Capítulo 23

Aparcó delante del apartamento de Dumone poco antes de las siete de la mañana.

El edificio, en una urbanización de estuco sin la más mínima gracia que ejemplificaba la penosa arquitectura de la década de los años setenta, estaba a una manzana de la Diez en Western. Contigua a él, una de esas gasolineras abierta las veinticuatro horas del día apestaba a tubo de escape y café asqueroso. Tim estaba curiosamente alerta. Aún no había dormido.

Su sorpresa ante la llamada de Dumone a primera hora de la mañana sólo se había visto superada por el detalle de que éste le había facilitado su dirección particular en vez de quedar con él en un lugar público. De no ser porque Tim confiaba en Dumone por puro instinto, se le habría pasado por la cabeza la posibilidad de que fueran a tenderle una emboscada.

Recorrió la acera de cemento que bordeaba el edificio. Oyó un silbido y vio a Dumone; le aguardaba tras una polvorienta puerta de rejilla. Se estrecharon la mano y Dumone no pudo por menos de sonreír ante la formalidad del gesto. Luego se hizo a un lado y le franqueó el paso.

Era una casa de una sola planta con un único dormitorio que olía a moqueta rancia. Un mueble de contrachapado que hacía las veces de mesa y vitrina al mismo tiempo albergaba unos cuantos galardones, placas y armas enmarcadas en metacrilato. Dumone hizo un grandioso gesto en derredor con el brazo.

– ¿Quieres algo? ¿Agua mineral Pellegrino? ¿Un cóctel de mimosa?

Tim se echó a reír.

– No, gracias.

Dumone le indicó que se sentara en el sofá y se acomodó en una vieja mecedora de color marrón. Tenía los ojos más sombríos de lo habitual y la piel tensa en las sienes.

Tim levantó las manos y las dejó caer en el regazo.

– ¿Y bien? -preguntó.

– La verdad es que no te he llamado por nada en concreto. Sencillamente quería verte. -Dumone levantó un pañuelo y tosió en él. Tim, una vez más, vio motitas de sangre en la tela.

– ¿Estás bien? ¿Quieres que te traiga un vaso de agua?

Dumone rehusó con un ademán de la mano.

– No pasa nada. Estoy acostumbrado. -Apoyó el pañuelo en el regazo, aferrado todavía entre sus gruesos nudillos-. Hace años, nada más casarme, trabajaba en la construcción los fines de semana. Mi sueldo no iba muy allá, mi mujer y yo acabábamos de liarnos la manta a la cabeza. Un poco de pasta extra, ¿sabes? Me pusieron a darle al martillo neumático para sacar el enlucido de las viejas casas de Charlestown. Los techos… -Tosió otra vez e hizo girar el dedo en el aire para señalar el techo, donde estaba el meollo de la historia-. Amianto. Entonces, claro, no teníamos ni idea. -Meneó la cabeza-. Nada bueno. Yo era invencible, todo el día esquivando balas. -Sonrió y sus ojos volvieron a adquirir ese brillo que dejaba constancia de que era lo bastante astuto para encontrar una faceta divertida a cualquier cosa.

– Hubo un tiempo en que todos éramos invencibles. Y más listos.

– Sí -coincidió Dumone-. Sí. -Sus rasgos se tiñeron de melancolía-. Es una pena que no te haya conocido antes, Tim. Joder, Rob y Mitchell son como mis hijos. La clase de hijos por los que uno no tiene que preocuparse. Basta con pasarles la mano por el pelo y soltarlos al mundo con la esperanza de que les vaya bien. Y les ha ido bien -se apresuró a añadir-. Les ha ido muy bien. Pero tú… No es que te conozca lo suficiente, pero supongo que serías la clase de hijo a la que uno querría dejarle un legado, si tuviera algo que mereciese la pena legar.

– Es todo un halago -dijo Tim.

– Sí. Sí, lo es.

– Para mí también ha sido un placer conocerte. Nuestra… amistad… -«Amistad», se dijo Tim, era una palabra extraña para describirlo que había entre ellos-. Me alegra que estés presente para llevar el timón en nuestras reuniones.

Dumone asintió con el ceño fruncido en un gesto pensativo. -Supongo que alguien tiene que hacerlo.

No permanecieron mucho más rato sentados, en medio de un silencio incómodo.

– Bueno -dijo Dumone-. Gracias por venir.


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