Estaba sentado en el tobogán de la escuela primaria Warren, a escasas manzanas de su casa, con los pies sobre la pendiente de aluminio y una botella de vodka más o menos aferrada en el regazo. El carrusel, pequeño y sencillo, permanecía quieto, en silencio, como una araña panza arriba con las patas de metal agarrotadas. Los columpios tintineaban mecidos por la brisa nocturna; una cuerda con nudos para trepar golpeaba contra su poste. El aire olía a corcho plastificado y asfalto.
La última vez que estuvo allí fue un domingo de asueto cuando Ginny lo interrumpió en su tarea de podar el jardín trasero y lo obligó a que la llevara de la mano para estudiar unas barras cruzadas a las que aún la asustaba subirse. Habían permanecido en silencio, padre e hija, mientras ella rodeaba las barras, examinándolas desde todos los ángulos, como si se trataran de un caballo que quisiera montar. Cuando Tim le preguntó si deseaba intentarlo, Ginny negó con la cabeza, como siempre, y regresaron a casa cogidos de la mano.
Aunque no hacía ni pizca de frío, Tim temblaba. Se vio caminando, sopesando el suelo con los pies. Se vio delante de su porche, llamando al timbre.
Cierto revuelo y luego contestó Mac, a quien le llevó un momento reconocerlo y apartar la mano de la culata de la Beretta que llevaba metida en la cintura de los pantalones de deporte. Detrás de él, a través de una neblina cada vez más densa de pena e ira, Tim vio la manta y el cojín en el sofá de donde le había hecho levantarse.
– Quiero ver el cuarto de Ginny -dijo Tim.
Mac meció el cuerpo como si acabara de dar un paso, cosa que no había hecho.
– Mira, Rack, no creo que sea buena…
Tim habló en voz queda y tranquila.
– ¿Ves esa pistola que llevas?
Mac asintió.
– Más vale que te apartes, o voy a quitártela y hacértela tragar. -A Tim le temblaba la voz.
Mac movió la boca en un ademán a medio camino entre tragar saliva y morderse la lengua antes de adoptar una expresión inescrutable no exenta de atractivo.
– De acuerdo.
Tim abrió la puerta y Mac se hizo a un lado. Dray venía por el pasillo, atándose el albornoz con la boca entreabierta.
– ¿Qué haces…?
Bajó la cabeza al cruzarse con ella y entró a zancadas en la habitación de Ginny para cerrar la puerta a su espalda.
Oyó que Dray y Mac hablaban en el pasillo, pero estaba demasiado borracho para deducir palabras de los sonidos. Contempló la habitación un tanto borrosa, el montón de animales de peluche en el rincón, la pantalla plisada que coronaba la lámpara de porcelana rosa en la diminuta mesa, el brillo inane de la luz nocturna con la efigie de Pocahontas. Sólo cuando se aovilló en la cama de Ginny cayó en la cuenta de que aún llevaba la botella de vodka. Lo último que hizo antes de quedarse dormido fue posarla en el suelo para que no se le derramara.
Cuando despertó, le llevó unos instantes recordar dónde estaba. Había adoptado la posición fetal para acomodarse en la cama pequeña. Apoyó la coronilla en el cabezal, se frotó un ojo y notó la punzada de una legaña reseca en el párpado. Dray estaba sentada al otro extremo de la habitación, con la espalda apoyada en la pared, de cara a él. Le caía sobre el rostro la tenue luz gris de primera hora de la mañana dividida por los listones de la persiana.
Miró la puerta, que ya no estaba cerrada, y luego la miró a ella. Tenía una horquilla sin doblar en la boca, arqueada sobre su carnoso labio inferior.
– Lo siento -dijo Tim al tiempo que ponía los pies en el suelo-. Me marcho.
– No -le pidió ella-. Todavía no.
Su mirada lo incomodó, de modo que se puso a contemplar las florecillas amarillas y rosas del papel de la pared.
– Anoche llorabas -dijo Dray.
Tim entrelazó las manos y se llevó los nudillos a la boca.
– Lo siento.
– Ni se te ocurra pedir disculpas por eso. -Se recostó hasta darse un leve cabezazo contra la pared-. Quizá deberías haberlo hecho más a menudo.
Tim parpadeó con fuerza y mantuvo los ojos cerrados.
– No sé qué hacer para aliviar el dolor. Tiene que haber algo, alguna salida para las víctimas. En caso contrario, si no sacamos nada de los tribunales, de la ley, ¿qué se supone que debemos hacer?
– Llorarla, estúpido. -Dray apoyó la barbilla en la juntura de ambos puños-. Y, Tim… -Aguardó a que levantara la mirada-. No somos la víctima, sino familiares de la víctima.
Estuvo ponderando las palabras unos minutos y luego dijo en voz queda:
– Es una observación muy acertada, desde luego.
Dray respiró hondo como si se dispusiera a lanzarse al agua:
– A ti y a mí lo que nos cuesta es empezar las conversaciones, no conversar. -Bajó los brazos hasta estirarlos del todo con los codos apoyados en las rótulas-. Hoy he ido al supermercado por primera vez. A hacer la compra no para tres, ni siquiera para dos. Me he saltado el pasillo de las golosinas, por Ginny, ya sabes, y he comprado menos cosas, sólo para mí. He llegado a la caja y sólo me han cobrado treinta y pico dólares. Era tan barato que casi me he echado a llorar. -Se le quebró la voz, una grieta de vulnerabilidad-. No quiero ir a hacer la compra para uno solo.
Tim notó que algo se rompía en su interior y derramaba una intensa sensación de alivio.
– Andrea, yo… -Se irguió de repente-. Espera un momento. ¿No fuiste a la compra el día que yo fui a trabajar, el día del tiroteo del Martía Domez?
– Ese día no fui capaz de levantarme del sofá. ¿Qué pasa?
– El Cigüeña dijo que fue entonces cuando entró en casa y me puso un micro en el reloj. Lo dejé aquí.
– Imposible. Estuve aquí todo el día. -Dejó que un suspiro le inflara los carrillos-. Deben de tenerte vigilado desde mucho antes de lo que te quieren hacer creer. Ya sabías que te estaban manipulando desde el principio.
– Tengo que hablar con Dumone. Sé que puedo confiar en él.
– ¿Cómo lo sabes?
– Sencillamente lo sé. Lo noto en los huesos.
– Bueno, quizás el Cigüeña y Rayner querían ponerte un micro una semana antes y no le informaron.
– Quizás. -Acudieron a su mente ideas poco halagüeñas. Le propuso obtener unas cuantas respuestas de Dumone, o en la siguiente reunión en casa de Rayner, para averiguar hasta qué punto había estado acosándolo la Comisión. La sensación de incomodidad que le rondaba se agravó: si de veras habían cometido un abuso de confianza con él, se vería obligado a disolver la Comisión.
Dray seguía apoyada en la pared y lo miraba con ojos húmedos. Tenía en el cuello señales de haber estado rascándose con las uñas.
– Ven aquí -le dijo Tim.
Se levantó con un gemido y le chasquearon las rodillas. Cruzó la habitación hasta la cama de Ginny y, al tumbarse con la cara sobre el pecho de Tim, un mechón de cabello le cayó sobre la mejilla enmarcándole el rabillo del ojo. Él le puso una mano en la nuca y la acercó hacia sí. Dray lo hocicó como un animal, como una criatura de pecho. Respiraron al unísono y luego siguieron respirando.
Tim le apartó el pelo de la cara; se miraron a los ojos y se sostuvieron la mirada. Ella le cogió el pecho con más fuerza.
– Tengo la sensación de que hemos vuelto a encontrarnos el uno al otro -dijo Tim.
El teléfono que llevaba en el bolsillo delantero de los vaqueros vibró contra ambos. Dray se apartó de él, hincó rodillas y codos en el colchón y le apoyó la barbilla en el estómago.
Abrió el teléfono.
– Sí.
– Tenemos al sujeto localizado -dijo Mitchell.
– De acuerdo. -Tim desconectó el móvil y miró a Dray, saboreando los últimos instantes de bienestar al tiempo que ya notaba en su interior el embate de la necesidad, pétreo y arrollador.
Dray levantó la mirada. Tim asintió y ella, tras quitársela de encima, se puso en pie y se alisó la camisa.
Tim sintió un deseo desesperado de llevar sus labios a los de ella, pero temió que, si empezaba, ya no podría parar. Tenía que ir al otro extremo de la ciudad y se aborrecía por ello.
Al pasar el uno junto al otro, se unieron en un abrazo espontáneo, los dos de costado, las manos de ella cogidas a la cintura de él y el brazo de él rodeando la cintura de ella, la cara de ella apoyada en el costado de su cuello, la barbilla en el hombro.
Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no volver la cabeza y besarla.