Tim abrió los ojos y notó que el miedo descendía sobre él antes de ser capaz de nombrarlo siquiera. Bajó las piernas del sofá y apoyó los pies en el suelo. Dray trajinaba en la cocina.
No sólo recordó su pena, sino que la volvió a aprender. Durante varios minutos permaneció sentado en el sofá, inclinado hacia delante, con los brazos a los costados, preparado para incorporarse. Estaba paralizado de desdicha. E incapaz de realizar un solo movimiento. Se centró en la respiración y pensó que si podía respirar tres veces, entonces sería capaz de tomar aire otras tres y la vida se iría prolongando de tres en tres respiraciones.
Al cabo, cobró fuerza suficiente para levantarse. De camino a la ducha, intentó no pensar en la pesadez teatral de su hija cuando la llevaba por ese mismo trayecto de la tele al dormitorio, a la hora de acostarse. Ginny solía ir con la cabeza echada hacia atrás, los ojos firmemente cerrados, la lengua asomando por la comisura de la boca como un personaje de dibujos animados ebrio, en un intento de sisar unos cuantos minutos más de pantalla fingiendo estar dormida.
A la luz del día, su muerte había cobrado una entidad real. Vivía en la casa con ellos, en el polvo de los suelos, la desnudez de los techos, los leves ruidos que emitió Tim al pasar por delante de su habitación y que quedaron sin respuesta.
Tras una ducha hirviendo, se vistió y regresó a la cocina.
Dray estaba sentada a la mesa, tomando café a sorbos con los ojos hinchados y el pelo aplastado a un lado. Tenía el teléfono inalámbrico encima de la mesa, a su lado.
– Bueno -dijo-. Acabo de hablar con la fiscal del distrito. Creo que no disteis al traste con el caso de Kindell.
– Bien. Eso está muy bien.
Se observaron el uno al otro un instante. Ella tendió los brazos como una niña que quería ser abrazada y Tim fue a su encuentro. Dray apretó la cabeza contra el estómago de su esposo, y gimió cuando éste le acarició la nuca y le revolvió el cabello.
Tim se sentó en la silla al lado de su mujer, que tenía dos medias lunas negras debajo de los ojos.
– Vaya maldito hijoputa soplapollas cabronazo de los putos cojones -dijo Dray.
– Sí -asintió Tim.
– Han metido a Kindell en la cárcel del condado. Tiene antecedentes penales: uno por exhibicionismo y otros dos por abusos a menores; en todas las ocasiones, con niñas menores de diez años. Un par de azotes en la palma de la mano. La última vez llegó a un acuerdo. El juez lo declaró inocente por enajenación mental. Con ese veredicto consiguió año y medio en Patton, con paredes acolchadas y comida caliente. -Dray hablaba a toda velocidad, para quitárselo de en medio.
– ¿Y qué hay del caso?
– Una vez en comisaria se cerró como un mejillón. Aunque le apretaron de lo lindo, no dijo ni palabra. Pero hay pruebas por toda su casucha. Esta mañana han obtenido una coincidencia con la sangre que había…, que había en la sierra… -Se echó hacia delante; tenía arcadas. Su espalda se combó en dos estertores secos.
Tim le retiró el pelo con cuidado, pero Dray no llegó a vomitar. Se incorporó en la silla, se limpió la boca con el dorso de la mano, lanzó un fuerte suspiro para marcar un punto y aparte y luego continuó en el mismo tono oficial.
– La fiscal le está apretando las tuercas y va a alegar circunstancias agravantes. La vista se celebra mañana. -Hizo girar la taza de café una vez, y luego otra más.
– Aún hay un cómplice suelto al que tenemos que dar caza.
– Alguien involucrado en el asesinato que supo cubrir sus huellas mucho mejor que Kindell.
– O un acuerdo que se fue al garete, o una mala pasada.
O, como por lo visto cree la fiscal, quizá lúe únicamente una maldita coincidencia: Kindell iba en su camioneta y se cruzó con Ginny, de camino a casa de Tess.
– ¿No lo está investigando?
– Me ha asegurado en persona que su equipo mantendrá abierta esa línea de investigación, pero no cree probable que lleve a ninguna parte.
– ¿Y eso?
– Es un caso muy llamativo, todo un caramelo, tal como está ahora. Y estoy segura de que Gutierez y Harrison no tienen ninguna gana de sondear tus pistas.
Tim pensó en los hierbajos secos a la salida de la cabaña de Kindell, la tierra blanda en la que quizá quedaron huellas o roderas de otros neumáticos. Recordó cuántos vehículos habían pasado por allí -incluidos Oso y él en la camioneta-, antes de que llamaran al equipo forense, contaminando el escenario y eclipsando pistas. Encima de la intensa pena, la sensación de culpabilidad le pareció más abrumadora todavía.
– No hago más que pensar en que tendré que encargarme de los preparativos, como suele decirse. -Dray torció el gesto como si fuera a llorar, pero no llegó a hacerlo.
Tim se sirvió una taza de café y se concentró en el gesto para olvidarse del padecimiento siquiera durante un instante.
– ¿Recuerdas la merienda de la policía, cuando Ginny tenía cuatro años?
– No sigas por ahí -dijo Tim.
– Llevaba aquel vestido a cuadros amarillos que envió tu tía. Pasó un avión por encima y ella preguntó qué era. Tú le dijiste que era un avión y que dentro iba gente.
– No hagas eso.
– Y ella levantó la mirada, lo midió en comparación con su pulgar regordete y… ¿recuerdas lo que dijo? «Ni pensarlo», exclamó. No creía que ahí pudiera caber gente. -Le corrió una lágrima por la mejilla-. Por entonces tenía el cabello rizado. Lo recuerdo como si aún pudiera tocarlo.
Llamaron al timbre y Tim se levantó para ver quién era, agradecido de que los interrumpieran. En el umbral estaban Mac, Fowler, Gutierez, Harrison y algunos otros agentes que la noche anterior se encontraban en el bar. Todos se habían quitado la gorra, como vendedores a domicilio en un gesto fingido de deferencia.
– Esto…, Rack, queríamos… -Fowler lanzó un fuerte carraspeo. Olía a café y a alcohol rancio. Dio la impresión de que se contenía-. ¿También está Dray?
Tim notó que le tiraban de la cintura del pantalón por detrás. Era Dray, que se puso de puntillas y apoyó la barbilla en su hombro.
Fowler la saludó con un gesto de la cabeza y continuó:
– Queríamos disculparnos. Por lo del bar. Y también por lo de antes. Fue… una noche muy dura para todos, bueno, ni remotamente tan dura como para vosotros, ya lo sé, pero nosotros tampoco estamos acostumbrados a… Bueno, el caso es que hemos sacado los pies del tiesto cuando menos os convenía y… bueno…
Gutierez tomó el relevo:
– Estamos arrepentidos.
– Nos hemos puesto las pilas -dijo Harrison-. Con el caso. Hemos puesto toda la carne en el asador.
– Si podemos hacer algo… -se ofreció Mac.
– Gracias -dijo Tim-. Os agradezco que hayáis venido.
Permanecieron unos instantes donde estaban con gesto envarado y luego se adelantaron uno a uno para estrechar la mano a Tim. Fue una ceremonia formal bastante tonta, pero a Tim le resultó igualmente conmovedora. Dray lo sujetaba por detrás, un tanto trémula.
Los agentes se alejaron por el sendero de entrada y luego los coches de patrulla partieron uno tras otro. Tim y Dray siguieron la procesión con la mirada hasta perder de vista el último vehículo.
Las cuarenta y ocho horas siguientes transcurrieron aburridas y dolorosas. Cada acto resultaba pesado y aterrador, lleno de giros ocultos y rincones oscuros: el tener que llamar a parientes y amigos, el provocar que les dejaran sacar del centro forense el cadáver de Ginny, recibir noticias sobre la acusación que preparaba la fiscal contra Kindell… Hasta la tarea más sencilla dejaba a Tim y Dray agotados por completo.
Kindell, que, como es natural, se mostraba reticente a permanecer en prisión preventiva, prefirió no dejar que pasara mucho tiempo y exigió que se celebrara la vista preliminar de inmediato. Dray se enteró de que el abogado de oficio había elevado un recurso 1538 para que no se admitieran ciertas pruebas. Se puso hecha una furia y llamó al despacho de la fiscal, pero le aseguraron que el recurso no tenía mayor importancia, pues los abogados de oficio los presentaban una y otra vez para curarse en salud y que los dejaran en paz los letrados de apelación. El que el abogado de oficio estuviera acotando el terreno no era lo peor; tenía reputación de ser un bala perdida, y lo último que les convenía era que Kindell presentara una reclamación después del juicio por no haber tenido representación legal adecuada.
El teléfono sonaba una y otra vez con llamadas de investigadores, gente que quería mostrar su apoyo, periodistas… Los timbrazos eran una desconcertante melodía de orquestilla para el desfile de bandejas cubiertas con papel de plata y ojos entornados de compasión. Pero, a pesar de los detalles traumáticos y las torturas menores, los días se veían definidos por una falta de acontecimientos exasperante, todo sonido y furia sin apenas avance alguno, como si intentaran correr sobre hielo.
El incesante martilleo de la pena y el estrés dejaron a Tim y Dray con escasos y endebles recursos. Aunque intentaban consolarse mutuamente, abrazarse, llorar juntos, su dolor parecía agravarse con la desdicha del otro y su propia incapacidad para mermarla. Ambos se encontraron cada vez más sumidos en su propio dolor, incapaces de hacer el esfuerzo de escapar de él.
Empezaron a guardar una distancia respetuosa el uno del otro, como si fueran compañeros de piso. Sesteaban a menudo, aunque siempre por separado, y rara vez comían, a pesar de que tenían la nevera llena de bandejas de plástico traídas por vecinos y amigos casi a cada momento. Cuando establecían contacto, era en encuentros breves y excesivamente amables, parodias de vida doméstica. Con sólo ver a Dray, Tim notaba una intensa punzada de vergüenza por no ser capaz de arroparla como era debido. Era consciente de que Dray veía reflejada en su rostro la misma devastación que la afligía a ella.
Desde la oficina de la fiscal del distrito se ocuparon de mantenerlos al tanto de todo lo que ocurría, aunque también tuvieron buen cuidado de contarles sólo lo imprescindible. Dray, al charlar con sus colegas, iba enlazando retazos de información sobre las pesquisas de Gutierez y Harrison; así llegó a saber que éstos habían dejado de lado la teoría del cómplice para centrar todas sus energías en apuntalar la acusación contra Kindell.
Tim pensaba en el cobertizo de Kindell con regularidad obsesiva, repasaba una y otra vez cada detalle, desde el suelo manchado de aceite y resbaladizo hasta el intenso olor a diluyente de pintura que había en él.
«No debía matarla.»«El no…»Cinco palabras que habían abierto un abismo de duda. El dolor de la ignorancia casi se equiparaba al dolor de la pérdida, porque sometía a la pena de Tim a un sórdido juego de reflejos distorsionados que la aumentaba unas veces y otras le daba una forma distinta por completo. Lloraba su pérdida sin saber los parámetros exactos de lo que lloraba: Ginny estaba muerta, pero lo que había sufrido y la responsabilidad de ese sufrimiento eran lienzos en blanco a la espera de la última encarnación, la última proyección de ira y horror. Kindell había resultado ser una presa bastante buena para saciar el apetito de los detectives y la fiscal, pero Tim era consciente de que quedaban otros retretes que vaciar. La progresión de atrocidades que habían colmado las horas postreras de su hija seguían en alguna parte, anquilosadas en la historia, a la espera de ser reconstruidas.
El miércoles por la noche Dray y él salieron a dar una vuelta en coche; era su primera salida desde la muerte de Ginny. Permanecieron sentados en silencio, incómodos, deseosos de que el movimiento y el aire fresco de la noche les permitiera recuperar la compatibilidad. De camino a casa pasaron por delante de McLane's. Dray estiró el cuello y se fijó en los vehículos que había en el aparcamiento oscuro.
– La camioneta de Gutierez -murmuró.
Tim describió un giro de ciento ochenta grados y entró en el aparcamiento. Su esposa se volvió en el asiento para mirarle, más curiosa que sorprendida.
Encontraron a Gutierez al fondo, jugando al billar con Harrison. Gutierez asintió a modo de saludo y luego habló con el mismo tono de voz melosa con el que todo el mundo se dirigía a ellos de un tiempo a esta parte.
– ¿Qué tal os va?
– Bien, gracias. ¿Tenéis un minuto?
– Claro, Rack.
Los detectives siguieron a Tim y Dray hasta el aparcamiento de atrás.
– Se rumorea que habéis descartado la posibilidad de que haya un cómplice -dijo Tim.
Harrison se puso rígido. Gutierez ladeó levemente la cabeza.
– No llegábamos a ninguna parte.
– ¿Habéis comprobado los antecedentes de Kindell? ¿Tuvo algún cómplice en anteriores casos?
– Estamos trabajando mano a mano con la fiscalía y no hemos encontrado indicios de que hubiera ninguna otra persona. Lo estamos investigando todo. Ahora bien, ya sabéis que no podemos implicar a los padres de las víctimas en nuestras indagaciones…
– Es un poco tarde para eso -terció Dray.
– No podéis distanciaros del caso. No tenéis una perspectiva adecuada. Y decir que tenéis prejuicios sería quedarse corto. Ya sé que allí creíste escuchar que…
– ¿Cómo encontrasteis el cadáver de Ginny? -preguntó Tim-. Tan pronto, quiero decir. La ribera del arroyo está muy apartada.
Harrison lanzó un suspiro que formó una nubecilla en el aire frío.
– Una llamada anónima -dijo.
– ¿Hombre o mujer?
– Mira, no tenemos que…
– ¿Era voz de hombre o de mujer? -insistió Tim.
Gutierez se cruzó de brazos; la irritación se estaba tornando ira.
– De hombre.
– ¿Localizasteis la llamada? ¿Quedó grabada? -quiso saber Tim.
– No, se recibió en la línea particular del agente que estaba en recepción.
– ¿No fue una llamada a emergencias? ¿No fue una denuncia en toda regla? -indagó Dray-. ¿Quién podía saber el número particular?
– Alguien que quería estar seguro de cubrir sus huellas -respondió Tim-. Alguien que no quería verse implicado ni ser identificado… como un cómplice.
Harrison avanzó un paso y se acercó demasiado a Tim.
– Escucha, Fox Mulder, no creo que tengas la menor idea de la cantidad de chivatazos anónimos que nos llegan. Eso no significa que el tipo que llamó estuviera implicado. Lo que quiero decir es que hay muchas probabilidades de que un tipo que deambulaba por la orilla de un arroyo apartado no estuviera precisamente vendiendo galletitas de las Girl Scouts. Es posible que fuera alguien con antecedentes, un chico asustado que no quería verse implicado en un asesinato. Tal vez lucra un vagabundo que esnifaba pegamento.
– Sí, claro. 1,os vagabundos que se colocan con pegamento suelen tener los números particulares de la comisaría de Moorpark, ¿verdad? -comentó Dray.
– Están en el listín telefónico.
– Un vagabundo con listín -dijo Tim.
– Venga tío, desperdiciaste la oportunidad de ocuparte del asunto. Te lo pusimos en bandeja. ¿Y sabes qué pasó? Tú preferiste que todo se hiciera en plan legal. Pues muy bien. Lo respetamos. Pero eso significa que el asunto 110 está en tus manos. Sois parte implicada, los padres de la víctima, y si metéis las narices en la investigación os vamos a meter un puro por obstrucción. No hay ningún francotirador en la colina. Vuestra hija murió y tenemos al hijoputa tarado que la mató. Caso cerrado. Volved a casa a estar juntos. Llorad vuestra pérdida.
– Gracias -dijo Dray-. Tendremos en cuenta el consejo.
Regresaron al coche de Tim en silencio, se montaron y permanecieron sentados un rato.
– Tiene razón. -La voz de Tim sonó tenue, cascada, vencida-. No podemos implicarnos. No hay modo de que intervengamos en esta investigación de manera ecuánime y objetiva. Esperemos que Kindell pase un mal trago e intente cantar para llegar a un acuerdo. O que se venga abajo a la hora de declarar y se vaya de la lengua. O que su abogado defensor proponga la teoría del cómplice como una táctica de defensa. Algo. Lo que sea.
– Tengo la sensación de que no sirvo para nada -se lamentó Dray.
Un vehículo de la policía entró raudo y se detuvo al otro lado del aparcamiento. Mac y Fowler se apearon entre bromas y risas, y se dirigieron hacia el bar.
Tim y Dray permanecieron con la mirada fija en el salpicadero.
Era jueves por la mañana, y Tim entró en la cocina el jueves por la mañana, Dray levantó la vista de la última remesa de cartas de agradecimiento y respuestas de condolencia que estaba escribiendo. Posó los ojos en el busca que llevaba su marido en la mano y luego en el Smith & Wesson, sujeto al cinturón.
– ¿Ya vas a la oficina? ¿Tan pronto?
– Oso me necesita.
La luz, amarilla y luminosa a través de las persianas echadas, le caía al sesgo sobre el rostro.
– Yo te necesito. Seguro que Oso puede apañárselas.
Sonó el teléfono pero ella meneó la cabeza.
– Son periodistas -comentó-. Han estado llamando durante toda la mañana. Buscan una madre llorosa y un padre estoico. ¿Cuál quieres ser tú?
Aguardó a que dejara de sonar el teléfono antes de hablar.
– Esta mañana nos ha llegado un chivatazo de uno de nuestros confidentes. Vamos a hacer una redada de las buenas. Tengo que participar -dijo Tim.
A uno de los confidentes de Oso y Tim le habían llegado rumores de un negocio que tenía toda la pinta de ser asunto de Gary Heidel. La Unidad de Búsqueda de Fugitivos llevaba casi cinco meses tras la pista de Heidel, uno de los quince más buscados. Tras ser condenado por un asesinato en primer grado y dos acusaciones por tráfico de drogas, Heidel escapó cuando era trasladado del palacio de justicia a la cárcel. Dos cómplices hispanos en una camioneta hicieron que el coche chocara contra un árbol, acribillaron a los dos agentes judiciales y se llevaron a Heidel.
Tim sabía que Heidel no tardaría en necesitar dinero y acudiría al único lugar en el que conseguían pasta rápida los tipos de su calaña. Puesto que el modus operandi de Heidel era de lo más característico -conseguía cocaína diluida de Chihuahua y tenía camellos que la pasaban por la frontera escondida en botellas de vino-, a Tim y Oso les resultó más sencillo apretar a sus confidentes para que les facilitaran información al respecto. Al cabo, su celo dio resultado. Si la información que habían recibido era de fiar, a lo largo de esa tarde o esa noche se iba a llevar a cabo una transacción de cuarenta kilos.
– ¿Seguro que estás listo para volver al trabajo? -preguntó Dray.
Tim echó un vistazo al montón de cartas dispersas sobre el tablero de madera de la mesa. Guirnaldas de colores apagados sobre papel gris pardo.
– No sé qué otra cosa hacer. Me estoy volviendo majara. Si no trabajo, es posible que cometa alguna estupidez.
Dray bajó la mirada. Tim se apercibió de que lo notaba ansioso por salir de casa.
– Entonces, más vale que vayas. Lo que pasa es que a mí me fastidia no estar preparada aún.
– ¿Seguro que estás bien? Podría llamar a Oso…
Ella alzó la mano para rechazar el ofrecimiento.
– Es igual que lo que me dijiste la primera noche, tan horrible. -Se las arregló para esbozar una sonrisa-. Al menos uno de los dos tiene que dormir un poco.
Tim se detuvo un momento en el umbral antes de marcharse. Dray se inclinó sobre la carta que estaba escribiendo, con la barbilla ligeramente tensa, como siempre que se concentraba. La luz del sol de primera hora de la mañana entraba por la ventana dando un tono de oro pálido a las puntas de su cabello.
– Claro que recuerdo el día de la merienda, con ella y el avión -dijo Tim-. Recuerdo todo lo que tiene que ver con ella. Sobre todo cuando se portaba mal; por alguna razón, esos recuerdos son los que más me la acercan. Como cuando pintó el papel del salón con lápices de colores…
A Dray se le iluminó la cara.
– Y luego lo negó.
– Como si hubiera podido hacerlo yo. O tú. O aquella vez que calentó el termómetro en la bombilla para no ir al colé.
La sonrisa de Dray imitó la suya.
– Volví a entrar a su habitación y el mercurio había subido a cuarenta y dos grados.
– La princesa tirana.
– El diablillo. -A Dray se le quebró la voz, tenue y cariñosa, y se llevó el puño a la boca.
Tim vio que se esforzaba por no derramar lágrimas y mantuvo la mirada hasta que sus propios ojos se secaron.
– Por eso no puedo… por eso lo evito. Cuando hablamos de ella es todo tan…, cercano… Y me…
– Yo necesito hablar de ella -dijo Dray-. Necesito recordarla.
Tim hizo un gesto con la mano, aunque ni él mismo supo qué quería decir. Otra vez le pasmaba la ineficacia de las palabras, su incapacidad para digerir los sentimientos y transformarlos en frases.
– Es parte de nuestra vida, Tim.
Los ojos se le volvieron a humedecer.
– Ya no.
Dray lo contempló hasta que él apartó la mirada.
– Vete a trabajar le dijo.