Capítulo 38

Se quitó la camisa y se dio una larga ducha. Se pasó el cepillo por las manos y debajo de las uñas mientras dejaba que el cuarto de baño se llenara de vapor. Hizo girar el grifo hacia el lado rojo casi al máximo y se quedó bajo el chorro, los hombros laxos, la cabeza gacha, para que el agua le cayera en la coronilla y le resbalara por la cara. Una sensación maravillosa, limpia y un tanto dolorosa.

Una vez vestido, se llegó a la cabina de teléfonos de la esquina y llamó a Hansen a las oficinas de Nextel para averiguar a través de qué antenas repetidoras habían estado realizando sus llamadas Robert y Mitchell.

– Tus chicos son más listos de lo que crees. No han efectuado ni una sola llamada. Yo diría que se han deshecho de los teléfonos o utilizan otro para las llamadas salientes.

Antes de que pudiera expresar sus dudas acerca de que Robert y Mitchell tuvieran la suficiente sofisticación tecnológica para tomar esas medidas preventivas, le vino algo a la cabeza: el Cigüeña sí la tenía. Disponer de otro teléfono exclusivamente para las llamadas salientes era una idea brillante, una idea que no había tenido ninguno de los fugitivos de Tim.

– Bueno, acabo de tener un encuentro que bien podría provocar una llamada -dijo Tim-. ¿Te importaría seguir atento, por si meten la pata?

Le dio las gracias y fue hasta el establecimiento donde había alquilado el Nokia. El diminuto propietario no hizo el mínimo comentario sobre el último teléfono que había alquilado a Tim, ahora hecho trizas en el arcén de la 110. Éste escogió el mismo modelo y el propietario, sin mediar palabra, puso en marcha el papeleo para ratificar un acuerdo económico idéntico al que habían alcanzado con anterioridad. El dinero no sólo habla; también hace callar.

Pensaba conservar el Nextel asimismo, porque ése era el número que sabían Robert y Mitchell y el único medio que tenían para ponerse en contacto con él. Su compleja trama telefónica habría hecho las delicias del mismísimo Gary Heidel.

Puso los teléfonos a cargar uno junto a otro al lado del enchufe y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas a lo indio para no mirar absolutamente nada.

Recordó la expresión confusa de Mitchell en el parque: le había sorprendido de veras que Tim fuera tras sus pasos. Si mientras vigilaban a Dobbins no habían coincidido en ningún momento con los policías que lo habían detenido la víspera, cabía la posibilidad de que ignoraran que las autoridades estaban sobre aviso.

Si Tannino daba la rueda de prensa, no tardarían mucho en enterarse.

En cuestión de horas, Robert Masterson, Mitchell Masterson, Eddie Davis y Tim Rackley serían los nombres que más sonreian de costa a costa. Con toda probabilidad, Tannino investigaría por separado las muertes de Dumone, Ananberg y Rayner, al menos de momento. Tim puso la tele para ver si había trascendido algo nuevo, pero aparte de un superfluo avance informativo sobre el asesinato de Rayner y el anuncio por boca de Melissa Yueh de que KCOM emitiría un reportaje especial a las siete, no había nada que destacar.

En la pantalla, Yueh recogió sus notas y les dio un pulcro golpe sobre la mesa para alinear los bordes.

«En otro orden de cosas, Mick Dobbins, quien fuera acusado de abusar de unas niñas, ha sido agredido en un parque de Culver City por un desconocido que intentó asfixiarle con una cinta de plástico. A punto estuvo de conseguir su objetivo, pero otro hombre le realizó una traqueotomía de emergencia y huyó del escenario. Los testigos han ayudado a la policía a elaborar un retrato robot del agresor.»Apareció en pantalla un retrato hecho por ordenador que tenía más parecido con Yosemite Sam que con Mitchell Masterson.

«La policía no ha aclarado si este intento de asesinato guarda relación con las ejecuciones de Lañe y Debuffier, aunque parece ser que no descartan esa posibilidad.»En un plano del parque se veía a miembros de la Policía de Culver City apartando a la gente de un círculo de asfalto cercado con cinta amarilla. Hacia un lado, la amplia espalda de Oso resultaba más que aparente. Tenía sudadas las axilas de la cazadora deportiva. El improvisado corrillo a su alrededor incluía a Maybeck, Denley, Thomas y Freed.

Colegas convertidos en adversarios.

«Las autoridades locales buscan a ambos individuos. Dobbins ha sido ingresado en el Centro Médico Brotman, donde permanece estable.»Tim apagó la televisión y se sentó a la mesa. Tendría que dar a Dray al menos veinticuatro horas para que averiguara lo del coche. Lo de la llave de la caja de seguridad podía llevarle horas, pero también semanas.

Una vez volvió a pensar en su esposa, ya no pudo quitársela de la cabeza. Dray, que llevaba las uñas cortas y sin pintar. Dray, que siempre sostenía a los hijos de los demás un poco apartados de sí, como bolsas de basura que pudieran mancharla. Dray, capaz de coser a tiros una diana desde cuarenta y cinco metros con una Beretta.

Entrelazó las manos en el regazo y permaneció sentado en el silencio relativo porque, según tenía entendido, eso hacía la gente que buscaba paz y tranquilidad. Cerró los ojos, pero en plena oscuridad, como iluminada por un foco, destacaba la sierra arqueada de Kindell, con los dientes romos, todavía manchada de la sangre de Ginny. Se preguntó qué otros objetos le aguardaban en la oscuridad circundante.

Programó el vídeo para que grabara la rueda de prensa de las siete, por si no estaba de regreso. Bajó por la salida de incendios para coger práctica y también para que la cuña siguiera debajo de la puerta en su ausencia.


La luz de la habitación de Erika Heinrich estaba encendida. Tim aparcó a cuatro manzanas y se acercó a la casa con la misma precaución que la vez anterior. El estor de la ventana estaba levantado y las sombras blanquiazules de una pantalla de televisión se reflejaban borrosas en el vidrio superior. Se acuclilló debajo de la ventana justo en el momento en que empezaba a sonar la sintonía del informativo de KCOM.

Le llegaron fragmentos de la voz del jefe Tannino retransmitida por televisión:

«… Estos tres hombres… antiguos agentes de la ley que se han pasado al otro bando… Se les busca para interrogarlos en relación con los asesinatos de Jedediah Lañe y Buzani Debuffier… Repito: no se ha presentado ninguna acusación…»Tim fue incorporándose hasta tener los ojos a la altura del alféizar. Terrill Bowrick estaba sentado en la cama junto a Erika, los dos con la mirada fija en el pequeño televisor colocado encima de la cómoda. La pose adolescente de Bowrick le encorvaba la espalda, y tenía las manos colgando entre los muslos. Parecía más joven incluso de lo que Tim alcanzaba a recordar, la cara pálida salvo allí donde tenía granos, el cuello y los brazos delgados como los de una chica. Se le veía increíblemente alicaído, como si llevara días sin dormir.

Por comparación, la imagen televisada de Tannino, con su mejor traje -un modelo dos piezas de color azul marino- y su corbata de Regis Philbin, resultaba rígida. Su cabello, iluminado por docenas de flashes, daba la impresión de haber pasado más rato de lo debido bajo el secador. Señaló un atril en el que se veían fotografías ampliadas de Robert, Mitchell y el Cigüeña.

«Si alguien ha visto a cualquiera de estos tres hombres, debe ponerse en contacto…»No había fotografía de Tim. No se le había mencionado.

Lo más probable era que quisieran echar el guante con el mayor sigilo posible al agente que ostentaba una Medalla al Valor, para así ahorrar a los organismos policiales de Los Angeles otra debacle pública.

La boca de Bowrick, sobre la que crecía un ínfimo bigote, era fina y estaba entreabierta y levemente combada por las comisuras en un gesto que daba a entender que no andaba muy lejos de las lágrimas. Había palidecido extraordinariamente. Erika lo acariciaba entre los hombros en un gesto repetitivo que buscaba tranquilizarlo. Tanto su rostro como el de él reflejaban una suerte de calma exhausta, como si el miedo y la preocupación les hubieran minado toda la vitalidad.

La puerta que daba al cuarto de baño adyacente estaba entreabierta. Alicatado rosa. Las luces apagadas. Vacío. Había una silla apoyada contra la manilla de la puerta del dormitorio. Mami no tenía ni idea de que hubiera en casa un invitado tan especial.

«… Autores de atentados contra supuestos asesinos y pedófilos, sospechosos que quedaron impunes tras verse sometidos a un juicio.»Un revuelo de manos y bolígrafos en alto. Una explosión de preguntas, una que conseguía descollar:

«-¿Guarda alguna relación con ello la agresión sufrida hoy por Mick Dobbins?

»-Eso creemos, sí.

»-¿Cómo eligen a sus víctimas los Tres Vigilantes?»Tannino esbozó una sonrisa torcida al oír el sobrenombre.

«-No tenemos información al respecto.

»-Sabemos por fuentes fiables de UCLA que la muerte del profesor William Rayner y la de una profesora asociada podrían estar relacionadas con los hechos. ¿En qué medida estarían involucrados?

»-No voy a hacer ningún comentario al respecto.

»-¿Confirma el rumor de que Franklin Dumone, el renombrado sargento de la Policía de Boston que se ha suicidado hoy en Cedars, estaba implicado?

»-No. Otra pregunta.

»-¿Por qué trabaja en el asunto el Servicio Judicial Federal?

»-Este caso guarda relación con el asesinato de Lañe; es una prolongación del mismo, y aquella investigación estaba dentro de la jurisdicción federal.

»-Entonces, ¿por qué no está a cargo de la investigación el FBI?

»-Colaborarnos estrechamente con el FBI. -Tannino sabía mentir bien. En la intimidad, se refería al FBI como esos Fulleros Bordes Idiotas.

»-¿Tienen alguna idea de quién podría ser el siguiente de la lista?»Bowrick no movió los labios en absoluto, pero masculló:

– Ay, Dios.

En la tele, Tannino apartó la mirada apenas un segundo, pero eso lo habría delatado en una partida de póker.

«Ahora mismo no podemos darles más información.»Erika dejó de trazar círculos con la mano sobre la espalda de Bowrick.

Tim se levantó de un salto, se aferró al marco superior de la ventana y se introdujo en el dormitorio con las piernas dobladas para ir a caer de pie. Bowrick y Erika reaccionaron violentamente. Se apartaron de la cama y, de paso, se llevaron la colcha y las sábanas hasta el otro lado de la habitación. Se quedaron el uno junto al otro, encogidos de miedo, con la espalda apoyada en la puerta del armario.

La casa olía a bratwurst, lo que hizo pensar a Tim: «Vaya con los estereotipos.»Erika, temblorosa, se hincó de rodillas y cogió a Bowrick por la cintura. Él tenía una mano levantada, el antebrazo doblado como si se protegiera los ojos de una luz.

– No lo mates, ay, Dios, no… -La chica se vino abajo.

– Hay unos tipos que vienen a matarte -dijo Tim-. Tienes que esconderte mejor.

Tras un instante de incredulidad absoluta, Bowrick bajó la mano.

Tim se asomó y cerró las gruesas contraventanas de estilo germánico para que no los vieran desde la calle. Cuando se volvió de cara a los chicos, ambos tenían lágrimas en las mejillas.

– Pues que me cojan -dijo Bowrick-. Ya no me importa.

– ¿Es eso cierto?

Se sorbió la nariz y se la limpió con la manga.

– No.

Erika recuperó la voz.

– ¿Quién eres?

Tim hizo un gesto en dirección a la ventana, ahora cerrada.

– Eso es una estupidez. Es una estupidez haber venido aquí. Hay pistas que pueden conducirlos hasta esta casa.

– ¿Y qué tengo que hacer? -La saliva había formado una película cubierta de burbujas en la comisura de la boca de Bowrick.

– Esto, desde luego, no.

– No tengo adonde ir.

– Acude a la poli.

– Los putos polis me odian.

– Baja la voz.

– No van a mover un puto dedo para ayudarme, y si lo hacen, estar bajo vigilancia sería peor que estar aquí fuera. Hazme caso, lo sé.

Tim notó que se le encogía el pecho de frustración.

– Una vez ya pensaste cómo esconderte.

– Pero me encontraron.

– No, fui yo quien te encontró.

Bowrick levantó la mano, cuatro dedos señalando a Tim igual que una marioneta de madera. Erika seguía de rodillas, con la mejilla aplastada contra el costado de Bowrick, mirando.

– Me salvaste la vida.

– No te salvé la vida. Decidí no arrebatártela.

Se oyó una voz procedente del pasillo:

– ¡Erika! La cena está en la mesa.

La chica se quedó mirando a Tim con unos ojos en los que predominaba el blanco. Tim le devolvió la mirada y le dijo en un susurro:

– Estoy en el baño. Ahora mismo voy.

– ¡Estoy en el baño! -gritó ella-. Ahora mismo voy.

– ¡Venga, date prisa! No he pasado tanto rato en la cocina para luego cenar frío -le replicó la voz del pasillo.

Erika bajó la mirada; incluso en ese trance, en una situación así, se la veía avergonzada.

Tim ladeó la cabeza en dirección a Bowrick.

– Ya sabes esconderte. Sólo tienes que hacerlo mejor.

– No puedo. -Empezaron a temblarle los labios, con fuerza, y las lágrimas le rodaron por las mejillas hasta las comisuras de los labios-. No tengo adonde ir.

– ¿No tienes otro escondite?

– No, tío. Un colega me ayudó a montar aquél. Ahora está en Do- novan, por hurto mayor. No tengo… a nadie.

– Eso guárdatelo para los programas de cotilleo. De momento, escóndete. Y hazlo bien.

A Bowrick le castañetearon los dientes mientras escudriñaba el suelo. La voz le salió como un débil quejido:

– Van a hacerlo de verdad, ¿eh? Van a darme caza y a liquidarme, ¿no?

– Sí.

Se mordió el labio inferior, que no dejó de temblar ni siquiera tras la línea de sus dientes. Erika le cogió el muslo con más fuerza.

– Acude a la policía -le aconsejó Tim.

– No pienso acudir a la policía. Nunca más.

– Llama a tu agente de la condicional.

– Me obligará a entregarme.

– Vete a México.

– No puedo… No sería capaz de alejarme de Erika.

– Eso no es problema mío, chaval. ¿Entiendes lo que digo?

– Ayúdale. ¿No vas a ayudarle? -Erika pronunció las palabras entre sollozos.

Tim se quedó mirándola y luego posó los ojos en él.

Unos pasos se acercaron por el pasillo impulsados por la mala leche:

– Erika Brunnhilde Heinrich, mueve el culo y sal a cenar ahora mismo.

Tim apretó los dientes hasta que notó que la mandíbula se le abultaba por ambos lados.

– Ven conmigo -dijo. Abrió las contraventanas y salió a la oscuridad de la noche.

Ya había cruzado el jardín delantero cuando Bowrick llegó a su altura, a paso inseguro por causa de la leve cojera, falto de aliento.

– ¿Adónde vamos?

– No hables.

Un par de faros iluminaron la calle y Tim cogió a Bowrick por la camiseta y lo arrastró hacia el costado de la casa de al lado. El vehículo pasó: un Saturn verde con una familia dentro.

Tim se mantuvo cerca de las fachadas de las casas por si surgía la necesidad de ponerse a cubierto y Bowrick hizo todo lo posible por no quedarse rezagado. Llegaron al coche de Tim y subieron.

– ¿Qué clase de coche es éste? -preguntó Tim al tiempo que salían.

– Un Acura.

– No. Lo primero que has de contestar es: «¿Qué coche?» La segunda respuesta, si te aprietan y necesitas dar detalles, es: «Un Saturn verde del noventa y ocho.» Como el que ha pasado por delante hace poco. ¿Serás capaz de recordarlo?

– No voy a decir nada al respecto. Lo juro.

– Responde a la pregunta, Bowrick.

Su mirada se perdió en la noche y Tim vio su expresión hosca reflejada en la ventanilla:

– Sí, seré capaz de recordarlo.

Recorrieron unas cuantas manzanas sin que ninguno de los dos hablara. Bowrick jugueteaba con el flequillo, se cogía un mechón con el puño y le daba tironcitos.

– La violaron -dijo.

Las ruedas percutieron contra el asfalto al pasar por encima de un pedazo suelto de tierra.

– Eran cuatro, en el autobús después de un partido fuera de casa. Los otros se dedicaron a jalearlos.

Tim mantuvo la mirada fija en la carretera, en los destellos interminables de la línea divisoria.

– Ella estaba dispuesta a declarar en el juicio, pero no quise que tu viera que pasar por todo ello. Al mierda de mi abogado no le habría importado un carajo, y, qué coño, no me hizo falta, porque conseguí la inmunidad gracias a un acuerdo. Eso no cambia lo que hice, pero…, bueno, sólo quería decirlo.

Tim puso la radio. Un tema de baile saturado de graves hizo zumbar los altavoces. La apagó. Permaneció con la mirada fija al frente:

– No lo sabía.

Bowrick se sacó algo de entre los dientes con una uña.

– Claro que no lo sabías.

Habían recorrido unas cuatro manzanas en silencio cuando el muchacho soltó una risotada. Tim le lanzó una mirada inquisitiva de soslayo y el chico sonrió; era la primera vez que Tim le veía sonreír.

– Dios, cómo quiero a esa chica. -Bowrick meneó la cabeza con la sonrisa todavía en los labios-. Y eso que su nombre de pila completo es Erika Brunnhilde.


Tim entró en el aparcamiento de la tienda de ultramarinos de Ralph, encontró plaza y se bajó. Al ver que Bowrick permanecía en el coche, lo rodeó y golpeó la ventanilla con los nudillos:

– Ven.

– ¿Por qué?

– Pues porque no me fío de dejarte solo en el coche.

Bowrick se desabrochó el cinturón de seguridad y dejó que el mecanismo automático lo enrollase. Tim fue abriendo camino hasta el establecimiento y recorrió un pasillo tras otro por delante del muchacho para coger productos como un colirio Visine, un limpiador Comet, unas pastillas para la tos Sudafed, tres porciones empaquetadas de tarta de semillas de amapola, seis latas de refresco Mountain Dew, jarabe Fórmula 44 y un frasco de píldoras de vitamina C.

Bowrick lo seguía y de vez en cuando profería un chasquido para demostrar su perplejidad:

– ¿Qué? ¿De repente te han entrado ganas de hacer la compra?

Una vez fuera, Tim llevó el coche hasta la parte de atrás del establecimiento, cerca de un muelle de carga y descarga pequeño y oscuro. Hurgó en el maletero hasta encontrar el botiquín de primeros auxilios que había cogido del Beenier. Retiró la tira de cuero que sujetaba la jeringuilla vacía, cogió una aguja esterilizada de dentro de un sobrecito y regresó al asiento del conductor.

Retiró el émbolo y echó en el depósito vacío de la jeringuilla un chorro de Visine y luego un poco de Comet. Dejó una píldora de vitamina C en el salpicadero, la aplastó con la empuñadura de la pistola y vertió el polvillo resultante en el depósito. El líquido burbujeó y emitió un leve chisporroteo. Volvió a poner el émbolo y expulsó el aire sobrante de la jeringuilla.

Se volvió hacia Bowrick, que lo observaba cada vez más incómodo. Estaba de costado en el asiento del acompañante, con la espalda apoyada en la puerta.

– Pon el brazo.

– ¿Estás loco o qué?

– Pon el brazo.

– Ni pensarlo, tío. Tú flipas.

– Lo creas o no, ahora mismo no eres mi única preocupación. Así que pon el brazo o baja del coche, porque tengo cosas más importantes que hacer.

Bowrick lo observó un rato con la línea del cuero cabelludo y el labio superior cada vez más brillantes de sudor.

– ¿Eso va a matarme?

– Sí, claro. Todo lo que ha pasado estos tres últimos días ha sido obra mía porque es la manera más sencilla que se me ocurre de matarte.

El chico tendió un brazo con el puño cerrado. Tim introdujo la aguja en la vena de color azul pálido debajo del bíceps, con cuidado de penetrar únicamente la epidermis. Hizo caso omiso del hedor a miedo que emanaba de Bowrick y apretó el émbolo provocando que la piel en torno a la punta de la aguja languideciera y se tornara rojiza de inmediato.

– Ay -exclamó Bowrick.

Cuando Tim retiró la aguja, brotaron del pinchazo unas burbujillas tintadas de negro.

– Cicatrizará en cuestión de horas -dijo Tim-. Y además te dejará una buena cicatriz.

Puso el coche en marcha y se alejaron.

– ¿Qué coño era eso?

Tim le pasó una porción de tarta y una lata de refresco.

– Come.

– ¿Qué demonios…?

– Calla y come. Rápido.

Bowrick empezó a engullir la tarta a grandes bocados ayudándose con largos tragos de Mountain Dew.

– Ahora este trozo. Venga, come.

El muchacho empezaba a tener la cara cubierta de migajas.

– Bébete esto. A tragar. -Tim le hincó otra lata de refresco en el costado hasta que Bowrick la cogió. El muchacho la abrió y tomó unos sorbos. Tim se puso la caja de Sudafex en el regazo y sacó a tientas cuatro pastillas de treinta miligramos-. Y éstas también. Tómatelas. -Le lanzó el frasco de jarabe para la tos-. Ayúdate con esto.

Bowrick obedeció con una sonrisa torcida.

– ¿Para qué me das toda esta mierda?

Cuando se dio cuenta de que no iba a obtener respuesta, levantó las manos y se palmeó los muslos. La rodilla empezaba a temblarle, un tic nervioso provocado por la cafeína y la pseudoefedrina. Poco después empezó a palparse el pequeño hematoma y vio que se propagaba y adquiría un tono más oscuro. Tim conducía a buena velocidad y disfrutaba del silencio.

Regresaron al centro. A su izquierda, en lo alto de las colinas, Tim distinguió la silueta umbría en forma de árbol del monumento conmemorativo, apenas visible tras el andamiaje.

Entró en el aparcamiento de un enorme edificio de dos plantas. A través de las persianas echadas se apreciaba la luz cruda de los centros hospitalarios. Bowrick, con los temblores de la rodilla convertidos ahora en espasmos, entornó los ojos para leer el cartel de madera agrietada a la entrada: CENTRO DE REHABILITACIÓN DEL CONDADO DE LOS ÁNGELES.

– ¿Qué coño…? -masculló Bowrick al tiempo que se bajaban-. ¿Qué coño está pasando?

Tim lo cogió por el brazo y tiró de él camino del edificio. El chico, falto de aliento, lo siguió a trompicones. Pasó por la puerta principal con el chico a rastras y la enfermera de recepción se puso en pie de un salto tan repentino que su silla negra salió rodando por las baldosas blancas y chocó contra una papelera cerca de metro y medio a su espalda. Por lo demás, el vestíbulo estaba vacío.

– He pillado al capullo de mi hermano con esto. -Tim tiró del brazo de Bowrick hacia la enfermera para dejarle ver el feo hematoma en la piel tersa de la cara inferior-. Se suponía que estaba limpio. Llevaba sin pincharse más de seis meses. -Lanzó una mirada amenazante a Bowrick. A través del flequillo revuelto y sudado, el muchacho parecía arrepentido de veras-. Se suponía que llevaba sin pincharse más de seis meses.

– Tranquilícese, por favor.

Tim respiró hondo, contuvo el aliento y luego lo expulsó. Al tiempo que soltaba el brazo del chaval, se apoyó en el mostrador y adoptó un tono quedo, casi de conchabanza:

– Lo lamento. Ha sido un año muy duro. Mire, esto ha sido motivo de bochorno para mi familia y mi hermano Paul. ¿Es su clínica… ya sabe, un lugar discreto?

– Tratamos a los pacientes en la más absoluta confidencialidad. Se lo garantizamos.

– No quiero que el nombre de mi familia figure en los documentos.

– No tiene por qué figurar. Pero vamos por partes…

– ¿Se puede ingresar al paciente? Últimamente no hace más que decir tonterías, habla de quitarse de en medio, mi madre y yo no podemos tenerlo vigilado veinticuatro horas al día.

– Eso depende de si la evaluación médica aconseja su ingreso. -La enfermera miró a Bowrick, pálido, sudoroso, jadeante-. Cosa más que probable, por lo que parece. Puede permanecer aquí cuarenta y ocho horas de forma confidencial. -Miró el reloj de pulsera-. Lo que nos da hasta el lunes a medianoche. Luego tendría que pasar otra evaluación y nos plantearíamos una estancia más permanente. -Salió de detrás del mostrador y cogió amablemente por el brazo al muchacho, que la siguió aturdido.

– Déjame que te lleve a la sala de reconocimiento. Voy a llamar a la enfermera encargada de salud pública. Estará contigo en un instante y luego veremos si eres apto para permanecer en el centro.

– Tiene dieciocho. ¿Puedo dejarlo aquí?

– Sería mejor que se quedara con él.

– Creo que ya he tenido más que suficiente por el momento.

– Eso es cosa suya, caballero. Si no le importa esperar hasta que llegue la enfermera encargada de asuntos de salud pública… No debería tardar más de diez minutos. Yo tengo que estar en recepción.

– Muy bien -accedió Tim-. De acuerdo.

La enfermera cerró la puerta a su espalda y entonces Tim se acercó a Bowrick para ponerle dos dedos en el cuello y tomarle el pulso en la carótida. Lo tenía elevadísimo.

– Tienes náuseas y sudores -explicó Tim-. Te rascas los brazos mucho. Tienes insomnio. De nerviosismo, ansiedad e irritabilidad creo que ya vas bien servido. De un tiempo a esta parte te ronda la idea del suicidio. Frótate los ojos para que estén enrojecidos. Bien, sigue frotándotelos. Las semillas de amapola y el dextrometorfán del jarabe deberían mantener elevado el nivel de opiáceos en sangre al menos un par de días. A ver si puedes vomitar dentro de un rato, para tener la seguridad de que te dejen quedarte. Cuando te den habitación, escribe el número en un papel y pégalo con cinta adhesiva a la tapa de la papelera del vestíbulo. Llama al agente de la condicional en cuanto salgas de aquí. Si no le llamas, vendré a buscarte yo mismo, y no te quepa duda de que daré contigo.

Bowrick levantó la mirada con una mano sobre el corazón desbocado. Aún le costaba respirar; se le había condensado saliva en las comisuras de la boca y tenía un poco de glaseado de la tarta en el labio inferior.

– ¿Por qué no me has contado el plan?

– Quería que parecieses asustado, reacio, cabreado.

– Qué listo eres, joder.

– Lo triste es que la mayor parte de los trucos que sé los he aprendido de los chorizos.

– Los chorizos, ¿eh?

– Así nos referimos a ellos.

– A ellos. -Bowrick esbozó una leve sonrisa.

Tim se marchó de la sala. Iba a cerrar la puerta cuando Bowrick le llamó. Se volvió y asomó la cabeza.

– ¿Cuánto tiempo he de quedarme aquí?

Sopesó seriamente la pregunta antes de responder:

– Dame cuarenta y ocho horas.


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