Tim aguardaba en su coche al otro lado de la calle con un fajo de billetes de cien dólares en el regazo cuando el gerente entró en el edificio de cuatro plantas en la confluencia de la Segunda y Traction, con un manojo de llaves parecido al de un carcelero y un vaso doble de café humeante que lucía el omnipresente logotipo de Starbucks. Como parte del proceso de remozamiento del centro de la ciudad, los promotores municipales habían hecho una suerte de lifting a las viviendas más económicas. En esa zona de Little Tokio vivían artistas, yonquis en proceso de rehabilitación y demás gente justo al margen de la estabilidad financiera. En edificios así, Tim podía pagar en efectivo sin que nadie le mirara mal. Además, puesto que era una propiedad subvencionada, todos los gastos irían incluidos en el alquiler, lo que le permitiría olvidarse del rastro que las facturas pudieran dejar.
La matrícula de su coche -válida hasta finales de septiembre- la había sacado de un Infiniti hecho papilla en el desguace de vehículos de Doug Kay. Durante sus años de agente judicial, Tim había tenido buen cuidado de suministrar vehículos incautados o destrozados a Kay, precisamente para poder pedirle un favor así en caso de que alguna vez se viera en apuros. Las ruedas las había sustituido el anterior dueño y eran de un modelo Firestone muy común, nada cuyo rastro pudiera seguirse hasta una fábrica en concreto.
Llevaba un nuevo teléfono móvil Nokia en el bolsillo de la camisa. Lo había alquilado calle arriba, en un establecimiento donde los empleados apenas hablaban inglés. Dejó en el mostrador una buena cantidad en depósito y abonó doscientos dólares por un mes de llamadas nacionales sin límite, razón por la que el dueño de la tienda, un tipo diminuto y apergaminado, no se mostró muy meticuloso a la hora de comprobar el nombre falso con el que Tim firmó el contrato. Las llamadas internacionales estaban restringidas. Tim seleccionó la opción de número privado para las llamadas que hiciera él.
En Little Tokio había una buena mezcla de razas, blancos y asiáticos sobre todo, con unos cuantos negros para compensar. Tim podía introducirse en aquel crisol y sacar partido del anonimato y la indiferencia extrema que sólo se da en las zonas urbanas más desfavorecidas.
Tim cruzó la calle a paso ligero acarreando su primera remesa de ropa y entró casi a hurtadillas por la puerta principal. El recepcionista, gay, a juzgar por el pendiente en el lóbulo derecho y la camiseta de JOSIE Y LOS MININOS, un ex aspirante a actor, según se deducía por su porte erguido y su comportamiento teatral, hurgaba en la cerradura de la oficina de recepción mientras mantenía en equilibrio el café y sujetaba un fajo de cartas entre el codo y una lorza en la cintura. Por fin dio con la llave adecuada, abrió la puerta con la rodilla, dejó el correo encima de la mesa y se dejó caer sobre una silla de oficina destripada como si acabara de escalar la ladera norte del Everest sin máscara de oxígeno.
Se las arregló para sonreír cuando entró Tim y bajó el volumen del pequeño aparato de televisión que ocupaba la mitad de su mesa. En la pantalla la retrospectiva de KCOM sobre los hermanos Menendez continuó en silencio.
– Los programas basados en crímenes reales me resultan irresistibles -declamó, más que dijo.
– A mí me pasa lo mismo -afirmó Tim.
La triste habitación, sin duda una portería reconvertida, estaba decorada con unos cuantos retratos enmarcados. John Ritter miraba con aire serio y casi afligido al lado de la dentona Linda Evans. Junto a ellos había una serie de fotografías de veinte por veinticinco de actores que a Tim no le sonaban, aunque supuso que debían de ser antiguas estrellas, por el uso exuberante que hacían de las exclamaciones y sus triviales exhortaciones a perseguir los sueños y mantener la integridad. Todos los retratos estaban firmados con rotuladores fluorescentes y dedicados a Joshua, el recepcionista.
Joshua siguió la mirada de Tim hasta las fotos y se encogió de hombros como si quisiera restarle importancia.
– Unos cuantos colegas míos. De cuando me dedicaba a la interpretación. -Movió los brazos con teatralidad, pero también con un punto de consternación que Tim no pasó por alto-. Los dejé de una pieza en el Ahmanson con mi interpretación de Sancho Panza. -El semblante inexpresivo de Tim lo decepcionó-. Es un papel secundario en un musical. Bueno, no importa. ¿En qué puedo ayudarle?
Tim se acomodó el cúmulo de camisas que llevaba al brazo y la bolsa que le colgaba del hombro. Del bolsillo trasero le asomaba el cable enrollado del ordenador portátil.
– He visto fuera el cartel que anuncia un apartamento vacante.
– Un apartamento vacante. Sí, bueno. Cuánta formalidad. -Joshua sonrió, y Tim cayó en la cuenta de que llevaba brillo de labios-. Le puedo alquilar uno individual en la tercera planta por cuatrocientos veinte dólares al mes. A decir verdad, no le vendría mal arreglarlo un poco, alguna alfombra por aquí y por allá; vamos a dejarlo en cuatrocientos. -Meneó un dedo enjoyado en dirección a Tim a modo de broma-. Pero no pienso bajar de ahí.
– Me parece bien. -Tim dejó el equipaje y contó doce billetes de cien en la mesa que había entre ambos-. Supongo que con esto dejo cubiertos el primer mes y el último, y también el depósito, ¿ estamos de acuerdo?
– Nos entendemos a las mil maravillas. Yo me encargo del papeleo, aunque me parece que lo podemos dejar para más adelante. -Joshua salió de detrás de la mesa y Tim recogió sus pertenencias-. Voy a enseñarle el apartamento.
– Me basta con la llave. No creo que la vivienda tenga ningún dispositivo muy complicado.
– No, eso es verdad. -Joshua ladeó la cabeza-. ¿Qué le ha pasado en el ojo?
– Me di contra una puerta.
El recepcionista correspondió a la amable sonrisa de Tim y luego cogió una llave de uno de los ganchos del tablón que tenía a su espalda y se la entregó.
– Su apartamento es el cuatrocientos siete.
Tim pasó las camisas de un brazo al otro para coger la llave.
– Gracias.
Al retreparse en el sillón, Joshua torció la fotografía de John Ritter. Volvió a enderezarla de inmediato y luego se detuvo, avergonzado. Un bote de espuma de afeitar cayó de la bolsa abierta de Tim y rodó por el suelo. Cargado con su equipaje, no hizo ademán de ir a recogerlo.
Joshua le ofreció una sonrisa triste.
– No tenía que ir por ahí el asunto, ¿verdad?
– No -respondió Tim-. Supongo que no.
La llave correspondía a una cerradura monocilíndrica Schlage. No había pestillo, pero a Tim le dio igual, porque la puerta era maciza y tenía marco de acero.
La estancia cuadrada tenía una sola ventana de gran tamaño que daba a una salida de incendios, una serie de carteles escritos en caracteres japoneses de llamativos tonos rojos y amarillos y una calle abarrotada. Aparte de unas cuantas zonas desgastadas, la moqueta se encontraba en un estado sorprendentemente bueno, y la cocina americana estaba equipada con una nevera estrecha y baldosas verdes desconchadas. En conjunto, el piso resultaba frío y un tanto deprimente, pero estaba limpio. Colgó las cuatro camisas en un armario y dejó la bolsa en el suelo. Se sacó el Sig que llevaba metido en la parte de atrás de los vaqueros y lo dejó en la encimera de la cocina. A continuación sacó una cajita de herramientas de la bolsa.
Con unos cuantos giros de muñeca y un destornillador de punta de estrella, retiró el pomo de la puerta. Sacó el cilindro Schlage del hueco y lo sustituyó por una Medeco, otro artículo que se había agenciado en la chatarrería de Kay. Debido a los seis tumbadores y el espaciado irregular, los ángulos cortados y la profundidad alterada de las llaves, las Medeco eran las cerraduras preferidas de Tim. Resultaba casi imposible abrirlas con ganzúa. El nuevo cilindro venía con una sola llave que Tim se metió en el bolsillo.
A continuación conectó el PowerBook al Nokia y accedió a Internet a través de su cuenta personal. Desconectaría el teléfono fijo del apartamento para evitar que rastrearan ninguna llamada hasta una toma de tierra y una dirección concretas. No le sorprendió ver que su contraseña ya no era válida en la página web del Departamento de Justicia, aunque en ningún caso habría entrado más de lo debido en el sitio, porque sabía que todos los accesos eran minuciosamente controlados y registrados. En vez de eso buscó en Google el nombre de Rayner y obtuvo una lista elemental de artículos y páginas web promocionales de sus libros y proyectos de investigación.
A fuerza de enlaces, descubrió que Rayner se había criado en Los Ángeles, había ido a la Universidad de Princeton y se había doctorado en psicología por la UCLA. Estuvo involucrado en una serie de experimentos de corte progresista por los que fue aclamado y criticado a partes iguales. En uno de ellos, una dinámica de grupo realizada con estudiantes de la UCLA durante las vacaciones de primavera de 1978, separó a los sujetos en rehenes y secuestradores. Los supuestos secuestradores se habían metido hasta tal punto en su papel que empezaron a abusar de los rehenes, tanto psíquica como físicamente, y la investigación quedó suspendida en medio de una tormentosa controversia.
El hijo de Rayner, Spenser, fue asesinado en 1986 y su cadáver abandonado en la autopista 5. El FBI, que tenía pinchado el teléfono de una zona de descanso para camioneros como parte de una investigación sobre el crimen organizado, grabó sin darse cuenta la llamada de Willie McCabe, un camionero aterrado que describía el asesinato a su hermano al tiempo que le pedía consejo sobre la posibilidad de entregarse. La orden para pinchar el teléfono, claro, no era extensiva a alguien como McCabe, de modo que los comentarios en los que se incriminaba no fueron admitidos ante los tribunales.
A Tim se le pasó por la cabeza que Rayner tenía motivos secundarios de peso para no volcar su sed de venganza en McCabe, porque, al seguir en libertad el asesino de su hijo, su causa parecía más justa y le daba gancho comercial. Además, la conexión de Rayner con McCabe era del dominio público. Sería el sospechoso principal en caso de que se detectara juego sucio.
Después de que se sobreseyera el caso de McCabe, Rayner empezó a centrarse en los aspectos legales de la psicología social. Un periodista llegaba a referirse a él como experto constitucional. Rayner y su mujer, como una alarmante mayoría de las parejas que pierden un hijo, se separaron antes de pasar un año del fallecimiento de éste. Tim no pudo por menos de acusar la incomodidad que le provocó pensar que si se divorciaba de Dray estaría contribuyendo a incrementar las estadísticas.
Rayner había adquirido auténtica notoriedad después de la muerte de su hijo, con la publicación de su primer best seller, una investigación sobre psicología social presentada en forma de libro de autoayuda. Tim encontró una reseña en Psychology Today en la que se denunciaba que los libros de Rayner eran cada vez más triviales y anecdóticos. Desde luego no había afectado a las ventas. Otro artículo dejaba constancia de que había ido relegando su faceta docente, aunque no dejaba claro si había sido decisión suya o de la universidad. Ahora era profesor adjunto y, de tanto en tanto, impartía dos cursos para estudiantes de licenciatura que tenían una aceptación desmesurada.
A continuación Tim accedió a la página web del Boston Globe e hizo una búsqueda centrada en Franklin Dumone. No le sorprendió averiguar que, a lo largo de sus treinta y un años de servicio, Dumone había sido un detective de lo más competente al que luego habían ascendido a sargento. A causa del índice de detenciones de la Unidad de Delitos Mayores mientras estuvo a su cargo, Dumone se había convertido en una suerte de leyenda local. Se jubiló después de llegar a casa una noche y encontrarse a su mujer apaleada y estrangulada. El presunto asesino era un tipo que acababa de salir de la cárcel tras cumplir una condena de quince años; Dumone era el agente que lo arrestó con una niña de cinco años aún con vida en el maletero del coche. La sentencia impuesta al asesino, como en muchos otros casos, no había hecho sino darle tiempo para que cobrara cuerpo su idea de venganza.
En los archivos de la página web de la Detroit Free Press sólo había algún que otro artículo acerca de los gemelos Masterson, la mayoría de ellos eran comentarios de relleno acerca de hermanos o gemelos en las fuerzas policiales. Habían sido efectivos de primera y agentes extraordinarios sobre el terreno con sus unidades especiales, pero se mantuvieron en un anonimato casi completo hasta que el cadáver rígido de su hermana apareció enterrado en la arena debajo del malecón de Santa Mónica. Se había mudado a Los Angeles pocas semanas antes. En las entrevistas, Robert y Mitchell expresaban sin tapujos el convencimiento de que la policía de Santa Mónica no había llevado a cabo la investigación de manera competente. Cuando el caso contra el presunto asesino de su hermana fue sobreseído, después de que las pruebas fueran recusadas debido a errores en la cadena de custodia, sus respuestas se tornaron aún más vitriólicas. El combustible que alimentaba su antagonismo hacia Los Ángeles, expresado con toda vehemencia en casa de Rayner, saltaba a la vista.
Varios meses después se publicó otra serie de artículos cuando los gemelos alcanzaron ante los tribunales un acuerdo por el que percibirían dos millones de dólares de un periódico sensacionalista que había publicado fotos del escenario del crimen que, además de resultar atroces, se habían obtenido ¡legalmente.
Tim llamó a contactos de confianza en seis organismos gubernamentales e hizo que cada uno de ellos investigara a un miembro diferente de la Comisión. Los diversos rastreos no arrojaron ningún resultado: nada de deudas, nada de órdenes de búsqueda y captura, nada de acusaciones por crímenes en el pasado, nadie que estuviera siendo investigado en la actualidad. Le hizo gracia averiguar que Ananberg había sido detenida cuando iba al instituto por posesión de marihuana. Debido a su destreza tecnológica, el Cigüeña había sido admitido en el FBI a pesar de que no cumplía los requisitos físicos. El deterioro de su salud le había obligado a jubilarse anticipadamente ocho años atrás, apenas cumplidos los treinta y seis. Un colega de Hacienda le dijo a Tim que Rayner llevaba una década abonando impuestos federales que cada año ascendían a siete cifras.
Aparte de Tim, ninguno estaba casado en la actualidad, lo que simplificaría las cosas. Dumone, el Cigüeña y los gemelos no disponían de una dirección fija, un dato que no sorprendió a Tim. Al igual que él, se habían ocultado en alguna parte, seguros y protegidos, antes de embarcarse en un proyecto como la Comisión.
En una tienda de muebles de oferta, Tim compró un colchón, una cómoda sencilla y una mesa. El hijo del dueño del establecimiento le ayudó a descargar los muebles de la camioneta y subirlos al apartamento. El chico, que a todas luces se había distendido el hombro en otra entrega, se condujo con cautela, de modo que Tim le dio una generosa propina. Luego compró unos cuantos artículos esenciales más, como ropa de cama, sartenes y una televisión Zenith de diecinueve pulgadas, y desembaló lo poco que se había llevado de casa.
Hojeando las esquelas del L.A. Times, encontró la de un hombre blanco de treinta y seis años que acababa de morir de cáncer de páncreas. Tom Altman; un nombre con el que Tim se veía capaz de vivir. Contrastó el nombre con un listín de teléfonos que le prestó Joshua y encontró una dirección en la zona oeste de Los Angeles. De camino se detuvo en unos almacenes y compró unos guantes gruesos y un impermeable de manga larga. Hurgar en la basura podía ser un asunto de lo más sucio.
Sus precauciones, sin embargo, resultaron innecesarias. La casa estaba vacía y los cubos de basura, ocultos tras una verja en un patio lateral, no estaban muy sucios. Encontró un fajo de facturas de hospital debajo de un filtro de cafetera usado en las que figuraba con toda claridad el número de póliza del seguro médico de Altman, que era el mismo que el de la Seguridad Social. Puesto que, casualmente, Tim estaba registrando los cubos justo después del ciclo de facturación de mediados de mes, no tuvo que ahondar mucho para dar con una factura de la luz, otra del teléfono y unos cuantos cheques cancelados, todo ello en bastante buen estado. De camino al Banco de Los Angeles, paró en Correos y cogió un formulario de cambio de domicilio, de validez nula sin más documentación, pero cuyo aspecto, una vez cumplimentado y acompañado de un buen fajo de papeles, resultaba creíble.
La cajera del banco se mostró comprensiva cuando le explicó que había perdido el carné de conducir. Bastaba con su número de la Seguridad Social y las facturas recientes, y, gracias a que Altman había tenido el detalle de dejar un buen índice de solvencia crediticia, salió de allí con los documentos que confirmaban sus nuevas cuentas corriente y de ahorro, así como una tarjeta procesada en el acto que podía servirle de Visa.
Todo ello lo acompañó en un agradable paseo a última hora de la mañana hasta Parker, en Arizona, a tiro de piedra de la frontera, donde presentó toda la información y explicó al displicente empleado del Departamento de Vehículos Motorizados que había perdido el carné de conducir expedido en California pero, de todos modos, tenía intención de sacarse otro en Arizona, porque veraneaba en Phoenix. Las cuatro horas del trayecto de regreso las dedicó a maravillarse del inmenso vacío que constituía la mayor parte de California y a pensar cómo las llanuras agrietadas por el sol constituían una metáfora que ni pintada para reflejar el aspecto de sus entrañas desde el momento en que Oso se había presentado a la puerta de su casa once días atrás.
Al caer la noche, Tim estaba sentado en el suelo de su apartamento con la espalda apoyada contra la puerta de entrada, contemplando a través de la amplia ventana el parpadeo de las luces de neón y los dibujos que conformaban en el techo de la sala. Intentaba acomodarse a una cacofonía de nuevas sensaciones: paredes delgadas y susceptibles, conversaciones en otros idiomas, el hedor a pollo rancio en la trascocina. Echaba de menos su casa de Moorpark, sencilla y bien cuidada, pero, sobre todo, echaba de menos a su mujer y su hija. La primera noche en el nuevo piso confirmó lo que ya sabía: nada volvería a ser igual. Se había sumido en una nueva vida, como un renacimiento, como una muerte, y con ello le sobrevino una sensación de estupor permanente, de verse arrastrado por una corriente submarina. En el pequeño útero de la habitación, sin antecedentes, pistas ni necesidad de marcharse, nada que lo vinculara al mundo exterior, por fin se hallaba a salvo de la telaraña de corrosión que ese mundo exterior debía de estar urdiendo para arrojársela a la cara. Desde allí se sentía lo bastante fuerte para contraatacar.
Miró los tres artículos más voluminosos que había adquirido: el colchón, la mesa y la cómoda. El orden en que estaban dispuestos no transmitía la menor sensación de comodidad ni mermaba su esencia de meros objetos, cosas prácticas de forma rectangular ubicadas sobre la moqueta. Pensó en los detalles que una mujer -incluso Dray, con su sensibilidad de chicazo- era capaz de aportar a una habitación. Una suerte de atenuación de los contornos, una cierta idea de que hay que convivir con el espacio, y no meramente vivir en él.
Recordó las contorsiones de Ginny al carcajearse con dibujos animados como los Rugrats, la ilusión jubilosa -sí, jubilosa- que le entraba a él cada vez que podía salir de trabajar un poco antes para recogerla en el colegio, como si de una cita se tratara, y cómo permanecía sentado en el coche y la observaba atentamente unos momentos antes de bajarse e ir a por ella. Ginny colmaba el mundo de excesos pueriles como sonrisas sinceras, rabietas que hacían temblar el suelo o golosinas y prendas de vestir de colores chillones. Cayó en la cuenta de lo gris e inerte que había dejado el mundo al marcharse, y cómo él era todo abstinencia y templanza, era todo tonos apagados.
No estaba muy seguro de poder vérselas con un mundo que soportaba su ausencia sin mayores problemas.
Parpadeó con fuerza y las pestañas se le quedaron perladas de lágrimas. La soledad se cernió sobre él.
Se vio aferrado al auricular; se vio marcando el número de teléfono de su casa.
Dray contestó nada más sonar.
– ¿Sí? ¿Sí?
– Soy yo.
– Pensaba que me llamarías anoche. Hoy.
– Lo siento. No he parado un momento.
– ¿Dónde estás?
– He encontrado un pisito en el centro.
La oyó suspirar.
– Dios bendito -dijo-. Un pisito. -Al permanecer en silencio, se oyó el leve zumbido de la línea, y luego siguió oyéndose un poco más.
Tim abrió la boca dos veces en los instantes siguientes, pero no consiguió dilucidar qué era lo que hacía falta que dijeran. Al cabo, preguntó:
– ¿Estás bien?
– La verdad es que no. ¿Y tú?
– La verdad es que no.
– ¿Dónde puedo localizarte si te necesito?
– Voy a darte el número de mi móvil. Memorízalo y no se lo des a nadie: tres, dos, tres, cuatro, siete, uno, uno, dos, uno, tres. Lo tendré conectado los siete días de la semana, Dray. Basta con que marques esos diez números.
Oyó de nuevo el roce de su mejilla contra el auricular y se preguntó qué expresión tendría. Pensó en el teléfono hocicándole la mejilla a Dray y, a continuación, pensó en sí mismo en aquel frío apartamento.
– Ya he hablado con algún que otro amigo nuestro -dijo ella-. Pero a Oso se lo deberíamos contar juntos. He pensado que podríamos invitarle mañana a casa. ¿Te va bien a la una?
– Vale.
– ¿Timothy? Yo…
– Ya lo sé. Yo también.
Dray colgó, y Tim cerró el móvil con un gesto brusco y se lo apoyó en los labios. Permaneció sentado, distraído e inerte, con el teléfono apoyado en la boca, durante cerca de veinte minutos, intentando dilucidar si de veras iba a seguir adelante con el plan que había estado pergeñando.
Se puso en pie y encendió la tele para mermar la sensación de soledad; la voz conocida de Melissa Yueh inundó la habitación.
«… Jedediah Lañe, el presunto terrorista de extrema derecha, ha sido puesto en libertad hoy en medio de un gran alboroto. Estaba siendo juzgado por haber puesto gas nervioso en la Oficina Regional del Censo, un atentado terrorista que se cobró ochenta y seis vidas. Este atentado fue el más grave acaecido en Estados Unidos desde el del World Trade Center, y el más cruento perpetrado por un ciudadano estadounidense desde el atentado de Timothy McVcigh en 1995 contra el Edificio Federal Murrah en Oklahoma City. A pesar de que llegó a provocar al juez con sus bufonadas en más de una ocasión, Lañe fue declarado inocente por el jurado. El fiscal aseguró que Lañe tuvo la suerte de que se hubieran desestimado buena parte de las pruebas contra él. Las declaraciones de Lañe después del juicio han desatado un vendaval de indignación en la comunidad.»El reportaje pasó por corte a un plano de Lañe, escoltado por la policía en medio de una nube de periodistas, esquivando cámaras y micrófonos.
«No estoy diciendo que fuera yo -mascullaba en un tono de voz quedo, casi afable-. Pero en el caso de que hubiera sido, con ello habría reafirmado los principios sobre los que se fundó esta nación.»De nuevo paso por corte a la expresión de desdén apenas disimulado de Yueh.
«Sintonicen nuestra cadena el viernes a las nueve cuando, en una retransmisión especial de KCOM, entrevistaré en directo a este controvertido personaje. Véanlo tal como está pasando.
»En el mismo orden de cosas, continúa la construcción del monumento conmemorativo a las víctimas del atentado de la Oficina Regional del Censo. El renombrado artista africano Nyaze Ghartey diseñó el monumento, una escultura metálica de un árbol de más de treinta metros de altura. El árbol, que domina el centro de Los Ángeles desde su ubicación en Monument Hill, se encenderá por las noches para representar con cada una de sus ramas a uno de los niños fallecidos y con cada una de sus hojas a una víctima adulta.»La imagen mostró un boceto del arquitecto en el que el árbol se erigía en toda su altura sobre el parque federal. La luz que emanaba del interior del tronco proyectaba haces por una miríada de agujeros en la estructura de metal. El monumento transmitía una sensación de esperanza, como si se tratase de un árbol de Navidad: muy llamativo, muy exagerado, muy al estilo de Los Angeles.
«Ghartey, que provocó cierta controversia durante el juicio como tranco detractor de la pena de muerte -proseguía Melissa Yueh desde el televisor-, es tío de uno de los diecisiete niños que murieron en el atentado con gas nervioso, el pequeño Damion LaTrell, de ocho años.»Apareció en pantalla la fotografía de un niño con peto y una sonrisa forzada en los labios.
Tim apagó la tele y cogió el Sig de la encimera de la cocina. Al cerrarse a su espalda, la puerta emitió un eco sepulcral pasillo adelante.
Aparcó a la vuelta de la esquina del domicilio de Rayner. Las verjas de hierro forjado eran más un elemento ornamental que de seguridad; Tim las sorteó sin problema gracias a una abertura practicada para acomodar la rama inclinada de un venerable roble. Las puertas y ventanas delanteras estaban bien protegidas, pero la entrada de atrás no tenía más que un sencillo cierre de disco que abrió sin dificultad con una llave inglesa y una ganzúa de medio rombo.
Entró en la planta baja con el Sig metido en los pantalones. Al lado de la escalera había una sala de reuniones impresionante, con lámparas de pie y sillones de cuero dispuestos en torno a una mesa odiosamente larga. En la pared opuesta colgaba un solemne retrato al óleo de un niño cuya edad coincidía, poco más o menos, con la que tenía Spenser, el hijo de Rayner, cuando fue asesinado. El cuadro ofrecía un aire curiosamente póstumo, como si estuviera pintado a partir de una fotografía. En el rincón más alejado de la sala colgaba del techo un aparato de televisión.
Tras echar un vistazo a las demás habitaciones de la planta baja, entró en la biblioteca. Dio con la caja de color cereza que había encima de la mesa y cogió el 357 que contenía.
Luego subió la escalera.
Encendió la gruesa linterna y dirigió el áspero haz sobre los dos bultos que percibió bajo las mantas de la cama de Rayner. La linterna Mag-Lite, que albergaba cuatro pilas grandes en su grueso mango metálico, producía un efecto que era una cuarta parte iluminación y tres cuartas partes intimidación. Tomó asiento encima del respaldo de un silloncito que había desplazado en silencio desde su ubicación delante del lavabo empotrado, y puso los pies sobre el elegante asiento de terciopelo al tiempo que acomodaba las posaderas en el respaldo. El Sig y el 357 sobresalían de sus vaqueros por ambos costados, igual que las protecciones laterales de un jugador de fútbol americano.
La silueta más grande se movió y levantó un brazo hacia la luz. Rayner apareció con los ojos entornados cuando las lujosas sábanas se le resbalaron sobre el pijama a la altura del pecho. Como era de prever, la confusión se tornó pánico, y poco después tanteaba de cualquier modo el cajón de la mesilla y apuntaba un revólver tembloroso en dirección a Tim.
Éste apagó la linterna. Silencio. Rayner alargó la mano y encendió la lámpara, que iluminó el teléfono dotado de un sofisticado dispositivo de grabación que Tim sólo había visto en casa de algún amigo suyo del Servicio Secreto. El rostro de Rayner, tenso y sudoroso, se tranquilizó.
– Dios, me ha dado un susto de muerte. Imaginaba que llamaría.
Tim desvió la mirada hacia el dispositivo que había junto al teléfono, preparado para grabar la llamada entrante. En caso de que Tim se convirtiera en un estorbo, Rayner podría montar la grabación como mejor quisiera para luego dejarla en malas manos. La garantía de destrucción de la que había hablado no era tan mutua, después de todo.
Al oír la voz de Rayner, el bulto que había en la cama a su lado salió de entre las sábanas. Tenía el rostro soñoliento y un poco hinchado, el cabello oscuro caído sobre los ojos. Aunque Rayner estaba sonrojado hasta las orejas, ella no parecía asustada ni avergonzada en absoluto. Un tanto satisfecha, quizás, algo que, por lo que sabía de ella, no sorprendió a Tim. Rayner seguía entumecido del susto, el arma aferrada con ambas manos como una manguera de riego esquiva.
– Mis condiciones son las siguientes -empezó Tim-: En primer lugar, si algo me incomoda, aunque sea lo más mínimo, el acuerdo queda anulado. Me largo. En segundo lugar, tengo control absoluto sobre la operación. Si alguien de mi equipo empieza a cargar las tintas, me reservo el derecho a hacerle entrar en razón. En tercer lugar, deje de apuntarme a la cabeza. -Esperó a que Rayner obedeciera y luego continuó-. En cuarto lugar, exijo que se respete mi intimidad. Como usted ve, no es muy agradable que le pillen a uno con la guardia baja. En quinto lugar, ya he cogido el 357 con el que me tentó el otro día, y me lo voy a quedar. En sexto lugar, la primera reunión de la Comisión se celebrará en la sala de abajo, mañana a las ocho en punto. Informe a los demás.
Se bajó del sillón.
– Podría haberle pegado un tiro -dijo Rayner.
Tim se llegó a los pies de la cama y abrió una mano de la que cayeron seis balas sobre el edredón, a los pies de Rayner.
Mientras regresaba escalera abajo en plena oscuridad, no pudo por menos de esbozar una sonrisa.