La reunión destinada a alcanzar un acuerdo fue tan rápida que Tim apenas pudo seguir los acontecimientos. Aunque las barreras y los polis mantenían a raya a la muchedumbre de periodistas arracimada en Main Street, una vez dentro no resultó ser un asunto muy impresionante. Se vio metido con calzador entre un traficante de droga argentino y la dueña de un prostíbulo de Bel Air con pestañas de cinco centímetros y presuntos contactos con la mafia. Aunque olía a tequila que daba gusto, Richard resultó ser un asesor diestro y elocuente.
Tim apenas tuvo tiempo de ponerse en pie antes de que el juez Andrews pronunciara la frase:
– Es usted libre de marcharse.
Cuando recorría el pasillo central camino de las puertas de la sala del tribunal, le sobrevino una increíble sensación de soledad. A lo largo de varios meses, había centrado su atención en una crisis tras otra, todas ellas inmediatas. Ahora tenía el resto de su vida por arrostrar. Los acontecimientos de las últimas cuarenta y ocho horas aún le resultaban irreales; era inconcebible que estuviera saliendo libre.
El clamor de los medios le salió al encuentro en cuanto atravesó el umbral: objetivos que lo deslumbraron, flashes, preguntas planteadas a voz en cuello. Todo un batallón de periodistas se hacía eco de su puesta en libertad debida precisamente a los mismos tecnicismos que él se había afanado en denunciar de manera tan violenta. La policía tuvo que aplicarse a fondo para contener a la gente tras los caballetes.
Tim continuó el descenso por los peldaños de mármol de la sala del tribunal con la mirada fija en el Edificio Federal, digno e imponente al otro lado de la plaza.
Cuando bajó la mirada, vio que Dray estaba en el remanso de calma a los pies de las escaleras, unos veinte metros de cordura delante de la horda que los agentes mantenían a raya. Se había puesto el vestido amarillo con diminutas florecillas azules, el mismo que llevaba el día que se conocieron. Él se fue acercando, sus pasos cada vez más lentos debido a la incredulidad, y vio que Dray llevaba el anillo: nada de piedras preciosas ni inscripciones, sólo la alianza sencilla y desgastada de doce quilates que le ofreció de hinojos cuando no podía permitirse nada más caro.
Le dio la impresión de que el barullo remitía -el roce de los cables contra el cemento, el parloteo delante de los micrófonos, las estridentes preguntas- y perdía toda importancia.
Se detuvo a unos pasos de ella y la contempló, incapaz de hablar. Una ráfaga de viento hizo que le cayera un mechón de pelo sobre los ojos, y ella lo dejó tal cual.
– Timothy Rackley -le dijo.
Él avanzó y la abrazó. Olía a jazmín y loción, con una pizca de pólvora en torno a las manos. Olía a ella.
Dray echó la cabeza atrás y le puso una mano en la mejilla. Lo miró con atención y dijo:
– Vámonos a casa.