Capítulo 16

Desde el asiento del conductor de una camioneta Chevy de alquiler con la calefacción al máximo, el Cigüeña asomaba la cabeza para observar desde la distancia el edificio de KCOM en la esquina de Roxbury y Wilshire. Había escogido una camisa algo más discreta para el turno de vigilancia, pero a Tim seguía sin hacerle gracia que se viera por la ventanilla del vehículo un careto tan llamativo como el suyo. El Cigüeña no hacía más que revolverse nervioso en el asiento, cambiar de postura, limpiar la esfera del reloj o servirse de un nudillo u otro para lograr el quimérico objetivo de que sus gafas permanecieran encaramadas al puente de la nariz, casi inexistente. Respiraba incesantemente por la nariz y olía a patatas fritas rancias. Tim se preguntó cómo había llegado a estar allí, con un tipo calvo, incapaz de hablar correctamente y con tendencia a sufrir quemaduras solares y llevar camisas chillonas.

Contemplaron el edificio de quince pisos, que se levantaba en niveles sucesivos de hormigón y vidrio ocultando una bulliciosa zona de Beverly Hills. A unos treinta metros de altura se veía suspendido de unos cables a un limpiaventanas que lavaba los vidrios con un movimiento oscilante, su silueta recortada en el deslumbrante reflejo del sol de última hora de la mañana sobre las lunas de cristal. Una enorme cristalera central en la planta baja albergaba una panoplia de televisores de plasma en los que se veía el programa emitido por KCOM en esos instantes, un debate ambientado entre sillones y helechos con mujeres de diversas razas que tenían en común una actitud intensa hasta lo desagradable. Puesto que los televisores estaban conectados a un circuito cerrado que mostraba el plató incluso durante las pausas comerciales, había una pequeña muchedumbre de mirones y turistas de Rodeo Drive sedientos de cualquier minucia sobre el mundo del espectáculo detrás de las cámaras.

– Si hemos de regirnos por los nuevos detectores de metal que hay en la entrada -comentó el Cigüeña-, se disponen a convertir este lugar en una especie de parque temático de la alta tecnología para la entrevista del miércoles. Controles en todas las entradas, sensores infrarrojos, detectores de metal portátiles… Están blindados a cal y arena.

– Será a cal y canto -corrigió Tim.

– Sí, eso. -El Cigüeña desplazó deliberadamente todo el peso de su cuerpo de un costado al otro, como si se ventoseara-. Que tienen una seguridad de narices, vamos.

– Las cadenas de noticias no son nada si no tienen confidencialidad y exclusivas. Todo el mundo sabe que resulta muy difícil infiltrarse en ellas. CNN solía obtener noticias antes que la inteligencia militar.

– ¿Qué es CNN? -preguntó el Cigüeña.

Tim lo miró con atención para averiguar si bromeaba.

– Un canal de noticias.

– Ya. Mire, seré más útil si me dice lo que tiene planeado.

– Te lo agradezco, pero no necesito más ayuda. Basta con que cada uno de vosotros cumpláis con vuestra parte.

– Lo que usted diga.

Al dejar atrás el edificio, Tim se enjugó un poco de sudor de la frente.

– Escucha, Cigüeña…

– No tiene ningún origen.

– ¿Qué?

– Mi apodo no tiene ningún origen. Al menos ningún origen interesante. Todo el mundo me lo pregunta, todo el mundo quiere que le largue una historia, pero no la hay. Un día, cuando estudiaba tercero o cuarto, un crío comentó en el patio del colegio que tenía pinta de cigüeña. Quizá tenía intención de insultarme, pero no creo que me parezca mucho a una cigüeña, quiero decir que no me parezco de verdad a una cigüeña, de modo que no le di importancia. El apodo se me quedó. No hay más.

– No iba a preguntarte eso.

– Ah. -El Cigüeña tamborileó sobre el volante con el pulpejo de las manos-. Bueno, vale. Entonces es lo otro. De acuerdo, no es que sea asunto suyo, pero se llama síndrome de Stickler. -Su voz se tornó un zumbido al abordar el discurso ensayado-. Es una dolencia de los tejidos conjuntivos que afecta a los tejidos que rodean los huesos, el corazón, los ojos y los oídos. Entre otras cosas puede dar lugar a miopía, astigmatismo, cataratas, glaucoma, pérdida de audición, sordera, anomalías vertebrales, prolapso de la válvula mitral y artritis reumatoide. Como puede ver, mi caso no es especialmente grave. No puedo escribir a máquina, no puedo barajar las cartas y tengo una miopía de veinte sobre cuatrocientos, pero podría estar retorcido en una silla de ruedas, ciego y sordo, así que procuro no lamentarme. ¿Queda satisfecha su curiosidad, señor Rackley?

– En realidad -dijo Tim-, iba a pedirte que bajaras un poco la calefacción.

El Cigüeña hizo un tenue chasquido con la boca. Alargó el brazo e hizo girar el termostato.

– Claro.

Rodearon la manzana y regresaron al edificio. Tim reparó en una mensajera en el paso de cebra que iba camino del puesto de envíos y entregas ubicado en la esquina nordeste de la planta baja. Llevaba el logotipo de KCOM en el casco y una bolsa de la pastelería Cheese-cake Factory en la cesta delantera de la bici.

– Un poco más lento -dijo Tim.

La mensajera subió la rampa y enseñó la identificación a un obeso guardia de seguridad provisto de una tablilla con sujetapapeles que la registró desganadamente con un detector de metales y luego abrió la puerta de persiana. Una vez en el interior del puesto de envíos, metió la rueda delantera en una rejilla para bicicletas junto a! montacargas, sacó el sillín del cuadro y se lo puso bajo el brazo con gesto protector. Justo antes de que el guardia hiciera bajar la puerta, Tim vio cómo la mensajera tecleaba un código en el panel numérico junto al ascensor. Una carcasa de metal impedía ver el panel; su mano desapareció hasta la muñeca para cuando alcanzó las teclas con los dedos.

El Cigüeña condujo la camioneta hasta el bordillo delante de un establecimiento que vendía artículos ortopédicos además de medicamentos, en cuyo escaparate se veía una silla de ruedas y una gran variedad de andadores de aluminio. Permanecieron sentados con la vista tija en la puerta metálica cerrada del puesto de envíos y el agente de seguridad, que hacía rodar entre el pulgar y el índice algo que se acababa de sacar de la nariz.

– ¿Crees que las tarjetas de los mensajeros son una mera identificación, o cumplen la doble función de tarjetas de acceso para desplazarse por el interior?

– Seguro que sólo sirven para la identificación -respondió el Cigüeña-. Las tarjetas de acceso sólo son para personas con autorización, no para pardillos que se encargan de llevar el correo. Las empresas son muy estrictas al respecto. Si una de ellas se extravía, es desactivada de inmediato.

– Muy bien -dijo Tim-. Vamos a olvidarnos de las tarjetas de acceso. Si te facilito el prototipo de una tarjeta de identificación normal, ¿podrías falsificar otra?

El Cigüeña soltó un bufido e hizo un ademán de desdén con la mano.

– He desarrollado un micrófono que cabe en el capuchón de un bolígrafo y capta un susurro a cien metros. Creo que puedo arreglármelas para duplicar un carné de biblioteca con pretensiones.

Tim señaló la puerta de persiana del puesto con un movimiento de la cabeza.

– La rejilla para las bicis está justo al otro lado de la garita del agente de seguridad, cerca del montacargas.

– Probablemente tiene algo que ver con las normas de aparcamiento de Beverly Hills. No quieren tener las aceras obstruidas. -El Cigüeña se echó una pastilla a la boca y la tragó como si nada-. Si quiere pasar una pistola, que sea una Glock, y por piezas. Prácticamente son de plástico, sólo el cañón tiene metal suficiente para activar un detector; haga un llavero con él y métase el resto en los calzoncillos. El percutor no contiene el metal suficiente para ser descubierto. -Observó a Tim con curiosidad a la espera de una confirmación.

En vez de eso, Tim dijo:

– Necesitamos ver el teclado desde un ángulo más adecuado.

El Cigüeña señaló la callejuela que corría paralela al costado norte del edificio.

– Desde alguna ventana de esa fachada tiene que verse directamente.

– Vamos a averiguarlo.

El Cigüeña arrancó y enfiló la calle sin acelerar. Había una ventana, pero estaba oculta en su mayor parte detrás de una camioneta desvencijada.

Tim apenas si volvió la cabeza.

– Sigue, sigue.

El Cigüeña dio una vuelta a la manzana y volvió a aparcar.

– La camioneta nos corta el paso y la acera es muy estrecha. Sólo veríamos el panel si pegáramos la cara al cristal, lo que sería más que sospechoso.

– Entonces, vamos a esperar a que se aparte la camioneta -sugirió el Cigüeña.

– Para aparcar ahí hace falta una autorización, porque no se ven parquímetros cerca, y, además, hay uno de esos permisos colgado del retrovisor de la camioneta. Fíjate en las hojas acumuladas en torno a las ruedas delanteras, producto del aguacero de hace cuatro noches. Seguro que alguien ha decidido dejar ahí abandonado su trasto viejo.

– Haré que lo muevan.

– ¿Cómo?

El Cigüeña le ofreció una sonrisa taimada.

– Ya me las arreglaré.

– Aunque consigas que aparten la camioneta y miremos por la ventana con prismáticos, no se puede ver el panel con claridad, porque el cuerpo del mensajero lo ocultará cuando esté introduciendo el código.

El Cigüeña perdió la sonrisa y frunció los labios.

– Déjeme que lo piense.

– Piensa también en cómo acceder a las líneas telefónicas de seguridad e introducirse en tantos nudos de enlace como sea necesario. Me gustaría que estuvieras al tanto de cualquier novedad. -Tim ya había pedido a Rayner que indagara entre sus contactos en los medios de comunicación para averiguar todo lo posible sobre las medidas de seguridad adoptadas, pero cuantas más fuente«de información tuvieran, mejor.

– ¿Cuánto falta para el contacto?

Tim consultó su reloj antichoque.

– Siete minutos.

El Cigüeña sacó un colirio del bolsillo, se quitó las inmensas gafas y se puso unas gotas. Cuando se volvió a colocar las gafas, mientras parpadeaba para asimilar el líquido, sus ojos guardaban un gran parecido con los de una tortuga alborotada. Tim notó una punzada de compasión, seguida de inmediato por la necesidad de establecer una cierta camaradería, una unión en su causa común.

– ¿Te resultó muy duro? -preguntó Tim-. ¿Cuando tu madre fue asesinada?

El Cigüeña se encogió de hombros.

– He aprendido a no esperar mucho de la vida. Cuando uno no espera que las cosas vayan bien, no se lleva un gran chasco cuando van mal.

– Entonces, ¿por qué haces esto? ¿Lo de la Comisión?

– ¿Francamente? Por dinero. Es un bonito sueldo además de la pensión del FBI. Seguro que le parece horrible, pero el dinero es lo único que tengo en esta vida. Nunca he tenido muchos amigos. No he jugado nunca al béisbol. No me he acostado nunca con una mujer. No soy más que un paria que observa esa otra vida que ve en las películas y los anuncios. Con el paso del tiempo, sencillamente me desconecté. Ya no veo la tele ni nada parecido. Leo. Sobre todo cosas antiguas. Me cuesta trabajo dormir. La respiración… -Señaló la cicatriz abultada que tenía debajo de la nariz y luego entrelazó plácidamente las manos sobre el regazo-. El espíritu de los tiempos me inquieta porque no hace más que recordarme todo lo que me he estado perdiendo. -Volvió a quitarse las gafas y se frotó los ojos. Las lentes eran cóncavas, más gruesas hacia los márgenes-. Hay muchas probabilidades de que llegue a quedarme ciego. No me viene mal tener dinero para comprar libros, para viajar y ver cosas. Otros océanos. La nieve ártica. El mes de mayo pasado sobrevolé el Gran Cañón en helicóptero; fue divino. -Se palmeó levemente el pecho con las yemas de los dedos-. No debería hacer cosas así, teniendo en cuenta cómo tengo el corazón, pero es lo único que me permite disfrutar. -Se puso las gafas de nuevo y parpadeó en dirección a Tim con sus ojos de tortuga-. Me gusta el dinero. Eso no me convierte en un mal tipo.

– No, no creo que te convierta en un mal tipo.

Reinó un silencio incómodo durante unos momentos.

– Lo siento, señor Rackley. No tengo muchas oportunidades de hablar con nadie, así que cuando empiezo… -Lanzó un carraspeo húmedo-. Más vale que nos pongamos en marcha.

Tim volvió las manos hacia el asiento trasero y cogió dos logotipos magnéticos del tamaño de la tapa de un cubo de basura. Se bajó y puso uno a cada lado de la Chevy, donde anunciaban: LAVADO PERFECTO DE VENTANAS TINTADAS.

El Cigüeña retrocedió por la callejuela, dejó atrás el puesto de envíos y dio un amplio rodeo por delante del edificio. El reloj de Tim pasó de las 12.59 a la 1.00 precisamente en el instante en que Robert salía por la puerta de servicio del lado oeste con unos trapos colgados de los bolsillos del peto y una gorra de béisbol al bies.

Tuvo que recorrer unos quince pasos para llegar a la camioneta -Tim ya había abierto la puerta lateral- y subió justo cuando el Cigüeña arrancaba. Recorrieron varias manzanas en silencio y luego el Cigüeña detuvo el vehículo en una calle poco transitada, justo detrás de donde estaba aparcado el Beemer de Tim.

Robert se tapó la boca con el puño para toser y luego escupió por la ventanilla. Extrajo a golpecitos un cigarrillo de un paquete medio arrugado que se había sacado del bolsillo de la camisa. Abrió con un golpe de muñeca un encendedor Zippo decorado con una pegatina de la bandera estadounidense.

– ¿Os importa si fumo?

– Sí -respondió el Cigüeña.

Robert encendió el cigarrillo y lanzó una bocanada de humo en dirección al asiento del conductor que ciñó la cabeza del Cigüeña cual corona de laurel. Este intentó contener la tos, pero se le escapó con un hipido.

Tim rodeó el reposacabezas con el brazo para mirar a Robert.

– La cuarta y la décima planta están vacías, ¿verdad?

– Eso es. Las empresas informáticas que las tenían alquiladas se fueron al garete.

– ¿Aún funcionan los detectores de movimiento por rayos infrarrojos?

– Ambas plantas están plagadas de carcasas SafetyMan. Durante el día los detectores están desactivados por si pasa algún tipo de mantenimiento o empleado de mudanzas, pero supongo que se ponen al rojo vivo a partir de las cinco o las seis de la tarde.

– Mañana, cuando volvamos a meterte ahí disfrazado de limpia- ventanas, ya nos las arreglaremos para que sortees los dispositivos de seguridad, quizá como empleado de mantenimiento, y accedas al interior. Hará falta que los detectores infrarrojos dejen de funcionar como es debido. ¿Cigüeña?

– Ya me las he visto con SafetyMan en otras ocasiones -respondió el aludido-. Tallaré unos fragmentos de espejo de modo que encajen en las carcasas. Robert los puede colocar mañana durante el horario laboral mientras los detectores estén desactivados. Cuando los conecten por la noche, los espejos harán que el rayo infrarrojo vuelva sobre sí mismo y podrá bailar el lindy bop por todo el pasillo.

– ¿El lindy loop?

– Es un baile de lo más movido, señor Rackley, llamado así en honor a Charles Lindberg.

– Vale. Gracias por todo. -Tim miró hacia la puerta de soslayo, por si el Cigüeña no había cogido la indirecta.

El conductor entregó a Robert una minúscula cámara plana que éste se metió en el bolsillo de la camisa; luego bajó de la camioneta de un salto, subió a otra de alquiler, aparcada junto al bordillo, y se marchó.

Robert, en el asiento de atrás, se quitaba el peto para ponerse unos vaqueros.

– Qué tipo tan raro -comentó, al tiempo que movía la cabeza en dirección a la camioneta que se alejaba-. Es bueno en lo que hace, pero a uno no le dan ganas de irse de cervezas con él precisamente.

– No es mal tipo -respondió Tim-. Un poco excéntrico, pero supongo que no lo ha tenido fácil.

Robert se puso un lápiz detrás de la oreja y colocó una tablilla con sujetapapeles dentro de un ejemplar de Newsweek. Al agacharse para atarse las zapatillas deportivas, la etiqueta de Lee asomó por detrás de sus ajustados vaqueros de corte clásico.

– Entonces, ¿por qué le has dicho que se largue? ¿Qué importa si oye lo que decimos?

– Venga, dime, ¿qué has averiguado?

Robert, irritado, se le quedó mirando y luego dio una calada tan intensa que iluminó la brasa del cigarrillo.

– No has respondido a la pregunta -insistió Tim.

– No tengo por qué responder a tus preguntas.

– Mira, he hecho todo lo que me has pedido, como un buen sol- dadito. Ahora no voy a darte una mierda hasta que me cuentes cuál es el plan.

– Vale. Entonces voy a largarme ahora mismo y tú te encargas de explicar mi ausencia a Dumone y Rayner, y luego te ocupas de llevar a cabo la misión por tu cuenta.

Robert se recostó en el asiento y lanzó la ceniza por la ventanilla con un toque de pulgar rápido y eficiente. Sus movimientos delataban una tensión uniforme, la ira a punto de estallar, la violencia apenas contenida. Tim no confiaba en su entereza ni en la de los demás miembros -cosa que no era de extrañar- en una misión de alto riesgo de la que pudieran derivarse daños colaterales y bajas civiles; prefería mantenerlos centrados en tareas específicas e independientes.

Al cabo, Robert dijo:

– Quizá deberías mostrar un poco de respeto. He obtenido la mierda que querías, y también un poco más.

– Pues suéltamela.

Robert lanzó una bocanada de humo en dirección a Tim y comenzó:

– La estructura es de acero, las paredes de hormigón con una capa de enlucido, las plantas tienen seis metros de altura y están sostenidas por columnas y viguetas de techo metálicas, doce en cada piso. La base de cada una de las plantas es una placa de hormigón de veintitrés centímetros reforzada con hierro de acabado pulido. El tejado es de madera contraplacada y brea, y alberga veintiún difusores de aire con ventiladores y quince tragaluces de cuatro y medio por dos con barrotes de metal que impiden la entrada. Hay unidades de aire acondicionado y bombas de calor por gas con válvulas de cierre situadas en el área de mantenimiento de la planta baja. Las líneas eléctricas entran al edificio por la esquina sudoeste, acceden a un cuarto de contadores a través de un desconectador principal, y a partir de ahí se subdividen. El cableado del cuarto de contadores está que da pena; anda más jodido que la chequera de un negrata.

– Qué encanto -comentó Tim, pero Robert ya seguía adelante con su informe.

– Cada planta tiene más o menos cinco paneles de distribución eléctrica por los perímetros interiores, que suministran entre doscientos y trescientos amperios. Hay un acumulador que abastece de energía en caso de emergencia, pero también dos generadores de reserva de gran capacidad. El panel contra incendios, fabricado por FireKing, está situado en el punto nordeste de cada planta. Se trata de un sistema repartido por zonas independientes y supervisado localmente por vía telefónica. Hay dispositivos de detección de humo y llamas por todas partes, extintores y mangueras en la caja de la escalera. El ascensor baja hasta el garaje subterráneo. Yo diría que piensan llevar a Lane hasta allí en un vehículo blindado. El núcleo del edificio está muy bien protegido. No hay cristaleras que den a las salas interiores, de modo que la opción del francotirador queda descartada, si es eso lo que tenías pensado… -Enarcó una ceja y al cabo de unos segundos prosiguió-: Las ventanas no se abren. La boca del conducto para tirar la basura está a la derecha del montacargas de cada piso. Las puertas de la caja de la escalera son de metal, se abren con barras de presión y todas tienen pestillos magnéticos. Los interruptores de la luz están a la izquierda de cada puerta, en el interior. La caja de la escalera está sellada al vacío, no hay acceso de un piso a otro. Si te quedas encerrado ahí, tienes que bajar hasta el primer piso. Las cerraduras de las puertas de la caja de la escalera son manillas monocilíndricas con cierre automático, y éstas se abren a una trascocina en los pisos impares y a salas de reuniones en los pares. Las entrevistas suelen grabarse en la tercera planta, pero como son unos cabrones de lo más espabilado, están construyendo una réplica del plato de Yueh en la undécima planta. El cambio de ubicación es una medida de seguridad secreta. He visto a obreros con bultos a la cadera que desplazaban los fondos del plato de un lado a otro de la planta.

Tim tomó nota mental de que debía confirmarlo.

– Hoy han empezado a instalar detectores de metales en varias plantas, supongo que para tenerlos en funcionamiento cuando llegue Lañe. Hay en todos los pisos controles en los que es necesario mostrar la identificación para acceder a las salas interiores, y además garitas con guardias a la entrada de las salas de montaje y los platos de entrevistas. Y en la séptima planta hay una morena con un pedazo de culo como el de Jennifer López. A punto he estado de perder el equilibrio y partirme la crisma cuando se ha agachado a recoger las llaves.

– Muy bien -dijo Tim-. Buen trabajo.

– No hace falta que me lo digas. -Robert bajó de un salto de la camioneta y cerró la puerta de golpe.


Mitchell salía de la casa de Rayner cuando Tim cruzó la verja exterior en la camioneta de alquiler y aparcó junto a su propio coche. El gemelo subió a su vehículo sin darse por aludido. Daba marcha atrás con un acelerón cuando Tim propinó un puñetazo al costado de la camioneta. Mitchell pise el freno.

– ¿Qué?

Tim cogió el lapicero que llevaba detrás de la oreja y señaló la goma.

– ¿Puedes hacer una carga explosiva de estas dimensiones?

– ¿Para qué?

– Necesito algo que pueda ocultar en un artículo pequeño.

– ¿Como un reloj?

– Exacto, como un reloj.

Mitchell levantó la comisura de la boca y frunció los labios.

– No será fácil. Tendría que construir un detonador minúsculo hecho a medida.

– ¿Qué vas a utilizar?, ¿C4?

– ¿ C4? Y, ya puestos, ¿por qué no incluimos unos cuantos cartuchos de dinamita, o disparamos un cañón ACME? -Meneó la cabeza-. Los asuntos pirotécnicos déjamelos a mí. Nos hará falta un explosivo primario de precisión, como fulminato de mercurio o DDNT.

– ¿Y estás pensando en un receptor de iniciación electrónica?

– Sí, pero ahí está el problema. No hay mucho espacio, sobre todo si hay que conectar toda esa mierda al circuito ya existente de un reloj. Dudo que pueda introducir nada que detecte una transmisión eléctrica especializada a cierta distancia. Quizá pueda conseguir un radio de acción de noventa metros con un dispositivo de control remoto.

– Noventa metros sería suficiente. Y la carga no puede llevar metralla. No podemos permitirnos herir a ninguna otra persona con la explosión.

Mitchell hizo rechinar los dientes.

– ¿Tú crees? -Volvió a poner en marcha la camioneta y Tim tuvo que dar un paso atrás para que la rueda no le aplastara el pie.


Se fue al campo de tiro de Moorpark para probar el 357, practicar el movimiento de desenfundarlo y coger el tino a la nueva pieza. Estuvo a sus anchas.

Al marcharse, recorrió sin darse cuenta varias manzanas en dirección a casa de Dray antes de caer en la cuenta del error y dar media vuelta. Al pasar por delante de un parque al que solía llevar a Ginny, notó que lo cubría un sudor pegajoso. Tomó un desvío y dejó atrás el largo camino que desembocaba en el garaje de Kindell. Llevaba el 357 cómodamente alojado en su vieja funda ajustada a la cadera. Lo sacó, se lo pegó al muslo e, incluso a través de los vaqueros, notó el calor que despedía. No pasó por alto que había vuelto a atravesar la frontera entre la pena y la ira.

La ira resultaba más fácil.

Tras volver al centro, ducharse y limpiar el arma, se tumbó en la cama y comprobó si tenía algún mensaje en el Nokia. Dos, ambos de Dray, de las dos últimas horas.

En el primero parecía desanimada.

«He estado investigando la posibilidad del cómplice, pero no encuentro más que callejones sin salida en todas direcciones. Al final me he dado por vencida y he llamado a los detectives de la Policía de Los Angeles que se ocuparon de los casos anteriores de Kindell. La verdad es que han sido muy amables. Estaban al tanto de lo de Ginny… -Carraspeó con fuerza-. Aun así, no han querido darme detalles específicos, aunque han revisado los expedientes y me han asegurado que no había pistas ni indicios vehementes. Según han dicho, prácticamente todo lo que tienen debe estar en las actas, que ya tengo en mi poder. Con Gutierez y Harrison recurrí a hacer que se sintieran culpables, les apreté las tuercas y nos hicieron el favor de dar otro meneo a Kindell. Han dicho que no quiere hablar. Su abogado le dejó bien claro que lo único que puede salvarlo de ir al trullo es mantener la boca cerrada. A estas alturas ya es un experto en derecho, hasta les ordenó que se largaran de su propiedad a menos que se le acusara de algo. No vamos a llegar a ninguna parte con él. Nunca. -Lanzó un hondo suspiro-. Espero que a ti te vayan mejor las cosas.»La tristeza que expresaba la voz de Dray en ese primer mensaje daba paso en el segundo a un tono de irritación porque Tim no se había puesto en contacto con ella. Primero intentó localizarla en la oficina y luego en casa, y al final le dejó un mensaje impreciso en el que le decía que no tenía nada nuevo que contarle y le explicaba que prefería esperar hasta que estuviera solo para hablar con ella. Al oír la voz de Dray, aunque sólo fuera en una grabación, el anzuelo de la pena se le clavó más adentro.

Se tomó unos instantes para pensar en lo afortunado que era de tener tantas cosas que hacer.

Relevó a Robert a las cuatro en punto. Éste salió casi a hurtadillas del reservado de la cafetería y dejó una tablilla llena a rebosar de notas y diagramas en la mesa, escondida en su ejemplar de Newsweek. Tim tomó asiento y hojeó la anotaciones. Un calendario de movimientos, las horas en que sacaban la basura, puestos de seguridad… Era imposible negar la eficiencia de Robert.

Fue tomando sorbos de café mientras observaba quién y en qué momento salía por cada puerta. Justo antes de las cinco cruzó la calle por delante de la inmensa vidriera rebosante de pantallas de televisión y entró en el vestíbulo, una imponente caverna de mármol con una araña de luces barroca hasta lo grotesco y curiosamente anacrónica, teniendo en cuenta el estilo de la fachada. Nada más entrar, un guardia recién apostado lanzó la mirada de rigor al carné de Tim -gracias, Tom Altman, en paz descanse- antes de franquearle el paso. No había puertas de servicio, ni escaleras abiertas, ni columnas tras las que esconderse. A unos veinte metros de las puertas giratorias, una tremenda consola de seguridad daba la bienvenida a las visitas.

Tomó nota de las cámaras en cada esquina del techo antes de saludar al guardia de seguridad con una sonrisa nerviosa.

– Sí, hola…, me preguntaba si podría cumplimentar una solicitud de trabajo. Para trabajar en mantenimiento, ya sabe, o lo que sea.

– Lo siento, caballero, ahora mismo han interrumpido las contrataciones. Quizá le interese probar suerte en la cadena ABC. Tengo entendido que buscan personal.

Tim se apoyó un instante en el mostrador para observar el cuadro de pantallas blanquiazules que supervisaba el guardia. Los ángulos eran en su mayoría picados que captaban las caras de los visitantes conforme iban entrando. Buscó algún punto que no registraran las cámaras.

– Gracias de todas formas.

– No hay de qué.

Dio media vuelta y se dirigió a la salida. Las lentes de seguridad que había encima de las puertas giratorias constituían las únicas cámaras que registraban la salida de la gente. Tim mantuvo la cabeza gacha al empujar la puerta camino de la acera.

Cogió sitio otra vez en un reservado junto a la ventana en una cafetería situada al lado de la tienda de artículos ortopédicos Lipson's. Mientras comía sin prisas un bocadillo de pastrami, tomó nota del orden en que se apagaban las luces de los despachos del undécimo piso.


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