Con las notas del caso de Kindell a punto de abrasarle en los pantalones, Tim se fue de la casa de Rayner sin buscarlo para decirle que se marchaba. A medida que recorría el sendero de entrada, notó que la casa se alzaba a su espalda, umbría y equívocamente anticuada. No fue hasta después de que las puertas de hierro forjado se cerraran detrás de su coche cuando cayó en la cuenta de que había atribuido al edificio una cierta emoción inefable, una especie de mezcla de tristeza y amenaza.
Condujo unas manzanas, aparcó y echó un vistazo a las notas del defensor de oficio sobre Kindell. Su entusiasmo no tardó en dar paso a la decepción. Las notas mecanografiadas, apenas un resumen de las conversaciones del abogado con Kindell antes del juicio, eran incompletas y estaban mal organizadas.
Algunas resultaban escalofriantes.
«La víctima era del "tipo" del cliente.»«El cliente asegura que se pasó hora y media con el cadáver después de la muerte.»Tim notó que le daba un vuelco el estómago y tuvo que bajar la ventanilla del coche y respirar aire fresco antes de armarse de valor para seguir leyendo.
Una frase en la quinta página lo dejó conmocionado. En un intento de recobrar la lucidez, se encontró leyéndola una y otra vez para dotar de significado a las palabras de modo que volvieran a tener algún sentido.
«El cliente asegura haberse ocupado de todos los aspectos del crimen él solo.»Y la frase siguiente: «No había hablado con nadie acerca de Virginia Rackley ni del crimen hasta que llegó la policía a su domicilio.»Sumido en un estupor que lo rodeaba por completo, acabó de revisar el documento, que no le aportó ningún dato nuevo.
Kindell no tenía razones para engañar a su abogado, ni éste para mentir en un informe confidencial. A menos que el expediente completo del caso revelara alguna otra información -enterrada quizás entre los informes del investigador de la defensa-, Tim tendría que reconocer que había andado errado desde el principio. Eran Gutierez, Harrison, Delaney y su padre quienes estaban en lo cierto.
El convencimiento que Tim tenía de que había un cómplice lo había protegido del grueso de la carga que era la muerte de Ginny. Si Kindell había sido su único asesino, las opciones de Tim eran concretas, tan limitadas como las paredes pandeadas de la casucha de aquél. No le quedaba gran cosa por hacer, salvo enfrentarse a éste como mejor le pareciese y luego arrostrar la realidad de la muerte de su hija.
Llamó a Dray. Se había ido a dormir -el contestador saltó nada más sonar el teléfono-, de modo que le dejó un mensaje con la noticia, codificada por si Mac andaba por allí.
En el trance de un agotamiento repentino, regresó a su apartamento y se sumió en un sueño tan denso como dichoso y exento de pesadillas. Al despertar, permaneció tumbado en el colchón unos minutos, observando el revoloteo errático de las motas de polvo a la luz matinal que entraba por la ventana, regresando de forma obsesiva a la última carpeta negra que aguardaba en la caja de seguridad de Rayner.
No sin cierta satisfacción, cayó en la cuenta de que, en el caso de que no aportara de milagro alguna prueba fehaciente de la existencia de un cómplice, no tendría que esperar mucho para vérselas con Kindell.
Antes, sin embargo, debía pillar a Bowrick.
Se dio una ducha, se vistió y salió a tomar un café. Se sentó en un reservado de una cafetería de mala muerte a una manzana de su piso y echó un vistazo a L. A. Times. La ejecución de Debuffier se había vuelto a apropiar del titular, pero el artículo no decía gran cosa sobre la investigación. El Hombre de a Pie seguía asomando el hocico para decir: «La ley no es necesaria para distinguir lo que está bien de lo que está mal. La ley dijo que ese santero cabrón no había hecho nada malo, pero sí lo había hecho. Ahora ha muerto y la ley dice que está mal. Yo creo que se ha hecho justicia.» Tim reparó con cierta inquietud en la claridad con que el Hombre de a Pie articulaba la posición que, en teoría, defendía él.
Otro artículo informaba de que un grupo que velaba por la moral y las buenas costumbres estaba protestando contra la empresa informática Taketa Fun Systems por haber empezado a desarrollar un video- juego titulado La colina de la muerte que apoyaba la táctica del revanchismo. El jugador podía equipar a su alter ego en la pantalla con el arma automática de su elección antes de lanzarlo a recorrer las calles. Se veían disparos que hacían estallar cabezas ensangrentadas y explosiones que cercenaban miembros. Con un violador se obtenían cinco puntos, y con un asesino, diez.
Un artículo secundario sobre dos inmigrantes abatidos en sendos robos mermó parte de la indignación hipócrita que sentía Tim.
Volvió a su apartamento y se sentó en la única silla con los pies en el alféizar y el móvil en el regazo. A modo de referencia había sacado a escondidas tres páginas de notas que había tomado del expediente de Bowrick. En busca de inspiración, se conectó a Internet y encontró la fotografía de L. A. Times del entrenador con su hija muerta entre los brazos a la salida del Instituto Warren. Pasó un buen rato absorto en la cara del hombre, deforme por efecto de la angustia y de una suerte de incredulidad conmocionada. Tim notó en ese momento una compasión que sólo puede experimentarse cuando lo que más teme uno se ha hecho realidad.
Y también cayó en la cuenta de la alarmante inutilidad de todo aquello.
Se frotó las manos, repasó las tres páginas de notas y elaboró una estrategia. Bowrick había preparado con tiento su reubicación para evitar amenazas y posibles atentados contra su vida; quería permanecer bien escondido. Por lo general, Tim tenía unos recursos de rastreo prácticamente ilimitados. Cada organismo gubernamental, desde el Departamento del Tesoro hasta Inmigración, pasando por Aduanas, tenía una o varias bases de datos informáticas -EPIC, TECS, NAD- DIS, MIRAC, OASIS, NCIC-, pero ahora le resultaban inaccesibles. Para obtener información sobre Bowrick, ya no podía llamar a sus topos en otros organismos, sus informadores ni sus contactos en empresas que trabajaban desde dentro. No podía hablar con nadie en persona, husmear en ningún sitio ni untar a ningún chivato. Tendría que buscarse la vida como un criminal, cosa que era, según supuso.
Empezó por la última dirección conocida de Bowrick, se puso en contacto con el gerente del apartamento de éste y se hizo pasar por cobrador. No tenía muchas probabilidades, pero Tim sabía cómo empezar por lo más modesto. Bowrick no había dejado dirección para que le enviaran el correo, pero Jim obtuvo la fecha en que se había mudado: el 15 de enero.
Fingiéndose un inspector postal que investigaba un fraude, llamó a las compañías de gas, electricidad, agua y televisión por cable y les obsequió con un número de licencia falso y un tono de voz malhumorado. Le sorprendió -como siempre- lo fácil que era obtener información confidencial. Por desgracia, todos los datos sobre Bowrick correspondían a direcciones previas al 15 de enero; había sido lo bastante listo para registrarlo todo bajo su nuevo nombre, fuera cual fuese. El teléfono solía arrojar los datos más actualizados, pero la dirección que figuraba en su contrato con la compañía Pac Bell era la que ya le constaba, y el número estaba fuera de servicio desde hacía tiempo.
Con el nombre y el número de placa de Ted Maybeck -imaginó que Ted se la debía por la infame foto de la celebración-, Tim intentó abrirse paso por el entramado burocrático del Departamento de Vehículos Motorizados, pero no llegó a ninguna parte. El personal del DVM era o bien incompetente o bien duro de pelar; los que tenían este último rasgo también estaban versados en criterios de confidencialidad. Según el expediente del caso, Bowrick no tenía vehículo propio; su madre solía llevarlo al instituto, cosa que, según recordó Tim, lo convertía en el hazmerreír de los alumnos de último curso. De hecho, la mayor parte de los testimonios del alumnado habían sido mordaces, salvo por una chica, una tal Erika Heinrich, que señaló el maltrato de que habían sido objeto tanto Bowrick como los pistoleros -a estas alturas fallecidos- por parte de los miembros del equipo de baloncesto.
Callejones sin salida por todas partes. Tim había abordado la búsqueda como si cursara una orden de detención, y el repentino inciso le produjo de inmediato una intensa decepción. Abrió la ventana y se asomó a la leve brisa. No se había percatado del ambiente sofocante que había en la habitación por causa del sol y su propio calor corporal. Cerró los ojos y pensó en el informe policial a la espera de que un dato concreto descollara y le ofreciera una vía de investigación. No ocurrió nada parecido.
Recordó los hombros caídos de Bowrick, su atractivo de rata acorralada. Intentó imaginar lo que debía de ser haber tenido un hijo capaz de cometer un acto de destrucción semejante. ¿Podía un padre querer a alguien tan cruel y odioso? ¿Podía alguien quererlo?
Notó una punzada instintiva, como si una pieza del puzzle se desplazara hasta encajar. El colgante en forma de media moneda que llevaba al cuello en la foto de la policía, un regalo entre novios. Cada uno llevaba una mitad de la misma moneda. De pronto cobró nitidez el carácter de la declaración de Erika Heinrich. La única versión compasiva. La novia.
Se conectó e introdujo el nombre «Erika Heinrich» en el buscador de personas de Yahoo. Obtuvo dos coincidencias: una chica de diecisiete años en Los Ángeles y una mujer de setenta y dos en Fredericksburg, Tejas. ¿La abuela? Uno de los artilleros de la antigua compañía de Tim en los Rangers era de Fredericksburg, así que estaba al tanto de que era una comunidad predominantemente alemana, lo que explicaba la «k» del nombre de pila.
Localizó el número de la Erika más probable en la pantalla y llamó. Al contestar una mujer, puso su mejor voz de vendedor, y le salió sorprendentemente bien.
– ¿Hablo con Erika Heinrich?
Un deje de irritación en el tono:
– Soy su madre, Kirsten. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho esta vez?
– Lo siento, es posible que haya un cruce de nombres en nuestra base de datos. Llamo de Telecomunicaciones Contact para informarle de que ha sido agraciada con…
– No está interesada.
– Bueno, si tiene familiares fuera del estado, nuestras tarifas son sumamente competitivas. Dos centavos al minuto en llamadas interestatales y sólo diez centavos al minuto a Europa.
Una pausa ponderada, interrumpida únicamente por su respiración poco profunda.
– ¿Dos céntimos al minuto en las de larga distancia? ¿Dónde está la trampa?
– No la hay. ¿Le importa decirme a qué compañía está abonada? -MCI.
– ¿Y para llamadas locales?
– Verizon.
– Bueno, superamos tanto a MCI como a Verizon en casi un cuatrocientos por ciento. Hay un simple coste de veinte dólares al mes…
– ¿Un coste de veinte dólares? Ya sabía que era una tomadura de pelo. -La mujer colgó.
Tim no disponía de listín en el apartamento, Joshua había salido y el de la cabina de teléfonos de la esquina lo habían arrancado de cuajo. A un par de manzanas encontró otra cabina, ésta con la guía intacta. Echó un vistazo y localizó el establecimiento más cercano de la empresa de comunicaciones Kinko, luego buscó otro un poco más alejado de su piso. Llamó y obtuvo un número para la recepción de faxes, un servicio ofrecido a gente sin fax dispuesta a abonar una tarifa de un dólar por página.
De nuevo en el apartamento, llamó a MCI y le contestó un operador de atención al cliente. Colgó y llamó un par de veces más hasta que contestó una operadora. Matizó el tono de voz para lograr una entonación lo más lastimera posible.
– Sí, hola. Espero que pueda ayudarme con un… Esto… me acabo de separar de mi mujer, terminamos con el papeleo la semana pasada y… Bueno…
– Perdone. ¿En qué puedo ayudarle exactamente?
– Bueno, aún tengo que abonar las facturas de mi esposa… -Dejó escapar una risilla-. Las facturas de mi ex esposa. Su abogado acaba de enviarme la factura del teléfono y me parece… Bueno, me parece elevadísima. No quiero dar a entender que mi esposa esté haciendo nada fraudulento, no es eso, pero me preocupa que su abogado haya maquillado un poco las cifras. Ya sabe cómo son los abogados a veces.
– Yo también pasé por un divorcio. No hace falta que me lo cuente.
– Es… duro, ¿verdad?
– Bueno, la cosa mejora con el tiempo.
– Eso es lo que me dice todo el mundo. Yo… me preguntaba si podría enviarme por fax la factura telefónica para echarle un vistazo y asegurarme de que las cifras son correctas. Si lo son, reembolsaré el dinero a mi mujer encantado, naturalmente, sólo que…
– Que si algún abogado se está quedando con usted, quiere saberlo.
– Exacto. Mi mujer se llama Kirsten Heinrich y su número es el tres, uno, cero, seis, cinco, seis, ocho, cuatro, seis, cuatro.
Tim oyó el sonido de unos dedos fugaces sobre el teclado de un ordenador.
– Lo cierto es que, aunque me gustaría ayudarle, no puedo facilitar registros sin una autorización… -Más tecleo-. Oiga, este número figura bajo el nombre de Stefan Heinrich.
– Sí, claro. Soy yo.
– Bueno, técnicamente sigue siendo su número, así que hasta que ella cambie la domiciliación, estoy autorizada a facilitarle esos datos. ¿A qué número de fax quiere que le envíe la última factura?
– Al del Kinko más cercano a mi casa. He perdido el fax junto con mi Saturn nuevecito. El número es el tres, uno, cero, seis, dos, nueve, uno, cuatro, siete, siete. Si pudiera enviarme las últimas facturas, me sería de gran ayuda.
Con Verizon, Tim aseguró ser Stefan Heinrich desde el primer momento y pidió que le enviasen por fax las facturas de los tres últimos meses para comprobar que no le habían cargado ninguna llamada incorrecta.
Comió solo en Fatburger y dejó transcurrir una hora para que los faxes recorrieran los diversos eslabones de la cadena burocrática. Luego fue a Kinko y recogió los documentos. De regreso en su apartamento, se abalanzó sobre las páginas con un rotulador fluorescente en busca de pistas, hurgándose la mejilla con la lengua como si fuera un puntero.
Bowrick se había mudado un par de meses antes. Tim confiaba en que Erika y él habían sido pareja y seguían en contacto. Sabía de hombres que, al pasar a la clandestinidad, habían renunciado a coches con matrícula personalizada, a mascotas cuyo pedigrí estaba registrado, incluso a sus propios hijos, pero siempre se podía contar con que acabarían por ponerse en contacto con sus novias. Regresaban a la cama caliente igual que un perro a su vómito. Con un tipo solitario como Bowrick, las probabilidades eran mayores aún.
Las dos primeras facturas no le facilitaron ninguna información y empezó a inquietarse ante la perspectiva de verse obligado a llamar a todos y cada uno de los números que aparecían en el listado, pero entonces reparó en un número regional que coincidía con unas horas concretas. Hacia las once y media de la noche, todos los lunes, miércoles y viernes. Miró con más atención y vio que también había llamadas a ese mismo número, si bien con menos regularidad, en torno a las siete y media de la mañana.
Qué listillo, Bowrick.
Sabía que si alguien estaba decidido a encontrarle -una posibilidad razonable, teniendo en cuenta que era uno de los responsables de la matanza con mayor cobertura mediática en la historia de Los Ángeles-, quienquiera que fuese podía rastrear las llamadas que hicieran sus parientes o amigos. Así que, en vez de dejar que le llamaran a su piso, había establecido un horario en el que ponerse en contacto con él sin delatarlo.
Tim llamó al número y lo dejó sonar un buen rato, porque supuso que era un teléfono público. Tras diecisiete timbrazos, contestó un hombre que hablaba con fuerte acento hindú.
– Deje de llamar, por favor. Es un teléfono público. Me está espantando a la clientela.
– Lo siento, pero mi novia tendría que haber contestado. Me parece raro que 110 esté allí, así que quiero pasarme para buscarla. ¿Le importa decirme cuál es la dirección?
– ¿Piensa comprar algo o sólo vendrá a husmear?
– Compraré algo.
– En la esquina de Lincoln y Palms.
Tim ya lo sabía, pero tuvo que preguntarlo para tranquilizar al censor políticamente correcto que, para sorpresa suya, percibió merodeándole por la cabeza.
– ¿Y su establecimiento es…?
– Un 7-Eleven.
Colgó y miró la hora: 8.11 de la tarde. Le sorprendió comprobar que llevaba cerca de trece horas enfrascado en la tarea. El tiempo había transcurrido en una sucesión de minutos desdibujados, sin el lastre de pensar ni un instante en su esposa ni su hija, en ética ni en responsabilidad. Únicamente un trabajo bien hecho, una mezcla de instinto y concentración.
Faltaba algo más de tres horas hasta el momento en que Bowrick podía aparecer para recibir su llamada del lunes por la noche, pero decidió llegarse hasta allí para reconocer el terreno. El 7-Eleven estaba en una calle concurrida, de modo que no le fue difícil pasar inadvertido. Aparcó en el lado opuesto de Lincoln ante un parquímetro, desde donde veía con toda claridad la entrada a la tienda. Los parquímetros no funcionaban después de las seis, de modo que no tenía que preocuparse por los agentes de tráfico.
Entró en el establecimiento y compró un vaso grande de Mountain Dew y una cajita de tabaco de mascar Skoal. Cafeína y nicotina, dos malas costumbres forjadas a fuerza de turnos de vigilancia. Debuffier miraba desde una foto borrosa en la portada de un periódico sensacionalista al lado de la caja registradora, junto a otra instantánea de la bolsa de gran tamaño que contenía su cadáver. El titular clamaba: UN ÁNGEL DE DIOS SE DESHACE DE LA BASURA. El teléfono público estaba al fondo, en medio de una hilera de máquinas de videojuegos pasados de moda. Un chavalillo con marcas de viruela le estaba metiendo caña al baile del Ciempiés.
Tim volvió a subirse al coche y esperó sin quitar ojo a las puertas de doble hoja que de vez en cuando desaparecían tras las camionetas y los coches que pasaban. Para no perder la concentración, desconectó el Nextel; el Nokia lo había dejado en el apartamento. Mascó la mitad del tabaco, escupiendo en una lata vacía de Coca-Cola. Le sobrevino un estado hipnótico parecido al que se alcanza cuando se corren largas distancias o se miran fotografías de las vacaciones. Se le durmió el culo. Su reflejo en el espejo retrovisor le confirmó que el moretón que le había provocado Dray en el ojo no tenía prisa por desaparecer, aunque había mermado considerablemente hasta convertirse en una amplia mancha azulada.
Dieron las once y media y pasó el tiempo sin que Bowrick asomara por allí. Tim esperó hasta la una y cuarto, sólo por terquedad. Al cabo abandonó el espacio donde había aparcado, con la espalda dolorida y las encías inflamadas por causa del Skoal; hizo firme propósito de llevar un protector lumbar y comer pipas al día siguiente.
Una vez en casa, puso el despertador a las cinco y media para tener tiempo de cruzar la ciudad por si Bowrick había aplazado el momento de recibir llamadas hasta la mañana siguiente. Durmió, se despertó y regresó a su puesto de vigilancia, tras parar únicamente para adquirir una cámara Polaroid y un protector lumbar, que se ajustó bien a la cintura para mantener la espalda más recta. Los parquímetros entraron en funcionamiento a las siete de la mañana, y en cuestión de quince minutos tuvo que dar una vuelta a la manzana para evitar que el agente de tráfico lo multara.
Estuvo escupiendo cáscaras de pipas en el vaso del día anterior hasta las diez y cuarto. Había supuesto que las llamadas que recibía Bowrick a las siete y media eran una especie de toma de contacto antes de entrar a trabajar, así que era probable que estuviese ocupado en algún lugar durante las horas siguientes. Tim se marchó, comió un sándwich sin perder mucho tiempo y permaneció de vigilancia desde las once y media hasta las dos y media, por si Bowrick decidía pasarse por allí a la hora de comer. Regresó a las cuatro y media y realizó un largo turno de vigilancia que lo retuvo allí una hora y media más allá de la hora habitual de recepción de llamadas.
Agotado y abatido, regresó a su apartamento. Presa del insomnio, permaneció incorporado en la cama, estudiando las facturas de teléfono pormenorizadas. La factura más reciente de Erika Heinrich sólo llegaba hasta principios de mes. ¿Y si estaba obsoleta? Los horarios de llamadas podían haber cambiado en las tres últimas semanas. El día siguiente era miércoles, uno de los días que Bowrick solía recibir llamadas, así que decidió darle otras veinticuatro horas.
Cuando por fin conectó el Nokia, sólo tenía dos mensajes de los dos últimos días. El primero era un par de minutos de monótonas divagaciones de Dray, decepcionada al averiguar que las notas del abogado no habían aportado pistas nuevas. Le alarmó comprobar que, a lo largo de todo el día, había soterrado todo recuerdo de Ginny bajo un mecanismo de defensa mental; no había pensado un solo minuto en ella. El aguijonazo regresó más punzante aún, como un manotazo sobre una herida reciente, y echó por tierra el respiro que había supuesto aquel paréntesis.
En el siguiente mensaje, Dray le hacía saber que el jefe Tannino había vuelto a llamar -al parecer por segunda vez en lo que iba de mes-; estaba preocupado por Tim y deseoso de verle. Ananberg le había llamado al Nextel la noche anterior hacia las tres. Su mensaje decía simplemente: «Tim, soy Jenna.»Le alegró que el resto de la Comisión no lo hubiera molestado, tal como les había pedido. Tener a Robert y Mitchell al margen por el momento le quitaba un peso de encima. Escuchó un par de veces más el mensaje de Dray en busca de instantes en los que la voz se le quebraba levemente y delataba sentimientos de necesidad o añoranza.
Se sentó a su mesita y contempló la fotografía de Ginny, desgastada de tanto llevarla en la cartera. Notó que sus pensamientos se disgregaban y traspasaban fronteras sin parar mientes en barreras. Luego intentó dormir sin conseguirlo. Estaba tumbado boca abajo, con la mirada fija en el despertador, cuando dieron las cinco y media y el aparato emitió su descarado zumbido.
Se pasó el día en el puesto de vigilancia, que sólo abandonó un par de veces para mear y comprar un burrito en un puesto de comida mexicana calle arriba. A causa de la falta de estímulos, la cabeza le hervía como si estuviera sumido en una suerte de neblina resacosa. El aire olía más a tubo de escape que a oxígeno, y el mar no daba la menor señal de estar lamiendo las rocas apenas a diez manzanas de allí.
En el semáforo calle adelante, un vendedor de dudosa nacionalidad vendía diminutas banderas de Estados Unidos a diez pavos la unidad. América, irónica tierra de las oportunidades.
La tarde se hizo atardecer y el atardecer dejó paso a la noche. Cuando dieron las once y cuarto, Tim aflojó el protector lumbar un agujero para que los calambres le hicieran tensar la parte inferior de la espalda y así estar más alerta. Veinte minutos después seguía erguido en el asiento, con la mirada fija en la entrada de la tienda. A las doce menos cuarto empezó a maldecir. Llegó la medianoche, y entonces puso en marcha el coche y metió primera.
Justo iba a salir cuando Bowrick dobló la esquina.