Al entrar en la calle sin salida donde vivía, Tim vio a Dumone apoyado en un Lincoln Town Car aparcado junto al bordillo opuesto, cruzado de brazos igual que un chófer de guardia. Se detuvo a su lado y bajó la ventanilla.
– Tocado -saludó Dumone con un guiño.
– Eso mismo digo yo. -Tim miró en derredor para ver si algún vecino se había fijado en ellos.
Dumone ladeó un poco la cabeza para señalar el asiento de atrás.
– ¿Por qué no viene a dar una vuelta?
– ¿Por qué no se larga de mi calle?
– Quería disculparme.
– ¿Por sus malos modales?
La risa de Dumone sonó resabiada. Tim tuvo la sensación de que crepitaba igual que un viejo disco de vinilo.
– Dios bendito, no. Por subestimarlo. A mi edad, ya debería haber supuesto todo eso del poli duro que no se vende.
Tim frunció los labios en una media sonrisa.
Dumone volvió a ladear la cabeza.
– Venga, suba.
– Si le da igual, ¿por qué no viene a dar una vuelta conmigo? -prosiguió Tim.
– Muy bien -dijo Dumone. Se acomodó en el asiento del acompañante de Tim y profirió un gemido denso, similar al de un fuelle al contraerse. Se sacó un Remington que llevaba al cinto y un pequeño 22 de una funda en el tobillo y los dejó en el salpicadero central-. Para que pueda escuchar sin distracciones.
Tim recorrió unas manzanas, entró en el aparcamiento vacío de la antigua escuela de Ginny y apagó las luces. A Dumone se le estremeció el pecho al contener la tos. Tim miró por el parabrisas para fingir que no se había percatado.
– ¿Es éste el colegio donde se liaron a tiros aquellos tres adolescentes?
– No. Ése fue el instituto Warren, hacia el sur de la ciudad.
– Críos que disparan contra críos. -Dumone meneó la cabeza, profirió un gruñido y luego volvió a menear la cabeza.
Permanecieron un rato en silencio contemplando la escuela sin iluminar.
– A medida que va pasando la vida -comenzó Dumone-, uno empieza a ver el mundo un poco distinto. No es que muera el idealismo, pero queda mitigado. Uno empieza a pensar y se dice, coño, igual resulta que la vida no es más que lo que nosotros hacemos de ella, y tal vez tenemos el deber de dejar este mundo un poco más limpio de lo que lo encontramos. No lo sé. Es posible que sean chaladuras de viejo. Quizás el poeta tenía razón al decir que la juventud es sabia y todo lo que aprendemos al envejecer nos aleja de esa sabiduría.
– No me gusta la poesía.
– Ya. A mí tampoco. Mi esposa… -Incluso en la oscuridad sus ojos eran de un azul estridente, el azul de los recién nacidos, los cielos estivales y otras cosas discordantes y empalagosas. Intentaba adoptar una actitud de padre adoptivo, con la cabeza gacha y el pellejo acumulado en gruesos pliegues en la sotabarba. Hizo pensar a Tim en un león viejo-. Mira, Tim… ¿Te importa si te tuteo?
– En absoluto.
– Para intentar hallar un significado, dar un significado, influir en las cosas y en la gente para mejor, hay que vadear una zona gris. Y para eso hace falta ética. Es necesario ser ecuánime y justo. Tú eres ambas cosas.
– ¿Y los demás?
– Rayner es vanidoso, y necio, en tanto que la vanidad te vuelve así, pero también es brillante. Y es sumamente competente a la hora de interpretar casos y ver en el interior de las personas.
– ¿Y Robert?
– ¿Tienes algún problema con Robert?
– Me parece que es un poquito… -Tim optó por el adjetivo más desagradable que se le pasó por la cabeza-. Voluble -añadió.
– Es muy bueno sobre el terreno, y muy leal. Tiene contactos un poco peculiares, pero siempre cumple con su cometido.
– Él y su hermano no parecen especialmente dispuestos a plegarse a mis órdenes.
– Tienen que aprender de ti, Tim. Lo que pasa es que aún no lo saben. Estaban convencidos de que su capacidad operativa era suficiente. No veían necesidad de involucrarte, pero yo, Rayner y Ananberg dejamos claro que no estábamos dispuestos a darles carta blanca, ni siquiera a revisar los casos, sin alguien como tú a bordo. Necesitamos que todo funcione no sólo bien, sino a la perfección. Y lo cierto es que eres el único candidato a nuestro alcance que reúne las aptitudes precisas para ello.
– ¿Cómo habéis llegado a esa conclusión?
Dumone hizo una mueca de leve contrariedad.
– Rayner dio contigo tras la muerte de Ginny. Estaba elaborando informes sobre agentes de la ley renombrados en Los Angeles, llevando a cabo exámenes psicotécnicos y todas esas pijadas que hacen los científicos tarados en su despacho. Una vez se centró en ti, los chicos pusieron manos a la obra y obtuvieron información como mejor pudieron. Cuanto más averiguábamos, más nos convencías.
– ¿Quién puede asegurar que «los chicos» acatarán mis órdenes?
– Yo me encargaré de que lo hagan.
– Te tienen miedo.
– No. Respeto. Es posible que les intimide. Los conocí justo después de la muerte de su hermana y les ayudé a capear la desdicha. No me refiero a toda esa mierda de los grupos de ayuda que se reúnen para llorar, sino a lo que ocurre de veras. Les conté mi propia experiencia. La de un poli. Cómo se enfrentan a algo así los polis. Si ayudas a alguien cuando está en una situación tan vulnerable, no lo olvida nunca. Siempre te estará agradecido. Y es posible que me tengan un poco idealizado. Son distintos de ti, distintos a mí, incluso. Necesitan que alguien les marque el camino. Los ato corto y no les quito la vista de encima.
– A mí me parece que se trata de una de esas situaciones en las que es preferible tener al enemigo bien cerquita.
– No exageremos -replicó Dumone-. Son hombres cabales.
– Para lo que el grupo se propone, tienen que ser algo más que eso.
– No. Necesitan un líder. -Se le desató un acceso de tos impregnada de flema que sofocó con el puño-. Un nuevo líder.
– Es posible que no sea el papel que quiero. -Tim tendió la mano hacia las llaves y puso el motor en marcha.
– Lo sé. Por eso te elegí. -Dumone profirió un hondo suspiro, aunque sin caer en la teatralidad-. Lo que no entiende ninguno de los demás es que, para ti, unirte a la Comisión no sería una liberación sino un sacrificio. Tendrías que estar dispuesto a renunciar a tus valores, a tu rectitud. Se ensañarían contigo precisamente la clase de organizaciones e individuos que siempre has admirado. -Alargó el brazo y golpeó a Tim en el pecho con dos dedos huesudos-. Y lo que es peor, en el fondo te considerarías un hipócrita. Pero en momentos de más sosiego, cuando las banderas enarboladas y los eslóganes no tienen tanta importancia, también verás que has hecho algo con resultados tangibles. Es duro abrir brecha cuando estás encima de un atril en medio de la calle, por mucho que el atril sea de platino, de plata o esté hecho de la madera de la mismísima cruz. -Volvió ruidosamente el cuerpo para encararse con Tim y apoyó todo el peso sobre la cadera-. Si aceptas, violarán a menos chicas y asesinarán a menos gente. Y es posible que a la hora del crepúsculo, cuando tengamos que echar cuentas, eso sea lo único que nos consuele.
Tim cayó en la cuenta de que el respeto que Dumone inspiraba con tanta naturalidad, su aire solemne y perspicaz, estribaba en una profunda autoridad moral, y que cualquier esperanza de que se hiciera justicia al margen de la ley residía precisamente en la integridad que encarnaban individuos como él.
– Cuando atracan, violan o asesinan a alguien, la víctima es la sociedad -continuó Dumone-. La sociedad tiene que hacer valer sus derechos. Nosotros no representamos a las víctimas, representamos a nuestra comunidad. Podemos erigirnos en esa voz. Eso que aspiras a conseguir, puede conseguirse aquí mismo. -Esbozó una sonrisa cálida que atenuó el dolor que mostraban sus ojos-. Al menos merece la pena planteárselo.
– ¿Has perdido la puta cabeza? -Dray se acodó en la mesa con la misma mirada de gato acorralado que cuando levantaba pesas o corría. Le cayó una palomita de maíz de un pliegue en la sudadera. Acababa de ver una película de Meg Ryan con Trina, la más inmadura de sus amigas, la única con la que se permitía ir a ver pelis sensibleras, hacerse la pedicura u otras cosas por el estilo que consideraba impropias de una agente de la ley de su categoría, capaz de levantar setenta kilos de peso.
– No lo sé, es posible. -Tim se recostó en el respaldo de la silla y cruzó los brazos.
El viento que soplaba fuera y azotaba el costado oriental de la casa hacía que la cocina apenas iluminada pareciera una especie de refugio pequeño y tranquilo.
– ¿Has hablado del asunto con Oso?
– Claro que no. No voy a contárselo a nadie.
– ¿Y por qué a mí sí?
Tim notó una presión repentina en el rostro.
– Porque eres mi mujer.
Dray le cogió la mano.
– Entonces, escúchame. Esa gente se está aprovechando de tu sufrimiento. Son como una secta. Como uno de esos grupos de autoayuda en los que sólo hay pirados. No les dejes decidir por ti. Toma tus propias decisiones. -Su tono de voz estaba impregnado de un anómalo cariz de ruego.
– Tomo mis propias decisiones, pero preferiría moverme en un contexto determinado en el que haya alguna clase de orden, en el que rija la ley.
– No. Las instituciones de las que formamos parte constituyen la ley. La que intentan crear ellos está fuera de la ley.
– ¿Y lo que queríais hacer tú y Fowler? ¿Estaba dentro de la ley?
– Al menos era auténtico. Al menos a mí no me hace falta una habitación llena de tipos sebosos que me digan lo que tengo que hacer.
Tim frunció los labios.
– No todos son tipos sebosos.
A Dray no le hizo la menor gracia el comentario.
– No te lo he dicho nunca porque creo que ya eres bastante vanidoso. Y aunque a mí me gusta esa vanidad tuya, no creo que haga falta alimentarla. Pero la verdad es que te enorgullecías tanto de ser agente judicial que resultaba contagioso. Me encantaba cómo hablabas de ello, como si fuera una vocación, igual que si fueras una especie de sacerdote. Y yo me lo tragué, me dejé impregnar de esa energía. Los agentes judiciales no tienen planes ocultos, no son como los del FBI ni como los de la CIA. Los agentes judiciales tienen como único objetivo hacer que se acaten las leyes federales, proteger los derechos constitucionales del individuo, hacer que sigan abiertas las clínicas para abortar, proteger a los niños negros que van a escuelas mixtas en ciudades como Nueva Orleans. -Su rostro reveló una timidez atípica antes de que volviera a fruncir el ceño-. Así que todo esto que me cuentas de la casa de Hancock Park… Me parece increíble que alguien como tú, que juró respetar y proteger la ley, se lo plantee siquiera.
– Ya no soy agente.
– Es posible que no, pero esa «Comisión» -casi escupió la palabra- no se caracteriza precisamente por tener las cuentas claras. Entiendo que quieras dar rienda suelta a tu ira por Kindell, por Ginny, por ti mismo. No te quepa la menor duda de que lo entiendo. Pero tienes que optar por algo real. Pégale un tiro a Kindell y arrostra las consecuencias. ¿A qué viene levantar todo este… andamiaje para disimularlo?
– No es ningún andamiaje. Se trata de hacer justicia. De poner orden.
La expresión de Dray pasó a ser de hastío y exasperación, un semblante que Tim había aprendido a prever e incluso a temer.
– Tim, no dejes que te impresionen con una ética falsa y unas cuantas frases bonitas. -Se mordió la cara interna de la mejilla-. Lo único que quieren es que, en el caso de que no se descubra a ningún cómplice y falléis en contra de Kindell, seas tú quien apriete el gatillo.
– Con toda razón. Habrá tenido un juicio; un juicio centrado en su culpabilidad y no en el procedimiento. Y si descubrimos pruebas de que hubo un cómplice, siempre puedo optar por filtrar esa información a las personas adecuadas y hacer que juzguen tanto a Kindell como al cómplice. Recuerda que no tiene inmunidad porque su caso ni siquiera llegó a juicio. No se trata de matarlo, se trata de que el asesinato de Ginny se aborde como es debido.
– ¿Y de dónde van a salir todas esas pruebas mágicas?
– Tendré acceso a los informes de la defensa y la fiscalía. Y es probable que Kindell contara a su abogado lo que ocurrió aquella noche. Esperemos que haya quedado constancia en sus notas.
– ¿Por qué no acudes directamente al defensor de oficio?
– El letrado de la defensa no me facilitaría información confidencial ni loco. Pero Rayner tiene los contactos adecuados para obtener el expediente. Quizás esos papeles nos acerquen más al cómplice.
– Pues, desde luego, no es la distancia más corta entre dos puntos.
– No se nos dio la oportunidad de tomar el camino más recto, al menos desde el punto de vista legal.
– Bueno, yo he estado indagando un poco sobre el caso. Peeks fue quien contestó a la llamada anónima la noche que murió Ginny. Estaba en recepción, y dijo que quien hizo la llamada parecía muy nervioso, inquieto de veras. Tuvo la sensación de que no era un cómplice o alguien que pudiera estar implicado. No es más que una corazonada, pero Peeks es un tipo con los pies en el suelo.
– ¿Alguna descripción de la voz? -preguntó Tim.
– Nada que nos sirva. Ya te lo puedes imaginar, era un hombre adulto. Ni acento ni ceceo ni nada por el estilo. Es probable que hablara tal cual suele hacerlo.
– También es posible que la suya fuera una buena interpretación. -No cayó en la cuenta de lo mucho que había confiado en la teoría del cómplice hasta que notó cómo le sobrevenía una oleada de desilusión-, O es posible que yo anduviera equivocado. Quizá lo malinterpreté. Igual no fue más que Kindell.
Dray respiró hondo y contuvo el aire antes de volver a soltarlo.
– He estado dando vueltas a la posibilidad de mantener una pequeña charla con Kindell.
– Venga, Dray. Seguro que su abogado le ha insistido en que no diga una palabra sobre el caso. Una nueva confesión podría ponerlo otra vez en el punto de mira.
– Quizá podría convencerlo para que hablase.
– ¿Qué vas a hacer?, ¿molerlo a palos hasta que cante? -Ahora era todo cordura y circunspección, pero se le había pasado eso mismo por la cabeza con una frecuencia alarmante.
– Ojalá. -Dray sonrió-. No, claro que no.
– Si Kindell abre el pico, será para alertar a su cómplice, en el caso de que lo tenga, de que lo buscamos. Y entonces su cómplice estará sobre aviso y cubrirá sus huellas o desaparecerá. Y tú acabarás con una bonita orden de alejamiento pegada en la frente. Lo único que tenemos a nuestro favor es que nadie sospecha lo que estamos haciendo.
– Tienes razón, Tim. Además, si tú y los idiotas de tus amigos acabáis con él, yo sería la primera sospechosa en el caso de que trascendiese que he ido a verlo. -Entrelazó los dedos y se los dobló hacia atrás para hacer crujir las articulaciones-. I le pedido las actas de las vistas preliminares correspondientes a los demás casos de Kindell.
– ¿Cómo?
– En calidad de ciudadana. Están abiertos al público. Como es natural, el estenógrafo no mecanografía las transcripciones del caso a menos que haya una apelación, pero con las vistas preliminares debería bastarme para enterarme de los detalles. Pensé en ponerme en contacto con los detectives de la Policía de Los Ángeles que llevaron los casos para ver qué tienen en sus archivos, pero, después de hablar con Gutierez y Harrison, y teniendo en cuenta quién soy, seguro que no se avendrían a hablar conmigo.
– ¿Cuándo tendrás las actas?
– Mañana mismo. Los empleados de la judicatura no se ponen las pilas cuando no se trata de una orden oficial.
– Me da la impresión de que los dos funcionamos de forma extraoficial.
– No puedes comparar esto con lo que te estás planteando tú. Ni soñarlo.
– Nada es perfecto, Dray. Pero es posible que la Comisión se acerque más a la justicia en sí de lo que hemos visto hasta ahora. Tal vez pueda constituirse en esa voz.
– ¿De verdad quieres llevar tu vida por ese camino? ¿Quieres dedicarte al odio?
– No lo hago por odio. En realidad, me mueve todo lo contrario.
Dray tamborileó bien fuerte con los dedos sobre la mesa. Tenía las manos menudas y femeninas; sus uñas delicadas recordaban a la chica que fue antes de ponerse una armadura de músculo y entrar en la academia. Tim la conoció cuando ya era agente. Durante su primera comida de Acción de Gracias con la familia de ella, cuando sus hermanos mayores le enseñaron con orgullo y cierto aire de advertencia tácita el anuario del instituto de Dray, le costó trabajo reconocer la carilla de duende de las fotos. Ahora era más grande y fornida, y había desarrollado una sexualidad más firme. La primera vez que fueron al campo de tiro, Tim observó a la sombra del alero sus caderas fijas en posición, la funda un poco más arriba de la cintura, el gesto de concentración que le hacía levantar el pómulo hasta debajo del ojo azul acuoso, y no fue entonces la primera vez que le pareció salida de los sueños calenturientos de algún adolescente adicto a los cómics de aventuras.
Tenía los labios fruncidos, perfectamente torneados y un poco ajados. Al mirarlos, Tim cayó en la cuenta de que no deseaba que estuvieran secos de tanto llorar, y eso le hizo pensar en lo mucho que seguía queriéndola. Le había contado la propuesta de Rayner porque era el apoyo que le permitía avanzar en la vida, y esa realidad, esa confianza que se había forjado y consolidado a lo largo de ocho años de matrimonio, seguía vigente a pesar de las circunstancias e incluso del distanciamiento.
– Ven aquí -le dijo Tim.
Ella se levantó y rodeó la mesa mientras él retiraba su propia silla. Se le sentó en el regazo y él se inclinó hacia delante y apoyó la cara contra la cuña de piel que dejaba a la vista por detrás del cuello de su camiseta; lo que sintió fue calidez.
– Ya sé que tienes la sensación de haber perdido muchísimo en muy poco tiempo. A mí me ocurre lo mismo. -Dray se volvió sobre su regazo para mirarlo por encima de su propio hombro-. Pero aún podemos perder mucho más.
Tim acusó una fatiga insólita.
– Estoy harto de dormir en el sofá, Dray. No nos estamos ayudando el uno al otro.
Ella se puso en pie de repente y trazó un semicírculo en la cocina.
– Lo sé. Tengo tanta… ira. Cuando paso por delante del cuarto de baño, la veo encima de la banqueta, lavándose los dientes, y en el patio trasero la veo intentando desenmarañar el hilo de la maldita cometa, esa amarilla que le compramos en Laguna, y siempre que me entra la misma angustia, tengo necesidad de echar la culpa a alguien. Y no quiero que sigamos lanzándonos zarpazos en medio de todo este embrollo. O, peor aún, no quiero que nos comportemos como extraños el uno con el otro.
Tim se puso en pie y se frotó las manos. Le sobrevino una necesidad infantil de gritar, chillar, sollozar y rogar.
– Lo entiendo. -Tenía la garganta cerrada, lo que le distorsionaba la voz-. No deberíamos estar el uno encima del otro si vamos a acabar haciéndonos daño, aunque sólo sea por mezquindades.
– Lo que ocurre es que una parte de mí está convencida de que deberíamos hacerlo. Quizás es algo necesario. Odiarnos. Exteriorizarlo. Luchar y gritar hasta que desaparezca todo el rencor y sólo quedemos… nosotros.
Tim vio en la mirada de su esposa que, en el fondo, opinaba de otro modo, que sólo intentaba convencerse a sí misma.
– Yo no puedo afrontar esa lucha -dijo él-. Si es contra ti, no.
– Yo tampoco. -Dray meneó la cabeza en un gesto desgarbado, como una cría. Volvió a sentarse y la silla crujió. Agachó la cabeza y dejó escapar un suspiro-. Si vas a hacer eso, con esas personas, tendrás que buscar un lugar seguro, porque yo no voy a verme implicada.
– Lo sé.
– Por lo que dices, me parece que se trata de un grupo bastante competente en cuestiones de vigilancia.
– Lo es. Y no quiero que se fijen en ti ni en esta casa. Además, voy a vérmelas con elementos muy peligrosos, y no quiero ponerte en peligro m un ápice si uno de mis objetivos se entera de que estoy al acecho.
Dray lanzó un suspiro y se pasó la mano abierta por la cara, de la mejilla a la frente.
– Entonces, ¿dónde queda lo nuestro?
Se miraron desde lados opuestos de la cocina. Ambos sabían la respuesta. Al cabo, Tim tuvo agallas para decirlo:
– De todos modos, nos conviene separarnos durante una temporada.
Una lágrima resbaló por la mejilla de Dray. -Ajá.
– Voy a coger mis cosas.
– No es algo definitivo.
– Sólo el tiempo suficiente para recobrar el aliento y adquirir cierta perspectiva.
– Y para que mates a unas cuantas personas. -Apartó la mirada cuando él intentó sostenérsela.
Tim hizo el equipaje en veinte minutos, pasmado de lo poco que había ido acumulando con el paso de los años que ahora creyera esencial. El ordenador portátil, algunas prendas, efectos de aseo… Dray lo siguió en silencio de una habitación a otra como un perro melancólico, pero ninguno de los dos dijo ni una palabra. Con un montón de camisas dobladas sobre el brazo, se detuvo en el umbral de la habitación de Ginny. Mudarse de la casa en la que creció su hija ahora muerta constituía una suerte de transgresión formal, y Tim temía las consecuencias emocionales que aquello pudiera acarrearle.
Mientras cargaba el coche, Dray lo observaba desde el porche, descalza y temblorosa. El aire olía a la barbacoa ya casi apagada de un ve- ciño, un aroma cálido y doméstico. Terminó y se acercó para besarla. Tenía la boca húmeda y seca al mismo tiempo.
– ¿Adónde vas? -preguntó Dray.
– No estoy seguro. -Tim carraspeó bien fuerte, una sola vez-. Tenemos algo más de veinte mil dólares en la cuenta. Es probable que saque unos cinco mil dentro de poco. No te preocupes; dejaré el resto hasta que sepa qué hacer.
– Claro. Lo que tú digas.
Se montó en el coche y cerró la puerta. El reloj del salpicadero indicaba las 12.01. Dray llamó a la ventanilla con los nudillos. Ahora temblaba mucho y se le estremecía el cuerpo de arriba abajo.
Tim bajó la ventanilla.
– Maldita sea, Timothy. -Dray lloraba abiertamente-. Maldita sea.
Se inclinó hacia él y se dieron otro beso; esta vez, uno rápido en la boca.
Tim subió la ventanilla y dio marcha atrás, hacia la carretera. Hasta que no dobló la esquina no cayó en la cuenta de que era el día de San Valentín.