Bowrick pasó casi tres cuartos de hora en el teléfono del 7-Eleven antes de salir, tirar un escupitajo a la acera y marcharse Palms arriba. Tim había aparcado el coche en Palms previendo que Bowrick regresaría por donde había venido. Supuso que vendría a pie, porque antes no tenía vehículo propio; su nuevo domicilio no podía estar muy lejos.
El muchacho caminaba con un aire gacho característico, los hombros encorvados, las caderas levemente desequilibradas -igual que un perro apaleado- a favor de la pierna derecha. Llevaba una camisa blanca y negra de franela abierta, con los faldones hasta mitad de los muslos como si fueran una falda. Tim aguardó a que doblara la esquina hacia Penmar antes de seguirlo a pie. Un par de manzanas más abajo, Bowrick levantó el pasador de una cancela que le llegaba a la altura de la cadera y se metió en un desastrado patio delantero con un óvalo de tierra que debía de haber sido un jardín. La casa en sí, una estructura prefabricada con la simplicidad uniforme de los edificios de las urbanizaciones, estaba levemente al bies en el solar, con los tablones de color turquesa retrete combados por la humedad y mal alineados. Para cuando Tim la pasó de largo, el chico ya había entrado por la puerta.
Recuperó el coche, aparcó a varias casas de la de Bowrick y permaneció sentado, fingiendo consultar un mapa. Tras unos cinco minutos apareció un Escalade trucado y tocó la bocina a pesar de la hora avanzada. Bowrick salió con una bolsa de lona pequeña y subió al vehículo de un salto. Al pasar a su altura, Tim alcanzó a ver al conductor, un chico hispano con camiseta imperio ceñida y llamas de color naranja tatuadas en los hombros y el cuello.
Probablemente iban de camino a realizar una entrega nocturna.
Tim esperó a que se alejara el sonido del motor, cogió la cámara del asiento de atrás y se acercó a la casa. Rastreó el patio en busca de mierda de perro y, al no encontrar ni rastro, saltó la verja. Seis zancadas y se pegó a la pared lateral para ponerse unos guantes de látex. Las casas aledañas estaban a unos diez metros, no porque los jardines fueran amplios, sino porque la casa de Bowrick era tan pequeña que no llenaba ni un solar tan modesto como aquél. Se acercó a la ventana y miró dentro. La casa, poco menos que un amplio espacio, se parecía a la de Tim en cuanto a su funcionalidad desnuda. Una mesa, una pequeña cómoda, una cama de matrimonio con las sábanas retiradas. Se llegó hasta la parte de atrás y echó un vistazo por la ventana del cuarto de baño para tener la seguridad de que dentro no había nadie. En la puerta de atrás vio una cerradura Schlage de cuidado y un par de pestillos, de modo que regresó a la ventana del baño, hizo saltar la rejilla y se coló como un gusano para ir a caer sobre el retrete, que, afortunadamente, tenía la tapa bajada.
No había cepillo de dientes ni vaso; ni siquiera pasta dentífrica.
Se coló en la estancia principal. Dos camisas dobladas y un par de calcetines aguardaban encima de la cama, como si Bowrick los hubiera dejado allí para llevárselos y luego hubiese decidido lo contrario.
A todas luces, el chaval iba a pasar fuera una noche; probablemente más.
Apartó la silla de la mesa, la dejó en el centro de la habitación y se subió encima. Necesitó ocho instantáneas Polaroid para tener documentación panorámica del interior. Dejó las brumosas fotos blancas encima de la cama para que acabaran de revelarse, se acercó a la mesa y empezó a registrar los cajones. Facturas y un talonario a nombre de David Smith. Cinco billetes de veinte dólares escondidos bajo una bandeja para documentos en el cajón superior le dieron a entender que no se había marchado definitivamente.
En una caja volcada en una esquina había un altar de lo más hortera con una cruz dorada, un óleo en miniatura de Jesucristo con la corona de espinas y unas cuantas velas ya usadas. La presencia de algo así en casa de Bowrick no hacía más que confirmar a Tim en su desconfianza hacia hombres que dejaban su compás moral en manos de un Dios capaz de tolerar la existencia de Joe Mengele y las brigadas de exterminio serbias. Interrumpió sus cavilaciones condenatorias al caer en la cuenta de que estaba abordando el asunto con prejuicios, y se centró en obtener información antes de cribarla.
Registró armarios, cajones, el colchón y las alacenas ubicadas debajo del fregadero. En el suelo de un armario había dos cascos -uno agrietado- y una sudadera Carhartt hecha un guiñapo. La moqueta se combaba por los extremos y tiró de ella para ver si ocultaba algún escondrijo para armas abierto en el suelo. No había ni rastro de armas en la casa. El filo más grande era un cuchillo para carne en la pequeña encimera de baldosas que hacía las veces de cocina. Dos puertas, dos ventanas: estupendo lugar para una ejecución.
Dejó todo meticulosamente tal como lo había encontrado. Borró las huellas de la moqueta, dejó el segundo cajón de la mesa entreabierto y ajustó la esquina inferior derecha del edredón para que rozara el suelo, como lo había visto al entrar.
Puesto que las instantáneas Polaroid se habían secado sobre la cama, contrastó la habitación con ellas. Comprobó que había dejado el único bolígrafo Bic muy cerca del margen de la mesa. La sábana encimera debía quedar plegada justo debajo de las almohadas. A un ejemplar de la revista Car and Driver le faltaba una rotación de noventa grados hacia la derecha. Fue retocando y recolocando cosas hasta que todo volvió a coincidir a la perfección con las fotografías.
Salió por la ventana del cuarto de baño, colocó de nuevo la rejilla y regresó a la acera. Pensó en telefonear al Cigüeña, pero el aspecto de éste era tan llamativo que resultaba un tanto peligroso en una misión de vigilancia. Aunque trató de localizar a Mitchell desde el coche, el gemelo solía tener el móvil desconectado incluso cuando no era necesario, como era costumbre de cualquier técnico en explosivos con dos dedos de frente. Llamó a Robert, e hizo que éste le pasara el teléfono a su hermano, algo que hizo a regañadientes.
– Acabo de salir de casa de Bowrick.
– Joder, ¿ya has dado con él? -preguntó Mitchell.
– Escucha. Vive en el dos mil ciento dieciséis de Penmar, pero creo que se dispone a pasar fuera varias noches. Llevo tres días en el tajo y necesito dormir. Quiero que vengas y mantengas vigilada la casa con suma discreción. Sólo tú. Nadie más. Que no te pillen. Y no traigas armas. ¿Entiendes? Ni pistola ni nada parecido. Vigila la casa y ponme sobre aviso si vuelve. Estaré de regreso a las nueve en punto de mañana para relevarte. ¿Estás por la labor?
– Claro.
– Tendré el Nextel conectado.
Tim se notó un tanto eufórico, como le pasaba siempre que andaba a la caza. Para celebrarlo, se planteó darse el gusto de devolver la llamada a Dray, pero con sólo pensar en ella le vino a la cabeza una imagen nítida de la habitación de su hija aún amueblada al otro extremo del pasillo. Junto con esta estampa, expulsado repentinamente del refugio de la insensibilidad, notó las punzadas de una corona de espinas. Ahora que estaba ocioso, sus pensamientos volvieron a convertirse en enemigos; era como si, al no tener nada a lo que hincar el diente, se tornaran caníbales. Su mente fue hocicando uno tras otro sus puntos débiles, pasando deliberadamente de Ginny a Dray, y luego a Robert y todo lo demás que, de un tiempo a esta parte, se le había ido de las manos. Cuando emergió del ensimismamiento, estaba a escasas manzanas de su edificio. Se imaginó de antemano el hosco abrazo de bienvenida del apartamento, tan distinto de lo que habría sido el regreso a su propia casa, que debía de oler a madera, restos de la barbacoa y platos de cartón manchados de ketchup en el cubo de basura. Una miríada de graves inconvenientes para la segundad de todos se ocupó de represar su impulso de hacer una visita espontánea.
Echó un trago de la botella de agua del almuerzo, pero no le ayudó a disolver el regusto acre en el fondo de la garganta, que permanecía arraigado y seco, probablemente como el regusto de la muerte y el asesinato, de los que llevaba saturado ya un mes largo. Tal vez necesitaba algo más fuerte para librarse de él.
Una copa de martini de neón le llamó la atención desde una ventana tintada. Giró hacia la izquierda para meterse en un aparcamiento y se aproximó a la garita blanca de los aparcacoches.
Los graves atronadores procedentes del coche que salía y el atuendo negro de arriba abajo de la pareja que entraba le indicó que, sin pretenderlo, había ido a un club y no a un bar. Le desagradaba la moda en la mayoría de sus manifestaciones, pero ya era tarde, y además, una copa era una copa.
Al bajar del coche, un muchacho con el pelo negro repeinado hacia atrás le entregó la mitad de un resguardo envuelto en una vaharada de colonia barata, se puso al volante y dobló la esquina con un chirriar de neumáticos. Tim echó un vistazo a las cinco plazas vacías que había delante del club y lanzó una mirada perpleja al otro aparcacoches.
– ¿Hay alguna razón para que no podáis dejar el coche ahí mismo?
El chico soltó una risilla.
– Pues sí. Es un modelo del noventa y siete.
Un gorila estaba a cargo de una cuerda de color granate delante de la puerta. Era un cachas mitad blanco y mitad asiático, guapo de cojones. Tim lo aborreció ciegamente de inmediato.
Se acercó y señaló con un ademán de la mano la puerta oscura, de la que salía humo de tabaco y una melodía saturada de metales. El gorila mantenía la cabeza levemente echada hacia atrás como si permaneciera en un estado constante de aburrimiento o contemplación.
– Ponte a la cola, colega.
Tim miró la entrada vacía.
– ¿Qué cola? -Ahí.
El gorila señaló una alfombra roja -idea de algún promotor nocturno- que llegaba hasta la misma cuerda. Tim suspiró y se colocó en la alfombra. Se aproximó a la cuerda, pero el gorila no se movió.
– ¿Quieres que espere aquí?
– Sí.
– ¿Aunque no hay nadie en la cola?
– Sí.
– ¿Qué pasa? ¿Es uno de esos programas con cámara oculta?
– Tío, no tienes ni puta idea. -Algo vibró en la cintura del gorila, que echó un buen vistazo a la colorida hilera de buscas que llevaba colgados del cinturón. Cogió el amarillo plátano y miró la pantallita iluminada-: ¿Cómo te has hecho eso en el ojo?
– Un curioso accidente jugando al bádminton.
El tipo volvió a asentar la cabeza levemente rezagada con respecto del cuello recio.
– ¿Vas a montar bronca en mi club?
– Si me dejas aquí fuera, es posible que sí.
La risotada del tipo olía a chicle.
– Me gusta tu estilo, tío. -Desenganchó la cuerda y se hizo a un lado, aunque no lo suficiente para que Tim no tuviera que ponerse de costado a la hora de sortearlo.
Entró y localizó un taburete junto a la barra. Cuando se acercaba, un tipo con vaqueros de color arcilla plagados de bolsillitos le lanzó una mirada desdeñosa.
– Bonita camisa, abuelete -dijo.
Detrás de la barra, una empinada ladera translúcida de estanterías brillaba con un tono azul fosforescente. Tim pidió un vodka con hielo de doce dólares a una atractiva camarera pelirroja con un chaleco de cuero lo bastante abierto como para enseñar pechuga.
Un par de chicas bailaban como locas encaramadas a un cubo iluminado en medio de la pista. El gentío se mecía de aquí para allá en torno a ellas, lanzando en dirección a Tim vaharadas de colonia de diseño y sudor limpio. En un reservado, una pareja tumbada se comía la cara a lametazos con el hambre atroz de sensaciones que provoca la química. El ambiente estaba cargado de sexo y exuberancia, denso como si anunciara tormenta, y en medio estaba Tim, inmóvil y erguido, observándolo todo como una carabina en un baile mixto. Vio que tenía la copa vacía e indicó a la camarera que le pusiera otra.
A su lado había una chica con los codos apoyados en la barra y la espalda arqueada, de cara al ruido. Cruzó la mirada con ella sin querer y asintió. La chica sonrió y se fue. Ocuparon su lugar dos tipos con las camisas arrugadas y las caras enrojecidas y húmedas de la pista de baile, que pidieron dos chupitos de tequila.
– … A Harry, mi antiguo jefe, se le notaba quemado por completo. Era el típico zoquete que apenas sigue ninguna pista para ayudar a sus clientes. Cuando entré a trabajar como abogado de oficio, había un tipo acusado de asesinato en segundo grado. Aseguraba que su coartada era una camarera a la que le había estado tirando los tejos toda la noche, una pelirroja estupenda en un garito a la salida de Traction. No sabía dónde. Harry fue a unos cuantos sitios, no averiguó una mierda y a la semana siguiente condenaron a su cliente. Entre quince y perpetua. Unos meses después entramos aquí, a saber por qué, igual resulta que el cuñado de Harry invirtió en este antro, o algo por el estilo, ¿y sabes qué? -El tipo señaló a la pelirroja del chaleco medio desabrochado de detrás de la barra-. Ahí la tienes. Y recordaba al cliente. El problema es que a nuestro hombre se lo habían cargado en el patio de Corcoran un par de días antes. -Lanzó un hondo suspiro-. Sólo hay justicia para los ricos. Si tienes una casa que hipotecar para pagar el diez por ciento de la fianza, puedes conseguir que te suelten, y si te ocupas de tu propio caso y pergeñas una buena coartada, no tienes de qué preocuparte. En cambio, si estás sin blanca y no recuerdas lo ocurrido, si tu abogado es incapaz de encontrar a una pelirroja a la salida de Traction…, bueno, entonces… -Se metió otro chupito entre pecho y espalda-. Ahora, cuando ando medio quemado, entro aquí. Me da fuerzas, me anima a cubrir todos los ángulos. -La camarera puso otra ronda y el tipo le dio un billete de veinte dólares doblado por la mitad-. Es mi musa.
– Vaya gilipollez de trabajo tenemos -comentó su amigo.
Tras la declaración, entrechocaron los vasos, engulleron los chupi- tos y menearon la cabeza con gesto acre. El charlatán vio que Tim los miraba y se inclinó hacia él para ofrecerle una mano sudorosa.
– Me llamo Richard. ¿Por qué no te tomas una con nosotros? -La música metía tal estruendo que apenas se le notaba la lengua pastosa.
– No, gracias.
– Sin ánimo de faltar, me parece que no tienes mucho más que hacer. -Richard se volvió hacia su amigo-. Bueno, Nick, creo que el colega no quiere hacernos compañía. Me parece que anda ocupado consigo mismo.
– No me caen muy bien los abogados de oficio -dijo Tim. El alcohol le había soltado la lengua. De pronto recordó por qué rara vez bebía.
– No sé por qué. Nos pagan una mierda, nos quemamos en plena juventud y representamos sobre todo a gilipollas impresentables. Un currículo impresionante, ¿no?
– Sí, bueno, yo me he encontrado en el otro extremo de la ecuación contra la que despotricas. He visto salir libre a gente que no se lo merecía.
– Deja que lo adivine. Eres poli. Primero disparas y luego preguntas. -Richard hizo un saludo marcial con ademán ebrio-. Bueno, agente, por muchos veredictos erróneos que haya visto usted, seguro que Nick y yo le llevamos la delantera. Hoy me ha llegado un chico…
– No me interesa.
– Hoy me ha llegado un chico…
– Esa mano, por favor.
Richard dio un paso atrás mientras Nick se encargaba de pedir la siguiente ronda.
– Cuando el chico tenía dieciséis años, entró en casa de su primo para robar un vídeo. -Levantó un dedo-. Primera cagada. Va a un partido de fútbol en el instituto, empieza una discusión y le dice al hijo de un profesor que va a darle de patadas si vuelve a pillarle hablando con su novia. Segunda cagada. Amenaza de agresión con intención de infligir LG, es decir, lesiones graves…
– Ya sé lo que quiere decir LG.
– Ahora, la tercera cagada. La tercera cagada, amigo mío, puede ser cualquier delito. El chaval entra en Longs Drugs y roba un portarrollos de papel higiénico. Eso es un seis seis seis, infracción menor con antecedentes. Una chorrada, pero lo cursan como delito mayor. ¿Y sabes qué? Tercera cagada. De veinticinco a perpetua. Ni negociación, ni discreción judicial; nada. Puro fascismo.
– Su padre lo maltrataba. En realidad no tenía intención de masacrar a sus compañeros de clase.
Richard suspiró.
– No es tan sencillo. No es todo tan bonito. Pero hay que fijarse en el individuo. Entonces, los ángulos y las distancias entre él y su entorno resultan mensurables. La combinación de esos ángulos es lo que constituye la perspectiva. Y eso es exactamente lo que hace falta para juzgar los actos de un individuo. -Aunque las palabras se le amontonaban por efecto del alcohol, Richard seguía expresándose de maravilla. Tenía práctica con la bebida.
– ¿Y qué me dices de juzgar al propio individuo?
– Eso déjaselo a Dios. O a Alá, o al karma, o a Snoopy, si te parece. A fin de cuentas, da igual si alguien es malo. Lo que importa es lo que haya hecho y cómo lo afrontamos los demás.
– Pero tenemos que juzgar a los individuos.
– Claro. Pero ¿qué determina la dureza del castigo? ¿Que el criminal sea irredimible? ¿La ausencia de arrepentimiento? ¿La incapacidad para reintegrarse en la sociedad? A nadie se le ha ocurrido tener en cuenta estos factores en el caso de mi cliente de hoy. El chaval está jodido. Va a tener que hacer chapas para algún pandillero durante el resto de su vida por un puto portarrollos de papel higiénico de treinta y siete centavos. -A Richard le tembló la voz, ya fuera de ira o de pena, y torció el gesto una vez, bruscamente, como presagio de un sollozo que no llegó. En vez de eso, esbozó algo parecido a una sonrisa-. Por eso estamos de juerga esta noche, amigo mío. -Levantó el vaso-. Celebramos que el sistema funciona.
Su amigo le puso una mano en el hombro y le ayudó a encontrar postura en el taburete.
– También ocurre todo lo contrario -dijo Tim.
Richard levantó la mirada con los ojos enrojecidos y medio cerrados.
– Sí, sí, claro.
– Más de una vez he visto salir bien parado a un tipo gracias a vacíos legales que ni se me habrían pasado por la cabeza. Cadena de custodia. Mociones de juicio rápido. Busca y captura. No es justicia; es una mierda.
– Es una mierda, cierto, pero ¿por qué no podemos tener buenos procedimientos y también justicia? De ese modo, el tribunal regaña al poli por… -Agitó las manos, en busca del término apropiado-. Por registro y detención ilegales, y la siguiente vez, el poli hace el trabajo como es debido, respetando los derechos civiles. El juicio es limpio. El tipo es condenado y recibe una sentencia adecuada. Pero ocurre todo lo contrario; queremos hacerlo todo a la vez.
Nick se precipitó hacia delante y se golpeó la frente contra la barra. Tim pensó que debía de ser una broma, pero el tipo permaneció en la misma postura. Richard, que no se había dado cuenta, se acercó a Tim, y éste notó que su aliento era portador de una hedionda combinación de pastillas de menta y tequila.
– Voy a contarte un secretito -dijo Richard-: a los defensores de oficio, por lo general, no les gustan sus clientes. No queremos que salgan libres. Queremos que los condenen. -Levantó un dedo vacilante-. Sin embargo, ante todo y sobre todo, queremos que los polis duros de pelar como tú y los fiscales prepotentes respeten la Constitución, el código penal, la Declaración de Derechos. Y todo el mundo va usurpando estos derechos, poco a poco, con el paso del tiempo. Detectives, fiscales, hasta los jueces. Nosotros no. Somos putos fanáticos. Fanáticos de la Constitución.
– Judíos a favor de Jesucristo -murmuró Nick, que seguía tumbado boca abajo encima de la barra.
– Y protegemos… eso, ese puto parche estúpido y distante, a pesar de la gentuza a la que tenemos que representar, al margen de los crímenes que hayan cometido o puedan cometer después de que consigamos que salgan en libertad porque algún poli gilipollas no anuncia de viva voz su intención de llevar a cabo un registro después de llamar a la puerta y nos pone en el puto trance de tener que señalarlo y permitir que algún chivato salga por la puta puerta, probablemente para hacer de nuevo lo que acababa de hacer.
Richard intentó ponerse en pie, pero se desplomó sobre el taburete. Nick mascullaba incoherencias contra la barra.
– Luchamos contra el fascismo en las minucias. -Richard giró sobre sí para ponerse de cara a la barra y levantó las manos para cubrirse la cara-. Y es horrible. Y perdemos de vista el premio, el objetivo, a veces, porque nos vemos sumidos en este…, en este… -Una inhalación trémula lo condujo a un sollozo, pero cuando bajó las manos, sonreía de nuevo-. Nos hace falta otro trago. Venga, otro trago.
– ¿Qué? ¿Acaso quieres batir el récord cuando te hagan soplar? ¿Piensas que igual ganas una muñeca chochona?
– ¿Va a detenerme, agente? ¿Borracho y privado de mis derechos civiles?
– Si te detengo, tendré buen cuidado de leerte tus derechos.
– Vaya, eso tiene gracia. -Richard rió a carcajadas-. Eres un tío cabal. Me caes bien. No hablas mucho, pero eres legal. Para ser un poli, claro. -Apoyó todo su peso en la barra y se mojó la manga con la bebida derramada-. Déjame que te cuente otro secreto. Pienso dejar mi trabajo. Voy a pasarme a la otra acera con el sistema federal; lo creas o no, las sentencias federales son incluso más draconianas. Voy a darme cabezazos contra ese muro para variar.
– ¿Por qué lo haces, si tanto lo aborreces? -se interesó Tim.
Nick levantó la cabeza con una pasmosa expresión de sobriedad.
– Porque nos preocupa que no lo haga nadie más.
Richard tamborileó con los dedos en la barra.
– Y nos aporta una tremenda impopularidad. Antes no era así, en los tiempos gloriosos de Darrow y Rogers. Los grandes. Ahora un abogado de oficio no es más que un apologista obstinado. Un pringado. Un blandengue. Dukakis. Somos como Dukakis.
– Y Móndale -apuntó Nick-. También somos como Móndale.
– Y los tipos como yo estamos convencidos de que sois los tipos como tú quienes manejáis el cotarro hoy en día -dijo Tim.
– ¿Estás de coña? -Richard se volvió sobre el taburete, dando un giro completo antes de conseguir detenerse. Echó la cabeza hacia atrás y soltó un hipido. Tenía todo el aspecto de ir a vomitar-. ¿Has visto las noticias en los últimos tiempos? Todo ese asunto del revanchismo está recibiendo el visto bueno de la sociedad.
– Los que han sido ejecutados difícilmente son…
Richard profirió un zumbido similar al del timbre de un concurso televisivo ante una respuesta errada y se dejó caer del taburete para ponerse en pie.
– Respuesta equivocada -exclamó.
– Claro. Hay que tener fe en el sistema -prosiguió Tim-. El sistema que tú me has descrito desde tu perspectiva y yo te he descrito desde la mía. ¿Por qué habríamos de seguir teniendo fe? ¿Por qué no puede alguien intentar mejorarlo, tomarse la justicia por su mano?
Richard cogió a Tim por el brazo; por primera vez su voz sonó tenue y cascada en vez de atolondrada o rebosante de ironía hastiada.
– Porque supone una inmensa desesperación.
Se dobló y vomitó encima de sus propios zapatos.
Un par de taburetes más allá, una chica vio el charco de vomitona y lanzó un grito. Emanaba del líquido un olor nauseabundo y caliente. Richard sonrió con la barbilla manchada de babas y levantó los brazos al estilo de Rocky.
La camarera juraba en arameo y un tipo de seguridad criado en un gimnasio se acercaba a toda prisa ladrando por un transmisor. El gorila de la puerta se abrió paso entre el gentío y agarró a Richard.
– Muy bien, gilipollas, ya te advertí que si volvías a ponerte como una cuba en mi club te iba a joder vivo. -Por medio de una llave de lucha libre, cogió a Richard por detrás y le hizo agachar la cabeza al tiempo que le obligaba a poner los brazos en cruz igual que un espantapájaros. El otro tipo agarró a Nick por el hombro y lo incorporó de la barra.
– Vamos a tomárnoslo con calma -dijo Tim, pero el gorila no le hizo caso y golpeó la cabeza de Nick contra la barra. Tim tendió la mano y cogió al gorila por el ancho cuello para clavarle el pulgar en la escotadura del esternón. El tipo emitió un sonido gangoso y se quedó de una pieza-. No era una sugerencia -aclaró Tim.
Esperó a que el gorila soltara a Richard. El otro tipo soltó a Nick y separó las piernas, con la vista clavada en Tim, en busca de un buen ángulo. Varias personas miraban, pero, en buena medida, la música sofocaba el barullo. La pista de baile seguía siendo un mar de movimiento ajeno a la conmoción.
Tim apartó las manos y las alzó en un gesto tranquilizador. El gorila dio un paso atrás y se puso a toser.
– No me hace mucha gracia pelear -dijo Tim-, y además estoy convencido de que podéis darme una buena paliza, así que, ¿qué os parece si optamos por lo más fácil? Estos chicos van a pagar la cuenta. -Asintió en dirección a Nick, que hurgó en el bolsillo para sacar unos cuantos billetes que dejó encima de la barra-. Voy a sacar a mis amigos de aquí y no volveréis a vernos nunca. ¿Qué tal suena?
El gorila fulminó a Tim con la mirada.
– De acuerdo.
Tim pasó la mano por encima del hombro a Richard y lo llevó medio a rastras camino de la puerta. Nick los siguió de cerca. Salieron a la calle y el aire frío los golpeó a la altura del pecho igual que una ola.
– Vaya gilipollas -farfulló Richard mientras se frotaba el codo-. ¿Por qué no le has enseñado la placa? -Rebuscó en el bolsillo el resguardo del aparcamiento, pero Tim lo arrastró hasta el bordillo de la acera y paró un taxi que pasaba por allí. Dejó a Richard en el interior y se hizo a un lado para que subiera Nick.
Richard abrió la boca para decir algo pero Tim golpeó la ventanilla con los nudillos y el taxista puso el vehículo en marcha. Luego regresó hasta el aparcacoches y le entregó su resguardo. El gorila estaba otra vez en su puesto detrás de la cuerda y se frotaba la marca roja que le había salido en el cuello.
– ¿Estás bien? -le preguntó Tim.
– Más vale que te vayas de aquí cagando leches.
Guardaron un silencio tenso mientras esperaban a que trajesen el coche de Tim.