¿Qué tal tienes el costado?

– Da igual. Pero vosotros dos… -Oso abrazó a Tim y éste se preparó para recibir la doble palmada en la espalda, que llegó como un cañonazo-. ¿Dónde coño te has metido? Ayer te dejé dos mensajes.

– Hemos… tenido problemas.

Oso se asentó igual que una vieja máquina que hubiera estado retemblando hasta detenerse.

– Oh, no.

Se llegó a pasos pesados hasta el sofá de dos plazas, que ocupó en su totalidad, lo que obligó a Dray a sentarse en el sofá al lado de Tim. El y Dray se cogieron de la mano en un gesto nervioso y luego se soltaron. Oso observó sus movimientos con temor.

– Vamos… a separarnos, Oso. Una temporada.

Oso palideció.

– No me jodáis. -Se dio una palmada en el muslo y luego se cruzó de brazos y los miró con aire pensativo. Por lo visto, se había fijado en el ojo morado de Tim, pero no hizo ningún comentario-. Os dejo solos un par de días y me salís con éstas. Os separáis. Es cojo- nudo. -Se puso en pie, inquieto, y luego volvió a sentarse-. ¿No hay nada de beber en esta casa?

– No -respondió Dray-. Se nos ha acabado.

– Vale. Vale. -Levantó sus manazas y luego las dejó caer sobre las rodillas con una fuerte palmada-. Pues igual me podéis explicar qué significa «separarse». Nunca lo he entendido. O estáis casados, o estáis divorciados. ¿Qué significa «separados»?

– Bueno -dijo Dray-. Yo…

– ¿Cómo se termina con una «separación»? La gente «separada» no se encuentra de repente otra vez junta, ¿verdad? Yo creo que decir «separados» es un eufemismo acojonado para decir «divorciados». ¿No es eso? -Empezaban a aflorarle manchas rojizas en la piel sin afeitar de la cara y el cuello.

– Escucha, Oso, cuando pierdes un hijo…

– No me vengas con estadísticas, Dray. Las estadísticas me importan una mierda. Tú eres Dray y tú eres Tim. Sois mis amigos y os lleváis mejor que cualquier otra pareja que haya visto. -Jadeaba y les señalaba con el dedo-. Si no creéis que es ahora cuando más os necesitáis el uno al otro, es que estáis locos.

– Oso -dijo Tim-, tranquilo.

– No voy a…

– Tranquilo.

Oso respiró hondo unas cuantas veces y luego ladeó la cabeza y alzó las manos como para dar a entender que estaba mucho más calmado.

– Muy bien -dijo-. De acuerdo. ¿Quién soy yo para deciros lo que tenéis que hacer? Supongo que ya sabéis lo que más os conviene. Supongo que ya lo sabéis.

Tim tomó aire y lo retuvo antes de expulsarlo.

– Cuando ocurre algo así, como lo de Ginny, todo se viene abajo. Uno tiene la sensación de que se produce un desgarrón, una fisura, e intenta arreglarlo, pero no puede. Y cuanto más esfuerzo se invierte, más se desgaja todo, y no merece la pena afanarse en ello porque acaba por dar al traste con todo lo que tuviste. -Se pasó la lengua por los labios y luego lanzó una fugaz mirada de soslayo a Dray-. Lo que tenías antes es algo precioso que no quieres ver profanado, de modo que quizá lo mejor sea darse por vencido mientras aún queda algo intacto, porque no soportarías verlo…

Dray tenía el puño apretado contra los labios como si intentase contener algo. Oso, incrustado en el sofá de dos plazas, estaba absolutamente alicaído.

Tim se puso en pie, posó una mano sobre el suave cabello rubio de Dray y la dejó resbalar hasta tocarle el borde de la mejilla.

Cuando Tim desandaba el sendero de regreso a su coche, con los hombros doloridos igual que si hubiera descargado o levantado un peso enorme, Tad Hartley dejó de podar el seto un instante para saludarle de nuevo.


Sentado a su endeble mesa de cara a la ventana, con poco más que hacer que esperar a su cita de las ocho, Tim contemplaba la escena de la calle desconocida a sus pies y se dedicaba a profundizar en los infinitos pliegues y recovecos de la tristeza.

Debido a una cesárea con complicaciones posoperatorias, Dray había tenido que guardar cama durante las tres primeras semanas de vida de Ginny. Tim fue quien hubo de pasar las noches en vela meciendo a Ginny o preparándole el biberón cuando lloraba. Inventó cuentos para ahuyentar al monstruo del árbol frente a su ventana cuando la niña tenía tres años. Hizo las veces de negociador con un abusón en el jardín de infancia, arrodillado junto a su hija temblorosa.

Había hecho del mundo un lugar más seguro para Ginny. Le había enseñado a ser confiada.

Y no debería haberlo sido.

Cada vez que creía haberse familiarizado con sus contornos, la pena lo sorprendía; siempre abundante, sin límite aparente. Se abandonó a ella y dejó que se extendiera por todo su ser, nociva y dolorosa y, al cabo, balsámica.

Tras cuarenta y cinco minutos se juzgó egoísta e inútil, de modo que hizo un esfuerzo y salió a correr un rato. Desacostumbrado a la contaminación ambiental y los tubos de escape, acabó en una esquina, doblado por la cintura, tosiendo igual que un minero que fumara tres paquetes de cigarrillos al día. Ducharse y ponerse en camino hacia la casa de Rayner no fue sino un inmenso alivio. La Comisión, comprendió con alegría e inquietud a partes iguales, le suponía un acicate.

Le daba un objetivo.

Rayner hacía gala otra vez de su don de gentes cuando salió a recibir a Tim a la puerta. No había el menor rastro de resentimiento por la intrusión de Tim la noche anterior. Tras saludarlo con efusión, lo llevó a la sala de reuniones donde aguardaban los demás. Ananberg volvió el sillón para mirarlo de cara, las piernas cruzadas bajo una falda azul marino corta al tiempo que sobria.

El Cigüeña, que llevaba otra camisa hawaiana, ésta mezcla de verdes y azules, se levantó para saludar a Tim. Tenía la mano blanda y húmeda, flácida al tacto, y se le estaban pelando la nariz y la calva, a pesar de que llevaba meses sin que el sol calentara lo suficiente para quemar a nadie.

– Me gustaría darle la bienvenida a la Comisión, señor Rackley. -De cerca, tenía un aspecto más extraño incluso, con su barbilla diminuta, los rasgos difuminados y el labio superior retorcido.

Mitchell estaba recostado en el sillón de cuero grande con las zapatillas Nike apoyadas en el borde de la superficie de mármol de la mesa. Robert, al otro lado, era como su imagen en un espejo.

Dumone se acercó y miró a Tim con una sorprendente expresión de orgullo. Por un instante, Tim creyó que iba a abrazarlo, y se le quitó un peso de encima cuando le tendió la mano. Cuando Tim se la estrechó, él le cogió el brazo derecho por el codo.

– Estaba seguro de que podía contar contigo, Tim.

A los lados de la puerta, como si de lacayos se tratara, había sendas trituradoras de documentos con una papelera cada una. El confeti visible en los cuencos transparentes evidenciaba que las máquinas cortaban en sentido tanto vertical como horizontal. No había ni un solo trozo de papel mayor que una uña.

En la barra se veían dos jarras de agua y un juego de vasos.

Tim se fijó en la mesa, donde habían colocado fotografías enmarcadas delante de siete de los sillones. Frente al lugar del que se había levantado Dumone, había un retrato en blanco y negro de una mujer con un peinado propio de la década de los años setenta. Delante de Robert y Mitchell había sendas copias de una misma foto, la de una rubia impresionante, que no debía de llegar a los veinte años, montada a caballo. Tim rodeó la mesa hasta llegar al que supuso era su sillón. Ginny lo miró desde el fino marco plateado con una mueca boba y un tanto incómoda. Era su foto de segundo curso, la que había publicado L. A. Times. Verla en un entorno nuevo y ajeno le resultó desgarrador. La cogió y la contempló como si no la hubiera visto nunca.

– Nos hemos tomado la libertad -dijo Dumone.

Tim consintió en la manipulación y permitió que su pena se tornara ira, lo que le dio más empuje. Pensó en Kindell, que se despertaba cada mañana en el garaje manchado con la sangre de Ginny, se preparaba la comida y respiraba el aire con toda impunidad. Imaginó la oportunidad de pasar diez minutos a solas en una habitación con Kindell, y las manchas que le gustaría dejar en las paredes.

Robert asintió en dirección a la foto de Ginny.

– Ya sé que resulta un tanto raro y…

– … Algo así como un ritual… -continuó Mitchell.

– … Pero es bueno tener las fotografías cerca. Nos ayudan a no perder de vista el objetivo. -Robert dirigió la mirada hacia el retrato de Ginny y su rostro se distendió en una expresión de amarga tristeza, la primera fisura en su fachada adamantina.

– Lamentamos mucho lo de su hija -dijo Mitchell-. Fue una atrocidad.

La pena compartida, agravada.

– Gracias -respondió Tim en voz queda.

Rayner hizo una señal a Dumone.

– ¿Por qué no le toma juramento?

Dumone carraspeó un tanto incómodo y empezó a leer un texto escrito en un cuaderno de páginas amarillas. El juramento era un breve compendio de los puntos que ya abordaran un par de días atrás en la biblioteca de Rayner. Tim repitió cada uno de ellos después de Dumone para acabar con la cláusula de rescisión, y luego tomó asiento y acercó el sillón a la mesa.

– Manos a la obra.

La trituradora devoró con un estremecimiento la hoja de Dumone, que apartó la mano de la boca mecánica en un gesto tan cauteloso que resultó cómico.

– Cómo traga esta zorra…

Rayner retiró la escalofriante foto de su hijo de la pared y dejó a la vista una caja fuerte Gardall con teclado electrónico sobre un dial circular y una ranura superior que permitía depositar artículos con la puerta cerrada.

Con buen cuidado de ocultar con su cuerpo el panel, Rayner introdujo el código y tiró de la manilla de acero. Se hizo a un lado y dejó a la vista un rimero de carpetas negras de tres anillas.

Tim notó una descarga que le recorría el cuerpo y le aceleraba el pulso.

Una de las carpetas correspondía a Kindell. Una de ellas quizá contenía la clave para dar con el cómplice. Un nombre. El secreto de la suerte que corrió Ginny.

Rayner señaló la caja fuerte abierta.

– Aquí están los informes que he recopilado sobre casos importantes, los casos que han generado los debates más intensos en círculos legales a lo largo de los últimos cinco años. Estoy recabando más para la siguiente fase pero, por el momento, tendremos que centrarnos en estos siete. No tengan reparos en tomar notas a medida que vayamos revisando los casos. -Señaló con un movimiento de la cabeza las trituradoras de documentos-. Aunque no debe salir nada de esta sala. L.as carpetas están revestidas de magnesio, de modo que, en caso de que aparecieran las autoridades, podría introducir una cerilla por la ranura y eliminar las pruebas. La caja fuerte tiene un dispositivo que mantendría el fuego a ciento veinte grados durante una hora para que las llamas consumieran todo su contenido. Si alguien intentara abrirla por la fuerza, la manilla se desprendería.

– Bien, antes de empezar, me gustaría explicar el proceso… -dijo Ananberg.

Robert respiró hondo en un gesto de exasperación que no era del todo en broma.

– El mastín legalista aúlla de nuevo.

Ananberg se dio media vuelta para quedar de cara a Tim.

– Antes de que usted se uniera a nosotros, Franklin y yo decidimos establecer un procedimiento, nada excesivamente rígido, unas meras premisas de cara a nuestras reuniones. Acordamos por unanimidad que yo elaboraría un borrador a partir del cual abordaremos minuciosamente cada caso. A modo de vista incoatoria, primero veremos qué crimen se imputa al acusado. Rayner y Dumone moderarán el debate. Puesto que no podemos fingir que no han influido en nosotros los medios de comunicación, revisaremos el caso a grandes rasgos y expondremos nuestros principales argumentos. Si consideramos que el veredicto de culpabilidad es una posibilidad razonable, volveremos al principio y analizaremos sistemáticamente los informes. Puesto que William se las ha arreglado para obtener dosieres tanto de la fiscalía como de la defensa, disponemos de todas las pruebas obtenidas desde el primer momento, tanto si fueron admitidas en el juicio como si no.

Tim apartó la mirada de la carpeta que se hallaba en la base del rimero y se centró en las palabras de Ananberg.

– Haremos un seguimiento de la investigación policial y luego nos centraremos en los informes elaborados por los investigadores de la defensa y la fiscalía para familiarizarnos con todas las consideraciones de ambas partes a la hora de establecer sus respectivas argumentaciones. Después pasaremos a los informes forenses y sopesaremos las pruebas que llegaron a juicio, incluidas las declaraciones de los testigos. Todo el mundo tiene que revisar hasta el último documento antes de pasar a la votación, da igual el tiempo que nos lleve. Puesto que yo soy el mastín legalista, según el ingenioso apodo que me ha colgado Robert, me encargaré de investigar los precedentes de cada caso, información esta que nos servirá de piedra de toque.

– Gracias, Jenna. -Rayner asintió una sola vez, lentamente, con el aire orgulloso de un padre en el recital de piano de su hija. Cogió la primera carpeta de la caja fuerte y se sentó al tiempo que apoyaba una mano abierta sobre la portada.

– Vamos a empezar con Thomas Oso Negro.

– ¿El jardinero que asesinó a aquella familia en las colinas de Hollywood el año pasado? -preguntó Tim.

– Presuntamente, señor Rackley. -Ananberg se dio unos golpecitos en la patilla de las gafas con el lápiz.

– No le toques los cojones, Jenna -dijo Robert. Sentado al lado de Tim, despedía un leve aroma a bourbon y tabaco. Tenía la cara más rugosa que su hermano, los ojos sostenidos por un entramado de arrugas. Se le veían amarillentas de nicotina las uñas del pulgar y el índice de la mano izquierda, y los nudillos manchados.

– ¿Cuáles son las pruebas? -indagó Tim.

Circularon por la mesa el diagrama de la escena del crimen y los informes de cargo. Un testigo ocular situaba a Oso Negro, un sioux enorme, en la casa a primera hora de esa mañana, ocupado en supervisar la retirada de un sicomoro seco del jardín delantero. Oso Negro no tenía coartada para las dos horas durante las que se habían cometido los crímenes. Dijo que estaba en casa, viendo la tele, cosa muy poco probable, si se considera que los detectives descubrieron que tenía el aparato averiado. El móvil no estaba claro; no habían robado nada de la casa ni abusado de las víctimas de una manera que sugiriera la presencia de un depredador sexual o un asesino con alguna motivación mórbida. Los padres y los dos hijos -de once y trece años- habían muerto de disparos en la cabeza como si se tratara de una ejecución.

Tras un interrogatorio exhaustivo, Oso Negro firmó una confesión.

– A mí me huele a que tiene algo que ver con un asunto de droga -dijo Robert al tiempo que hojeaba el informe-. El padre era colombiano.

– Y, claro, todos los colombianos son traficantes de droga -comentó Ananberg.

– Oso Negro tiene unos antecedentes bastante vistosos, pero ninguna imputación por tenencia de droga o agresión -señaló Dumone-. En su mayoría son hurtos menores: robo de coches, embriaguez y escándalo público.

– ¿Embriaguez y escándalo público? -Robert dirigió una mirada sesgada a Ananberg-. Malditos indios.

Con el informe forense a la altura del codo, el Cigüeña garabateó unas notas, se interrumpió y extendió la mano para ahuyentar un calambre. Apareció una pastilla en la palma de su mano como por arte de magia. Se la tragó sin ayuda de agua y continuó escribiendo.

– ¿Cómo se libró? -preguntó Tim.

– La fiscalía basó todo el caso sobre su confesión -explicó Rayner-. El asunto se torció cuando quedó demostrado que Oso Negro era analfabeto y apenas hablaba inglés.

– Le apretaron las tuercas durante casi tres horas en la sala de interrogatorios y, al final, firmó -añadió Dumone-. La defensa arguyó que no sabía lo que se hacía, que estaba agotado y sencillamente quería largarse de allí.

– Me pregunto si habrían puesto la calefacción -comentó Robert-. En la sala. Nosotros solíamos hacerlo. Los cocíamos a cerca de treinta grados.

– O les hacíamos beber café -dijo Mitchell-. Litros de café, y no les dejábamos ir a mear.

El Cigüeña puso las manos gordezuelas sobre la mesa.

– El informe forense no dice nada concluyente.

– ¿Nada de huellas ni de restos de ADN? -preguntó Ananberg.

– No había rastro de sangre en sus ropas o cuerpo ni en sus posesiones. Hallaron algunas huellas en el exterior de la casa, pero eso no significa nada ya que era su jardinero. -El Cigüeña se llevó la mano a la cara como un proyectil para subirse las gafas-. Nada de fibras ni huellas en la casa.

– Desapareció después del juicio -dijo Mitchell-, lo que no dice mucho a favor de su inocencia.

– Tampoco demuestra que sea culpable -respondió Ananberg.

Tim hojeó las fotografías de los miembros de la familia. En la de la madre, obtenida sin que ella se diera cuenta, se la veía en el jardín, partiéndose de risa. Era atractiva, con los rasgos bien marcados, el pelo cortado escalado y recogido en una coleta, los pies descalzos sobre la hierba. Probablemente había sido el marido quien sacó la instantánea: la expresión de la mujer y la actitud de la cámara hacia ella dejaban claro que el fotógrafo la adoraba.

Deslizó la foto mesa adelante en dirección a Robert y esperó a ver su reacción, suponiendo que haría algún comentario sobre su aspecto. Sin embargo, cuando Robert cogió la foto de la mesa, su rostro adoptó una expresión de pena y ternura tan genuina que Tim notó una punzada de remordimiento por haberlo juzgado tan a la ligera. La foto tembló levemente en su mano, delante de la cara, y cuando la bajó, su mirada había adquirido un matiz de frío resentimiento.

Revisaron el resto del contenido de la carpeta, y luego, a instancias de Ananberg, volvieron al principio y analizaron sistemáticamente todo el caso, examinaron los documentos y discutieron los méritos procesales. Por último votaron: inocente por cinco a dos.

Robert y Mitchell fueron quienes disintieron.

Rayner se frotó las manos.

– Me da la impresión de que hay una sombra de duda razonable que protege al acusado.

La tensión que acusaban los nervios de Tim mermó y dejó paso a una suerte de honda decepción o alivio empalagoso: no sabía muy bien cómo interpretar la humedad que notaba en la espalda y el cuello debida a la expectación.

Rayner devolvió la carpeta a la caja fuerte. Para manifestar su frustración por el veredicto, Robert lanzó un suspiro no muy sutil y ordenó enérgicamente los papeles que tenía ante sí.

Tim echó un vistazo a su reloj de pulsera; era casi medianoche.

– Siguiente caso. -Rayner abrió una inmensa carpeta llena a rebosar de recortes y artículos de periódico, y anunció-: Este es un caso con el que seguro que todos estamos familiarizados. Jedediah Lane.

– El terrorista miliciano -apostilló Ananberg.

Robert se atusó el bigote con la mano en forma de cáliz.

– El presunto terrorista miliciano.

Ananberg lo censuró con la mirada y él lanzó un guiño en dirección a Tim.

El Cigüeña se pasó la mano por la calva.

– Yo soy un ermitaño por lo que respecta a las noticias, de modo que… me temo que no estoy familiarizado con el caso.

– Es el tipo que metió un maletín lleno de gas nervioso en la Oficina Regional del Censo.

– Ah. Ah, sí.

– ¿Sabes dónde la dejó? -La mirada de Robert, más allá de la ira, rayaba en el regodeo-. Cerca del conducto principal de ventilación del primer piso. Ochenta y seis muertos, incluidos unos cuantos niños de segundo curso que estaban de visita. Entró y volvió a salir sin dejar rastro. -Su mano extendida surcó el aire en un efímero gesto de malicia clandestina.

– Uno de nuestros malditos ciudadanos -dijo Mitchell-. Después del 11 de Septiembre.

Dumone hojeó el informe de la detención.

– El FBI obtuvo una orden de registro de su domicilio después de que un vecino dijera haber visto salir a Lañe de su casa esa misma mañana con un maletín metálico similar.

– ¿Les bastó con eso para obtener una orden de registro? -se interesó Ananberg.

– Con eso y el historial de Lañe como miembro de organizaciones extremistas -repuso Dumone-. El juez accedió a emitir una orden para el FBI, pero no autorizó que el registro se llevara a cabo en horario nocturno. El problema es que los investigadores estaban indagando infinidad de pistas. Todo el mundo llamaba con testimonios oculares, sospechosos, teorías… Se demoraron con un miliciano de Anaheim que almacenaba munición de MI6. Cuando por fin tuvieron oportunidad de registrar el domicilio de Lañe, nadie respondió al timbre ni a las voces. La puerta estaba atrancada desde dentro. Finalmente la abrieron con un ariete, tiraron la mesita del recibidor y derribaron, entre otras cosas, un reloj. ¿Adivinan qué hora marcaba la esfera rota? -Dejó la carpeta y la cerró-. Las siete y tres minutos.

Mitchell hizo una mueca.

– Tres minutos de retraso.

– Eso es. La autorización nocturna entra en vigor a la hora en punto.

– Qué estupidez -murmuró el Cigüeña-. ¿Por qué no esperaron a la mañana siguiente?

– No consultaron la orden. Probablemente supusieron que era una autorización estándar. No hay que olvidar que tenían unas cuantas.

– ¿Qué encontraron en la casa? -preguntó Tim.

– Mapas, gráficos, diagramas, cuadernos con anotaciones, contenedores presurizados con restos de lo que más tarde se identificaría como gas nervioso, un laboratorio equipado para la elaboración de armas químicas…

– ¿Descartado?

– En su totalidad. El fiscal intentó que lo condenaran sobre la base de los testimonios oculares y unos vasos de precipitación hallados a posteriori en el vehículo de Lañe, con una orden de registro válida. No fue suficiente.

– ¿Llegó a testificar? -preguntó Ananberg.

– No -contestó Rayner.

– Desde la absolución, ha recibido numerosas amenazas de muerte, así que ha desaparecido -explicó Dumone-. Sus amigos extremistas lo llevaron a algún escondrijo.

– Entonces es probable que esté en algún rancho perdido, oculto detrás de un montón de milicianos tarados -dijo Mitchell-. Esos tipos no suelen andar cortos de munición.

– Se han interpuesto infinidad de demandas civiles, pero como no hay manera de mantener a alguien encarcelado por imputaciones civiles, se especula con la posibilidad de que Lañe se haya largado en plan Bin Laden a algún escondite en el desierto.

– Seguro que Lañe tiene previsto volver a salir a la luz. Cuando se iba de la ciudad, ofreció las siguientes declaraciones a los medios. -Rayner dirigió el mando a distancia hacia el televisor que colgaba en un rincón y la pantalla cobró vida con un parpadeo. Lañe, con una camisa almidonada abotonada hasta arriba y pantalones de pinzas pulcramente planchados, se dirigía a un grupo de periodistas en un jardín pardusco a la salida de su casa. Llevaba el pelo corto al estilo militar y peinado a raya con precisión, y las patillas bastante largas, pronunciadas y desiguales hacia las mejillas hundidas, un lapsus en su apariencia, por lo demás aseada.

«El que cometió ese atentado contra los planes totalitarios de corte socialista del gobierno es un patriota y un héroe -afirmaba-. Yo me enorgullecería de haber lanzado el gas nervioso porque, al hacerlo, me habría puesto a la cabeza del movimiento a favor de la libertad y la soberanía estadounidenses y en contra del listado fascista de ciudadanos, la misma clase de listado que utilizó Hitler para llevar a cabo redadas y encarcelar a ciudadanos, la misma clase de listado que lo aupó al poder. La sangre de esos ochenta y seis empleados federales salvará infinidad de vidas y protegerá el estilo de vida estadounidense. Aunque ni afirmo ni desmiento que yo estuviera implicado, lo que sí digo es que actos como ése no están reñidos con mi misión como ciudadano de esta nación al amparo de Dios contra el Nuevo Orden Internacional.»Se oyó la voz de un periodista, aguda por el exceso de adrenalina, mientras los hombres de Lañe se abrían paso entre el gentío hacia una comitiva de camionetas aparcada junto a la acera.

«¿Significa eso que su misión tendrá continuidad?»Lañe hizo un alto con la mandíbula levemente ladeada.

«Si quieren saber más cosas, vean la entrevista que voy a conceder el miércoles por la noche a KCOM.»Rayner apagó el televisor.

– Ha obviado el detalle de que diecisiete de los «empleados federales» eran niños menores de nueve años -comentó Tim.

– Si ese hijo de puta ha pasado a la clandestinidad, al menos la entrevista nos permite saber dónde y cuándo dar con él -señaló Rayner.

– Eso si no resulta que el dónde y el cuándo no son más que una cortina de humo -replicó Tim.

– Para alguien que asegura aborrecer a los medios izquierdistas y parciales, chupa plano que da gusto -comentó Dumone.

– Como la mayoría de la gente inteligente que quiere influir en la sociedad o hacer manifestaciones de carácter político, se ha camelado a los medios de comunicación -dijo Ananberg-. Por mucho que no quiera reconocerlo.

Rayner apoyó una mano en el pecho e inclinó la cabeza con una levísima sonrisa de censura.

– Me confieso culpable -dijo.

– Lañe ya ha vendido los derechos de su libro a Simón & Schuster por un cuarto de millón de dólares, y tengo entendido que varias cadenas están pujando por los derechos para realizar un telefilme -dijo Dumone-. De ahí que haya anunciado su entrevista con tanta pericia.

– Esto sólo pasa en Los Ángeles -comentó Robert con la sonrisa torcida.

– Ese dinero podría dar motivos a Lane para aludir a la comisión de esos crímenes, aunque no los hubiera llevado a cabo él. -El tono de voz de Ananberg carecía de convicción, pero Tim la respetó por haber sacado el asunto a colación.

No obstante, ella tuvo que ceder ante el aluvión de hechos y pruebas.

Tras varias horas de discusión, Ananberg les ayudó a repasar el proceso desde la vista incoatoria hasta el veredicto. Para cuando terminaron, el sol de primera hora de la mañana avanzaba por el entarimado del vestíbulo.

Esta vez hubo muchas menos discrepancias a la hora de la votación.


Загрузка...