Capítulo 41

Puesto que daba por sentado que Oso llenaría de agentes la casa de Dray esa noche, Tim cogió otro taxi y se alojó en un motel de mierda en el centro, a escasos kilómetros de su edificio. Iría en busca del Acura a primera hora de la mañana, y tal vez hasta lograra recogerlo.

El cubrecama olía a espuma de afeitar. Llamó a su mujer con el Nokia porque sabía que no podían estar preparados para rastrearlo:

– Andrea.

Ella cogió aire de repente.

– Oso me ha dicho que te habían pegado un tiro. Han encontrado vendas con sangre en el cuarto de baño cuando han ido a sacarte de allí.

– No es más que una herida superficial.

Dray profirió un suspiro interminable.

– Vuelve a decirlo. Creía que no… Di mi nombre otra vez.

No le había oído semejante tono de alivio desde que una vez, cuando estaba destinado en Uzbekistán, una misión de despliegue duró una semana más de lo previsto.

– Andrea Rackley.

– Gracias. De acuerdo. Voy a respirar hondo. -Siguió sus propias instrucciones-. ¿Ahora qué quieres, malas noticias o malas noticias?

– Pues empieza por las malas noticias.

– No he conseguido nada, y luego menos aún. Lo de «Danny Dunn» no ha dado fruto. Y de los veintitrés PT Cruiser negros de la zona, no concuerda ni una sola matrícula. Ni una sola.

Tim notó cómo se iban al garete los últimos flecos de esperanza.

– Entre eso y la maldita llave de la caja de seguridad, se me ha ido el día entero. Menos mal que no tengo que trabajar para ganarme la vida. Mañana a primera hora voy a probar con unos cuantos bancos más, así que ya veremos.

Tim intentó disimular la decepción en su voz.

– Cuando hablaste con Oso, ¿te dijo cómo es que mi nombre no aparece en las noticias?

– Bueno, al Servicio Judicial no le hace ninguna gracia la perspectiva de lidiar con la prensa. Y la oficina del distrito no está dispuesta a seguir la caída en picado ante la opinión pública de la Policía de Los Ángeles. Supongo que están decididos a mantenerlo en secreto hasta que te echen el guante. Por el momento, prefieren que carguen con el muerto los forasteros. Además, tampoco te consideran una amenaza para gente inocente. Tú sólo vas tras ellos. -Lanzó una risilla-. Los Tres Vigilantes.

– Que las alimañas se maten unas a otras.

– Algo así. O igual es que saben que tienes más posibilidades que ellos de encontrar a tu equipo antes de que las cosas empeoren.

– Entonces, ¿por qué han venido a tirar mi puerta abajo?

– Tannino tiene que velar por sí mismo. Y también por el Servicio Judicial. Debe actuar con diligencia.

– Seguro que lamenta haberme conocido.

– No lo sé. Oso asegura que a Tannino le duele no haberte podido proteger más tras el tiroteo con Heidel y Mendez. Sabe que fue un asunto limpio y es consciente de que te tocó bailar con la más fea. Le pareció admirable que renunciaras a la placa y te largaras como los de la vieja guardia, según dice Oso. Gary Cooper hasta el final. Pero también cree que fue eso precisamente lo que acabó de desquiciarte, sobre todo después de lo de Ginny. En parte se siente responsable. Ya sabes que, en el fondo, es un blando.

En medio de todo lo que estaba ocurriendo, le conmovió que Tannino adoptara una actitud tan cabal. De todos modos, a juzgar por las ganas que le habían echado a la hora de entrar en su apartamento, no iba a servirle de gran cosa cuando las cartas estuvieran boca arriba.

– Necesito ayuda, Dray. A ver si puedes sacar algo de dinero de nuestra cuenta, dos de los grandes.

– Lo haré a primera hora. Coño, me paso la mañana yendo de un banco a otro, la verdad es que me viene de camino.

– Gracias.

– Soy tu mujer, bobo. Forma parte del trato.

Las sábanas olían a polvo y la almohada era tan blanda que su cabeza separó las plumas y acabó apoyada en el colchón, en un ángulo de lo más incómodo.

Se despertó con un dolor que se prolongaba desde el cuello hasta la caja torácica. El teléfono de la ducha gorgoteó y escupió agua templada. Un cadejo de cabellos sueltos taponaba el desagüe. La toalla era tan pequeña que tuvo que tensar los hombros para secarse la espalda.

Se tomó su tiempo para comprobar que la zona estuviera despejada antes de acercarse al Acura, que seguía aparcado donde lo dejó, a varias manzanas de su antiguo edificio. Se alejó a toda prisa de allí, entró en un aparcamiento aislado y rastreó el coche de arriba abajo con un emisor de radiofrecuencia que llevaba en el equipo de guerra en el maletero, por si habían instalado un transmisor. Para quedarse más tranquilo, desmontó el aparato por si los bichos raros de la UVE habían instalado un dispositivo dentro del propio emisor, un truco que él mismo podría haber puesto en práctica en sus mejores tiempos. Ni rastro.

No le sorprendió que el coche estuviera limpio -no había nada que lo vinculase con el Acura, su falsa identidad ahora ya pasada a mejor vida, ni el apartamento-, pero, a estas alturas del juego, la precaución era un aliado necesario.

Una vez en la autopista, tuvo buen cuidado de ceñirse al límite de velocidad permitido. Después de aparcar a cinco manzanas, se acercó a la casa para inspeccionarla desde todos los ángulos; igual que un perro su propio vómito.

En el sendero de entrada, Mac hurgaba bajo el capó del coche con un trapo grasiento colgado del bolsillo trasero. Palton y Guerrera estaban unos treinta metros calle adelante, junto al bordillo, su presencia más que evidente en un Thunderbird del ochenta y nueve que escoraba hacia la izquierda. No hacían nada en absoluto para evitar que se les viera porque, al igual que Tim, sabían que sólo un idiota se acercaría allí. Si vigilaban la casa era sencillamente porque, buena parte del tiempo, en tanto que agentes judiciales, eso era lo que hacían: cubrir las bases y hacer todo lo posible por mantenerse despiertos.

Aparte del detalle más que evidente a la salida, la casa parecía despejada. Tim se retiró y volvió a acercarse por el jardín trasero para colarse por la puerta de atrás. Olía a embutido rancio y café recién hecho. Las mantas y la almohada seguían en el sofá: Mac, el amigo preocupado con una motivación ulterior. Dos cajas de pizza en una nueva mesita de café de Ikea. Tim se quedó mirando a la impostora, probablemente la primera de muchas. El dormitorio principal estaba vacío. La caja de la mesita estaba en medio del cuarto de Ginny, descartada, lo que dejaba bien a las claras que en ese espacio ya no vivía nadie.

Encontró a Dray sentada a la mesa de la cocina, su silueta se recortaba contra las persianas echadas. Delante de sí tenía una carpeta de color amarillo canario y el radiocasete de Tim. Una cinta giraba letárgicamente en el aparato, cuyos altavoces emitían un susurro áspero como prueba de que la grabación había terminado. Dray estaba sentada en diagonal con respecto al tablero, como si se apartara de un calor intenso o se dispusiera a encajar un golpe. Se había cogido el vientre con un brazo; con el otro se sostenía éste firmemente. Se le había quedado la cara blanca, salvo por los labios trémulos, que eran de un rojo desvaído. Tenía más o menos el mismo aspecto que cuando Oso le dio la noticia de la muerte de Ginny, justo antes de caer de rodillas a la entrada.

Delante de los nudillos de la mano derecha, que no dejaba de temblarle, relucía la llave de latón de la caja de seguridad.

Tim se acercó con las piernas entumecidas, con los pies agarrotados.

Ella volvió la cabeza como un robot; lo miró, pero aún no era consciente de su presencia. Tendió la mano hacia el radiocasete y apretó «stop» y luego «rebobinar».

Tim retiró la llamativa cubierta de la carpeta. Las notas de las entrevistas del abogado defensor estaban en primer lugar. Las hojeó rápidamente: las mismas palabras punzantes.

«La víctima era del "tipo" del cliente.»«El cliente asegura que se pasó hora y media con el cuerpo después del fallecimiento.»Pasó a la decepcionante quinta página, pero en vez de lo que leyera la vez anterior, vio lo siguiente: «El cliente asegura que un hombre se puso en contacto con él en su casa. El hombre era fornido, rubio, con bigote, y llevaba una gorra de béisbol echada sobre los ojos. El cliente no sabe nada más del individuo misterioso.»«O amigo imaginario», decía una maliciosa anotación del letrado defensor.

«El cliente asegura que un hombre le enseñó fotografías de la víctima, así como mapas y horarios relativos al trayecto que ésta hacía del colegio a su casa. El cliente debía secuestrar a la víctima y llevarla a su garaje para un "espectáculo" sexual posterior. El cliente y el hombre misterioso acordaron fecha y hora de cara al encuentro para el "espectáculo". El hombre misterioso no volvió a aparecer.»Otra frase garabateada al margen. La historia no se sostiene, no hay pruebas que la corroboren; la sordera es una vía de actuación más sólida de cara a la vista preliminar.

La sensación espinosa de la ira fue abriéndose paso desde sus entrañas hasta llegarle a la garganta y luego emergió como una exhalación horrorizada, algo a medio camino entre el gruñido y el grito.

Rayner había manipulado las notas antes de dárselas a Ananberg para que las copiase, a sabiendas, tal vez, de que acabaría por filtrarlas a Tim. De un modo u otro, en ningún momento había previsto que Tim viera nada más que la versión expurgada en la que todo indicaba que Kindell actuó solo.

La lustrosa fotografía hecha a traición que había debajo de las notas lo dejó sin aliento. Una instantánea nocturna de Kindell en la que salía de la casucha sólo con una camiseta; tenía los muslos desnudos cubiertos de sangre.

La sangre de Ginny.

Tim se apartó violentamente de la mesa y se dobló con las manos apoyadas en las rodillas. Tuvo varias arcadas y se le tensaron los músculos, pero no vomitó nada. Se le desprendieron de la frente varias gotas de sudor que mancharon el suelo.

El radiocasete emitió un chasquido como indicación de que ya había acabado de rebobinar la cinta.

Dray tendió la mano y puso el aparato en marcha.

«-¿Dígame? -Era la voz de Rayner.

»-¿Es una línea segura? -Una respiración frenética. Pánico. Robert.

»-Claro.»Tim se imaginó la pulcra grabadora junto al teléfono en la mesilla de noche de Rayner; otra póliza de seguro que podía dejar bajo llave en la caja de seguridad de un banco.

«La ha matado. La ha matado, joder. -Un gemido sofocado-. La ha cortado en pedazos, el puto subnormal.» La agitación de Robert casaba con la descripción del comunicante anónimo que había informado sobre el paradero del cadáver de Ginny.

Rayner empezó a respirar más rápido y se las arregló para pronunciar una sola palabra entre dientes:

«-No.

»-Todo el asunto se ha ido a la mierda. Hostias, yo no me metí en esto para que una cría acabara… Joder, Dios bendito. Sólo tenía que retenerla y esperar. No debía ponerle ni un dedo encima.

»-Cálmate. ¿Está Mitchell contigo?»Oyeron que el auricular cambiaba de manos, y Tim reconoció la voz de Mitchell, perfectamente tranquila: «-¿Sí?

»-¿Habéis dejado alguna prueba?

»-No. Ni siquiera nos hemos acercado a la casucha. Estamos carretera arriba, en la cima del cañón, en nuestro punto de observación. Al llegar aquí, lo hemos visto por los prismáticos en el interior del garaje. Ya se había puesto manos a la obra con el cadáver.»Dray emitió un diminuto quejido desde lo más hondo del pecho.

Robert, en segundo plano:

«-No tenía que haberle hecho nada.

»-No grites -siseaba Mitchell, y luego, a Rayner-: He supuesto que nuestro bonito plan de rescate y ejecución se había ido al carajo, de modo que la misión ha quedado abortada. -Susurros^. Espera, espera. Aquí viene. Está saliendo. Cigüeña, no lo pierdas de vista.»Se oía en la cinta el chasquido de una cámara de alta velocidad. Tim volvió la mirada hacia la fotografía de Kindell con los relucientes muslos ensangrentados y se le hizo un nudo en la garganta. La foto llevaba la fecha del tres de febrero. Era la primera de una serie de al menos veinte. Tuvo la sensación de que el corazón se le había hecho añicos y cualquier movimiento que hiciera le clavaría las astillas aún más en las entrañas.

De nuevo, en la cinta la voz de Robert al fondo:

«-Dios, ay, Dios. Vaya hijoputa retorcido.

»-Escúchame -decía Rayner-. El plan queda anulado. Marchaos de ahí ahora mismo.»Se oyó la voz de Mitchell, fría y traicionera como el filo de un cuchillo:

«Aún podemos sacarle partido. Con el candidato.»Ése soy yo, pensó Tim. El candidato.

«¿De qué hablas?», preguntaba Rayner.

Mitchell, que ya estaba elucubrando, mantenía una serenidad espeluznante:

«Piénsalo. "Una motivación fuerte y personal." ¿No era eso lo que dijiste que nos hacía falta para tenerlo de nuestra parte? Pues bien, William, yo diría que se nos han adelantado.»La tensa respiración de Rayner a través del auricular.

«-Tenemos que decírselo a Dumone -exclamaba Robert a voz en cuello.

»-No -replicaba Mitchell-. Se pondría como una fiera con sólo imaginar que se nos haya ocurrido algo así. Además, conviene que no sepa nada a la hora de entablar contacto con el candidato. Tal como han salido las cosas, no hay por qué contarle a Dumone nada en absoluto.»«Tal como han salido las cosas -pensó Tim-. Tal como han salido las cosas.»«-Que nadie diga ni una palabra a Dumone. Nos tendría cogidos por las pelotas. Ni a Ananberg. -Rayner, con un tono de voz bien modulado y autoritario, volvía a estar al mando-. No es lo que planeamos; sin embargo, Mitchell tiene razón. Es una tragedia, pero más vale que la utilicemos a nuestro favor. Marchaos de ahí ahora mismo; por la mañana nos reagruparemos y estableceremos una nueva estrategia.

»-Corto -se despedía Mitchell.»La cinta siguió girando; los altavoces continuaron emitiendo el siseo peculiar de una mala grabación.

Tim levantó los ojos hacia los de Dray y se sostuvieron la mirada como si el mundo de pronto se hubiera detenido. Sólo estaba su flequillo, pegado a la frente por el sudor, su cara arrebolada, el dolor -no, la agonía- en la mirada, fiel reflejo de la de Tim. Ella entreabrió los labios agrietados pero tardó un momento en hablar. Cuando lo hizo, les dio la impresión de que las palabras quebraban el hechizo hipnótico de la cinta susurrante.

– Le preguntaste a Dumone qué ganaban con la muerte de Ginny -dijo Dray-. La respuesta es muy sencilla: a ti.

Se abrió la puerta que daba al garaje. Dray detuvo de inmediato la cinta en el radiocasete y cerró la carpeta para ocultar la fotografía de Kindell. Entró Mac con una llave inglesa colgada del cinturón de trabajo y la camiseta bien ceñida al pecho. Tenía una pulcra mancha de sudor en forma de estalactita en la pechera, como si un estilista de vestuario se la hubiera pintado encima. Levantó la mirada y se quedó de una pieza.

Tim asintió a modo de saludo.

– Rack, no puedes estar aquí, tío. Hay gente… Te están buscando.

– Ya me voy.

– Estás poniendo a Dray en peligro. -Volvió la mirada hacia ella-. Y tú ¿en qué estás pensando?

Ella levantó la cabeza en un gesto de advertencia:

– Mac…

– Eres una agente en activo.

– Mac, no te pases de la raya -le advirtió Dray-. Déjanos a solas.

– No, no pienso dejaros a solas. Es un fugitivo…

– Te pido que nos concedas un minuto.

– Esto es una idiotez, Dray. No puedes dar cobijo a un sospechoso en tu casa.

Los ojos de Dray se contrajeron en puntitos brillantes.

– Mira, Mac, te agradezco que me hayas ayudado, pero ahora mismo estoy hablando con mi marido y me parece que ya es hora de que te marches.

A Mac se le demudó el gesto y se le quedó la boca ligeramente entreabierta, como si le acabaran de abofetear. En medio de su indignación, sus rasgos habían mudado la expresión con cierta elegancia, tanto era así que permitían intuir un remanente de dignidad en su interior.

Asintió una sola vez, lentamente, y luego abandonó la habitación con ademanes ingrávidos, liviano y al mismo tiempo decidido sobre sus pies. Poco después su coche dio media vuelta en el sendero de entrada; el gemido del motor arreció y luego fue perdiéndose.

Dray lanzó un suspiro al tiempo que se llevaba el dorso de la mano a la frente.

– Bueno, si de algo estoy segura con respecto a Mac, es de que no va a delatarte. Es leal hasta decir basta.

– No tiene ninguna razón para serme leal.

Dray lo miró de hito en hito.

– A mí sí, Timothy.

Tim sacó la cinta del radiocasete y le dio unos golpecitos contra la palma de la mano. La breve intrusión de Mac les había obligado a recuperar la compostura; a él le atemorizaba volver a abrir la carpeta y ver la fotografía de la sangre de su hija que embadurnaba aquellos muslos pálidos. Se encontró pensando en la furiosa carga de Robert escaleras abajo en el sótano de Debuffier. Las palabras agitadas del gemelo una vez de regreso en casa de Rayner: «A veces la gente la caga.

Da igual lo que pase, una operación se te puede ir de las manos. Nos ha ocurrido a todos.»-Era una misión que se les fue a la mierda -dijo Tim-. Tenían pensado entrar a saco, matar a Kindell y presentarse ante mí como unos grandes héroes. Ya me imagino el discursito de venta: «Este tipo que iba a violar y asesinar a tu hija se había librado de tres acusaciones gracias a una serie de vacíos legales. El tipo era tu vecino, en una zona escolar, sin nadie que lo vigilara. Salvo nosotros. Salvamos la vida de tu hija, evitamos que la violaran. No fue la ley. Ven a ver de qué va el asunto. Tenemos un plan que va a abrirte los ojos.»-Esos animales -dijo Dray en voz queda-. Aunque les hubiera salido bien, ¿te imaginas lo que habría supuesto para Ginny? ¿Ser secuestrada? ¿Estar retenida? ¿Ver cómo mataban a un hombre delante de ella? -De la taza de café de Dray salían jirones de humo que ella iba deshaciendo con la mano-. Qué falta de decencia. Unos hombres capaces de correr semejante riesgo con la vida de una niña, sencillamente no tienen ni puta pizca de decencia.

– No -coincidió Tim-. No la tienen. -Sacó una silla y se dejó caer en ella con la sensación de que llevaba meses de pie-. Han estado torturándome toda esta temporada. Eran los cómplices y me han estado restregando el caso por la cara. Lo sabían desde el principio. El que Kindell secuestrara a Ginny formaba parte de una… ecuación psicológica que Rayner desarrolló para conseguir que me uniera a la Comisión. Y le dio buen resultado.

– Ya los encontrarás -dijo Dray-. Y les harás pagar por ello.

– Sí -asintió Tim-. Sí.

Ella señaló en dirección a su cara y el bulto de los vendajes debajo de la camiseta.

– ¿Estás bien?

Se llevó la mano al hombro como para restarle importancia.

– Sí, no ha sido nada.

Dray apartó la mirada, pero Tim alcanzó a ver una expresión de alivio en su rostro.

– Pues yo no diría lo mismo de tu cara.

– No tenía previsto ganarme la vida gracias a mi atractivo físico.

Dray combó los labios sin llegar a la sonrisa.

– Al menos eres realista.

– Quiero que vayas armada en todo momento. Incluso en casa.

Ella se levantó la sudadera para enseñarle la Beretta metida en la cintura del pantalón.

– Me muero de ganas de que vengan a por mí. Pero no creo que vayan a ponérmelo tan fácil.

– Probablemente no.

Dray se recogió el cabello detrás de la oreja y luego se levantó y señaló las persianas.

– No deberías haber venido. Eres demasiado listo para hacer algo así.

– Gracias a Dios, ellos son de la misma opinión.

– Llevan ahí desde ayer por la mañana, fingiendo hacer algo de provecho. Les dije que ya no nos hablamos, pero creo que se dieron cuenta de que mentía.

– ¿Por qué?

Dray se encogió de hombros:

– Pues porque no todos los hombres carecen de percepción.

Tim le devolvió la cinta.

– No está nada mal como medida de presión. Con un poco de edición creativa, Rayner podría haber metido en un buen lío a todos sus cómplices.

– O al menos mantenerlos a raya. -Ella cogió la cinta y la dejó de inmediato en la mesa, como si no quisiera tocarla.

– Más vale que no me quede mucho rato. No quiero ponerte en peligro. No tenía ningún otro sitio adonde ir. Esto… Dray, me hace falta ese dinero.

– Claro. He sacado dos mil esta mañana. Están en el armero.

– Gracias.

Permanecieron sentados en silencio, sin saber muy bien qué era necesario decir, vacilantes porque lo más probable era que las siguientes palabras dieran pie a la partida de Tim.

– Veo que tienes una mesita de centro nueva. La caja está… en la habitación de Ginny.

– No puedo respetar esa habitación como si fuera suelo sagrado eternamente. Igual es que, al vivir aquí, el tiempo pasa de un modo distinto. Al menos en ciertos aspectos. -Apartó la mirada enseguida, y Tim vio cómo se reafirmaba su expresión, airada y terca como la de una niña. Recordó que no echaba de menos absolutamente todos los detalles de su personalidad-. ¿Cómo ibas a saberlo tú?

Él dejó que el comentario pasara sin mayor trascendencia.

– ¿Cómo va la vigilancia de Dobbins?

– Es imposible que lleguen hasta él. Su habitación en el hospital parece Fort Knox. ¿Dónde está Bowrick?

El período de estancia confidencial de Bowrick en la clínica, que acababa a medianoche, era otra preocupación que añadir a su lista.

– No lo encontrarán.

Dray tomó un sorbo de café y arrugó la cara ante el calor.

– ¿Por qué habrían de quedarse los Masterson donde los busca todo el mundo?

– Odian Los Angeles porque su hermana fue asesinada aquí, odian a los polis de esta ciudad porque no llevaron bien el caso de su hermana y odian el sistema porque los tribunales de esta jurisdicción pusieron a su asesino en libertad.

– ¿Dónde está ahora?

– Le pegaron un tiro.

– Qué coincidencia.

– Desde luego. -Tim hizo crujir los nudillos-. Tienen un plan para la ciudad. Cuentan con buenos contactos y saben por dónde se mueven. Además, todos los expedientes que robaron tienen que ver con la ciudad de Los Ángeles.

– Ahora está mucho más claro su móvil para matar a Rayner -dijo Dray-. Atar cabos sueltos. Eliminar a los testigos. -Hinchó el pecho y lanzó un suspiro hondo e intenso, como si expulsara algo de su cuerpo.

– Sí. Saben que no hay pruebas de peso, porque, en caso contrario, ya se habrían presentado cargos. Se dedican a hacer limpieza.

Dray echó la cabeza atrás igual que si hubiera recibido un golpe. La exasperación y la intensidad daban color a sus tersas mejillas. Habló lentamente, como si aún tuviera que ponerse a la altura de sus pensamientos:

– Hay otro cabo suelto que tendrán que atar.

Tim notó que se le quedaba la boca seca al instante y le pareció oír una suerte de oleaje oceánico. Caer en la cuenta de improviso lo alarmó y le provocó un estrés inmediato.

Se puso en pie y fue pasillo adelante.

Sacaba munición del armero para meterla en una mochila cuando reparó en la presencia de Dray en el umbral. Se había metido el fajo de billetes en el bolsillo de atrás de los vaqueros. Dray observó sus manos, la munición.

– Coge el chaleco antibalas -le aconsejó.

– Sería un estorbo.

– Así mueras y te reencarnes en una mujer afgana.

Tim se dio media vuelta, se colgó la mochila al hombro y fue hacia la salida, pero ella se le cruzó en el umbral. Tenía los brazos extendidos y las manos cogidas a las jambas; la repentina proximidad de su rostro, su pecho, le trajo a la cabeza el momento previo a un abrazo. Alcanzó a oler su perfume de jazmín y notó el calor que emanaba su rostro arrebolado. Si hubiera vuelto la cabeza, sus labios habrían rozado los de ella.

– Vas a llevarte el puto chaleco -insistió Dray-. No es un consejo.


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