El Nextel sacó a Tim con su molesto trino del sudoroso sueño diurno en el que por fin se había sumido. Se volvió en el colchón y cogió el teléfono.
La voz de Marlboro de Robert le sonó excesivamente fuerte por el auricular.
– Ese hijo de puta no ha salido de casa desde que llegamos anoche. Se pasa todo el día trajinando en el sótano, donde encontraron toda esa mierda para hacer vudú.
Tim se frotó los ojos bien fuerte, a sabiendas de que podían quedarle enrojecidos e inyectados en sangre. Le traía sin cuidado. -Ajá.
– Su casa queda junto al mercadillo de ropa, en el centro. ¿A qué distancia estás?
– A una media hora -mintió Tim.
– Muy bien. Bueno, el Cigüeña ha conseguido pincharle el teléfono desde una ramificación calle arriba. La madre de Debuffier acaba de llamar para decirle que no se olvide de que habían quedado para comer. A medio día en El Comao. ¿Sabes dónde cae?
– Es un garito cubano en Pico, cerca del Edificio Federal, ¿no?
– Eso mismo. Así que saldrá cagando leches en unos veinte minutos. He supuesto que querrías pasarte por aquí para echar un vistazo por la casa con nosotros. Mitch va a traerse material explosivo por si decidimos ponerle un petardo ahora.
– He dejado bien claro que sólo estamos de vigilancia -le recordó Tim.
– Ya sé, ya sé, pero nos da en la nariz que este hijoputa anda siempre metido en su madriguera. Hemos pensado que no vendría mal tener explosivos a mano, por si surgiera la oportunidad…
– … Óptima -dijo Mitchell, al fondo.
– Es posible que no tengamos otra ocasión en una buena temporada.
– Ni pensarlo. Empezasteis a vigilarlo ayer mismo. Lo único que vamos a hacer es echar un vistazo al interior para hacernos una idea -dijo Tim.
– Vale, de acuerdo. Entonces sólo vamos a echar una ojeada. El hijoputa está en el catorce mil ciento treinta y dos de Lanyard Street. Ah, Rackley, ¿cómo vas a saber dónde buscarnos?
– Ya os encontraré.
– Acechamos la manzana como una pantera en la jungla, amigo mío. Estamos…
– A ver si lo adivino. Estáis en una camioneta de algún servicio con los cristales tintados.
Un largo silencio.
– Nos vemos ahora. -Tim colgó, se metió la pistola en la cintura de los pantalones, descartó el Nokia para coger el Nextel y se dirigió hacia la puerta. Cuando ya tenía la mano en el pomo, hizo un alto. Desanduvo sus pasos y cogió un par de guantes de cuero negro de la bolsa que estaba junto al colchón. Con las puntas de plomo incrustadas siguiendo la longitud de los dedos y ubicadas estratégicamente sobre los nudillos, esos guantes dotaban al menor puñetazo de la fuerza de una coz. Se los metió en el bolsillo y bajó las escaleras camino del coche. Cuando aún le faltaba más de un kilómetro para llegar a la casa de Debuffier, se acercó al bordillo y dejó el coche al ralentí.
Ambos lados de la calle estaban bordeados de casetas de venta de ropa, largos habitáculos embutidos en la misma estructura cual teclas de piano. Buena parte de los puestos tenían puertas de persiana al estilo de los almacenes que abrían toda la parte delantera del establecimiento a las aceras. La monótona funcionalidad y los productos baratos y poco elaborados que llamaban la atención tanto por los colores chillones como por la cantidad daban al distrito cierto aire tercermundista. Había un chico metido en medio de un montón de camisetas de los Dodgers que le llegaba hasta el pecho. Se veían enormes rollos de tela apoyados contra paredes, puertas y mesas. Una pila de mocasines se había desparramado sobre la carretera. El aire olía a golosinas y churros quemados.
La calle estaba atiborrada de carretillas, camionetas de reparto aparcadas y gases de escape. Pasó un tipo con el pelo engominado y peinado a raya con una sudadera a la que se le estaba despegando la etiqueta de Versace. La chica a la que iba cogido por el meñique llevaba un bolso de la marca Guci, así con una sola «c».
Cachorros bastardos de la ciudad de las apariencias.
El tipo atravesó a Tim con la mirada, probablemente porque supuso que estada dando un repaso a su novia, así que Tim bajó la vista para que el asunto no fuera a peor. Se acercó un muchacho de barba abundante con un montón de camisetas sobre el antebrazo. Al ver que Tim miraba en dirección a él, le enseñó una en la que se veía la cabeza de Jedediah Lañe en plena explosión, acompañada por una leyenda en letras rojo sangre: ESTALLIDO TERRORISTA. Tim contempló la fotografía como si ocultara algún secreto inescrutable o tuviera la capacidad de otorgar el perdón. Por un instante no supo a ciencia cierta si el texto se refería al propio Lañe o al asesino de éste. Cuando el vendedor iba a abordarlo, Tim negó con la cabeza y el individuo siguió su camino.
Le llamaron la atención el risueño colorido mexicano y la robusta pareja de cónyuges que estaban delante de la caja registradora en el puesto junto al que había dejado el coche. El establecimiento vendía exclusivamente adornos para tartas nupciales. Tim se quedó mirando los novios de plástico de todos los tamaños y razas. Entonces notó que empezaba a hervirle la sangre de tanto dar vueltas a cómo un matrimonio entre dos personas que se amaban con locura podía estar escapándoseles de las manos.
Notó cierto alivio al reparar en que ya habían transcurrido los diez minutos necesarios para poder personarse en casa de Debuffier a la hora convenida, y siguió adelante. Aparcó a varias manzanas de distancia y volvió la esquina como si diera un paseo. Detrás de unas verjas de metal barato asomaban humildes una serie de casas de estuco desconchado. Dos críos con números de jugadores de baloncesto afeitados en la nuca pasaron a toda pastilla en monopatín después de haber cogido impulso en un socavón que había dejado en la acera el último terremoto. A ambos lados de la calle coches herrumbrosos languidecían junto al bordillo, y -dicho sea en favor de Robert- había también un puñado de camionetas de servicios, lo que no era de extrañar, teniendo en cuenta el perfil demográfico de la manzana. Los logotipos y carteles que lucían aquellos vehículos eran tan variados como chillones. Vidrios Armando. Limpieza Industrial Freddy. Limpieza de alfombras Hermanos Martinez. Parte de los dueños de las empresas homónimas pasaban el sábado sentados en los maltrechos jardines, acariciando a sus rottweilers mientras bebían cerveza Michelob directamente de la lata. El viento, de una fuerza poco habitual, acarreaba un olor dulzón a podredumbre, cerveza caliente y madera vieja.
En el lado norte de la calle, la casa de Debuffier se alzaba más voluminosa que la de sus vecinos, una achaparrada abominación de madera que no pertenecía a ningún estilo arquitectónico concreto. El arco de entrada al porche tendría que haber dado aspecto acogedor a la casa, pero la madera estaba rota, y los extremos astillados dotaban al agujero en forma de boca de una especie de dentadura mellada. El tejado, cosa más extraña aún, era una cacofonía de estilos que, mientras en unas zonas ascendía de pronto, en otras se ensanchaba y descendía en leve pendiente. La edificación, separada de la carretera por un ostentoso jardín que se había convertido en un pedazo de tierra árida ya tiempo atrás, en realidad era más compleja que grande: un conflicto de intereses, probablemente, entre dos constructores rivales a cargo de las obras en fases del proceso a buen seguro inconexas.
La mayor parte de las ventanas laterales de las camionetas aparcadas estaban tintadas. Tim cruzó al lado norte de la calle para disponer de un ángulo mejor desde el que observar el interior de las camionetas por el parabrisas, pero casi todos los vehículos tenían una partición en el interior. La de Limpieza Industrial Freddy era la más sospechosa. A juzgar por lo bajas que estaban las ruedas, albergaba maquinaria pesada o a unos cuantos hombres hechos y derechos. Lo del nombre caucásico tampoco era una buena tapadera.
Tim se acercó fingiendo que buscaba las llaves en los bolsillos. Hizo un alto junto a la puerta del conductor, a la espera. Al oír el chasquido del seguro automático de las puertas supo que no se había equivocado. Se acomodó en el asiento, mirando hacia delante, e hizo como si pusiera la radio a pesar de que no había nadie en los jardines cercanos. La camioneta olía a sudor y café rancio, y el salpicadero estaba tan alto que se preguntó si el Cigüeña no tendría problemas para ver la carretera cuando iba al volante.
Movió los labios lo menos posible al hablar.
– No está mal, chicos.
En el sujetavasos, al lado de un refresco de tamaño gigante, había un recibo arrugado de la agencia de alquiler de vehículos VanMan. Tim alcanzó a distinguir el nombre en la línea superior, escrito en la letra temblorosa del Cigüeña: «Daniel Dunn.»Danny Dunn [1], pensó Tim. El alias le viene que ni pintado.
La voz de Robert, molesta y rasposa por efecto de la deshidratación, le llegó por encima del hombro.
– ¿Cómo coño has dado con nosotros?
– Os he olido. -Tim se sacó del bolsillo de atrás los guantes tachonados de plomo y se los puso-. ¿Habéis cambiado de vehículo?
– Sí, señor -respondió el Cigüeña-. He traído la camioneta a primera hora de la mañana.
– ¿Dónde está el coche que utilizasteis anoche?
Otra vez la voz ronca de Robert:
– Salí a hurtadillas y lo devolví. Después regresé en autobús. Tranquilo, no hemos dejado ninguna huella.
– Bien.
– Debuffier ha salido a comer antes de lo previsto, así que vamos.
Tim se encontró con un juego de llaves a la altura del hombro. Las cogió y puso en marcha la camioneta.
– La casa está en un solar doble, así que queda una hilera más apartada de la calle que las demás. Dobla la esquina, Rackley, y aparca allí; está mucho más tranquilo.
– En la verja de atrás hay un hueco que pide a gritos que alguien lo ocupe -dijo el Cigüeña.
– ¿Dónde está Mitchell? -preguntó Tim.
– Por allí. Se reunirá con nosotros, en la puerta de atrás, en cinco minutos.
Tim volvió la esquina.
– Buen vehículo -comentó-. Silencioso, común y fácil de olvidar.
– Me alegro de que le satisfaga mi elección, señor Rackley. -El Cigüeña lo dijo en un tono increíblemente pagado de sí mismo, casi jubiloso-. Incluso devolví la primera camioneta que me dieron porque emitía un traqueteo fácil de identificar.
– Igual que tú -se mofó Robert.
Tim aparcó a escasos metros del orificio triangular en la verja. En la calle reinaba un silencio funéreo, así que salió y abrió las puertas de atrás. El Cigüeña y Robert, que ya llevaban puestos los guantes de látex, salieron de la trasera cogiendo aire a bocanadas y despegándose una y otra vez las camisas del cuerpo para refrescarse. Robert se metió por el agujero que había en la verja de inmediato. El Cigüeña se colgó del hombro una bolsa negra cuyo peso le hizo trastabillar. Tim se la cogió, cerró de golpe las puertas de la camioneta y le ayudó a atravesar la verja.
Mitchell estaba acuclillado junto a la puerta de atrás con Robert a su lado. A Mitchell se le iluminaron los ojos cuando reparó en el bulto del Nextel en el bolsillo de Tim, y se puso en pie de repente.
– Desconecta el móvil. Ahora mismo.
Tim y el Cigüeña se quedaron de una pieza. Tim se apresuró a desconectar el móvil.
– ¿Llevas detonadores eléctricos?
– Eso es.
Si Mitchell llevaba detonadores eléctricos, el móvil de Tim no debería haber estado en las inmediaciones. Cuando entran en funcionamiento, los Nextel, al igual que la mayoría de los teléfonos móviles, emiten justo antes de empezar a sonar una señal de radiofrecuencia que responde a la red y los identifica como unidades operativas. La corriente inducida, suficiente para cebar un detonador eléctrico, puede montar la de Dios es Cristo antes de que el teléfono suene siquiera. Ahora entendía Tim que Robert no le hubiera sugerido mantener contacto telefónico durante la entrada.
Tim bajó la vista hacia la lámina explosiva que había a los pies de Mitchell, un rollo de casi diez kilos y con el grosor de una plancha de PETN o pentaeritritetetranitrato, un explosivo plástico similar al C4 cuya pronunciación es un coñazo pero resulta muy fácil de rasgar o cortar. El material asomaba de la bolsa de detonación de Mitchell, de un triste caqui, el color de la muerte.
– ¿Es que no puedes seguir las instrucciones? -Tim intentó que la voz no delatara su enfado-. Creo haber dejado claro que no vamos a hacer otra cosa que echar un vistazo.
– No hemos hecho nada más. Resulta que llevaba la bolsa conmigo…
– Ya nos ocuparemos del asunto luego. -Tim asintió en dirección a la puerta-. ¿Cuál es la situación?
Mitchell volvió a acuclillarse como un antropólogo junto al pomo de la puerta.
– Bastante peliaguda. Se abre hacia fuera y tiene una solapa que protege la cerradura, así que el truco de la tarjeta de crédito no sirve.
El Cigüeña puso los brazos en jarras e indicó a Mitchell que se hiciera a un lado con un gesto impaciente de la mano.
– Aparta.
Al tiempo que se ponía bien las gafas, se inclinó para ver más de cerca la cerradura. Acercó el rostro a escasos centímetros del pomo y ladeó la cabeza cual depredador que olisquea su presa. Cuando habló, lo hizo con una cadencia musical, igual que una niña que arrullara a su muñeca preferida.
– Una cerradura cilíndrica con bocallave restringida y hembras reforzadas. ¿Verdad que eres preciosa? Claro que sí.
Tim, Robert y Mitchell dejaron de cruzar miraditas desdeñosas cuando el Cigüeña se apartó de la puerta sin quitar ojo a la cerradura, aunque con la mano extendida como si llamara a un camarero. Entonces chasqueó los dedos regordetes.
– La bolsa.
Tim se la dejó a los pies. El Cigüeña rebuscó en su interior y sacó un aerosol lubricante. Introdujo un fino tubo en la boquilla y dirigió el aerosol hacia el cilindro.
– Vamos a lubricarte un poco, ¿de acuerdo? Asilo tendremos más fácil.
A continuación cogió un destornillador eléctrico. La herramienta, con un gatillo en el asa que ponía en marcha el fino mecanismo, se parecía a un taladro o un complejo dispositivo sexual. Desplazando el aparato con leves golpes de muñeca, el Cigüeña introdujo la punta en la cerradura lubricada y lo puso en funcionamiento. Después lo colocó en un complicado ángulo por medio de una serie precisa de inserciones y reajustes. Pegó la oreja a la puerta -es de suponer que para oír el desplazamiento de las piezas- mientras con la otra mano cogía el pomo. Tenía la boca torcida hacia la derecha, agolpada sobre el labio inferior. Parecía ajeno por completo a los demás.
– Eso es, preciosa. Hazme el favor de abrirte.
El ruido que emitía el mecanismo de la cerradura varió y se oyó un chasquido indicativo de una repentina simetría o resonancia. El Cigüeña adelantó la otra mano a la velocidad del rayo y giró el pomo, que cedió media vuelta.
Miró a los otros con una mueca satisfecha y un tanto cansada. Tim casi tuvo la sensación de que iba a encenderse un pitillo. La sonrisa del Cigüeña se desvaneció de inmediato cuando se echó hacia delante para apoyar el hombro en la puerta.
– Espera -le advirtió Tim-. ¿Y si hay una alarm…?
El Cigüeña abrió la puerta de golpe.
El insistente pitido hizo que a Tim se le quedara la boca seca, pero el Cigüeña se acercó tranquilamente a un panel en la pared e introdujo un código. La alarma calló.
Entraron empuñando la pistola y aguzaron el oído para detectar algún movimiento en la habitación más grande de la casa. Robert y Mitchell llevaban sendos Colt 45 semiautomáticos de acción simple, de esos que hace falta amartillar antes de efectuar el primer disparo. Abren fuego con sólo kilo y medio de presión en el gatillo, en vez de los siete que requiere un revólver de acción doble. Eran unas armas de gran calibre poderosas, ilegales y sumamente sensibles, en buena medida como los dos hermanos.
– ¿Cómo has averiguado el código? -preguntó Tim en un susurro.
– No lo he averiguado. Toda empresa de alarmas tiene un código de reajuste. -El Cigüeña señaló el logotipo en la base del panel-. Esta es de Iron-Force: tres, cero, dos, cero, uno.
– ¿Así de sencillo?
– Sí, señor.
Atravesaron una habitación pequeña en la que había una lavadora rota y llegaron a la cocina, llena de platos con comida reseca y cajas pringosas. El linóleo de color amarillo mostaza que cubría el suelo estaba levantado en los márgenes. Las encimeras estaban cubiertas de hileras infinitas de botellas de ron vacías y una fina capa de migajas.
Se oyó un tenue eco en algún lugar de la casa, levemente animado, similar a una voz. Tim alzó la mano de inmediato, plana, con los dedos un poco separados, en un gesto de advertencia de jefe de patrulla. Los otros se quedaron quietos cual estatuas. Transcurrió un minuto de silencio y luego otro.
– ¿Habéis oído eso?
– No. No he oído nada -respondió el Cigüeña.
– Probablemente han sido las cañerías.
– Vamos a seguir -dijo Tim, aún en voz queda-. Cigüeña, espera fuera. Si Debuffier vuelve antes de lo previsto, toca dos veces la bocina.
– Ha salido antes de lo previsto.
– Por eso vas a vigilar mientras estamos aquí dentro. -Tim aguardó a que el Cigüeña saliera por la puerta-. Vamos a registrar la casa. Nos vemos aquí mismo dentro de dos minutos. Yo me ocupo del piso de arriba.
– Mira -dijo Robert, sin molestarse en susurrar-, llevamos delante de la casa toda la noche y toda la mañana. No hay nadie más.
– A registrar he dicho -repitió Tim.
Desapareció por la puerta que daba a la parte anterior de la casa y pasó por varias habitaciones llenas a rebosar de objetos extraños: cajas con calendarios de automóviles, mesas tumbadas, pilas de ladrillos… En torno a los pies de la escalera había un metro de tela de color chillón amontonada; Debuffier debía de haberla comprado en los puestos del mercadillo. Tim dio una batida por las habitaciones de arriba, que hedían a cañerías atascadas e incienso. Todos los espejos estaban cubiertos, envueltos en telas de colores llamativos. O bien Debuffier se creía un vampiro o bien le asustaba su propio reflejo; a juzgar por la foto de la policía, Tim habría apostado por esto último. Todas y cada una de las habitaciones estaban vacías, sin el menor indicio de que alguien habitara en ellas; lo más probable era que el dormitorio principal estuviese abajo. Tuvo buen cuidado de no dejar huellas allí donde la capa de polvo tenía mayor grosor en el suelo.
Robert y Mitchell le esperaban en la cocina.
El reloj de Tim marcaba las 12.43.
– ¿Todo despejado? -preguntó.
– Salvo por la puerta del sótano -dijo Mitchell-. Acero macizo en un marco de acero. Cerrada.
– Luego pondremos al Cigüeña manos a la obra. -Tim se guardó el 357 a la espalda-. Vamos a echar un vistazo por la planta baja con más atención. Fijaos en los detalles para que luego podamos hacer un plano completo de la casa.
Otro sonido, un gemido metálico, esta vez innegable. Tim notó que se le hacía un nudo en el estómago y la boca se le tornaba algodón.
Avanzó hacia el lugar de donde procedía el sonido y cruzó la otra puerta; los gemelos le pisaban los talones.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Robert.
Mitchell se ajustó la correa de la bolsa de detonación que llevaba colgada del hombro.
– Suena como un horno encendido. -Su tono no fue nada convincente.
Tim volvió la esquina hacia un pasillo secundario que iba a morir en un cuarto de baño y se encontró de cara con la enorme estructura metálica de la puerta del sótano. A juzgar por el contraste con la mampostería, era de reciente instalación. Le dio unos golpecitos con un nudillo: sólida y gruesa de cojones. Se echó hacia delante y apoyó el oído en el frío acero, pero no obtuvo otra respuesta que el tenue zumbido del calentador de agua. El vestíbulo estaba oscuro. Las cortinas de flores, de un rosa oscurecido, estaban corridas sobre una única ventana que daba al patio lateral.
– Robert, ve a buscar al Cigüeña ahora mismo. Dile que quiero entrar en el sótano por esa puerta.
Eran las 12.49. Si Debuffier había salido temprano, ya debía de llevar ausente cosa de una hora. El trayecto en coche hasta el restaurante era de al menos diez minutos, así que estaría de regreso en diez o quince minutos, dependiendo de lo mucho que aborreciera estar con su madre. Mientras Tim esperaba con todos los músculos en tensión, Mitchell sopesó la puerta con la imprecisa precisión de un zapador, los dedos separados y pegados al acero como si fuera a ceder.
El Cigüeña, abrumado por el peso de la bolsa, regresó con Robert. Dejó la carga en el suelo con un golpe sordo, echó un vistazo a la gruesa cerradura y anunció con reticencia:
– Es una Medeco G3. No voy a enredar con eso.
Otro sonido, paradójicamente gutural y agudo, atravesó la puerta. Tim notó por la pátina de sudor que cubría la frente de Mitchell que aquel sonido le producía el mismo efecto desconcertante.
La camiseta de Robert tenía dos oscuras medias lunas de sudor en las axilas.
– Debe de ser alguna chorrada vudú. Una oveja atada o algo por el estilo. -Se rozaba índice y pulgar con nerviosismo, como si quisiera que apareciese un cigarrillo por arte de magia.
– Podría reventar la puerta -se ofreció Mitchell.
– Ni pensarlo -dijo Tim.
Mitchell ya había sacado un detonador eléctrico del bolsillo y lo manipulaba.
– Quiero saber qué hay abajo. Es ahí donde descubrieron todas aquellas cosas extrañas cuando registraron la casa.
La boca del Cigüeña se combó en una sonrisa con forma de luna en cuarto creciente.
– Podría hacer que Donna eche un vistazo.
Robert y Mitchell fruncieron el ceño con tal sincronía que resultó gracioso.
– ¿Donna?
– Sácala -dijo Tim-. Sea lo que sea.
– Sea quien sea -corrigió el Cigüeña.
Sacó una unidad del tamaño de una caja de zapatos con una varilla revestida de plástico negro y una pantalla de cristal líquido pequeño como una notita adhesiva. La varilla, una minicámara flexible de fibra óptica, llevaba un objetivo de ojo de pez incrustado en la punta. Apretó un interruptor y la pantalla reflejó sus tres caras, pálidas bajo una difusa luz azulada.
– Vaya cosa -dijo Robert-. Es un dispositivo espía. Todos hemos usado algo parecido. Es imposible que entre por debajo de la puerta. La ranura no es lo bastante ancha.
– Ésta no es Donna. -El Cigüeña sacó un diminuto estuche Peli- can de la bolsa y lo abrió con sumo cuidado. En el interior había una varilla increíblemente fina, casi un alambre negro, que terminaba en una cabeza rectangular del grosor de una oblea-. Ésta sí es Donna.
Retiró la voluminosa varilla del dispositivo espía y enroscó a Donna en su lugar, no sin hacer una pausa para desenmarañar un nudo que se le había hecho en una de sus manos artríticas. La cabeza pasó por debajo de la puerta sin ningún problema y vieron un fugaz primer plano de un ratón muerto acurrucado sobre la madera astillada del peldaño superior. La pantalla parpadeó un instante y volvió a iluminarse.
– Venga, bonita. -El Cigüeña levantó la mirada como para disculparse-. Es un poco melindrosa. -Le temblaban las manos y las abría y cerraba con gesto de dolor. Intentó coger la fina varilla, pero lanzó un suspiro de frustración.
– Ya nos ocupamos nosotros -dijo Tim-. Déjanosla y vuelve a tu puesto de vigilancia. Recuerda, dos bocinazos.
– Pero…
– Ahora mismo, Cigüeña. Estamos con el culo al aire aquí dentro.
El Cigüeña lanzó una triste mirada de despedida a Donna, recogió la bolsa y se marchó. Sus pasos eran tan silenciosos que en cuanto dobló la esquina dio la impresión de haberse desvanecido.
Con Robert y Mitchell pegados a su espalda, Tim manipuló el alambre, haciendo todo lo posible por enfocar un objetivo que no podían ver. Fueron observando el sótano en barridos vertiginosos a medida que la lente iba de acá para allá. La pantalla volvió a parpadear.
– Maldita sea, Donna -dijo Tim-. No me hagas esto. -Con una punzada de vergüenza, cayó en la cuenta de que suplicaba a la minicámara como si fuera una persona, pero, al ver que la pantalla volvía a iluminarse, pensó que quizás el Cigüeña no andaba tan descaminado. Le vino a la cabeza la perspectiva de un futuro impreciso en el que el Cigüeña y él salían en una cita doble con un par de aspiradores alados idénticos, pero la imagen nítida del sótano que obtuvo gracias a que empezaba a manejar el dispositivo con mano más firme le hizo volver a la realidad.
Un tramo de escalera, unos diez escalones, bajaba hacia un frío zulo de hormigón. Había urnas y tambores desperdigados en el sótano, así como regueros de polvos rojos y blancos. Por encima de un cúmulo de cera fundida descollaba un coro de velas aún encendidas que se reflejaba en un espejo apoyado en la pared. En medio de la habitación había un frigorífico con el congelador en la parte de arriba. Todo el suelo estaba cubierto de plumas, lo que le daba una textura vellosa, casi orgánica, como si fuera un pellejo extendido. En una mesa coja y llena de marcas había unas cuantas velas más, dos gallos descabezados y un incongruente sacapuntas. Resultaba difícil imaginar a Debuffier allí sentado, intentando resolver el crucigrama de los domingos.
Robert lanzó un tenso suspiro. Todos se llevaron un sobresalto cuando el sonido -ahora claramente un gemido- volvió a hacerse levemente audible. La convulsión que recorrió las manos de Tim les permitió ver el interior de la puerta, junto con el grueso pestillo de acero, cuyas abrazaderas estaban soldadas por ambos lados. No había forma de derribar esa puerta.
Tim dejó a Donna en manos de Mitchell y se puso en pie, decepcionado. Apartó con los dedos la sucia cortina rosa y miró el patio lateral. El Cigüeña, parcialmente a la vista, estaba pegado a la verja del lado opuesto intentando ocultarse a medio camino de la camioneta.
Tim se apartó de la ventana.
– Vamos, vamos. -Sacó a Donna de debajo de la puerta de un tirón y se puso la unidad entera bajo el brazo como si fuera un balón de rugby. Con la bolsa de detonación ya colgada del hombro, Mitchell siguió a Robert pasillo adelante. El trayecto de evacuación más rápido consistía en atravesar la cocina para salir por la puerta trasera.
Tim, seguido por los gemelos, entró en la cocina justo cuando la sombra de Debuffier caía sobre el lavadero a través del vidrio de la puerta de atrás. Hizo un violento gesto para que iniciaran la retirada, pero la llave ya estaba dentro de la cerradura. Robert y Mitchell se colaron en un armario, y Tim se metió debajo de la mesa de la cocina justo cuando Debuffier abría la puerta y entraba.
Una botella de ron vacía que Tim había golpeado con el hombro cayó de la mesa, pero consiguió cogerla antes de que llegara al suelo gracias a un extraño ejercicio de contorsión que le hizo acabar en decúbito supino doblado sobre sí mismo. La cocina se llenó de reniegos mientras Debuffier manipulaba el panel de la alarma, probablemente para ver por qué no había funcionado. Luego cruzó la cocina. Sus enormes piernas fueron acercándose en contrapicado hasta que sus mocasines negros del cuarenta y seis se detuvieron a apenas un paso de la cabeza de Tim. Un fajo de cartas golpeó la mesa como un tortazo. Debuffier no llevaba calcetines; las franjas oscuras de sus tobillos apenas resultaban visibles entre los zapatos y el bajo raído de los pantalones vaqueros. El aliento de Tim propulsó una ráfaga de migajas que recorrió unos cinco centímetros debajo de la mesa.
La mano de Debuffier asomó bajo el tablero nada menos que con un paquete de lápices. Luego se marchó a zancadas lentas por el pasillo apenas iluminado. Tim oyó que la enorme puerta del sótano se abría y luego se cerraba. El pestillo volvió a su lugar y los pasos de Debuffier descendiendo por la escalera se propagaron en una suerte de tremor silencioso por el suelo de la cocina hasta la mejilla de Tim.
Salió de debajo de la mesa justo en el momento en que Robert y Mitchell abandonaban el armario.
– Larguémonos -susurró Robert.
Antes de que Tim tuviera tiempo de darse la vuelta, el sonido volvió a atravesar los tablones del suelo como si de repente hubiera adquirido intensidad, como si hubiera sido liberado. Lo que oyeron fue un gemido, a todas luces humano, que resonó con la fuerza de un eco. Los tres se quedaron de una pieza en la cocina.
Tim tenía toda la intención de decir «Vamos allá»; ya casi había pronunciado esas dos palabras cuando se desvanecieron, y Robert y Mitchell formaron en línea a su espalda, en silencio, camino del interior de la casa.
Tim ya tenía a Donna preparada para cuando llegaron a la puerta, y la introdujo por la ranura inferior. Debuffier había cubierto el espejo por completo con una tela negra y se había atado un pañuelo blanco a la cabeza. Vestido sólo con un peto, estaba de espaldas a la puerta, levemente encorvado. Sus enormes hombros se estremecían levemente por causa de un movimiento que ellos no alcanzaban a ver. Roce. Pausa. Roce. Pausa.
Tim apenas había tenido tiempo de caer en la cuenta de que estaba afilando lápices cuando una diminuta voz humana resonó, por lo visto, como respuesta al leve roce.
– Dios, no. Dios, Dios, no.
Los tres hombres se quedaron rígidos, pero no había nadie más a la vista en la pequeña pantalla. Tim hizo virar el objetivo para que abarcase todo el sótano, pero estaba vacío salvo por los cuencos, los ladrillos y las plumas, algunas en el aire por efecto de los pasos de Debuffier. Permanecieron de puños y manos sobre la pantallita de televisión, tres ciegos en busca de una moneda.
El santero se volvió con el rostro surcado de líneas blancas. Mientras comprobaba la punta de un lapicero con la yema de uno de sus dedazos, se llegó hasta la nevera y abrió la puerta del congelador. La cabeza de una mujer, perfectamente enmarcada por la caja de aquél, miró la habitación con los ojos abiertos de par en par, igual que la boca, de la que brotaba un grito horrendo. Estaba viva. Tenía pegados a la frente mechones de pelo oscurecidos por el sudor y la cara salpicada de heridas abiertas. Debuffier le había encajado la cabeza a través de un agujero practicado en la partición entre la nevera y el congelador.
Debuffier cerró la puerta superior de golpe, amortiguando el grito desgarrador, y abrió la puerta de la nevera. El cuerpo de la mujer estaba hecho un guiñapo en la parte inferior del electrodoméstico, tembloroso y desnudo, y cubierto también de pequeñas heridas circulares. Desde los pies contraídos hasta la extensión abreviada del cuello, parecía estar suspendida en el mortecino brillo blanco de la luz de la nevera igual que una criatura primordial conservada en formol en el laboratorio de un científico.
El santero se inclinó y buscó la carne tierna de la clavícula con la punta afilada del lápiz. Al desplazar todo su peso, la mujer quedó oculta tras su corpachón y entonces la intensidad del grito se incrementó como si acabaran de hacer girar un trinquete, el sonido arrumbado, igual que la cabeza de la mujer, en el féretro de la oscuridad, disociado del cuerpo, del tormento infligido, del mundo.
Robert se puso en pie, tembloroso, sudoroso de los pies a la cabeza. Sacó el arma y apuntó hacia la cerradura. Antes de que Tim pudiera responder, Mitchell cogió a Robert por la muñeca y le dijo en un áspero susurro:
– No. Esa puerta no se atraviesa de un balazo.
Conforme Robert se encrespaba más, daba la impresión de que Mitchell iba recobrando la calma; casi dos décadas de experiencia en desactivación de explosivos eran un buen bagaje frente a la presencia activa del horror.
A Robert le caía el sudor por las sienes en gruesos goterones.
– No vamos a marcharnos de aquí.
– No -dijo Tim-. No vamos a marcharnos. -Se volvió y chasqueó los dedos, su voz un sonoro susurro que denotaba la urgencia del momento-. Entramos en acción en diez segundos, chicos. Vamos a centrarnos. Nueva táctica, nuevas prioridades. Yo llamo a emergencias. Reventamos la puerta. Neutralizamos a Debuffier, a ser posible sin matarlo. Nos hacemos con la víctima. Luego, si nos lo podemos permitir, nos planteamos nuestra situación.
Mitchell hurgó en la bolsa de detonación con la navaja ya preparada y un detonador eléctrico, que había aparecido como por arte de magia, sujeto entre los dientes para tener las manos libres. Sacó el explosivo plástico y desenrolló unas vueltas. Cortó un círculo de PETN con tanta rapidez como eficiencia, dejando en el explosivo un agujero que parecía hecho con un molde para galletitas.
Tim fue hasta la cocina a la carrera antes de conectar el móvil, para no interferir con los detonadores eléctricos de Mitchell. Puso el cuello de la camiseta encima del auricular y habló con voz rasposa:
– Tengo una emergencia médica en el catorce mil ciento treinta y dos de Lanyard Street. En el sótano. Repito: en el sótano. Hagan el favor de enviar una ambulancia de inmediato. -Colgó el teléfono, lo desconectó y enfiló el pasillo de nuevo.
Los gritos alcanzaron una intensidad asombrosamente aguda al tiempo que se tornaban finos y tenues como un hilillo de plata. Mitchell, impertérrito, humedeció con su aliento el reverso del explosivo y lo pegó a la puerta, encima de la cerradura.
– Ay, Dios, basta ya. Dios mío, basta.
Robert, con el rostro colorado de furia y agitación cambiaba el peso del cuerpo de un pie al otro en una extraña danza sobre ascuas, como si quisiera aliviar la quemazón de los gritos.
– Venga, venga, venga, venga -dijo.
Mitchell rasgó una tira de explosivo plástico y dejó caer en ella el detonador que tenía entre los dientes. Mientras Tim largaba los cables pasillo adelante, Mitchell acabó de preparar la lámina de explosivo en la que había embutido el detonador para luego pegarla a la puerta. Impulsados por los gritos, Robert y Mitchell doblaron la esquina siguiendo los pasos de Tim; Mitchell llevaba una batería de nueve voltios a la altura de la muñeca. Tim le pasó los cabos de los cables.
Robert respiraba muy hondo y tenía dilatadas las ventanas de la nariz.
– Hazlo ya, hazlo ya, hazlo ya.
Tim se vio obligado a dejarse de susurros para hacerse oír por encima de los gritos de la mujer.
– Vamos a ver. Tenemos que hacer esto bien. Yo voy a entrar en primer…
– Por favor. Por favor. Ay, Dios, por favor -suplicaba la mujer.
Robert cogió los cables a Mitchell y tocó con ellos la batería. Tim sólo tuvo tiempo para una reacción instintiva. Abrió la boca para que los pulmones pudieran aspirar y expulsar aire, previniendo así la posibilidad de que le estallasen por exceso de presión. La casa entera tembló por efecto de la explosión y se levantó una nube de polvo de las paredes. Robert ya se había abalanzado hacia la escalera pistola en mano.
– ¡Mierda! -exclamó Tim.
Con el agudo pitido del acero desgarrado en los oídos, se puso en pie y siguió a Robert a la carrera. Éste ya había abierto la puerta y desaparecido en la neblina de polvo escalera abajo, sin cobertura, olvidada por completo la estrategia de entrada. Tim oyó el estallido de tres disparos erráticos y pegó la espalda a la jamba de la puerta, ahora mellada, en la cima de la escalera, con los codos rígidos, el 357 apuntando al suelo y Mitchell pegado a los talones.
Robert descendió las escaleras como si flotase, con el arma levantada. Debuffier había abierto la puerta de la nevera tanto como lo permitían las bisagras, por lo que ahora quedaba a la vista el guiñapo de carne retorcida y aterrada que contenía; se parapetó detrás del electrodoméstico para escudarse con él. La explosión había hecho saltar un pedazo de enlucido hasta el penúltimo peldaño, suficiente para que Robert trastabillase. Debuffier, ágil y felino, se puso en pie de un salto y se precipitó hacia Robert; un voluminoso contorno de músculo oscuro y fibroso. El cuerpo de Robert impedía a Tim efectuar un disparo, de modo que continuó escalera abajo. Debuffier llegó hasta Robert antes de que éste hubiera tenido oportunidad de recuperar el equilibrio y le arrebató la pistola de un golpe. A continuación lo cogió, abarcándole la caja torácica casi por completo entre sus manazas, y lo lanzó escalera arriba contra Tim.
El hombro de Robert lo alcanzó a la altura de los muslos y le hizo caer rodando los tres últimos peldaños. Su 357 se coló por el borde de la escalera y emitió un sonido metálico al caer sobre el suelo de cemento. Tim notó un entumecimiento en el hombro y la cadera que poco después dejaría paso al dolor. Completó la trayectoria de la voltereta con la intención de ponerse de pie, pero sólo consiguió golpearse las rodillas contra el cemento, doblado como si estuviera en pleno salto mortal. La recia pierna de Debuffier dividía en dos su campo de visión como una columna, y Tim le lanzó un puñetazo a la rodilla con todas sus fuerzas. Tenía intención de alcanzarle en la articulación, pero en vez de eso se topó con el músculo denso del muslo. Su puño cargado de plomo se estrelló con un estallido amortiguado similar al de un plato al caer plano en un lecho de agua, y Debuffier lanzó un aullido. Apareció un puño como un sol demasiado grande y fue a caer sobre la coronilla de Tim, que notó cómo el cuero cabelludo se le clavaba en el cráneo y vio un intenso fogonazo. Oyó entonces las botas de Mitchell bajar a toda prisa las escaleras y luego se vio alzado en volandas. Debuffier lo había asido por los hombros y tenía los pies colgando cual marioneta bajo la mirada apreciativa e inmisericorde de un titiritero italiano. Tim notó en la cara una vaharada de aliento que olía a coco y leche agria.
Arremetió con la cabeza contra la barbilla de Debuffier y oyó un crujido satisfactorio. Las manos que lo tenían cogido se distendieron apenas un instante. Tim notó que descendía unos centímetros y sus pies volvían a establecer contacto con el suelo. Justo cuando Debuffier echaba la mano atrás con la intención de paralizarlo de un puñetazo, Tim volvió el torso y lanzó un derechazo descendente contra la ingle en plan boina verde, fuerte y veloz, igual que un oso pescando en el río. El plomo del guante hizo que el puño descendiera más rápido, más violento, y le otorgó un impulso demoledor en el instante en que los nudillos entraban en contacto con la sólida cresta del pubis del santero.
Hubo un instante de equilibrio y quietud perfectos, y luego el mundo volvió a ponerse en movimiento. Robert lanzó un grito, un desgarrador aullido de hiena que resonó en la carcasa metálica del frigorífico, casi cerrado. El hueso de Debuffier cedió hecho astillas al tiempo que un crujido amortiguado por la carne anunciaba la fragmentación instantánea y absoluta de la pelvis.
El bramido animal de Debuffier halló resonancia en las paredes de hormigón y regresó amplificado desde las cuatro esquinas del zulo. La puerta de la nevera se fue entreabriendo y asomó la expresión petrificada de la mujer. Con el rostro torcido en un vórtice de dolor, Debuffier intentó incorporarse apoyando en el suelo una rodilla, que no sostenía todo su peso; tenía los párpados tan sumamente abiertos que permitían ver la curvatura superior de sus globos oculares. Había dejado caer las manos abiertas a los costados y las tenía quietas, como si estuviera planteándose la mejor manera de asir un globo lleno de vidrios rotos.
Mitchell descendió los últimos peldaños a sonoras zancadas, pero Robert ya había recuperado la pistola y estaba en posición de tiro, con la cabeza gacha y un ojo cerrado.
Debuffier levantó una mano.
– No -suplicó.
La bala le rebanó el índice a la altura del nudillo antes de absorber parte de su cabeza en torno al agujero abierto sobre el puente de la nariz. Su cuerpo cayó sobre el cemento y por debajo de su cabeza empezó a extenderse un charco con parsimonia viscosa.
A su lado había un cuenco del que goteaba agua jabonosa.
Robert, a horcajadas sobre Debuffier, descargó dos proyectiles más contra el amasijo de su cabeza.
– Maldita sea, Robert. -Tim cojeó hasta el frigorífico y abrió la puerta del congelador. El rostro de la mujer se le quedó mirando, debilitado de terror, con trocitos de mina de lápiz visibles en más de una de sus heridas abiertas. Se percató de que Debuffier había practicado agujeros en los costados del electrodoméstico para que hubiera ventilación. Había ajustado un grueso cinturón de levantador de pesas entorno al cuello de la mujer que le impedía sacar la cabeza de la abertura. Tenía perforado un ojo del que manaba un líquido nebuloso que se le había condensado en el párpado inferior.
Sollozaba.
– Oh, no. Sois más. Ay, Dios mío, ya no puedo.
– Hemos venido a ayudarla. -Tim alargó el brazo hacia el grueso cinturón de cuero, pero ella lanzó un grito y se revolvió contra la mano haciendo rechinar los dientes con expresión hastiada. Mitchell y Robert, a espaldas de Tim, irradiaban una mezcla de horror y silencio jadeante.
– No voy a hacerle daño. Soy un agen… -Tim se interrumpió al caer en la cuenta de lo ilegítimo de su presencia-. Voy a sacarla de ahí. Voy a ayudarla.
Dio la impresión de que el rostro de la mujer se derretía, arrugado a la altura de la frente. Lloraba sólo con la voz, emitiendo suaves gemidos que no iban acompañados de lágrimas. Tim tendió la mano lentamente hacia el cinturón y, cuando vio que la mujer no arremetía contra él, lo desabrochó.
Robert y Mitchell habían abierto la puerta inferior de la nevera. La mujer lanzó un grito cuando la tocaron, pero se apresuraron a sacarla del armazón y la tendieron en el suelo. Su cuerpo hedía a pus, sudor aterrado y carne rancia. Desmadejada sobre el cemento, aquejada de aspavientos en brazos y piernas, empezó a lanzar gemidos profundos y desgarrados.
Robert dio tres zancadas inseguras hacia el rincón y se apoyó en la pared. Estaba llorando, no en voz alta, ni con fuerza, sino con toda naturalidad. Las lágrimas abrían surcos en la máscara de polvo que le cubría las mejillas.
Alguien debía de haber informado de la explosión y los disparos; podían escuchar que se aproximaban coches de la policía, además de ambulancias.
Mitchell sujetaba la cabeza a la mujer entre ambas manos con toda ternura e intentaba alisarle el cabello tieso al tiempo que le hablaba con una calma perturbadora:
– Lo hemos matado. Hemos matado al hijoputa que te ha hecho esto.
Ella empezó a sufrir violentas convulsiones, se golpeaba las extremidades contra el cemento, y Mitchell le aguantó la cabeza suavemente para que no se la lastimara en el suelo. Tal como había comenzado a sacudirse, su cuerpo se relajó, salvo por la pierna derecha, que siguió sufriendo espasmos, y una uña rota con la que arañaba el cemento. Mitchell estaba acuclillado encima de ella, con la oreja pegada a su boca mientras intentaba encontrarle el pulso en el cuello. Le palpó el esternón hincándole los nudillos entre las costillas, y al no obtener respuesta, empezó a practicarle un masaje cardíaco.
La cabeza de la mujer se mecía levemente con los movimientos de Mitchell, el ojo sano terso y blanco, como un huevo de porcelana. Tim permaneció al lado, de rodillas, preparado para relevarle, aunque bien sabía, debido quizás a un sentido del que no era consciente adquirido en campos arrasados y helicópteros de evacuación, que ya no iba a haber manera de reanimarla.
A unos pasos del grupo, Robert murmuraba para sí, apretando los puños en sucesivos movimientos rápidos y furiosos. En su camisa destacaban regueros de sudor.
Mitchell se detuvo. Tenía los músculos tan abultados que le tiraban las mangas. Se puso en pie y entrelazó los dedos para llevarse las manos al cinturón. Cuanto más furiosa era la actividad, más tranquilo y centrado se le veía.
– La ha palmado. Os espero con la camioneta en la verja trasera. -Se dio media vuelta y subió las escaleras.
Robert se precipitó hacia la mujer.
– No. Relévalo, Rackley. Relévalo.
Tim se aplicó con la mujer, pero notó su boca fría y vacía contra los labios; el cuerpo, rígido como un tablón, volvía a su ser en cuanto dejaba de ejercer presión con las manos, como si fuera un trozo de cartón encima de una moqueta. Se le habían puesto los labios azules. Volvió a comprobar el pulso en la carótida y no notó sino la densa frialdad del mármol.
Robert tenía el rostro humedecido por una mezcla de sudor y lágrimas derramadas, y se le había puesto de un rojo tan intenso que debía de picarle.
Tim se puso en pie, recuperó la pistola y dio unos golpecitos a Robert en el antebrazo.
– Vámonos de aquí.
Robert se pasó el dorso de la mano por la boca.
– No pienso dejarla aquí.
Tim le puso una mano en el hombro, pero éste se la quitó de un zarpazo. Llegó hasta ellos el ulular de una sirena lejana.
– Ya no podemos hacer nada aquí -dijo Tim-. Vámonos. Robert. Robert. ¡Robert! -gritó. El gemelo acabó por volver la cabeza. Parpadeó con fuerza y se enjugó el sudor de la frente. Tim se agachó y lo miró de hito en hito con expresión tranquila y firme-. Ya no te lo estoy pidiendo. Venga.
Robert se incorporó entumecido, igual que un crío que siguiera instrucciones, y subió la escalera.
La cabeza de la mujer quedó recostada sobre el duro hormigón, la mandíbula abierta de par en par. Tim le cerró la boca con cuidado antes de pasar por encima del cadáver contrahecho de Debuffier camino de las escaleras. Mitchell había tenido buen cuidado de retirar todo el equipo de la puerta de metal retorcido. Cuando Tim salió al patio trasero, oyó el frenazo de unos vehículos delante de la casa. La camioneta esperaba con la puerta abierta justo al otro lado del orificio de la verja; Tim subió de un salto.
Las gemelos estaban sentados en la parte de atrás con la espalda apoyada contra la pared. A Robert, que tenía el rostro enrojecido, se le veía conmocionado por el enfrentamiento. Mitchell, por su parte, tenía la camisa manchada allí donde había apoyado la cabeza de la mujer. Tim cerró la puerta a su espalda y salieron de allí.
– Si se te ocurre volver a lanzarte así otra vez -dijo Tim-, te pego un tiro yo mismo.
Robert no despegó los labios.
El Cigüeña, blanco como una sábana y sentado sobre un listín de teléfonos para ver por encima del salpicadero, lanzó una mirada por encima del hombro.
– Lo siento, no he podido… no he podido entrar. Estaba muerto de miedo. -Se agarró la camisa a la altura del corazón y torció el gesto-. He cogido el vehículo y esperado alguna señal, a ver si salía alguien. Rebuscó en los bolsillos, sacó una pastilla azul y se la tragó.
– Has hecho lo que debías -le felicitó Tim-. Has seguido las órdenes.
Robert se cogió el flequillo sudoroso y le quedaron unos mechones colgando entre los dedos.
– Podríamos haber llegado antes.
– Nada de eso -dijo Mitchell.
– Podríamos haber acortado la vigilancia y entrado anoche. Estaba ahí. Estaba ahí todo el rato.
Tim volvió la mirada hacia Robert, pero éste no se avino a cruzarla con él; miraba a todas partes y a ninguna en concreto.
– No empieces con hipótesis -le aconsejó Mitchell-. Así no se llega a ninguna parte. No harás más que darte cabezazos contra un muro.
Una serie de baches en la calzada hizo que la camioneta emitiera un sonoro traqueteo metálico.
Robert agachó la cabeza y luego se la golpeó contra el costado de la camioneta, tan fuerte que abrió un pequeño cráter en la chapa de metal. Su voz seguía siendo tensa, la garganta constreñida, apurada.
– Joder, joder. Cómo se parecía a Beth Ann…
Se echó hacia delante y vomitó sobre el puño.