Una estancia de tres días en el ala penitenciaria del hospital USC del condado bastó a Tim para volver a tener la pierna en condiciones aceptables. La bala no había alcanzado ningún vaso sanguíneo importante, cosa que él ya había deducido al ver que no se desangraba hasta morir en Monument Hill. Tenías fisuradas la séptima y la octava costillas, pero no había fractura.
Puesto que las muertes de Robert y Mitchell habían acaecido en Monument Hill, lo habían acusado de un crimen cometido en jurisdicción federal para que el caso, incluidos los asesinatos, quedara en su patio trasero en vez de pasar a los tribunales estatales. Además, el enfrentamiento con Oso en Yamashiro quedó archivado como agresión a un funcionario federal, otra triquiñuela federal. El abogado de oficio lo declaró inocente en la vista incoatoria, y Tim siguió el proceso con aire sombrío desde una silla de ruedas.
En las noticias, el nombre de Dumone sólo se citó de forma tangencial. Estaba claro que «los Cuatro Vigilantes» no tenía el mismo gancho. La naturaleza de la implicación de Tim en el asunto se mantuvo en secreto, aunque eso no hizo sino escarbar la avidez de los periodistas.
El nuevo domicilio provisional de Tim, el Centro de Detención Metropolitano, era un anexo al edificio Roybal, que formaba parte del grupo de edificios donde solía ir a trabajar. El área de detención, un rascacielos con ventanas al sesgo cual ojos entornados, era frío y tenía una iluminación cruda, el círculo más bajo del infierno de Tim. Puesto que era un antiguo agente de la ley, lo encerraron por separado en la Ocho Norte, para que no tuviera que buscarse la vida entre la población re- clusa en general. Su galería en la Unidad de Alojamiento Especial, consagrada por gente de la calaña de Buford Furrow, que atentó contra el Centro Judío de la Comunidad de North Valley, y Topo, un padrino de la mafia mexicana, era limpia y austera. Un solo catre y un retrete de acero inoxidable sin tapa. Nada de agua caliente. El techo era bajo, tanto, que no tardó en empezar a caminar encorvado.
Llevaba un mono azul, una cazadora verde y sandalias de plástico barato que crujían al andar. A las once de la mañana disponía de una hora para hacer ejercicio, tiempo durante el que podía levantar pesas en una especie de redil minúsculo o jugar al baloncesto. Como hacer series de canastas por sí solo no era precisamente un aliciente, por lo general se dedicaba a las pesas y hacía ejercicios de rehabilitación con la pierna herida.
El criterio federal con respecto al asesinato en primer grado iba de la cadena perpetua a la pena de muerte. El criterio federal, como le había comentado a Tim cierto abogado borracho, era notorio por su in- flexibilidad. Hasta donde él sabía, se enfrentaba al menos a tres acusaciones de asesinato en primer grado y estaba implicado en otras tres muertes, por no hablar de la larga lista de delitos adicionales que había ido cometiendo por el camino, incluidos obstrucción a la justicia, conspiración para cometer un asesinato, agresión a una agente federal -un agente del Servicio Judicial Federal de Estados Unidos, nada menos-, tenencia ilegal de armas de fuego y tenencia ilegal de explosivos. Tim se dijo que más le valía acostumbrarse a la vida que llevaba. Comida mexicana de microondas dos veces al día durante el resto de su vida.
Se había fijado una fecha para el juicio, según se le notificó, el dos de mayo, lo que le daba un plazo de setenta y ocho días.
La segunda semana, el simpático funcionario de prisiones le indicó amablemente que saliera de la celda y lo llevó a la zona de visitas. Dray estaba sentada cuando entró en la sala, y lo miraba desde el otro lado del cristal a prueba de balas.
Ella cogió el auricular y Tim hizo lo propio.
– Las fotos -dijo Dray-. Qué fotos tan espantosas. De Kindell. Con Ginny. Se las pasé a Delaney.
Tim se mordió el interior de la mejilla.
– No serán admisibles. Las obtuve de forma ilegal.
– Eso no importa. Yo soy agente de policía y las obtuve legalmente. De manos de un civil. Tú.
Tim movió los labios, pero no emitió sonido alguno.
– Se ha reabierto el caso. La vista incoatoria se ha celebrado esta mañana; la preliminar es dentro de cinco meses. El abogado defensor está acojonado, así que esta vez quiere tomarse su tiempo para que la causa caiga en el olvido.
Tim notó cómo le afloraba una lágrima, que rodó lentamente por su mejilla y quedó colgando de la barbilla hasta que se la enjugó con el hombro.
Se quedaron mirándose un momento a través del cristal y la rejilla en su interior.
– Te perdono -dijo Dray.
– ¿Por qué?
– Por todo.
– Gracias.
A ella también empezaban a lagrimearle los ojos. Asintió una vez, apoyó la mano en el vidrio y se marchó.
Los funcionarios de prisiones le ofrecieron libros y revistas, pero Tim se pasaba el día entero tumbado en la cama, reflexionando en silencio. Le permitieron prolongar varias horas el tiempo que permanecía en la sala de ejercicio, lo que le ayudó a combatir el desaliento en cierta medida. Comía poco, dormía bien y dedicaba mucho tiempo a pensar en su hija asesinada.
Un día, tumbado sobre el vinilo agrietado del banco de ejercicio, finalmente tuvo un recuerdo puro de Ginny, no de su pérdida, sino de ella, sin asomo de ira, rencor o dolor, riendo con todos los dientes. Se había puesto de color grana, tenía la barbilla tiznada y su alegría, aun en el recuerdo, resultaba contagiosa.
La víspera de que diera comienzo su juicio, el funcionario de prisiones llamó suavemente a la puerta.
– Rack, despierta, colega. Tiene que verte tu nuevo abogado.
El letrado de Tim, un hombre hastiado de rasgos lánguidos, se había ido de pesca a Alaska, y decidió no regresar. Otro defensor de oficio quemado que sumar al montón de cenizas.
– No quiero ver a mi abogado.
– Es tu obligación. Venga, vas a meterme en un lío.
Tim se levantó y se frotó los ojos para ahuyentar el sueño. Se echó un poco de agua fría a la cara, se alisó el pelo y se lavó los dientes con un cepillo de mango de goma. Cuando iba a salir por la puerta, echó un vistazo al mono azul que llevaba:
– ¿Qué aspecto tengo, Bobby?
El funcionario sonrió.
– Yo sigo diciendo que te sienta bien ese color.
Llevaron a Tim por un pasillo hasta una oscura sala de reuniones sin otra ventana que un diminuto vidrio a prueba de balas en la puerta. Bobby asintió para tranquilizarlo y le abrió la puerta.
Tannino estaba sentado a la cabecera de la mesa con las manos entrelazadas. En una decorosa hilera a su izquierda estaban sentados Joel Post, fiscal del distrito central, Chance Andrews, juez del distrito federal, y Dennis Reed, el inspector de Asuntos Internos que salió en defensa de Tim en la junta de revisión del tiroteo. Oso permanecía de pie, la espalda contra la pared y un pie cruzado por delante de la espinilla con la puntera apoyada en el suelo. Frente a todos ellos estaba Richard, el defensor de oficio que Tim protegió del gorila aquella noche en el club a la salida de Traction.
La puerta se cerró a su espalda, pero no hizo ademán de acercarse a la mesa.
– Espero que alguien se haya acordado de traer el bocadillo con una lima dentro.
Tannino destrabó los dedos y volvió a entrelazarlos sin que su expresión de poca broma variara en absoluto.
– Resulta… -Oso cambió de postura sin apartarse de la pared ni acabar de mirarle a los ojos-. Resulta que olvidé leerte tus derechos.
Post se retrepó en el sillón y emitió un suspiro apenas audible.
Tim dejó escapar una breve risotada que más pareció un ladrido.
– Puedo volver a declarar.
– Como abogado defensor designado por el tribunal, le recomiendo encarecidamente que no haga nada semejante -dijo Richard.
– ¿Eres mi…?
Richard asintió.
– Esto es ridículo. -Levantó la voz para acallar las objeciones de Richard-. Ni siquiera estaba oficialmente a disposición judicial en el despacho de Oso. No tenía por qué leerme mis derechos.
Richard se había puesto en pie con el rostro enrojecido y ademán exaltado.
– Era evidente que estaba a disposición de los tribunales. Había una orden de búsqueda y captura. Se entregó. No tenía libertad para marcharse. Grabaron la llamada del agente Jowalski al j efe Tannino por el intercomunicador en la que afirmaba que estaba a disposición judicial, y cuando el jefe fue a tomarle declaración, cerró la puerta y echó la llave. Le retuvieron para interrogarle e incluso le negaron la atención médica.
Tannino miró a Richard como si fuera los restos de una cucaracha pegados a la suela de uno de sus mocasines.
– ¿Y qué hay de mi conversación con Oso en Yamashiro? -dijo Tim-. Ahí no hay nada fuera de lo normal.
– Esa conversación queda protegida por el privilegio de confidencialidad entre abogado y cliente -respondió Richard.
– ¿Cómo dices?
– George Jowalski fue dado de alta en el Colegio de Abogados el quince de noviembre del año pasado. De hecho, señoría -Richard asintió en dirección a Chance Andrews-, creo que usted mismo le tomó juramento aquel día.
Andrews, un juez de la vieja guardia con rostro tan correoso como venerable, se tiró de los puños de la camisa con un gesto incómodo. A Tim se le pasó por la cabeza que no le había visto nunca sin la toga.
Richard no se atrevió a sonreír, pero su cara dejaba bien claro que se lo estaba pasando en grande.
– El señor Jowalski me confirmó en una entrevista que el quince de febrero accedió a representarlo en el caso de que la junta de revisión decidiera llevar el tiroteo por la vía penal. A partir de ese momento, cualquier conversación que haya mantenido con el señor Jowalski sobre asuntos criminales queda protegida por el privilegio de confidencialidad entre abogado y cliente, y, por tanto, él no puede testificar ante un tribunal. Esa conversación es inadmisible. Si alguien tiene conocimiento de la misma, es una mera conjetura. En consecuencia, puesto que el señor Jowalski es agente judicial, me temo que lo que tenemos es una fruta envenenada…
– Privilegio de confidencialidad entre abogado y cliente -masculló Tannino-. No sé de dónde sacan cosas así. Son igual que cerdos hocicando en busca de trufas.
Richard, seguro de sí mismo, asintió casi imperceptiblemente.
Tim estaba tan pasmado que tardó un momento en encontrar palabras:
– Bueno, estoy dispuesto a repetirlo todo desde el principio. Manos a la obra.
Andrews carraspeó:
– Me temo que no es tan sencillo, hijo.
– ¿A qué se refiere?
Post puso ambas manos sobre la mesa con las palmas hacia abajo, como si fuera a hacer flexiones.
– Me refiero a que nos está costando Dios y ayuda encontrar pruebas independientes.
– ¿Cómo?
– Nos hace falta una corroboración independiente de su declaración. Robert y Mitchell Masterson están muertos, igual que Eddie Davis, William Rayner y Jenna Ananberg. Las únicas declaraciones que tenemos de Bowrick y Dobbins, dos víctimas en potencia, hablan de que usted intentaba protegerlos. Ni siquiera el chico del videoclub quiere presentar cargos. Dice que se mostró amable, que ni siquiera le apuntó con un arma, y que él le dio permiso para quedarse con las cintas de la cámara de vigilancia. Está un tanto nervioso y quiere olvidarse del asunto.
– Desde luego, sabías cómo hacerlo todo para no dejar pruebas incriminatorias -comentó Tannino.
– No hay testigos que le relacionen con ninguno de los Tres Vigilantes antes del incidente con Dobbins -continuó Post-, ni pruebas directas, testimonios oculares, pruebas físicas o indicios de carácter forense, ya sea balísticos o de ADN, que lo vinculen con la bomba en el auricular de Lañe o la agresión contra Debuffier. Coño, ni siquiera se puede vincular su arma a las balas disparadas porque el cañón está reventado. Los expedientes que encontramos en el despacho de Rayner indican que lo estaban espiando de forma ilegal, eso es todo.
– ¡Venga ya! -dijo Tim-. Si interrogan al personal de KCOM, seguro que alguien me reconoce a pesar del disfraz. Tal vez el guardia de seguridad que me cacheó en el puesto de envíos…
Richard se puso otra vez en pie y gritó:
– Usted no tiene por qué aportar indicios en su contra.
– Pero aquí todo el mundo sabe que digo la verdad en lo que concierne a mi implicación.
Post levantó las manos y las dejó caer sobre el regazo.
– No se trata de lo que ocurrió…
Andrews ladeó la cabeza y miró a Tim con ojos sombríos.
– Se trata de lo que puede probarse.
– Además, por mucho que hubiera pruebas, tendría muchas posibilidades de salir bien parado -continuó Post-. Puesto que Lañe tenía intención de atentar con gas nervioso después de la entrevista, podría alegar que actuó en defensa de otros.
– Yo no lo sabía en aquel momento…
– Mi cliente no tiene nada que comentar al respecto -dijo Richard.
– En casa de Debuffier no fue usted quien disparó, y ahí está claro que actuó en defensa de terceras personas -señaló Post-. Por lo que respecta a Bowrick, no llegó hasta el final.
– Claro. ¿Y qué hay de la casa del Cigüeña? ¿Y de los Masterson en Monument Hill? Les sobran las pruebas. Tenía la camisa empapada de su sangre.
– Eddie Davis murió de un ataque al corazón.
– Podrían aducir homicidio preterintencional.
– Señor Rackley -insistió Richard-, haga el favor de callarse.
– Lo de Mitchell Masterson fue un caso evidente de defensa propia -dijo Andrews-, y en lo que respecta a Robert Masterson…, bueno, ni siquiera en mi infinita sabiduría legal veo cómo puede considerarse intento de asesinato el que a alguien le explote un arma amañada en las manos en el momento en que intentaba asesinar a otra persona.
Tim levantó las manos.
– Bueno, bueno, bueno.
– Además, hay circunstancias atenuantes de peso, debido a la muerte de su hija -adujo Richard-. Podría hablarse incluso de estrés postraumático o enajenación mental transitoria.
– No -dijo Tim-. Ni pensarlo. Sabía lo que hacía. Por mucho que estuviera equivocado.
Tannino levantó por fin sus ojos pardos y dijo:
– Mira que eres terco, Rackley.
– Además -continuó Richard-, es un buen ciudadano, se entregó y cooperó con las autoridades de cara a neutralizar la amenaza que constituían los Tres Vigilantes.
– ¿Que cooperó? -dijo Tannino entre dientes-. No precisamente.
– Si a eso sumamos el asesinato de su hija y el hecho de que varios de los fallecidos conspiraron para matarla, no hay la menor duda de que el jurado se decantará a su favor.
Tim miró de soslayo a Reed:
– ¿Y a usted le parece bien?
– Que trabaje en Asuntos Internos no quiere decir que disfrute viendo cómo el Servicio Judicial Federal se lleva una zurra cuando no es necesario. El caso Rampart supuso para la Policía de Los Ángeles un retroceso de diez años ante la opinión pública. No es que estemos echando tierra sobre el caso, sino que apenas hay bases legales sobre las que sustentarlo.
– No me parece justo cargar con toda la culpa a los demás miembros de la Comisión.
– No te preocupes por lo que es justo, joder -le espetó Tannino.
– Los homicidios son casos muy jodidos, hijo -comentó Andrews-. Sé lo que digo.
– A la luz de que no hay pruebas suficientes ni corroboración independiente, mi decisión no puede ser otra que la de negarme a encausarlo por esos homicidios -dijo Post-. Lo lamento.
– Queremos hacer un trato -propuso Richard.
– ¿Qué trato?
– Se declarará culpable de un delito menor: agravio malicioso. Eso sí que pueden probarlo. -Richard se achicó un tanto ante la mirada de Post.
– ¿Cuál es la sentencia?
– El tiempo cumplido en prisión.
A Tim se le descolgó la mandíbula:
– ¿Así que salgo libre sin más?
– Tampoco es que a nadie le preocupe que vaya a reincidir.
– Por mucho que, en mayor o menor medida, nos parezca despreciable su comportamiento, y le aseguro que así es, todos estamos de acuerdo en una cosa: no se merece el espacio que ocuparía en nuestro sistema penal -concluyó Post.
– No vamos a ponerle las cosas fáciles y encerrarlo noventa años. -Andrews señaló la pared opuesta para hacer referencia al mundo que lo aguardaba en el exterior-. Ahí fuera, por el contrario, hay cientos de cámaras que representan a los grupos de comunicación internacionales. Los lobos. Quieren respuestas.
– Pero tú sales libre -dijo Oso.
Tim acabó por sentarse.
– El sistema no debería funcionar así.
– Háganos un favor esta vez, señor Rackley -le rogó Reed-. No haga nada al respecto.
Tannino se levantó y apoyó los nudillos sobre la mesa.
– Voy a describirte el futuro, Rackley. Mañana en la sala del tribunal te declaras culpable de un delito menor -escupió las dos últimas palabras-, y te vas de rositas. Ni que decir tiene que vamos a atarte corto y a tenerte bien vigilado. Si te pasas de la raya, aunque sólo sea un centímetro, te vas a enterar. ¿Te queda todo clarito?
– Sí, jefe.
– No me vengas con eso de «jefe». -Camino de la puerta, Tannino sacudió la cabeza y murmuró entre dientes-: Y además galardonado con la Medalla al Valor. Por el amor de Dios.
Los demás fueron saliendo en fila. Richard se detuvo para estrechar la mano a Tim. Sólo permaneció en la sala Oso. Les costó trabajo mirarse a los ojos, pero, al cabo, lo hicieron.
– ¿Fue a propósito? Me refiero a lo de olvidar leerme los derechos.
– Qué va. -Oso meneó la cabeza-. Aunque, si fuera así, tampoco te lo diría. -Tenía la camisa arrugada, como siempre, y a Tim le pareció ver una mancha de salsa debajo de la corbata, que le quedaba más bien corta-. Te he traído un traje para el juicio. Lo tengo en la camioneta.
– Espero que no sea uno de los tuyos.
Le llevó un momento, pero Oso acabó por devolverle la sonrisa.