Capítulo 39

La tentativa de Tim de echar un sueño no fue más que eso. Se deprimió con la cabeza llena de imágenes de Ginny muerta y despertó con una visión de sí mismo inmerso hasta las rodillas en un mar de cadáveres con las manos manchadas de sangre hasta más arriba de las muñecas, cosa que no le pareció un alarde de originalidad.

A las cuatro de la mañana estaba sentado en una silla con los pies apoyados en el alféizar, mirando cómo salía vapor de una tubería rota en la callejuela de abajo. Sonó el Nextel.

Se acercó a paso lento y lo cogió al tercer pitido.

Esta vez era Robert; su voz era áspera como metal sin pulir.

– Te crees muy listo, ¿eh?

– Depende del día.

– Si lo eres, harás caso de este consejo: vete cagando leches. Estás en nuestra lista.

– Y vosotros en la mía. -Tim reconoció en segundo plano retazos de un avance informativo. Puso la tele, le quitó el sonido y fue pasando canales hasta que los labios del presentador encajaron con las palabras que alcanzaba a oír por el teléfono: KCOM.

Aparecieron las fotos del Cigüeña y los Masterson en pantalla, seguidas a continuación de la imagen de un tipo disfrazado de pollo que cantaba no sé qué para anunciar un restaurante. Continuaban sin mencionar a Tim ni mostrar su foto.

– Es increíble que seas tan irresponsable para provocar una confrontación en un parque infantil, joder -dijo Robert-. Sacamos las armas rodeados de críos. Alguien podría haber resultado herido.

– Alguien resultó herido.

– No lo suficiente. -El chasquido de un mechero Zippo subrayó el comentario, seguido por el sonido del humo al entrar en el auricular-. Ahora la prensa, nuestras caras, joder. ¿Por qué tenías que hacerlo? Nos has jodido a todos. -Algo en el tono de voz de Robert delató su convencimiento de que había sido traicionado, y también cierta desesperación-. Y Dumone… -Se le quebró la voz y las palabras se cortaron en seco igual que el agua de un grifo cerrado bruscamente.

Tim no sabía muy bien cómo responder, de modo que calló. No tenía ganas de prolongar la conversación. Lo que quería era colgar el teléfono y ponerse en contacto con Hansen.

– No he oído tu nombre en las noticias -comentó Robert-. ¿Qué, has llegado a un acuerdo?

– No, yo caigo con todo el equipo, sólo que un poco más tarde.

– Eso no va a detenernos.

– Lo imaginaba.

– Has convertido el asunto en un desafío a vida o muerte. No tenemos una mierda que perder. -La risotada de Robert sonó como un acceso de tos, aunque no lo era-. Si tú o algún otro agente de pacotilla se nos cruza en el puto camino, va a acabar con la cabeza llena de plomo. Es nuestro auténtico deber. No sacamos nada con ello. Ni fama ni dinero. Es una tarea de servicio público. Vamos a…

– … Devolver… -la voz de Mitchell se oyó levemente al fondo.

– … Un poco de cordura a este mundo. Vamos a hacerlo, y luego nos reagruparemos y volveremos a hacerlo todo desde el principio, y seguiremos así hasta que alguien nos pare los pies. Y si nos matan, pues qué coño, nos habremos llevado por delante a un buen número de capullos.

– Hay otra opción -contestó Tim-. Nos entregamos todos juntos. Llegamos a alguna clase de acuerdo, algo justo y legal.

– No lo entiendes, ¿eh, pedazo de cabrón traidor? No va a entregarse nadie. Más te vale dar gracias a Dios de que hubiera niños en el parque esta mañana, porque, si no, Mitch te habría saltado la tapa de los sesos y ahora mismo estaríamos riéndonos de la expresión de tu rostro al palmarla.

Clic.

Tim ya iba camino de la puerta mientras se metía el Nextel y el Nokia en sendos bolsillos delanteros del pantalón. Fue a la cabina de la esquina casi a la carrera.

Hansen, como era de esperar, sonaba irritado.

– Espero que no seas Rackley -exclamó.

– Acabo de recibir una llamada. Es preciso que vayas a comprobar si procede de alguno de los dos números que te facilité.

– Antes que nada, esto es un favor que te hago, así que no me des órdenes. En segundo lugar, ahora no puedo. Entro a las seis, y ya veré qué puedo hacer entonces.

– Por favor, es…

– Llámame a las seis o vete a tomar por culo.

Las dos horas siguientes pasaron con una lentitud atroz. Por si la pista arrojaba algún resultado, Tim cargó todo el material y se sentó a esperar en el coche, con el Nokia en el regazo, el número ya introducido y a la espera en la diminuta pantalla del móvil.

El reloj del salpicadero pasó de las 5.59 a las 6.00 y Tim pulsó el botón de llamada.

– ¿Qué tienes para mí?

– Sólo hay una persona capaz de obtener esta información en Nextel -dijo Hansen en voz baja-, y hablas con ella, así que no voy a facilitarte una mierda hasta que me des tu palabra de que el asunto no va a pasar de esta llamada.

Tim se mordió el labio inferior; no podría negociar con Oso hasta que corroborase la ubicación por su cuenta.

– Te doy mi palabra.

– Una llamada saliente, a las cuatro y siete de la mañana. Se ha localizado en una antena repetidora en la esquina de Dickens y Kester. Las antenas de telefonía móvil son especialmente abundantes en esa área, así que hablamos de un radio de apenas una manzana.

– Gracias -dijo Tim-. Gracias.

– Tengo esposa y dos hijos, Rack. Si me estás metiendo en algún asunto sucio, te vas a enterar.


La luz matinal se abría paso a través de un manto de cúmulos dispersos y proyectaba amplios haces de luz granulada que parecían disiparse a medida que iban descendiendo. El rocío humedecía el asfalto hasta tal punto que la autopista semejaba un río negro y estancado. De vez en cuando, algún charco proyectaba una rociada de agua que repiqueteaba en la parte inferior de la carrocería.

Aparcó a tres manzanas y se acercó a Dickens a través de un par de jardines adyacentes, para lo que tuvo que sortear más de un seto de rododendro. Studio City, una mezcolanza de centros comerciales y manzanas residenciales, estaba sumida en la tranquilidad de primera hora de la mañana. Nada de ladridos ni portazos, sólo el leve chasquear de los aspersores sobre los céspedes bien cuidados y el murmullo del tráfico en Ventura, una manzana más allá. Escudriñó los tejados cercanos y dio con la antena de telefonía móvil, seis breves tubos metálicos encaramados a un poste de teléfonos.

A Robert no se le habría ocurrido llamar a Tim en medio de una operación simplemente para amenazarlo; lo más probable era que la llamada de las 4.07 procediera de donde pernoctaban él y Mitchell. O, como segunda posibilidad, podía tratarse del cebo para una emboscada.

Tim salió entre dos casas y el sendero de entrada que compartían, anadeando para procurar mantenerse agachado. Tras la seguridad que ofrecía un enorme contenedor de basura, inspeccionó la manzana. Todo estaba en perfecta calma. Se llegó disimuladamente hasta la acera y continuó por la calle sin perder detalle.

Un Ford Explorer en el primer sendero de entrada, con el capó frío. En la esquina había una caja de derivación de la empresa General Telephone and Electronics. Una camioneta azul de jardinería aparcada junto al bordillo con la lona abultada por la joroba de un cortacésped. Tim apartó la lona para cerciorarse. Un montón de periódicos al lado de la puerta de la segunda casa al otro lado de la calle. Barro fresco en el dibujo de los neumáticos de un Isuzu. La banderita de un buzón levantada. Una casa con persianas de madera, todas echadas. Se acercó, miró por la ventana lateral y vio a un niño dormido en una cama en forma de coche de carreras.

Dobló la esquina y enfiló el lado de poniente de la manzana. Seis casas más adelante, la calle residencial iba a morir en Ventura Boulevard, donde un tipo con el delantal de alguna tienda metía cajas de cartón en un contenedor. Pasó un Honda Civic con dos rubias vestidas con ropa de deporte que meneaban la cabeza al ritmo de la música amortiguada por los cristales. Algo más adelante, el semáforo se puso rojo. Un tipo vestido de chándal con la capucha echada sobre la cara como un boxeador parloteaba sin cesar en la cabina de la esquina. Más cubos de basura junto al bordillo. Dos periódicos en el umbral de la tercera casa. Una camioneta de la empresa telefónica Pacific Bell aparcada al otro lado de la calle, vacía, con los vidrios oscurecidos de condensación.

Tim aceleró el paso al notar que sus sentidos se agudizaban. Una casa más adelante sonó el zumbido de un despertador y alguien lo apagó de inmediato. Tuvo la sensación de que algo destacaba fuera de lugar y repasó las imágenes que había ido almacenando en la cabeza para ver si conseguía identificar lo que le inquietaba. Barro fresco en un neumático. La lona de jardinería. La caja de derivación de GTE. Periódicos en el umbral. Un niño dormido. Ninguna nota disonante.

Calle arriba, el tipo rechoncho de la cabina cambió de postura y el sol relució en algo anguloso que llevaba a la cintura. Tim se esforzó por distinguirlo. La cara del individuo seguía oculta bajo la capucha del chándal.

Una camioneta de Pac Bell. Contenedores. Persianas de madera. La bandera del buzón. La caja de derivación de GTE.

En la cabina, el tipo levantó la mano y se tocó la cara en sombras con el nudillo, como si empezara a santiguarse. El objeto que llevaba al cinto volvió a relucir. Un teléfono móvil.

Tim notó que el estómago le daba un fuerte vuelco y luego otro. ¿Por qué diablos llamaba desde una cabina un tipo que disponía de móvil? La mano a la cara… No era un gesto piadoso sino una costumbre: la que tenía el Cigüeña de subirse las gafas por el insignificante puente de la nariz. A Tim empezó a girarle la mente como un carro de diapositivas.

El delantal de la tienda. La caja de derivación de GTE. El despertador. La caja de derivación de GTE. La camioneta de Pac Bell. GTE. Pac Bell. Tim casi alcanzó a oír el chasquido en el interior de su cabeza cuando todas las piezas encajaron en su lugar. Una camioneta de Pac Bell no pintaba nada en una zona en la que los teléfonos dependían de GTE. Aminoró el paso, lo aminoró más, se detuvo. Dio media vuelta para ver la puerta trasera de la camioneta de Pac Bell, ahora unos quince metros por detrás de él. Para ser una camioneta vacía, los amortiguadores se veían bastante bajos.

No habría sabido decir qué ocurrió antes, las puertas traseras de la camioneta que se abrían o su cuerpo que tocaba el suelo, pero de repente estaba estirado por completo hacia la izquierda y buscaba el hueco entre dos coches aparcados junto al bordillo cuando resonó la explosión sorda de una bala. Cayó con el hombro por delante y arrastró la cara por el asfalto al rodar de cualquier modo por el impulso que llevaba. A ambos lados, los coches oscilaron sobre sus ruedas y las ventanillas fueron estallando en rápida sucesión, abriendo dos claros senderos de agujeros y vidrios rotos que desembocaban en el hueco entre uno y otro vehículo y el cuerpo de Tim. Las alarmas de coche empezaron a pitar y aullar por toda la manzana.

Tim adoptó pose de tirador en la acera, con el 357 en ristre y el maletero del segundo coche como parapeto. Efectuó dos disparos y sus balas dejaron sendos boquetes en una de las puertas metálicas abiertas de la camioneta.

Al alejarse de la acera con un chirrido, el vehículo dejó tras de sí una mancha de caucho de metro y medio. Una de las puertas de atrás se cerró y la otra continuó oscilando por las bisagras. Tim volvió la mirada hacia Ventura -el Cigüeña había desaparecido de su puesto de vigilancia en la cabina- y salió a la calzada. Disparó una vez cuando la camioneta doblaba la esquina y la bala hizo saltar chispas del tapacubos de la rueda trasera derecha.

El sonido del motor fue mermando; Tim quedó sumido en el estruendo de las alarmas, inmerso en el dolor crudo y frío provocado en la cara por el asfalto. Oyó cerraduras y puertas que se abrían.

Desanduvo la manzana corriendo tan aprisa como se lo permitía una rodilla magullada. Mientras cruzaba los jardines traseros anexos camino de su coche, llamó a Oso para facilitarle toda la información relevante sobre la emboscada de manera rápida y concisa. Oso confirmó los detalles con la voz teñida de impaciencia e ira, y luego colgó para ponerse manos a la obra.

De camino a la 101, se cruzó con tres coches patrulla con las sirenas puestas, y se volvió levemente en el asiento para ocultar en la medida de lo posible las heridas del rostro.

No fue hasta desembocar en la autopista cuando cayó en la cuenta de que lo habían alcanzado.


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