Capítulo 17

La vigilancia se llevó a cabo de forma ininterrumpida durante las siguientes cuarenta y ocho horas en un ciclo interminable de café y calambres en las piernas. Mientras tanto, la indignación pública contra Lane siguió subiendo de tono y continuaron llegando amenazas de muerte a granel. KCOM había empezado a anunciar la entrevista casi las veinticuatro horas del día. Había anuncios en autobuses y encima de los taxis, y la agresiva campaña de televisión contaba con el respaldo de la emisora de radio filial de la cadena.

Daba la impresión de que toda la ciudad estaba aguantando la respiración a la espera del acontecimiento.

Tim asistía al agravamiento de la atmósfera circense con pasmo y preocupación a partes iguales. Las maquinaciones en torno a la seguridad que habían ido desentrañando gracias a los micrófonos del Cigüeña y las indagaciones de Rayner eran incesantes. El plan de Tim había estado a punto de descartarse en varias ocasiones, la primera cuando el departamento legal de KCOM empezó a poner pegas a que la entrevista se emitiera en directo y sugirió la medida de seguridad de grabar previamente a Lane sin especificar el momento. Luego fue éste quien quería que la entrevista se llevara a cabo en un lugar secreto, por cuestiones tanto de seguridad como de caché, pero, teniendo en cuenta el largo y sonado historial de Lane en lo referente a su odio por los medios de comunicación, Yueh, comprensiblemente, se mostró reacia. Con el apoyo de los peces gordos, la seguridad de KCOM vetó la idea, pues era preferible hacer frente a las contingencias de una entrevista en el plató de televisión a la opción de trasladarse a otro lugar. A cambio de esta concesión, Lane obtuvo la promesa de que la entrevista se haría en directo, de manera que sus evangelios no pudieran tergiversarse ni trocearse en la sala de edición. El departamento de marketing de KCOM y la propia Yueh accedieron encantados; el reclamo de la entrevista en directo ya había servido para incrementar la previsión de cuota de pantalla. Para exprimir aún más el acontecimiento, un segmento de quince minutos al final del programa abierto a las llamadas del público garantizaba a Lañe la posibilidad de responder al público indignado.

Con toda probabilidad, la siguiente pelea de perros tendría que ver con la jurisdicción: la Policía de Los Angeles, la seguridad de KCOM y los guardaespaldas tarados de Lañe estaban enfrascados en una serie tan prolongada como belicosa de negociaciones que iban desde las medidas relativas a la seguridad de los empleados y el público hasta los cacheos al personal. Como era de prever, la Policía de Los Ángeles prohibió la entrada en el edificio a cerca de la mitad del equipo de Lañe; los sustitutos contratados, una vez elegidos por el mismo Lañe, serían vetados en buena parte.

El martes por la noche Tim estaba en el asiento del acompañante de la Chevy, aparcada en la callejuela al norte del edificio de KCOM, y miraba la ventana, todavía iluminada, desde la que habría podido ver el montacargas y el teclado numérico de no ser porque la camioneta desvencijada, con una terquedad que era para volverse loco, seguía impidiéndoles tener una perspectiva adecuada. El último mensajero solía llegar entre las 7.57 y las 8.01. El reloj de Tim marcaba las 6.45.

Tenía en el regazo un fajo de fotografías, cada una correspondiente a un empleado de KCOM, con su nombre en el reverso. Tarjetas de identificación para operaciones secretas.

El Cigüeña tarareaba la melodía de las aventuras de Roy Rogers mientras hurgaba en lo que parecía ser un micrófono parabólico conectado a una pequeña calculadora. Toqueteó unos cables, lo dejó y cogió un aerosol de pintura roja del salpicadero central.

– ¿Qué haces? -preguntó Tim, quizá por quinta vez.

El Cigüeña se bajó del asiento del conductor. Cruzó la calle a la carrera medio agachado con un aire que probablemente él consideraba disimulado, cuando en realidad le daba todo el aspecto de un jorobado con cagalera. Desapareció detrás de la camioneta vieja y poco después asomó por el extremo opuesto, acuclillado, pintando el bordillo de un color parecido al de un camión de bomberos.

Volvió a la Chevy a toda prisa, subió de un salto y se sentó para recuperar el aliento. Sacó un móvil del bolsillo -el día anterior Dumone les había facilitado teléfonos Nextel para que operasen dentro de la misma red- y lo abrió. Marcó el número de servicios y preguntó por Grúas Fredo's.

– Sí, hola -dijo con voz grave-. Soy del servicio de seguridad de KCOM, en Wilshire con Roxbury. Hay una camioneta aparcada en zona roja y necesitamos que la retiren lo antes posible. Sí, de acuerdo. Gracias.

Desconectó el teléfono y se retrepó en el asiento, satisfecho consigo mismo.

– Buena idea, pero aunque retiren el vehículo, la espalda del mensajero nos impedirá leer el código que introduzca.

El Cigüeña levantó la pieza cónica con la que estaba jugueteando poco antes.

– Por eso he traído a Betty.

– ¿Betty?

– Betty proyecta un láser contra la cristalera. Puede captar cualquier vibración en el vidrio.

Tim, que no lo entendía del todo, meneó la cabeza.

– Cada número del panel emite una frecuencia levemente distinta -explicó el Cigüeña-. Esas frecuencias hacen que una cristalera vibre de manera casi imposible de detectar. Betty lee esas vibraciones y las vuelve a traducir en números.

– ¿Y qué ocurre con otras vibraciones más fuertes? ¿No interfieren?

– Ahora mismo todo está bastante tranquilo -respondió el Cigüeña-. Por eso lo hacemos a las ocho de la tarde. No levantan puertas de persiana ni cargan nada en el puesto de envíos.

Tim señaló el aparatito.

– ¿Y… lo has diseñado tú?

– La he diseñado yo, sí. Y he desarrollado el programa informático que utiliza esta monada. -El Cigüeña se sorbió la nariz y las gafas le resbalaron un trecho abajo-. Digamos que no me permitieron entrar en el FBI por mi capacidad para levantar pesas.

La grúa llegó veinte minutos después y se llevó la camioneta, lo que dejó al Cigüeña con una perspectiva clara de la cristalera. El mensajero llegó antes de lo previsto -a las 7.53-, pero el Cigüeña ya tenía a Betty ubicada en la puerta y dirigida hacia el vidrio antes de que se introdujese el código en el panel. Para cuando se cerraron las puertas del montacargas a la espalda del mensajero, la pantallita de Betty ya reflejaba el código: 78564.

El Cigüeña acarició la parte superior del objeto parabólico y le susurró algo.

– Impresionante, Cigüeña, he de reconocerlo.

Éste puso el motor en marcha y alejó el vehículo del bordillo.

– Si hubiera tenido intención de impresionarle, señor Rackley, habría traído a Donna.


Rayner hizo pasar a Tim nada más abrir la puerta.

– Bien, bien. Ya está de vuelta. Venga, tenemos las cintas que pidió.

Cuando Tim entró en la sala de reuniones, Mitchell, que estaba absorto en su trabajo, levantó la cabeza de golpe. Llevaba el cabello un poco revuelto; no le habría venido mal pasar por la peluquería. Encorvado sobre un listín de teléfonos, manipulaba el dispositivo que tenía diseccionado sobre la cubierta amarilla, sus diminutos componentes desparramados cual entrañas electrónicas. Había dispersos por la mesa distintos informes técnicos en cuyas páginas se veían los cálculos garabateados de Mitchell para determinar el punto de sobretensión. Mientras murmuraba para sí, separó una espira de muelle con la punta del destornillador.

Robert y el Cigüeña seguían de vigilancia, pero los demás estaban presentes.

Ananberg, pagada de sí misma y dotada de una languidez felina, enarcó una ceja a modo de saludo y señaló una pila de cintas con el lapicero.

– Ahí tiene las demás. Véalas cuando usted quiera.

– Gracias -dijo Tim.

Dumone le pasó el mando a distancia. Tim lo dirigió hacia la pantalla de televisión y el vídeo cobró vida con una entrevista de Melissa Yueh a Arnold Schwarzenegger, grabada el mes de abril anterior, en la que se le preguntaba por sus aspiraciones políticas.

Uno de los móviles de Tim empezó a vibrar; el Nokia, en el bolsillo izquierdo, no el Nextel que le había facilitado Dumone. Comprobó el sistema de detección de llamadas y lo desactivó porque, por el bien de Dray, no quería que nadie supiera que hablaba con ella.

Ananberg, sin embargo, reparó en su expresión, y al tiempo que se llevaba el lápiz a los labios, preguntó:

– ¿Algún problema en casa?

Tim no le hizo ningún caso y volvió a apretar el mando a distancia para poner la cinta en cámara lenta. La risa de Arnie, a ocho fotogramas por segundo, le daba todo el aspecto de un hombre dispuesto a devorar lo que fuera. Se daba una palmada en el muslo al tiempo que volvía la cabeza, dejando a la vista un rasguño que se había hecho al afeitarse y la marca que el sol le había dejado en torno a la oreja de tanto llevar un teléfono de manos libres. La iluminación daba a su piel un aspecto satinado.

Mitchell observaba la pantalla intentando averiguar qué buscaba Tim, y tamborileaba sobre el listín con unas tenacillas.

Rayner se atusó el bigote con el pulgar y el índice.

– Ahora que ya hemos hecho todo el trabajo sucio, ¿por qué no nos cuenta su plan? A estas alturas, aún no sabemos nada. ¿Cómo nos enteraremos cuando ocurra?

– No se preocupen -dijo Tim, sin apartar la mirada de la pantalla-. Cuando ocurra, lo sabrán.


Aparcado en el sendero de entrada, Tim miraba fijamente los números de la casa clavados justo debajo de la lámpara del porche, junto a la puerta principal: 96775. Años atrás, él mismo señaló a lápiz su ubicación antes de clavarlos a la pared sirviéndose de una escuadra para calcular la inclinación. El 9 había perdido el clavo inferior y se había vuelto del revés convirtiéndose en un 6 mal alineado.

Volvió a escuchar el último mensaje que Dray le había dejado en el móvil:

«Bueno, pues como de un tiempo a esta parte es tan difícil dar contigo, voy a dejarte un mensaje. No creas que puedes desaparecer y solucionarlo todo al mismo tiempo. Puesto que no sé dónde vives, no puedo pasarme por allí y hacerte entrar en razón, pero no voy a estar esperándote siempre. Ven y tendremos una charla. Vuelvo a trabajar a jornada completa, así que llama antes para asegurarte de que estoy en casa.»Su voz, el dolor apenas velado por la ira, casaba con el estado de ánimo de Tim. Hizo mella en él una parte del mensaje en particular: «No voy a estar esperándote siempre.» ¿Antes de seguir su camino? ¿Antes de ir en su busca? Por exigencias de la operación, se había aislado de ella en el momento más inoportuno. Difícilmente podía extrañarse de que su distanciamiento hubiera dado lugar a cierto rencor por parte de ella.

Se quitó el anillo de casado y contempló la casa a través de él como si de un telescopio se tratara: una escueta composición de todo lo que había dejado que se fuera a la mierda. Tuvo la sensación de que la mano se le había quedado desnuda sin el anillo, así que se lo volvió a poner.

Llamó dos veces al timbre. No hubo respuesta. Había descuidado sus obligaciones con la Comisión para venir. La casa vacía le hizo ver lo mucho que echaba de menos a su esposa y lo inmenso que era el hueco de su ausencia. Estaba furioso consigo mismo por no haberse asegurado de que ella estuviera en casa.

Entró por el garaje y deambuló por la vivienda sin saber muy bien qué andaba buscando. Se quedó mirando los frascos de Dray dispuestos en la repisa del cuarto de baño principal. Sentado a su cama, cogió la almohada y respiró su aroma: crema hidratante y acondicionador para el cabello. Pintó el enlucido que había colocado en las paredes del salón. Rebuscó el martillo en el garaje y reparó el número de la casa, volviendo a situar el 9 en la posición que le correspondía para luego martillearlo hasta que el clavo quedó a ras del metal. Cuando volvió a la cocina, notaba un zumbido en la cabeza.

Dejó a Dray una nota adhesiva en la nevera para decirle que la quería. Ya casi estaba en la puerta cuando dio media vuelta y le dejó otra en el espejo del baño con el mismo mensaje.


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