Capítulo 27

– Estábamos acabando con el informe sobre las reacciones de los medios, señor Rackley -dijo Rayner cuando Tim entró en la sala de reuniones. Rayner estaba a la cabecera de la mesa con un grueso portafolios de papel manila abierto delante de él sobre el tablero de granito, rebosante de recortes de prensa que asomaban de cualquier manera.

– Si vuelves a hacer una jugarreta como la de esta mañana en televisión sin nuestra aprobación unánime y expresa, te…

– Aquí no estás al mando -respondió Rayner-. ¿Por qué tendría que hacerte caso?

– ¿Recuerdas la destrucción mutua garantizada? Pues por eso. -Tim sostuvo la mirada a Rayner hasta que éste la apartó; luego tomó asiento-. Tus comentarios han sido muy poco sutiles, casi temerarios. No vuelvas a hacer algo así ni nada que se le parezca. Si veo información al respecto en la prensa, sabré si lleva tu marchamo. Antes de pasar a la acción, tiene que haber consenso. Eso es una norma inviolable.

Los otros estaban presentes, pero daba la impresión de que, en ausencia de Dumone, había un desequilibrio. Se había perdido un cierto elemento de solemnidad. Antes constituían una comisión; ahora no eran más que seis personas cabreadas en una sala.

Todos tenían los marcos de las fotografías vueltos hacia sí como si fueran espejos; el Cigüeña era el único que había colocado el suyo de cara al centro. A la derecha de Tim, la mujer de Dumone miraba desde su marco todavía presente el sillón negro vacío delante de ella. Tim pensó -y no por primera vez- lo barato que era el truco efectista de los retratos. Fácil, como uno de los ardides de Rayner en sus apariciones en televisión.

Ananberg observó a Tim en silencio desde el asiento de al lado. Se la veía agotada, sumida en la resaca de un subidón de adrenalina. Todos estaban destrozados, sobre todo Robert. Ni siquiera había levantado la cabeza. Entre la ejecución de Debuffier y la embolia de Dumone, habían sido veinticuatro horas de infarto. Sólo el Cigüeña y Rayner, escudados en sus respectivas superficialidades, inherentes al tiempo que opuestas, se mantenían aparentemente insensibles y alerta.

Rayner tomó un sorbo de agua.

– Me gustaría acabar con el informe sobre los medios ahora. -Barajó unos documentos-. Anoche en CNBC…

– En cuanto caímos en la cuenta de que Debuffier tenía una víctima retenida, nuestro único objetivo tendría que haber sido rescatarla y salvar su vida. -Tim lo dijo con el aplomo y la autoridad de Dumone, y, tal como ocurría al hablar éste, los otros permanecieron en silencio-. La única razón válida para matar a Debuffier habría sido como necesidad táctica para rescatar a la víctima, algo que no ocurrió… Yo le había infligido una herida que no era mortal.

Robert habló en tono pausado y vehemente.

– Le pegué un tiro porque me pareció la manera más rápida de llegar hasta la víctima. -Al cabo, levantó la cabeza y permitió a los demás verle la cara.

– No. Le disparaste porque querías hacerte el héroe.

– Votamos a favor de su ejecución -dijo Mitchell-. Fue ejecutado.

– Ya no había necesidad de ejecutarlo. Estaba cometiendo un crimen por el que habría ido directamente a la cárcel. Podríamos haberlo reducido para luego entregarlo a las autoridades competentes.

– Entonces tendríamos que habernos quedado con él y dejar que nos atrapasen -respondió Robert.

– No matamos gente para evitar que nos atrapen. Si tu objetivo primordial es cubrirte las espaldas, no tienes nada que hacer aquí.

– Venga -dijo Mitchell-. Ese tipo estaba torturando a su víctima en el sótano, por el amor de Dios. ¿Qué posibilidades hay de que volvamos a encontrarnos en semejante situación?

– No nos enfrentamos a situaciones predecibles. Nunca sabemos con qué nos vamos a encontrar -puntualizó Tim.

– Entonces deberías alegrarte de que yo fuera preparado, porque desde luego tú ibas con el culo al aire. Estabas muy ocupado tocándome los cojones por haber llevado la bolsa de detonación. No habríamos tirado la puerta abajo sin los explosivos -replicó Mitchell.

Tim soltó una risotada.

– ¿Te parece que lo que hicimos fue una misión bien planificada y bien ejecutada? ¿Crees que puedes ponerte al mando de las operaciones? ¿Así? -Se volvió hacia Rayner, que lucía una expresión preocupada e insólitamente pasiva; también miró a Ananberg, en busca de apoyo.

– Cumplimos el objetivo de la misión -insistió Mitchell.

– El resultado no es lo único que cuenta -terció Ananberg.

– ¿ Ah, no? ¿No es ése nuestro argumento, que el fin justifica los medios?

Robert tenía la mirada fija en la mesa y tamborileaba con los dedos sobre el granito; Mitchell hacía las veces de portavoz.

– El medio es el fin -replicó Tim-. Justicia, orden, ley, estrategia, control. Si perdemos de vista nuestro modo de actuar, todo se irá al carajo. Los resultados no están por encima de las normas.

– Mira, lo que pasó, pasó. No hay necesidad de seguir dándole vueltas. Robbie se calentó un poco y se le fue el gatillo cuando entramos en el sótano.

– Tuvo un comportamiento impredecible, peligroso, fuera de lugar. -A pesar de lo caldeado de la discusión, Tim aún no había levantado la voz, un rasgo de comedimiento que sacaba de quicio a Dray.

– A veces la gente la caga. -Robert se mostraba intranquilo, sumamente agitado-. Da igual lo que pase, una operación se te puede ir de las manos. Nos ha ocurrido a todos.

– Tranquilo, Robert -saltó Mitchell. Era la primera nota de censura que había oído a un hermano lanzar al otro.

– Ese tipo la estaba agujereando. -A Robert se le estremeció la voz, insólitamente aguda, con sólo recordarlo.

– No podemos dejarnos llevar por las emociones durante una operación -dijo Tim-. Cinco de cada diez entradas inoportunas como ésa acaban mal para el que entra. Perdemos la ventaja, el elemento sorpresa, la táctica, la estrategia, todo.

Mitchell se echó hacia delante, tan tenso que la cazadora le tiraba en los bíceps.

– Me hago cargo.

Tim volvió la mirada hacia Robert.

– Él no.

Robert se incorporó a medias del asiento.

– ¿Qué demonios te pasa, Rackley? Matamos al hijoputa. En vez de tocarme los cojones por haber entrado dos segundos antes, ¿por qué no piensas en lo que logramos? Piensa en el cabrón que quitamos de en medio y que no va a volver a echar el ojo a una hermana, a una madre, a una chavala, en ninguna parada de autobús.

Incluso desde el lado opuesto de la mesa Tim alcanzó a olerle un rastro de alcohol en el aliento.

– El objetivo de esto, lo que nos une, no es el mero asesinato. ¿Lo entiendes? -Tim aguardó impaciente, con la mirada clavada en Robert-. En caso contrario, ya te puedes largar.

Tim se encontró pensando cómo se defendería si Robert saltaba por encima de la mesa para atacarle. Mitchell puso a su hermano una mano en el hombro y le hizo volver a tomar asiento con un gesto amable. El Cigüeña tenía la cabeza ladeada y se frotaba la uña del pulgar con la yema del índice, un gesto molesto y repetitivo que hacía pensar en el autismo.

Robert habló en voz tan queda que apenas se le oyó:

– Claro que me hago cargo.

Tim fijó la mirada en él.

– ¿Por qué en la cara?

– ¿Cómo?

– Le disparaste en la cara. Eso es una clase de disparo muy personal.

– Hombre, el que tú le reventaras la cabeza a Lañe no es precisamente una forma de actuar desapasionada -señaló Rayner.

– La elección de la cabeza de Rayner fue estratégica, para garantizar la seguridad de quienes estaban a su alrededor. Lo otro no lo fue en absoluto. Hay que apuntar al cuerpo. Si el tiro sale alto, se le alcanza en el cuello. Con un disparo en el pecho también hay más probabilidades de detenerlo, sobre todo si se trata de un tipo corpulento.

Rayner tenía las cejas enarcadas en una expresión estática de asco o respeto.

– Pues sí, disparé a ese hijoputa a la cara. ¿Qué pasa? -Robert se había sonrojado y tenía tensos los músculos del cuello.

– No estarás empezando a disfrutar con esto, ¿verdad?

Robert volvió a ponerse en pie, pero Mitchell lo sentó de un tirón.

Se quedó en el sillón, atravesando con la mirada a Tim, que volvió la vista hacia Mitchell:

– ¿Y qué es eso del cable explosivo poco habitual que vincula los explosivos utilizados en los dos casos?

– No son más que gilipolleces de los medios de comunicación. Utilizo cables estándar. Es imposible que los hayan vinculado.

– Bueno, algún agente criminalista sabe que las dos ejecuciones están relacionadas y ha filtrado a los medios información un tanto sesgada. ¿Cómo lo saben? ¿Y tan pronto? Tiene que ser por causa de los explosivos.

Mitchell empezó a ponerse nervioso bajo la mirada de Tim.

– No era un detonador de los que se pueden comprar en las tiendas, ¿verdad, Mitchell?

– No utilizo nada que se pueda comprar en las tiendas, cuando se trata de un componente clave. No me fío. Me lo hago todo yo.

– Estupendo. Así que cabe la posibilidad de que los analistas forenses llegaran a la conclusión de que el cebo de tu detonador casero era similar al del auricular, ¿no es así? Estamos hablando de la Brigada de Explosivos de la Policía de Los Ángeles, no de algún pardillo de Detroit con una lupa.

– Es posible -Mitchell apartó la mirada-. Es probable.

– ¿Qué demonios importa? -saltó Robert-. No nos afecta en absoluto.

– A mí sí me importa, porque si ocurre algo que no planificamos, no nos conviene. Decidimos no emitir un comunicado por razones concretas. -Una mirada furibunda en dirección a Rayner-. Además, esta chapuza no es como para reivindicarla. El que la Brigada de Explosivos haya vinculado ambos casos va a causarnos problemas, y no tenemos margen de error.

Tim se retrepó en el sillón para campear el temporal de las miradas agresivas de los Masterson.

– Dejadme que os aclare otra cosa, ya que tanto os gusta ir por ahí pegando tiros: no tenéis lo que hace falta para dirigir esta clase de operaciones.

Robert y Mitchell lanzaron risillas idénticas.

– Mitch reventó la puerta -dijo Robert-. Y yo fui el primero en entrar.

– Y yo el que entró a salvaros el cuello después de que fallarais tres disparos, os cayerais por la escalera y Debuffier os zarandeara como muñecos de trapo.

A Robert se le habían tensado los músculos de la cara, que le comprimían los pómulos como óvalos nervudos.

– Yo dirijo el cotarro sobre el terreno -afirmó Tim-. Según mis reglas. Esas fueron las condiciones. Y puesto que está claro que ninguno de vosotros se ha preocupado de definir las normas operativas, a ver qué os parece esto: no tenéis que seguir ninguna. Yo soy el único agente encargado de las ejecuciones. No estaréis cerca cuando se lleve a cabo una misión. Así va a funcionar el asunto.

– Vamos a discutirlo -dijo Rayner-. Tú no eres el único que toma las decisiones.

– No pienso negociar los términos. O se hace así, o me largo.

Rayner frunció los labios; sus aletas nasales temblaban de indignación: el príncipe malcriado acostumbrado a salirse con la suya.

– Si te largas, no tendrás ocasión de revisar el caso de Kindell. No llegarás a averiguar lo que le ocurrió a Virginia.

Ananberg lo miró conmocionada.

– William, por el amor de Dios.

Tim notó que le subían los colores.

– Si se te ha pasado por la cabeza que iba a seguir en una empresa de semejante envergadura sólo para echar mano a un expediente, por mucho que pudiera ayudarme a resolver el asesinato de mi hija, me has subestimado. No voy a dejarme chantajear.

Rayner, sin embargo, ya había recobrado su actitud de caballero distinguido. Nunca había llegado a bajar la guardia, pero lo que acababa de dejar al descubierto era tan repugnante como Tim había supuesto.

– No quería dar a entender nada por el estilo, señor Rackley, y lamento haberlo expresado de esa manera. Lo que quería decir es que todos tenemos objetivos prioritarios, y más vale que nos centremos en el juego. -Lanzó una mirada de abatimiento hacia los Masterson-. Ahora bien, ¿cómo le gustaría que fueran las cosas sobre el terreno, para que se sienta más cómodo?

Tim se tomó unos instantes para que el calor punzante abandonara su rostro; al cabo, miró a Mitchell a los ojos:

– Es posible que aún te necesite. Y a ti. -Asintió en dirección al Cigüeña, como si a éste le importara un carajo-. Para labores de reconocimiento, logística, apoyo… Pero de la neutralización del objetivo me encargo yo solo.

Mitchell abrió las manos de par en par y las dejó caer sobre el regazo.

– De acuerdo.

Ananberg desvió la mirada un asiento más allá.

– ¿Robert?

Éste se pasó un nudillo por la nariz mientras estudiaba la mesa. Finalmente, asintió, mirando a Tim con cara de pocos amigos.

– Afirmativo… señor.

– Excelente. -Rayner dio unas palmaditas y luego entrelazó las manos igual que un huérfano de Dickens encantado con las Navidades-. Ahora vamos a centrarnos en el informe sobre los medios de comunicación.

– A la mierda el informe -gruñó Robert.

El Cigüeña juntó las manos y las levantó:

– Eso, eso.

Rayner levantó la vista como un empollón al que el abusón de la clase acabara de destrozarle los tubos de ensayo.

– Pero, sin duda, el impacto sociológico es de una importancia…

– Bill -le dijo Ananberg-, pasa al siguiente caso.

Rayner retiró a regañadientes la imagen abatida de su hijo e introdujo la combinación de la caja de seguridad al tiempo que musitaba un flujo uniforme de palabras.

– Espera -dijo Mitchell-. ¿Vamos a votar sin Franklin?

– Claro -dijo Rayner-. Los informes no van a salir de esta sala.

– Podemos comunicarnos con él por teléfono -sugirió Robert.

– Alguien podría oírle hablar en su habitación -señaló Ananberg-. Y no sabemos si las líneas son seguras.

– Se cansa fácilmente -dijo Rayner-. No sé si tiene fuerzas ni claridad de juicio suficientes para dedicar a estas deliberaciones la meticulosa atención que requieren.

– Yo creo que deberíamos esperar a que se recupere -sugirió Tim.

– Hoy he hablado largo y tendido con su médico -dijo Rayner-. El diagnóstico… No creo que esperar a que se recupere sea lo más conveniente.

Robert palideció.

– Ah.

Mitchell empezó a rascarse la frente.

La conmoción se tornó tristeza antes de que Tim pudiera hacer nada por evitarlo. Le llevó un momento recuperar la compostura y luego asintió en dirección a Rayner para que procediese.

Este cogió una carpeta y la dejó caer sobre la mesa.

– Terrill Bowrick, de los Pistoleros de Warren.

El 30 de octubre de 2002, tres alumnos de último curso del Instituto Earl Warren tuvieron un altercado fuera del horario lectivo con los titulares del equipo de baloncesto del centro. Luego se fueron a sus vehículos y regresaron armados. Mientras Terrill Bowrick montaba guardia en la puerta, sus dos cómplices entraron en el gimnasio del instituto, donde dispararon noventa y siete proyectiles en menos de dos minutos, matando a once estudiantes e hiriendo a otros ocho.

A Lizzy Bowman, la hija de cinco años del entrenador, que asistía al entrenamiento desde las gradas, le había entrado una bala perdida por el ojo. La víspera de Todos los Santos, los ciudadanos de Los Ángeles desayunaron con la fotografía en portada del padre arrodillado con el cuerpo lánguido de su hija entre los brazos como una suerte de Piedad a la inversa para el nuevo milenio. Tim recordaba perfectamente que en el jersey del entrenador se veía una reproducción ensangrentada del rostro de su hija, una media máscara de color carmesí. Aquel día dejó el periódico, llevó a Ginny al colegio y, tras permanecer cinco minutos en el coche aparcado, en lugar de marcharse, regresó al aula de su hija para verla de nuevo a través de la ventana.

Los dos pistoleros, dos enjutos hermanastros unidos por una malsana dependencia mutua, aseguraron que no hubo premeditación. Su padre era prestamista y llevaban las armas de un establecimiento a otro. Resultó que, casualmente, tenía dos rifles semiautomáticos y cuatro cargadores en el maletero cuando perdieron los estribos. Asesinato en segundo grado como mucho, dijo su abogado; incluso enajenación mental, cargando un poco las tintas. Una argumentación absurda, pero lo bastante sólida para engañar a un jurado compuesto por gente sin ninguna preparación.

El fiscal, incapaz de encarar a los hermanos entre sí y viendo que se enfrentaba a la ira de los medios y a una comunidad empeñada en vengarse, intuyó que podía contar con la colaboración de Bowrick si le conseguía la inmunidad. Bowrick, un repetidor de penúltimo curso que acababa de cruzar la frontera de los dieciocho y por tanto estaba sudando la gota gorda, podía declarar que habían planeado la masacre con semanas de antelación, lo que sentaría las bases para alegar premeditación y permitiría a la fiscalía aspirar al asesinato en primer grado. Los hermanastros, que no eran precisamente lumbreras en su clase, también habían llegado a la mayoría de edad.

El fiscal justificó el acuerdo de inmunidad ante los medios aduciendo que Bowrick era el cómplice menos culpable, y su participación, la menos notoria. A sus superiores les coló el asunto dejando claro que Bowrick, un tirillas con un brazo inútil y una cojera evidente, podía despertar la simpatía del jurado, y que todos los indicios que respaldaban la premeditación eran circunstanciales. Al aportar una corroboración independiente, Bowrick les permitiría llevar el caso a buen puerto.

Después de que éste declarara, los hermanos fueron condenados y quedaron a la espera de que se decidiera si les iba a caer la pena de muerte. Bowrick se reconoció culpable de un cargo menor -encubrir un delito cometido- y salió en libertad condicional, sin cumplir ni un solo día de cárcel, condenado a mil horas de servicios comunitarios.

– Pues sí que sale barata una matanza en el instituto hoy en día.

Mitchell se sumó al desdén de Tim.

– Más o menos la misma sentencia que si pintarrajeas con un aerosol el Volvo nuevecito de tu vecino.

– Hay que tener en cuenta que no era más que instigador y cómplice -señaló Robert. Sus ojos, vidriosos y con la mirada perdida, delataron una levísima identificación con Bowrick, el inadaptado.

– Quizá no disparó el arma porque no podía cogerla como era debido con un brazo atrofiado -conjeturó Tim.

– Además, Robert -le recordó Rayner-, un instigador y cómplice está sujeto a la misma pena que quienes llevan a cabo el crimen.

– Salvo por el agravante del arma -apuntó Robert.

– Ese agravante es lo de menos. Merecía la pena máxima.

Robert ladeó la cabeza en un gesto de concesión.

– Cierto -dijo-. Es verdad.

– Los precedentes están bastante claros -intervino Ananberg-, sobre todo para esta clase de cómplices. Hay casos de instigadores condenados en circunstancias especiales que van desde las alegaciones de mentira por omisión a las de asesinatos múltiples.

La instantánea de Bowrick tras su detención estaba boca arriba a la derecha de Tim, tan cerca que el reborde le rozaba los nudillos. A pesar de que Bowrick se esforzaba por mantenerse erguido, los mechones encrespados de color rubio lavaplatos apenas alcanzaban la línea del uno sesenta pintada en la pared a su espalda. De una fina cadena dorada le colgaba del cuello la mitad de una moneda con el reborde mellado. Sus rasgos se caracterizaban por un aire taciturno. No tenía el aplomo suficiente para resultar hosco; la suya era la cara blanquecina de la esperanza vapuleada hasta la sumisión más desdichada. Se le veía tristón como un perro apaleado, como un crío al que siempre eligen en último lugar, como una chica recién desflorada después de que su amante se haya ido a toda prisa.

Ananberg les marcó las pautas y Rayner dirigió la revisión del caso desde el principio. Empezaron por estudiar los informes sobre las pruebas, tanto las admisibles como las inadmisibles. Su capacidad de evaluación había mejorado drásticamente a medida que se familiarizaban con los procedimientos de Ananberg, y ahora eran capaces de centrarse más, proponer argumentos más incisivos y explorar un mayor número de posibilidades. Las deliberaciones resultaron más impresionantes si cabe teniendo en cuenta lo enfrentados que estaban al principio de la sesión.

Cuando el último documento hubo dado la vuelta por toda la mesa, Tim lo introdujo en la carpeta y miró a los demás:

– Procedamos a la votación.

Culpable. Por unanimidad. Ananberg, que votó en último lugar, cruzó las manos encima de la mesa con una curiosa expresión de satisfacción.

– Hay un gran inconveniente -dijo Rayner-. Tras convertirse en testigo de la acusación, Bowrick pasó a la clandestinidad. -Extendió las manos igual que Jesucristo para calmar las aguas del mar-. Lo bueno del asunto es que no entró en un programa de protección de testigos, al menos no de forma oficial. Pero le llegaban amenazas de muerte y sus propiedades estaban siendo objeto de actos vandálicos. Después de que alguien intentara quemarle el apartamento, cambió de nombre y desapareció. Su agente de la condicional es el único que sabe su paradero.

– Ya daré con él -dijo Tim en voz queda.

– Si su agente de la condicional lo tiene controlado, aún debe de andar por Los Ángeles -señaló Robert.

Mitchell, que tamborileaba con los dedos en la mesa, se interrumpió y miró a Rayner.

– ¿Puedes sacarle al agente de la condicional dónde se encuentra?

– Eso sería una chapuza -dijo Tim antes de que Rayner tuviera oportunidad de responder-. Dejaríamos demasiados indicios incriminatorios.

– Sabemos que está llevando a cabo servicios comunitarios -sugirió Robert-. ¿Por qué no comprobamos dónde hay en marcha esa clase de programas y les echamos un vistazo?

– He dicho que ya lo encontraré -insistió Tim-. Sin levantar la más mínima sospecha. Me ocuparé del asunto con discreción. Vosotros, sentaditos y callados.

Rayner estaba delante de la caja fuerte, de espaldas a los demás. Antes de que Tim hubiera hecho ademán de incorporarse, Rayner se volvió y dejó caer otro expediente encima de la mesa. Tim desvió la mirada hacia la última carpeta negra guardada en el interior de la caja de seguridad, la de Kindell.

Se preguntó si Ananberg habría intentado siquiera conseguirle las notas de la defensa del expediente de Kindell.

Rayner siguió la mirada de Tim hasta la caja abierta. Sonrió con sequedad, alargó el brazo y la cerró. A Tim, los jueguecillos de Rayner seguían resultándole mortificantes, a pesar de su transparencia.

– ¿Qué tal si abordamos otro caso, ahora que estamos en racha?

Tim miró el reloj de pulsera. Las 11.57.

– Yo no tengo que ir a ningún sitio -respondió Robert.

La risa de Ananberg, breve y cortante, resonó en las paredes de madera.

– Me parece que nadie tiene que ir a ninguna parte. Tim, ¿tienes que volver a casa?

– Ya no tengo casa, ¿recuerdas?

– Así es -dijo Robert-. Ninguno de nosotros la tiene, ¿verdad, Mitch?

– Ni casa, ni familia, ni historial de ninguna clase. Somos fantasmas.

El Cigüeña soltó una risilla rasposa.

– Ni impuestos.

– Fantasmas -repitió Mitchell con la sonrisa torcida-. Somos fantasmas, ¿verdad? Salimos de la tumba de tanto en tanto para ocuparnos de ciertos asuntos.

Tim asintió en dirección a la carpeta.

– ¿De qué caso se trata?

Rayner entrelazó los dedos encima de la carpeta e hizo una pausa de mago.

– Rhythm Jones.

– Ah -dijo Mitchell-. Rhythm.

Sería difícil vivir en el condado de Los Angeles sin tener noticia, aunque sólo fuera de pasada, del caso de Rhythm Jones y Dollie Andrews. Jones, un ex rapero de fama más bien escasa, se había convertido en un camello con tendencia a sacar pasta a las tías. Su nombre de pila derivaba del hecho de que siempre iba moviéndose como si siguiera un ritmillo privado. Según se rumoreaba, su madre lo había bautizado así en la cuna. Ya de mayor, llevaba una onda entre desgalichada y entrañable, todo sonrisa de oreja a oreja y cabeza bamboleante. Por lo general vestía una chaqueta de los Dodgers, bien abierta para dejar al descubierto la palabra RHYTHM, que llevaba tatuada en el pecho en letras góticas.

Durante unos cuantos fines de semana, cuando tenía veintitantos, había pinchado con el grupo de East Side DJ, pero poco después volvía a estar en su tierra natal, South Central. Tres años y cien kilos después, era el tipo adecuado para quien buscaba crack chungo y chiquitas blancas dispuestas a cualquier cosa por uno de veinte o una cucharada de nirvana líquido. Era un adicto al sexo, un pervertido; más de una vez una chica a su cargo había ido a urgencias con una toalla por delante y otra por detrás para contener la hemorragia.

Fue acusado de dos cargos de posesión de estupefacientes con intención de traficar y uno de proxenetismo, pero gracias a una combinación de suerte y testigos amedrentados, no se le llegó a imponer ninguna condena.

Hasta lo de Dollie Andrews.

Andrews era una chica de Ohio recién llegada a la ciudad que había hecho la típica carrera de Hollywood: pasó de aspirante a actriz que trabajaba de camarera a hacer mamadas en los callejones. Sin embargo, al final, su sueño se hizo realidad, pues cuando hallaron en el sofá raído de Jones su cadáver ensangrentado con setenta y siete puñaladas, la prensa se lanzó sobre las fotografías de su book, y tanto su cabellera rubia como sus caderas perfectamente proporcionadas dejaron una impronta -si bien póstuma- en la memoria colectiva.

A Jones lo habían encontrado durmiendo un colocón de ozono en la habitación de al lado. Aseguró no recordar en absoluto lo ocurrido durante los dos días anteriores. No encontraron ningún rastro de sangre en su cuerpo, sus ropas o bajo sus uñas, aunque un técnico forense halló restos en el desagüe de la ducha. El arma, con diez huellas dactilares perfectamente identificables, se encontró en un cubo de la basura delante de la puerta. ¿El móvil? El fiscal adujo negativa a mantener relaciones sexuales. Uno de los colegas de Andrews la había grabado tiempo atrás proclamando que jamás se le ocurriría dejar que se la metiera un negrata. En ciertos vagones del desastrado tren de la opinión pública, semejante comentario se interpretó como una virtud.

En contra de Jones jugaba la notoria ineptitud de su abogado, un chavalillo con acné recién licenciado que la defensa, sobrecargada de trabajo, había echado a las fieras dándole un caso en el que no había nada que ganar. Teniendo en cuenta las circunstancias en que hallaron el cadáver, la corroboración por parte de diversos testigos de que Jones llevaba semanas detrás de Andrews, y el testimonio unánime de dos médicos forenses en cuanto a que el asesino era un hombre diestro y fuerte de en torno a un metro setenta y cinco, el jurado condenó a Jones sin tener que deliberar más allá de veinte minutos.

El veredicto hizo asomar el hocico a celebridades como Leonard Jeffrieses y Jesse Jackson, quienes aseguraron que, en tanto que atleta negro acusado de matar a una blanca, Jones no estaba recibiendo el trato adecuado. La presión política resultante aceleró la tramitación de un recurso por falta de representación letrada adecuada, que fue aceptado.

El veredicto quedó desestimado.

Mientras tanto, algún gilipollas del almacén metió la pata a la hora de archivar pruebas y documentos, lo que hizo que el fiscal se quedara sin informes forenses ni fotos que mostrar al jurado durante el segundo juicio, y tuviera que contentarse con el testimonio de cuatro polis blancos.

Veredicto: inocente.

Los informes del caso aparecieron el lunes siguiente, archivados por error bajo el nombre de «Rhythm».

Jones desapareció como por arte de magia, oculto en la oscuridad anónima de los barrios bajos de Los Ángeles, protegido del peligro de que siguieran investigándolo gracias a la generosa sombrilla protectora de los dos juicios a que se había visto sometido.

A medida que Rayner iba acabando de presentar los detalles del caso, Tim notó que la vista se le iba hacia la fotografía de Ginny, que estaba encima de la mesa, delante de él. Volvió a mirar de soslayo los otros retratos: la madre de Ananberg; la esposa de Dumone; la madre del Cigüeña, una mujer gorda de aspecto imperioso con esa expresión de impaciencia contrariada que comparten los perros de nariz chata y los emigrantes de Europa Oriental. Tim cayó en la cuenta de que ése era su purgatorio, ser testigos de deliberaciones sobre los crímenes y los criminales más repugnantes de Los Ángeles, hacer de coro mudo en un drama de tres al cuarto. Así era como Tim había decidido honrar la memoria de su hija.

– … Duda razonable -decía Mitchell-. No significa ninguna duda. Nunca deja de haber alguna duda.

Pero Ananberg se mantenía en sus trece.

– Si alguien tenía planeado incriminarlo, era la manera perfecta. Estamos hablando de un drogadicto confeso con infinidad de enemigos. Píllalo cuando esté con un ciego de cuidado, apuñala a alguien en su cuarto de estar y voila.

– Claro -dijo Robert-. El informe forense sobre el modo en que se infligieron las puñaladas no tiene la menor importancia, sobre todo si se trata de setenta y siete heridas.

Rayner levantó la cabeza de las actas del juicio como impulsado por un resorte.

– Venga, ya sabemos que los hechos pueden confeccionarse a medida -dijo-. El defensor no pudo aportar ni un solo testimonio de un experto.

Robert tenía las manos extendidas encima de la mesa, blancas de tanto apretar.

– Quizá no había nadie que pudiera respaldar la versión de la defensa de…

– … De buena fe -sugirió Mitchell.

– ¡Anda ya! -exclamó Ananberg-. Los testigos expertos son como las putas, sólo que más caros.

Rayner ladeó un poco la cabeza al oír semejante símil.

Tim observó a Robert con atención. Su paciencia, por razones evidentes, mermaba considerablemente cuando se trataba de mujeres asesinadas. Tim reflexionó sobre la firmeza de su propio convencimiento de que Bowrick era culpable y cayó en la cuenta de que sentía la misma furia preventiva contra los infanticidas. La ira lo protegía del trauma, siempre a punto de aflorar. Y, en lo tocante a la Comisión, siempre un agente contaminante.

– El veredicto sólo se desestimó porque las pruebas se traspapelaron en los archivos y no las pudieron presentar. -El Cigüeña hojeó el informe forense con una mano mientras con la otra se frotaba el pulgar contra las yemas de los dedos en un tic fugaz-. No hay lugar a dudas.

– La primera vez que se anuló el caso fue porque no tuvo una representación legal adecuada -les recordó Ananberg-. Eso, por definición, quiere decir que no se preparó una defensa digna. Es posible que hubiera elementos que nunca llegaron a abordarse. Además, las pruebas no son precisamente incriminatorias: no encontraron rastro de sangre en él. ¿Setenta y siete puñaladas sin mancharse en absoluto? Iba ciego de polvo de ángel; dudo que tuviera la claridad de ideas suficiente para quemar la ropa y exfoliarse con una esponja de paste.

– Tenemos un cadáver en el salón -dijo Mitchell con lentitud, como si estuviera supervisando sus propias palabras-, un arma con sus huellas y restos de la sangre de la víctima en el desagüe de la bañera.

– Son pruebas físicas de gran peso -señaló Tim.

Ananberg lo miró sorprendida, como si estuviera quebrantando una suerte de alianza tácita.

– ¿Qué demonios queréis? -exclamó Robert-. ¿Una grabación en directo del asesinato? Si no se hubieran perdido las pruebas, ya se habrían cargado a ese tipo. -Iba levantando el tono de voz y cada vez estaba más colorado-. Lo pillaron en la escena del crimen, que, mira por dónde, era su casa. Me parece que estás buscándole tres pies al gato, Ananberg.

– Es un tipo que se las sabe todas. Y una escena del crimen tan estúpida… -Ananberg meneó la cabeza-. Las pruebas no me parecen incriminatorias, sino convenientes.

Siguieron el procedimiento formal a toda prisa porque saltaba a la vista que no iba a haber unanimidad. La votación arrojó un resultado de cuatro a dos; Rayner se alió con Ananberg frente a los demás.

– ¡De puta madre! -exclamó Robert-. Vais a dejar que ese tipo se vaya de rositas por un montón de gilipolleces liberales.

– Esto no tiene nada que ver con la política -replicó Tim.

Robert levantó las manos y se impulsó hacia delante en su asiento para golpear la mesa con los brazos. La fotografía enmarcada de su hermana cayó de bruces sobre el mármol con un chasquido. El agua de Rayner se ladeó hacia un costado del vaso.

– Ese tipo es un puto indeseable.

– Cosa que, hasta donde yo sé, no se castiga con la pena de muerte. -Ananberg apoyó las palmas de las manos en la mesa en un ademán resolutivo-. Sencillamente, no estoy convencida de que lo hiciera.

Robert se pasó una mano por el pelo corto de color rubio rojizo y dejó a su paso una especie de cresta, igual que un perro con la piel del lomo erizada. Se retrepó en el sillón. Su voz grave, apenas un murmullo, denotó una malicia pasmosa:

– Si no lo hizo, seguro que un negrata como él es culpable de algo.

Tim hizo crujir el sillón al echarse hacia delante, pero tuvo cuidado de no dejar que su voz delatara la hondura de su ira.

– ¿Eso crees?

Robert apartó la mirada con la mandíbula tensa.

– Claro que no -lo defendió Mitchell.

– No hablaba contigo. Hablaba con tu hermano.

Cuando Robert volvió la cabeza de nuevo, Tim reparó en que sus ojos estaban inyectados en sangre. Tenía las pupilas surcadas de venillas rosas que dejaban estelas en la bruma blanquecina de la esclerótica.

– No quería decir eso. Lo que pasa es que, después de lo ocurrido con Debuffier… Joder, el cabrón la tenía metida en una nevera. -Recogió el marco caído delante de él y lo golpeó contra el tablero de la mesa una, dos, tres veces. Se le demudó el gesto y se llevó una mano a los ojos. Había vidrio roto por toda la mesa. Su mano, cortada por el cristal, le dejó una mancha sanguinolenta encima de una ceja. Mitchell tendió un brazo y amasó los gruesos músculos del cuello de su hermano.

– Dumone es como un padre para mí -dijo Robert. Le temblaban los labios y, aunque Tim esperaba que se viniera abajo, se mantenía con terquedad en la frontera entre la compostura y la aflicción.

– Tienes que tomarte una temporada de descanso -dijo Rayner-. Para recuperar la perspectiva.

– No, no. Manos a la obra. Lo que me conviene es ponerme a trabajar. -Robert levantó la mirada; en sus ojos había pánico-. No me hagáis eso.

– Te has convertido en un peligro para nuestros objetivos -dijo Tim-. Vas a tener que quedarte al margen una temporada.

Robert permaneció inclinado sobre la mesa con los hombros adelantados de tal modo que los trapecios despuntaban por encima de su cuello. Tenía la cabeza levantada, adelantada al torso como la de un perro de presa, y los ojos brillantes.

– Habéis intentado dejarnos de lado a Mitch y a mí desde el primer día. Tú precisamente eres quien mejor debería entender que tengamos necesidad de seguir involucrados, de hacer algo más. No nos digas que nos quedemos sentados y dejemos que se ocupen otros. Nos estás soltando las mismas evasivas de mierda que te soltó tu padre cuando acudiste a él en busca de ayuda.

Rayner terció, iracundo:

– Ya está bien, Robert.

Tim le lanzó tal mirada que Robert apartó la suya incómodo, tal vez un tanto avergonzado.

– Sí, eso es, se te había olvidado. Sabemos que acudiste a él en busca de ayuda, y que te mandó a paseo. Estábamos escuchando.

Tim notó que el corazón le latía en las sienes. Tamizó la ira que sentía en busca de una irritación aún mayor.

– Me dijisteis que fue el día del funeral de Ginny cuando empezasteis con las escuchas.

Mitchell tamborileó sobre la mesa con las uñas cortísimas.

– Dumone ya se disculp…

– Fui a ver a mi padre tres días antes de eso. -Tim se encaró con el Cigüeña, que ahora empezaba a prestar atención-. ¿Cómo es que estabais escuchando en casa de mi padre?

– Sí, bueno, me temo que cometí una equivocación al facilitar ese dato. Acabé haciéndolo unos días antes. Entré mientras usted estaba trabajando y su esposa había ido a la compra.

Tim lo escudriñó y luego escudriñó a Robert. Decidió creerles, de momento.

– Bueno -dijo-, ya hemos declarado culpable a Bowrick. Como precisé en su momento, voy a ocuparme del asunto solo. Robert, tú vas a descansar una temporada, y me refiero a descansar de veras, para recuperar el aliento. Y te lo advierto, cuando vuelvas, no pienso tolerar ni una puta palabra racista, ¿queda claro? ¿Queda claro? -Esperó a que Robert asintiera, una inclinación de la cabeza apenas discernible.

– Luego abordaremos el caso de Kindell -dijo Rayner-. Y ya me he embarcado en el tedioso proceso de seleccionar una segunda serie de casos para la siguiente fase.

– Vamos por partes. Ahora mismo quiero que os marchéis todos.

– Estoy en mi casa -dijo Rayner con una media sonrisa.

– Quiero quedarme a solas con el expediente de Bowrick. ¿Prefieres que haga copias y me las lleve a casa? -Tim fue mirándolos a la cara uno por uno hasta que se levantaron y fueron saliendo de la sala.

Ananberg se rezagó. Cerró la puerta y se quedó mirando a Tim mientras deslizaba los brazos hasta cruzarlos a la altura del pecho.

– Esto se está viniendo abajo.

Tim asintió.

– Me ocuparé de que vayamos con más tiento. Veré qué puedo averiguar sobre Bowrick y qué piensa Dumone del asunto. A grandes rasgos, puedo encargarme solo de esta operación. Si tengo que recurrir a Mitchell, lo destinaré a tareas de vigilancia y me aseguraré de no ponerlo en ninguna situación que pueda descontrolarse.

– Robert y Mitchell no van a conformarse con hacer de espías y chicos de los recados mucho tiempo. Están obsesionados. Lo suyo es la lógica del blanco y negro, sin circunstancias atenuantes.

– Tenemos que seguir marginándolos sobre el terreno para que queden permanentemente en el banquillo antes de que abordemos la siguiente tanda de casos.

– ¿Y si las cosas no van por donde queremos?

– Apelaremos a la cláusula de rescisión y la Comisión quedará disuelta.

– ¿Eres capaz de hacer que todo funcione sin Dumone?

Tim levantó la vista hacia ella.

– No lo sé. Por eso quiero encargarme de lo de Bowrick por mi cuenta. Me aseguraré de que todo va bien y luego pasaré al caso de Kindell.

– Debes de tener muchas ganas de llegar a Kindell.

– Ni te lo imaginas.

Ananberg se sacó un documento plegado en tres del bolso y lo deslizó sobre el tablero de la mesa hasta los nudillos de Tim, donde se detuvo.

Las notas de la defensa.

– Rayner me encargó que hiciera una copia en el despacho. Hice dos por equivocación. Métetela en el bolsillo y no la mires hasta llegar a casa. Y no vuelvas a pedirme nada.

Tim contuvo la necesidad abrumadora de echar un vistazo. Aunque le dolió lo suyo, se metió las notas del abogado defensor en el bolsillo de atrás. Cuando levantó la vista, Ananberg ya había salido de la habitación.

El silencio repentino lo incomodó, e intentó ahuyentar la inquietud. No podía arriesgarse a que Rayner entrase y lo encontrara estudiando los documentos hurtados, y no podía marcharse de pronto después de decir que quería revisar detenidamente el expediente de Bowrick. Iba a tener que mantener la calma; se lo debía a Ananberg.

Redujo la intensidad de las luces del techo y apoyó la fotografía de Bowrick en el marco de Ginny. Estuvo mirando la expresión descontenta del muchacho un buen rato antes de abrir la carpeta.


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