Capítulo 3

Oso aparcó junto al bordillo y Tim hizo ademán de bajar, pero su compañero lo sujetó por el hombro. Habían hecho el viaje a casa en silencio.

– Debería haberte parado los pies. Tendría que haberme implicado. No estabas en condiciones de tomar una decisión así. -Se aferró al volante.

– No era responsabilidad tuya -dijo Tim.

– Soy responsable de hacer algo más que quedarme como un pasmarote mientras cabe la posibilidad de que mi compañero mate a un desgraciado en un momento de ira justificable. Eres un agente federal, no un poli en un pueblo de mala muerte.

– Los chicos se han calentado un poco.

Oso propinó un fuerte golpe al volante con la palma de ambas manos, un gesto de ira muy poco habitual en él.

– Son unos gilipollas. -Tenía las mejillas húmedas-. Vaya pandilla de gilipollas. No tendrían que haberte metido en algo así. No deberían haber puesto en peligro la investigación.

Tim era consciente de que Oso estaba trocando su pena en ira para dirigirla contra el objetivo más próximo, pero también sabía que estaba en lo cierto. Tim se centró en las palabras concretas porque tenía claro que si abordaba la pena, se iba a venir abajo.

– No ha pasado nada.

– Aún no ha acabado. -Oso se enjugó las mejillas con ademanes bruscos-. Y no sabemos qué han hecho esos idiotas antes de que llegáramos, hasta qué punto han delimitado el escenario. No buscaban cómplices. No tenían intención de establecer las bases de una investigación. No estaban realizando precisamente un trabajo minucioso de cara a facilitar la tarea al fiscal. Ni siquiera tenían intención de que el asunto fuera a juicio.

– Ahora que hemos estado allí, van a tener que andarse con cuidado.

– Estupendo. Así que, además de que el caso depende de su competencia, o, mejor dicho, de su tremenda incompetencia, nosotros también dependemos de ella. -Oso se estremeció como un perro que se estuviera sacudiendo el agua del pelaje-. Perdona, lo siento. Ya tienes bastantes quebraderos de cabeza.

Tim se las arregló para esbozar una sonrisa.

– Más vale que vaya a ver qué tal anda la esposa de este poli de pueblo de mala muerte.

– Joder, no quería decir eso.

Tim se echó a reír y Oso se sumó a él, ambos enjugándose las mejillas aún.

– Quieres que… ¿Puedo entrar?

– No -respondió Tim-. Todavía no.

Oso seguía con la camioneta al ralentí junto al bordillo cuando Tim cerró la puerta de entrada a su espalda. La casa estaba oscura y vacía. Habían abierto a patadas dos agujeros en la pared del salón, dejando márgenes mellados en el tabique. Aunque había dejado a Dray con dos amigas suyas que vinieron para echar una mano con la fiesta de Ginny, no le sorprendió encontrar la casa en silencio. Cuando Dray estaba de mal humor, prefería arrostrarlo sola. Otro rasgo que achacar a sus cuatro hermanos mayores y a los seis largos años que llevaba en ese trabajo.

Atravesó el pequeño salón para llegar a la cocina. La sencilla decoración del hogar había ido mejorando con el paso de los años gracias a la atención meticulosa de Tim, que levantó los suelos y puso parqué en pasillos y dormitorios, y también sustituyó las arañas de luces de imitación a cristal chapadas en cobre por lámparas empotradas.

Encima del mostrador estaba el pastel de cumpleaños de Ginny, intacto, la parte superior encharcada de cera. Dray había insistido en hacerla ella misma a pesar de la poca maña que se daba en la cocina. La tarta era irregular y estaba ladeada hacia la izquierda; Dray, en un intento de alisarla le había dado una capa tras otra de glaseado. Judy Hartley, la vecina de al lado cuyos hijos habían volado del nido poco tiempo atrás, se ofreció a ocuparse de la cocina, pero Dray se negó. Tal como hacía cada año por el cumpleaños de Ginny, se había cogido el día libre para consultar libros de recetas prestados y, con decisión y tenacidad, había ido sacando una tarta tras otra del horno hasta obtener una que creyó aceptable.

Dray no estaba, pero el armarito donde guardaban las bebidas había quedado abierto y no se veía la botella de vodka.

Tim recorrió en silencio el pasillo hasta su dormitorio. La cama, hecha con pulcritud, le devolvió la mirada. Entró en el cuarto de baño, pero su esposa tampoco estaba allí. Luego probó con la habitación de Ginny, al otro lado del pasillo. Dray estaba sentada en la oscuridad con el botellón de casi dos litros de vodka entre las piernas; la luz de una lámpara nocturna de Pocahontas le decoloraba una mejilla. En la alfombra, delante de ella, estaban el teléfono inalámbrico y la agenda electrónica PalmPilot, con la pantalla de cristal líquido aún encendida.

Tenía el rostro demacrado por la pena. Tres años atrás había pillado a un chico de quince años que salía de un edificio de oficinas de Ventura con una pila de ordenadores portátiles. Él había intentado dispararle con un 22 niquelado y ella le había alcanzado dos veces; al llegar a casa, su expresión no era tan terrible como la de ahora. Pensativa o ebria, tenía la cabeza levemente gacha.

Tim cerró la puerta a su espalda, cruzó la habitación y se deslizó pared abajo hasta quedar sentado junto a ella. La cogió de la mano; la tenía sudada, febril. Dray no levantó la vista, pero le apretó los dedos como si hubiera estado esperando a que la tocara. Miró la cama nido de Ginny. El papel pintado -estridentes flores amarillas y rojas atenuadas ahora por la oscuridad- estaba perfectamente dispuesto para que el dibujo no se solapara en las esquinas.

Pensó en los últimos minutos de vida de Ginny y luego en dónde debía de estar él en esos instantes. Dejaba la pistola en el armero cuando la cogieron en plena calle. Iba camino de la tienda en busca de velas rosas cuando empezó el descuartizamiento de su hija.

No poder imaginar siquiera el rostro del cómplice de Kindell constituía para Tim un tormento añadido, otra burla del control que creía tener sobre el mundo que lo rodeaba. La noción de complicidad con este fin era más que nauseabunda: dos hombres empeñados en la destrucción de una criatura, dos hombres unidos para desmembrar un cuerpecillo. Recordó la expresión idiota de Kindell y se preguntó si habría un lugar especial en el infierno para los infanticidas. Se permitió imaginar distintas torturas. Nunca había sido muy religioso, pero ciertos pensamientos se abrieron camino desde los rincones más oscuros de su mente, las esquinas umbrías a las que no llegaba la luz de la razón.

La voz de Dray, tranquila al tiempo que ronca por efecto del llanto, le obligó a abandonar sus pensamientos.

– He pasado sola la noche, esta noche, en compañía de Trina, Joan y la jodida Judy Hartley, he preparado a los otros críos para que se fueran a casa, he estado esperando que se confirmara la identificación, he tenido que llamar a nuestros parientes para que no se enteraran por… o lo leyeran en la… -Levantó la cabeza en un gesto perezoso y le cayeron mechones de cabello sobre los ojos. Echó otro trago directamente de la enorme botella-. Ha llamado Fowler.

– Dray…

– ¿Por qué no has regresado para estar conmigo?

No creía que la pena hubiera dejado espacio para la vergüenza, pero ahí estaba, en toda su intensidad.

– Lo siento.

Percibió la distancia entre ambos como un dolor en el vientre. Recordó cómo se habían enamorado, hasta los tuétanos y a una velocidad aterradora. Ninguno de los dos había aprendido a necesitar al prójimo una vez alcanzada la madurez -ambos habían tenido una infancia que los había castigado duramente por confiar en otros- y, sin embargo, allí estaban, centrados el uno en el otro con una atención constante e implacable, en vela hasta bien entrada la madrugada hablando abrazados a la luz azulada y parpadeante del monitor de televisión con el sonido al mínimo, cruzando la ciudad de un extremo a otro para comer juntos porque no aguantaban de la mañana a la noche sin tocarse. Todos y cada uno de los detalles de los primeros meses destellaban con intensa luminosidad: cómo él conducía y cambiaba la marcha con la izquierda para no tener que soltarla con la derecha en el coche después de la cena, una película, un paseo nocturno por la playa; ese ruidillo que hacía ella al sonreír, y que no llegaba a ser una carcajada; el modo en que le ardía el rostro cuando se sonrojaba después de que le hubiera hecho algún halago -como un intenso hormigueo, aseguraba Dray- y tenía que frotarse con las yemas de los dedos las mejillas abultadas encima de la amplia sonrisa hasta que, al cabo, él empezó a hacerlo por ella. La semana anterior la había sacado a bailar agarrados cuando pusieron unas viejas imágenes de Elvis cantando una lenta; Ginny dijo que la escena le daba náuseas y se retiró a su dormitorio.

Y ahora, aunque estaba en la misma habitación que su esposa, Tim apenas era capaz de notarla a través de la oscuridad, que se había tornado espesa, impregnada de dolor, de vileza y pena contenida.

Hizo un esfuerzo por encontrar palabras, por recuperar el contacto.

– Me han llamado. Estábamos a pocos kilómetros. Tenía que ir a echar un vistazo.

– Muy bien. O sea, que has ido.

Tim respiró hondo.

– Y ha confesado.

Ella intentaba matizar el tono de voz, pero Tim percibió la frustración que traslucía.

– Tim, eres el padre de la víctima. Te han llamado ¡legalmente desde el escenario del crimen para cometer un acto de venganza criminal. Explícame de qué nos sirve que haya confesado ante ti. -Dejó el botellón de vodka en el suelo con un golpe seco-. Ese tipo se llevó a nuestra hija y la violó. La despedazó. Y tú has ido a verle, has puesto en peligro el escenario del crimen y la detención, y luego has dejado que se fuera.

– Creo que tenía un cómplice.

Dray enarcó las cejas.

– Fowler no me ha dicho nada de eso.

– Kindell ha dicho que no «debía» matarla, como si existiera un acuerdo previo entre él y alguna otra persona.

– Igual quería decir que no tenía intención de matarla. O que era consciente de que era ilegal.

– Es posible. Pero luego ha empezado a hacer referencia a otra persona, un hombre, y se ha mordido la lengua.

– Entonces, ¿cómo es que Gutierez y Harrison no se han puesto a investigarlo?

– Es evidente que no estaban al tanto.

– ¿Y lo van a investigar ahora?

– Más les vale.

El despertador de Ginny emitió un tenue zumbido al anunciar la hora; el sonido cogió a Tim por sorpresa, como una puñalada en el corazón. A Dray se le demudó el gesto y se apresuró a tomar otro trago de vodka. Por un momento se habían abandonado al espejismo de que no había nada personal en el asunto, de que no eran más que dos polis charlando.

Dray se enjugó las lágrimas de las mejillas con el puño de la sudadera, que llevaba por encima de la mano como una cría.

– De modo que el escenario del crimen está contaminado y además existe la posibilidad de que el asesino tenga un cómplice.

– Así es, por desgracia.

– Ni siquiera estás enfadado.

– Sí que lo estoy. Pero la ira no sirve de nada.

– ¿Qué sirve de algo?

– Eso es lo que intento averiguar. -No la miraba, pero oyó que echaba otro trago de vodka.

– Con toda la preparación que tienes en operaciones especiales, como ingeniero de combate y en el Centro de Formación de Agentes Federales, aun bajo presión, deberías haber sabido establecer prioridades. No tendrías que haber ido, Timmy.

– No me llames Timmy. -Se puso en pie y se limpió las palmas de las manos en los pantalones-. Mira, Dray, ahora mismo estamos los dos hechos polvo. Si seguimos con esto, no vamos a llevar el asunto por buen camino.

Tim abrió la puerta y salió. La voz de Dray lo siguió al frío pasillo.

– ¿Cómo puedes salir de la habitación de tu hija así, sin más? Como si fuera otra víctima, alguien a quien no conocías.

Tim se detuvo en el pasillo y permaneció de espaldas a la puerta abierta. Dio media vuelta y entró de nuevo. Dray se había llevado una mano a la boca.

El se pasó la lengua por los dientes a la espera de que la respiración dejara de producirle punzadas en el pecho. Cuando por fin habló, la voz le salió tan queda que apenas resultó audible:

– Entiendo que estés enfadada… que estés destrozada. Yo también lo estoy. Pero no vuelvas a decirme eso en la puta vida.

Dray bajó la mano. Tim vio asomar en sus ojos la conmoción.

– Lo siento -dijo.

Tim asintió y, en silencio, salió de la habitación.

En el dormitorio, Tim introdujo la combinación del armero y sacó un p226 de nueve milímetros del modelo utilizado en Operaciones Especiales, su Smith & Wesson 357 preferido, un sólido Ruger del 44 y dos cajas de cincuenta proyectiles de uno y otro calibre. Tenía a mano munición de mayor alcance para su 357 porque era el arma que llevaba cuando estaba de servicio; optó por los proyectiles estriados de punta blanda en vez de los de cobertura de plomo o las balas del 110 de punta hueca. Los S & W oficiales tenían cañones de apenas ocho centímetros porque a menudo se llevaban ocultos.

Cuando entró en la habitación de Ginny, Dray seguía en la misma postura.

– Lo siento mucho -insistió ella-. Menuda gilipollez he dicho.

Tim se agachó, le puso las manos en las rodillas y la besó en la frente. De su boca emanaba un intenso olor a alcohol.

– No pasa nada. ¿Conoces ese dicho sobre las rocas y las casas de cristal?

Ella apretó los labios en algo que no acababa de ser una sonrisa.

– No lances casas de cristal si vives en una roca -dijo.

– Algo parecido.

– Tienes que ir a disparar un rato. -No era una pregunta, sino un ofrecimiento.

Tim asintió.

– ¿Vienes conmigo? -preguntó a su esposa.

– Tengo que seguir un rato aquí sentada y mirar el vacío.

Tim hizo ademán de darle otro beso en la frente, pero ella echó la cabeza atrás y apretó los labios contra los de él. El beso fue largo, cálido y aderezado con vodka. Si Tim hubiera podido alcanzar el interior de ese beso y quedarse a vivir allí, lo habría hecho.

El garaje cobijaba el BMW M3 plateado de Tim -un coche confiscado por el servicio de acuerdo con el Programa Nacional de Incautación y Decomiso de Bienes- y su banco de trabajo. Metió la artillería en el maletero y sacó el vehículo con cuidado de rodear el Blazer de Dray, aparcado en el sendero de entrada. Salió de la ciudad, se desvió por un camino de grava y lo siguió unos cien metros.

Metió el coche en una explanada de tierra y lo dejó con el motor en marcha para alumbrar con las largas un trecho donde había un cable tendido entre dos postes a cerca de metro y medio del suelo. Sacó un montón de dianas, una mezcla de diseños de distintos colores en forma de estrella o circulares, y las colgó del cable. Luego se sentó en la tierra, introdujo los cargadores del Sig y preparó los cargadores de repuesto para el revólver. Quedaron encajadas seis balas en la base cilíndrica de cada cargador de repuesto, las puntas asomando cual colmillos, espaciadas de forma acorde con los orificios del tambor.

Aunque no era zurdo, su ojo dominante era el izquierdo, de modo que sacaba de una funda colocada a buena altura en la cadera derecha. En el Servicio Judicial desaconsejaban utilizar fundas colgadas bajo la axila porque desenfundar cruzando el brazo suponía un peligro en la línea de fuego. De todos modos, Tim prefería desenfundar desde la cadera porque no le gustaba desperdiciar el tiempo que requería el otro movimiento. Si a las fundas colgadas del hombro se las denominaba «enviudadoras», por algo sería. Empezó con el Sig, realizando una serie de disparos rápidos a unos tres metros para ejercitar su fuego de reacción. Luego se alejó a seis metros. Después a casi diez.

Su puntería era de una precisión notable. Había seguido cursos de guerrilla urbana y realizado ejercicios de perfeccionamiento en el laberinto de Malibú, en las instalaciones de entrenamiento para agentes federales en Glynco. En el curso de tiro los agentes en ciernes disparan con munición real a dianas automáticas y objetivos móviles en medio de un maremágnum de luces estroboscópicas, música atronadora y gritos amplificados. El ambiente es tan hostil, el entorno tan irreal, que más de un hombre hecho y derecho ha salido llorando. Una vez fuera, los agentes tienen que reducir a actores que se hacen pasar por criminales. En cierta ocasión, un tipo que no había acabado la carrera de interpretación en Juilliard se pasó de la raya con Tim, le apartó la cabeza de golpe y le clavó los dientes en el antebrazo, y éste tuvo que noquearlo.

Con el aliento convertido en una nubecilla delante de sus labios en el ambiente frío de aquella noche de febrero a una altitud considerable, Tim estuvo disparando sin descanso. Cuando acabó con toda la munición de nueve milímetros, se pasó al 357 y se alejó a una distancia de unos veinte metros.

Adoptó una pose estudiada con el torso inclinado hacia delante, los pies separados a la distancia de los hombros y la pierna izquierda un tanto avanzada. 1-11 paisaje casaba con su estado de ánimo: la extensión baldía de tierra y piedras, los conos idénticos de los faros de su coche que se abrían paso en la oscuridad, los breves destellos de luz en un universo vasto y tenebroso. Sólo las dianas de papel reflejaban la luz, rectángulos blancos suspendidos en medio de ninguna parte, meciéndose levemente como fruta en un árbol. El vacío de la oscuridad lo abrió en canal como a una bestia en el matadero, y se quedó mirando la nada. Lo único que le devolvió la mirada fue la hilera de siluetas de combate bidimensionales sin ojos que aleteaban colgadas del cable.

Hizo un movimiento repentino con la mano derecha que dio al traste con su perfecta inmovilidad, y cogió la pistola. En cuanto el cañón abandonó la funda, viró el arma y la tendió hacia delante al tiempo que extendía la mano izquierda para sujetarse la derecha allí donde entraba en contacto con la empuñadura. Alineó los puntos de mira antes de concluir el movimiento de los brazos. Fijó la posición del brazo derecho y dejó el izquierdo levemente combado. Hizo coincidir el gatillo con el punto central del dedo índice de la mano derecha para que la pistola no se desviara arriba y hacia la derecha ni abajo y hacia la izquierda, y ejerció una presión rápida y firme sobre el doble mecanismo de activación sin anticiparse al retroceso ni flexionar con excesiva dureza. El arma lanzó un sonoro chasquido y se abrió un agujero en la región torácica de la diana. Disparó cinco veces más en rápida sucesión, recuperando una visión nítida del objetivo entre un disparo y el siguiente casi de inmediato. Antes de que se difuminara del todo la cordita, apretó la pequeña palanca de la izquierda para que saliese el cargador perfectamente lubricado. Buscó un cargador de repuesto en el cinturón con la mano izquierda a la vez que retiraba el arma y los casquillos cayeron al suelo como si granizara plomo. En un gesto esmerado volvió el arma hacia abajo y cargó el tambor con seis balas nuevas que se deslizaron pulcramente en los orificios. Hizo seis disparos más y dejó como un queso gruyer el círculo correspondiente al número cinco de la diana antes de que el cargador de repuesto vacío cayera al suelo.

Los proyectiles estriados, ideales para agujerear el papel, dejaron a su paso unas hendiduras de lo más satisfactorias.

Casi sin darse cuenta, repitió el ejercicio. Se abandonó a la actividad y destiló toda su ira en los concisos estallidos de las balas para proyectarlas lejos de sí. La furia fue alejándose lentamente, como agua que saliese de una bañera; una vez que hubo desaparecido, intentó dar forma a la pena que todavía tenía dentro de sí y deshacerse de ella del mismo modo, pero le resultó imposible. Alternó disparos desde una posición estática con ejercicios de movimiento lateral y continuó hasta que empezaron a dolerle las muñecas, hasta que notó que las palmas de las manos le ardían de tanto soportar el retroceso.

Entonces cargó el Ruger con largos y esbeltos proyectiles del 44 y disparó hasta que empezó a sangrarle el pulgar.


Regresó a casa poco después de medianoche y la encontró vacía. La botella de vodka, considerablemente mermada en el suelo de la habitación de Ginny, era el único indicio de Dray. Su Blazer seguía aparcado en el sendero de entrada con el capó frío.

Recorrió en coche las seis manzanas que separaban su domicilio del pub irlandés semiauténtico propiedad del padre de Mac y dejó su vehículo entre los Crown Vic y los Buik que había en el aparcamiento. La gruesa puerta de roble del local cedió a su presión. Aparte de unos cuantos colgados y el puñado de agentes y detectives al fondo junto a las mesas de billar, el local estaba vacío. Cantidad de bigotes. Antiguas luces de vehículos de la policía colocadas encima de las estanterías de botellas. Un típico bar de polis. El camarero, un dandi con gemelos en los puños de la camisa y un tupido bigote a lo Tom Selleck, levantó la vista de los vasos que estaba secando.

– Lo siento, amigo, hemos cerrado.

Tim no le hizo ningún caso y recorrió toda la longitud de la barra en dirección al círculo de hombres que había al fondo: Mac, Fowler, Gutierez, Harrison y otros cinco. Dray estaba entre ellos, doblada por la cintura, con el antebrazo alzado y terminado en un dedo índice acusador. Por alguna razón se había puesto el uniforme, aunque tenían órdenes de no beber vestidos de poli. Las voces, aderezadas de alcohol, habían alcanzado un volumen considerable.

– … Os atrevéis a poner a mi marido en esa situación. O al menos podríais haber tenido el detalle de llamarme por teléfono a mí, vuestra colega.

– Creíamos que él estaría a la altura de la situación -respondió Fowler.

– ¿Porque es hombre?

– No, porque estuvo en el ejército, y todo eso.

– Y todo eso, claro. Así que no tiene sentimientos. -Volvió la cabeza para encararse con los detectives en un ademán ebrio e inestable-. ¿Qué habéis averiguado sobre lo del cómplice?

Gutierez, el que estaba más adelantado, se dirigió a ella igual que un político, con las manos tendidas en un gesto sosegado, ocultando la condescendencia tras una actitud amistosa.

– Lo estamos investigando, pero no creemos que la pista sea muy sólida.

– Lo suyo es la teoría de la conspiración -masculló alguien.

Fowler fue el primero en darse cuenta de que Tim se acercaba. Poco a poco se fueron volviendo los demás, todos salvo Dray.

– Voy a deciros una cosa. -Ahora ya arrastraba las palabras-. A mí podéis echarme encima toda la mierda que queráis, pero si decís cualquier otra cosa de mi marido, os partiré la puta boca.

El camarero salió de la barra para seguir a Tim, pero Mac le hizo señal de que se detuviera.

– No pasa nada, Danny. Está con nosotros.

– ¿Ah, sí? -comentó Gutierez en voz queda.

Dos agentes miraron a Tim de arriba abajo y cruzaron unos susurros, pero Tim se dirigió únicamente a su mujer:

– Venga, Dray. Vamos a casa.

Ésta, al percatarse por fin de su presencia, dio un paso y, perdiendo el equilibrio, se sentó de golpe. Mac le pasó un brazo por la espalda para ayudarla a recuperar la estabilidad y le apoyó una mano en el hombro. Los otros la flanquearon en sus sillas con aire protector.

Mac meneó la mano para pedir un poco de calma.

– Eh, Tim. No te ofendas, ¿eh? Igual necesita sincerarse ahora para…

– Cállate, Mac.

Tim no apartó la mirada de Dray, que empezaba a dar cabezadas. Los otros no parecían irle muchas copas a la zaga. Ella cerró los ojos y apoyó la cabeza en la palma de la mano. Tim apretó los dientes y tensó los costados de la mandíbula.

– Andrea, vámonos, por favor.

Dray hizo ademán de levantarse, pero sólo llegó a apoyar el cuerpo sobre la mesa.

Fowler cogió un vaso de chupito vacío, lo levantó como si se tratara de una mira telescópica y observó a Tim a través de él.

– La próxima vez que alguien se juegue el tipo por ti, podrías mostrar un poco de respeto -dijo, arrastrando las palabras-. Tito y yo nos la hemos jugado por ti, tío.

Mac apartó el brazo de la espalda de Dray y se incorporó. Poseía un atractivo innato, con el pelo revuelto justo lo necesario y sombra de barba de un día en las mejillas; en comparación, Tim era todo esfuerzo y disciplina.

– Venga, chicos, la noche ha sido muy larga para todos -dijo Mac-. Vamos a tomárnoslo con calma.

– No te pases con el ganador de la Medalla al Valor -comentó Harrison.

Gutierez dejó escapar una risilla y Tim le lanzó una mirada de soslayo. Empujado por lo que los demás esperaban de él y la hilera de copas vacías en la mesa delante de sí, Gutierez le sostuvo la mirada.

– A ver si te enteras, colega. Tu mujer está muy bien aquí. Sabemos cuidar de los nuestros.

Dray murmuró algo en tono furibundo.

Tim dio media vuelta y cuando se dirigía a la puerta oyó a su espalda un coro de murmuraciones.

– Se le da bien largarse…

– Pues que siga así…

Tim alcanzó la puerta y pasó el pestillo, que emitió un chasquido metálico. El bar quedó en silencio. Desanduvo el camino en paralelo a la barra seguido por la mirada de los pocos borrachos que quedaban encaramados a sus taburetes.

Llegó al racimo de agentes y se volvió hacia la barra, de espaldas a ellos. Sacó el Smith & Wesson que aún llevaba en el cinturón y lo dejó encima de la barra. A continuación se deshizo de la cartera con el peso que le daba la placa. Colgó con pulcritud la cazadora en un taburete de respaldo alto. Se remangó cuidadosamente, dos pliegues en cada manga.

Cuando se dio media vuelta, los agentes estaban bastante más sobrios. Se acercó a Gutierez.

– Levántate.

Gutierez cambió de postura en la silla y se retrepó en un intento de mostrarse duro e impávido, aunque fracasó tanto en lo uno como en lo otro. Tim aguardó. Nadie abrió la boca. Otro agente echó un trago de cerveza y dejó la botella en la mesa con un golpe sordo. Al cabo, Gutierez apartó la mirada.

Tim volvió a ponerse la cazadora y cogió el arma y la placa. Rodeó la mesa, pero Dray ya se incorporaba para ir a su encuentro. Apoyó en él todo su peso, sesenta y un kilos de músculo y artillería.


Le pasó un brazo por la cintura y la acompañó camino de la puerta.

La desvistió como si fuera una cría, acuclillándose para quitarse las botas mientas ella se apoyaba en sus hombros. Cuando la arropó, ella, sudorosa, apartó las sábanas. Tim le dio un beso en la frente húmeda.

Dray levantó la mirada, su rostro juvenil y sin arrugas en la oscuridad. La voz le tembló:

– ¿Qué aspecto tenía ese tipo?

Tim se lo dijo.

Le enjugó las lágrimas, una mejilla con un pulgar, luego la otra.

– Dime lo que ocurrió. En la casucha. Hasta el último detalle.

Él se lo contó, esforzándose por no derramar sus propias lágrimas, limpiando las de ella sin cesar.

– Ojalá lo hubieras matado -dijo Dray.

– Entonces habríamos perdido la única oportunidad que tenemos de averiguar la verdad.

– Pero estaría muerto. Ya no estaría sobre la faz de la tierra. Habría sido erradicado.

Tim no alcanzaba a enjugarle tantas lágrimas. Ella le cogió la mano entre las suyas y se la apretó, dejando que las lágrimas resbalaran sienes abajo hasta la almohada.

– Estoy furiosa. Muy furiosa. Contra todo y contra todos. -Se le cerraba la garganta, así que lanzó un fuerte carraspeo.

– ¿Vas a dormir un rato? -preguntó.

– Me parece que no.

Dray se desvaneció unos instantes y luego volvió en sí.

– Yo tampoco. -Sonrió amodorrada.

– Voy a ver un poco la tele. No quiero estar dando vueltas, sin dejarte dormir. -Le apartó el pelo de los ojos con suavidad-. Al menos uno de los dos tiene que dormir.

Dray asintió.

– Vale.

Tim se tumbó en el sofá del salón como si se tendiera dentro de un ataúd, vestido de los pies a la cabeza, con las manos entrelazadas sobre el pecho. Se quedó mirando el techo, esforzándose por asimilar la nueva realidad de su vida. No alcanzaba a comprender lo monumental que era su pérdida. Estaba sumiéndose en la oscuridad sin tener la menor idea de hasta dónde llegaba. El programa Nick de noche dejaba oír risas enlatadas a intervalos hipnóticos. Se desentendió de todo salvo de ese sonido. «La risa sigue existiendo -pensó-. Si me hace falta recordarlo, puedo encender la caja tonta y ahí está.»A eso de las tres de la madrugada lo despertó Dray, que se subía al sofá con el edredón a rastras. Se colocó encima de él y acomodó el rostro en su cuello.

– Timothy Rackley -dijo en voz baja y somnolienta.

Él le acarició el cabello con suavidad, luego se lo retiró hacia arriba y le frotó la tersa piel de la nuca. Durmieron entrelazados en un abrazo inquieto.


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