Tim fue al centro a toda velocidad y llegó a la colmena de edificios federales y palacios de justicia en torno a Fletcher Bowron Square. La achaparrada estructura de cemento y vidrio que pasaba por Edificio Federal albergaba las oficinas de la Brigada de Búsqueda y Captura. Empotrado en la fachada había un mosaico de grandes dimensiones que representaba a unas mujeres con la cabeza cuadrada y Tim nunca había llegado a apreciarlo del todo. Las pocas veces que había llevado a Ginny a su despacho, a ella le había parecido inquietante el mural, en principio inofensivo; al pasar, mantenía la cabeza apartada hacia un lado. A Tim siempre le había costado trabajo descifrar sus miedos, entre los que se contaban los cines, la gente de más de setenta años, los grillos y Elmer Fudd, ese cazador que siempre va detrás de Bugs Bunny.
Se identificó a la entrada, subió las escaleras hasta la primera planta y recorrió el pasillo con suelo de baldosas blancas y mosaico moteado en las paredes.
El despacho en sí no era gran cosa, un laberinto de cubículos de metal con mesas de escuela y paredes con moqueta de un color rosado parecido al vómito mezclado con jarabe Pepto-Bismol. La administración llevaba meses prometiendo a los agentes un traslado al cercano edificio Roybal, más elegante y espacioso, y había ido demorando la mudanza un mes tras otro. El mosqueo había alcanzado la intensidad de un programa de cotilleo, pero no había servido de gran cosa; los agentes no eran los primeros en darse cuenta de que la burocracia federal avanzaba como una tortuga artrítica, y, a decir verdad, un despacho de pacotilla nunca había supuesto ningún impedimento para unos hombres que, de todos modos, preferían la calle. Las paredes estaban cubiertas con recortes de periódico, estadísticas criminales y fotografías de los delincuentes más buscados. John Ashcroft vigilaba desde un retrato, todo ojillos brillantes y barbilla de endeble.
A medida que se abría paso por el entramado de cubículos hasta su mesa, los demás agentes murmuraban palabras de condolencia y apartaban la mirada, justo la clase de reacción que había querido evitar yendo al trabajo.
Oso se le acercó casi a la carrera y ocupó el estrecho espacio de separación entre las mesas. Iba bien pertrechado: casco antibalas bajo un brazo, gafas colgadas del cuello, finos guantes de algodón, una radio portátil con micro de manos libres, dos juegos de esposas negro mate, una ristra de esposas flexibles de plástico duro colgada del hombro, botas negras con puntera de acero, una Beretta enfundada en la cadera, un pulverizador con gas pimienta, cargadores de repuesto en una cartuchera colgada del hombro derecho y un chaleco táctico de nivel III, más flexible que los chalecos especiales con un voluminoso revestimiento antitraumatismo, pero igualmente capaz de detener la mayoría de los disparos. Casi veinte kilos, sin contar su arma de asalto principal, un fusil de repetición Remington recortado con capacidad para doce proyectiles, cargado con cartuchos 00 y provisto de un cañón de ánima lisa de treinta y cinco centímetros y empuñadura de pistola. Puesto que no tenía culata de fusil, el retroceso era de una fuerza equivalente a unos dieciséis kilos que debían absorber los brazos; tarea fácil para Oso, aunque Tim había visto a agentes más delgados caerse de culo.
Al igual que el resto de los miembros de la Unidad de Respuesta y Detención, Tim prefería el MP-5 con culata, que permitía seleccionar mejor los objetivos. Consideraba que el arma de Oso era un error de criterio porque ocupaba ambas manos y ofrecía problemas a la hora de penetrar en un área cerrada, pero Oso había cogido cariño al Remington en los tiempos en que trabajaba en Protección de Testigos, y el estruendo que producía cada vez que disparaba un proyectil aumentaba considerablemente el canguelo del fugitivo más pintado.
La URD estaba formada por los agentes judiciales federales mejor preparados. Cuando sonaba la sirena, abandonaban su labor habitual, se ponían ropa de asalto y llevaban a cabo operaciones de precisión para detener a fugitivos. Gracias a su experiencia en Operaciones Especiales y su historial de detenciones, Tim había tenido la buena fortuna de entrar en la U Kl) casi inmediatamente después de licenciarse en la academia. Durante una redada efectuada el segundo mes, su unidad había estado registrando hasta quince escondites al día, empuñando armas en cada registro. La mitad de las veces tiraban la puerta abajo de una patada, y en más de la mitad de las detenciones se trataba de hombres armados.
Oso apenas aminoró el paso al llegar a la altura de Tim, y éste se volvió y avanzó con él para que no lo arrollara.
– Te estamos esperando. Abajo. Ahora. Tendremos la charla previa de camino.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Tim.
– Nuestro confidente nos ha dado un chivatazo sobre un colega que debía transportar un cargamento de vino importado y pasarlo por la aduana de San Diego. Ha quedado con un tipo que encaja con la descripción de Heidel.
– ¿Dónde?
La estrella dorada de agente federal destellaba en el cinturón de cuero de Oso a medida que iba andando.
– En el hotel Martía Domez. En Pico y Paloma.
Probablemente el camello dejaría la droga en una camioneta en el aparcamiento para que no le pillaran con ella en la habitación. En el motel recibiría el primer pago y se le indicaría cómo llegar hasta el escondite, donde se extraería el agua del supuesto «vino» para obtener la cocaína.
– ¿Cómo habéis localizado el lugar? -quiso saber Tim.
– Gracias a la UVE. Heidel es un cabrón de lo más listo y ha estado cambiando de teléfono prácticamente cada dos días, pero nuestro informador nos pasó su nuevo número y hemos localizado la señal de un móvil justo en la esquina de Paloma con la Doce.
La UVE, Unidad de Vigilancia Electrónica, tenía una serie increíble de trucos a su disposición a la hora de dar con fugitivos. Todo teléfono móvil emite un impulso acústico de localización en su frecuencia de emisión característica, identificándose así ante su red. Si una agencia gubernamental autorizada, como el Servicio Judicial Federal o la Agencia Nacional de Seguridad, está dispuesta a hacer una inversión desmesurada, se puede programar un sistema celular a escala nacional para concretar la emisión de ese impulso a un área de cobertura local con un radio de unos doscientos setenta y cinco metros. Debido a lo cara que resulta -para realizar esta clase de rastreo hacen falta hombres, coches y aparatos de GPS-, los problemas evidentes para obtener permisos y la necesaria cooperación del sector privado de telecomunicaciones, esta tecnología se utiliza muy rara vez. En el caso de Heidel, iban a por todas.
– El Martía Domez es el único hotel de la manzana, y el informador sabía que el encuentro iba a producirse en la habitación número nueve de un hotel -continuó Oso-. No tenían que encontrarse hasta las seis de la tarde, pero Thomas y Freed pasaron por allí con el coche hace unos veinte minutos e informaron de que ya había alguien en la habitación. Acaban de aparecer dos hombres más.
– ¿Alguno de ellos encaja con la descripción de Heidel?
– No, pero se parecen a los hispanos que le ayudaron a escapar. Thomas y Freed están de vigilancia con los pardillos de la UVE. Les he advertido que tengan buen cuidado de que no les vean. Les he dicho que vamos para allá a todo trapo y vamos a pillar a esos tipos antes de que se den cuenta.
Oso abrió la puerta con tal fuerza que dejó una muesca en la pared. Los otros agentes sintieron cierta envidia al verlos salir.
La Bestia los aguardaba abajo. La Bestia era una vieja ambulancia militar reconvertida, con capacidad para una docena de personas sentadas en dos bancos corridos a cada lado. En la pintura negra destacaba una enorme leyenda en blanco -POLICÍA JUDICIAL FEDERAL, EE.UU.-, casi exactamente igual a la que llevaban los miembros de la URD en su camiseta. En toda la ropa y el equipo de los judiciales, la palabra POLICÍA aparece en un cuerpo más grande que el que proclama el nombre del organismo en concreto, porque si se da una situación de alto riesgo, no conviene que el agente judicial tenga que esperar a que el ciudadano de a pie recuerde qué es exactamente un agente judicial federal de Estados Unidos, y porque POLICÍA es un término en lengua franca que equivale a «disparo mucho mejor que tú». Las leyendas en amarillo y los distintivos cosidos al uniforme también reducen considerablemente las posibilidades de que se confunda a la URD con una banda de atracadores.
Tim cogió su equipo del maletero de su coche, lo metió en la parte trasera de la Bestia, estrechó con fuerza unas cuantas manos y se sentó entre Oso y Unan Miller, el agente supervisor a cargo de la URD y la Unidad Canina de Detección de Explosivos. La mejor perra de Miller, una labradora negra llamada Preciosa en honor al chucho de Jame Gumb, el tarado de El silencio de los corderos, olisqueó la entrepierna a Tim antes de que Miller la hiciera volver a su sitio de un manotazo.
Tim miró a los otros ocho hombres sentados en los bancos del vehículo. No le sorprendió ver a los dos miembros mexicanos de la URD; a sabiendas de que los dos cómplices de Heidel en el asesinato de los agentes federales eran hispanos, Miller había recurrido al talento hispano como medida preventiva contra acusaciones de venganza racista. Un chico cubano llamado Guerrera ocupaba el puesto de su habitual número tres, que era cuñado de uno de los agentes que mataron los hombres de Heidel. Miller había tomado todas las precauciones para que fuera una redada totalmente legítima y asegurarse de que sus hombres sobrevivieran al atroz escrutinio de los medios de comunicación de Los Angeles una vez terminada la operación.
Tim notó movimientos incómodos en el banco de enfrente.
– Hacedme un favor: no me digáis lo mucho que sentís lo de mi hija. Ya sé que es así, y os lo agradezco.
Los interpelados hicieron gestos de asentimiento y murmuraron a modo de respuesta. Oso aligeró la tensión señalando el 357 que llevaba Tim al cinto.
– Eh, Wyatt Earp. ¿Cuándo vas a agenciarte una automática y entrar de una vez en el siglo veintiuno?
Era la táctica de Oso para demostrar a los demás que Tim no era tan frágil. Tim, agradecido, le siguió la corriente.
– El tiroteo habitual dura unos siete segundos y se produce a una distancia de unos tres metros. ¿Sabes cuántos disparos suelen hacerse?
Oso sonrió al oír el tono fingidamente formal de Tim, y los otros lo imitaron.
– No, señor, no lo sé.
– Cuatro. -Tim desenfundó la pistola e hizo girar el tambor-. Así que, a mi modo de ver, aún llevo dos balas de más.
El vehículo salió a trompicones del aparcamiento y dejó atrás la escultura metálica del edificio Roybal, compuesta de cuatro inmensas siluetas humanas que tenían todo el aspecto de haber sido agujereadas por la misma brigada que acabó con Bonnie y Clyde. Los hombres y mujeres perforados de cabeza cuadrada tenían plenamente convencido a Tim de que más le habría valido al gobierno ceñirse a elaborar presupuestos y olvidarse del arte.
Frankie Palton se pasó el brazo por detrás de la cabeza con gesto de dolor y Jim Denley lanzó un bufido.
– ¿Qué pasa, te ha zurrado tu chulo?
– No, la parienta ha traído a casa el maldito «Comi Sutra», ya sabéis, ese libro de posturas sexuales…
Tim reparó en que el MP-5 de Guerrera estaba en posición de disparo; lo miró y se señaló con el índice y el corazón los ojos para luego dirigir ambos dedos hacia la culata del arma. Guerrera asintió y puso el seguro.
– … Y ayer por la noche me tuvo haciendo la «coyunda de la vaca»; no es coña, estuvo a punto de joderme el manguito del rotor.
Ted Maybeck se agachó y tanteó el suelo a sus pies.
– Maldita sea. ¡Maldita sea!
– ¿Qué coño pasa, Maybeck? -preguntó Miller.
– He olvidado el ariete.
– Tenemos dos arietes y un mazo ahí delante.
– Pero no mi ariete. Me lo traje de Saint Louis. Trae buena suer…
– No digas eso, Maybeck -gruñó Oso, que levantó la mirada del revólver de cinco disparos que estaba cargando-. Ni se te ocurra decir eso, joder.
Tim se volvió hacia Miller.
– Thomas y Freed están reconociendo el terreno en estos mismos instantes para ver qué se cuece. La UVE tiene vigilada la señal de su teléfono móvil para asegurarse de que no se nos vaya. Como todos sabemos, Heidel es un criminal armado y sumamente peligroso. Si hemos de regirnos por las cuatro armas que le ha venido en gana registrar, parece ser que prefiere los revólveres. Cuando lo pillemos, no le digáis que ponga las manos a la espalda, porque es posible que tenga una pistola detrás. Tiene que llevarse las manos a la cabeza. Según los testigos, los dos hispanos que…
– ¿Te refieres al pichafloja número uno y el pichafloja número dos? -bromeó Denley.
– Putos blancos -contestó Guerrera-. Siempre andáis a vueltas con vuestro complejo de inferioridad, con esa lombricilla que lleváis colgando.
– Es lo bastante grande para llenarte la boca.
Los dos hombres tendieron los puños y entrechocaron los nudillos. Si la precisión técnica era un requisito en la URD, no se podía decir lo mismo de la conversación ingeniosa.
Miller alzó la voz para adoptar un tono de advertencia.
– Los dos hispanos llevan el distintivo de alguna banda callejera tatuado en la nuca, y es posible que uno de ellos lleve tatuado en el bíceps un alambre de espino. No lo sabemos con seguridad, pero creemos que en la habitación hay cuatro personas: Heidel, los dos hispanos y el camello. Heidel está liado con una mujer, una pava gorda que apenas sabe hablar inglés y cuenta con antecedentes por tenencia de armas. El año pasado no la pillamos, así que es posible que se haya venido con él. Heidel ha asegurado en numerosas ocasiones que no piensa volver al trullo, de modo que ya sabéis lo que quiere decir eso.
Heidel, como la mayoría de los fugitivos que perseguían, no tenía nada que perder. Ya había pasado por los tribunales. Si le echaban el guante, el resto de su vida transcurriría en prisión, cosa que no lo predisponía -ni tampoco predisponía a sus dos cómplices en el asesinato de los agentes federales- a mostrarse dócil a la hora de una redada. Una vez más, los agentes iban a tener que ceñirse a las reglas por mucho que los criminales se las saltaran. Esos perros no se regían por las regulaciones del departamento, ni tenían reparos en acabar con el enemigo, ni se preocupaban de que pudiera resultar herido alguien ajeno a la redada, de modo que los agentes no debían esperar a que les amenazaran con un arma o a que su vida estuviera en peligro para disparar.
– Vamos a entrar en un grupo de ocho sin llamada previa. Nada de disparos de fogueo. La típica patada en la puerta. La policía de Los Ángeles establecerá un perímetro secundario y se asegurará de que la presencia de hombres uniformados resulte bien visible. Asimismo, tendremos francotiradores cubriéndonos desde el otro lado de la calle. Guerrera, esto no es Miami: las puertas se abren hacia dentro, no hacia fuera. Denley, recuerda que estás en Los Ángeles. Puerta adentro y directo al fondo. Olvídate de esas entradas verticales de Brooklyn.
– Y, ya que estamos, a ver si te deshaces del acento a lo Robert de Niro -dijo Palton-. De todos modos, aquí nadie se traga esa mierda.
Denley se señaló el pecho con el pulgar y dijo:
– ¿Hablas conmigo?
Tim esbozó una sonrisa, la primera en varios días. Cayó en la cuenta de que llevaba al menos cinco minutos sin pensar en Ginny, sus primeros cinco minutos desde el incidente. Recordar lo ocurrido le supuso una sacudida, pero, por primera vez, se veía con cierto ánimo. Tal vez al día siguiente conseguiría pasar seis minutos sin torturarse.
La Bestia chirrió al tomar una curva y entró en el aparcamiento trasero de un 7-Eleven. Al ver a dos agentes de la Policía de Los Ángeles a su lado, Freed cruzó hasta donde se encontraban encorvado igual que si estuviera bajo fuego enemigo, a pesar de que el hotel estaba a casi dos manzanas de allí. Uno de los pardillos de la UVE -con el pelo alborotado, gafas de culo de botella y todo lo demás- estaba justo a su espalda con la mirada fija en un GPS portátil cuya pantalla de cristal líquido indicaba con su tenue destello que el impulso acústico de localización en la frecuencia de emisión del móvil de Heidel no cambiaba de posición.
La brigada de la URD saludó a los polis. Miller, por su parte, les dio las gracias por haber acudido y llegó a un acuerdo de cara a establecer el perímetro. Con toda la unidad reunida a su alrededor, Freed desplegó una gruesa lámina de papel basto encima del capó de un Volvo cercano en la que había dibujado un esquema aproximado de la habitación del hotel de acuerdo con una conversación mantenida con el encargado y una inspección llevada a cabo en persona de la configuración del tejado y la ubicación de diversos respiraderos y tuberías externas. No querían correr el peligro de que los detectaran visitando una habitación similar. El plano era curiosamente alargado; un pasillo unía la sala principal con un dormitorio y el cuarto de baño.
– El camello acaba de aparecer en un carro maqueado -dijo Freed. Aunque su dominio del argot callejero disimulaba que era de buena familia, la pulcra pronunciación lo delataba como alumno de una escuela privada-. Un Explorer del noventa y uno equipado con tapacubos cromados, estribos de coche de carreras, alerones, guardabarros, amortiguadores de aire…, toda la parafernalia que suele llevar esa gentuza. Parece que tiene el maletero lleno de cajas, pero los vidrios son ahumados y no podemos ver si se trata de botellas o no. Lleva ahí dentro unos cinco minutos. Los dos hispanos han llegado en un Chevy, y creemos que quien los esperaba en la habitación llegó en un Mustang verde. La matrícula pertenece a una tal Lydia Ramirez, la novia de Heidel, una confirmación bastante fiable.
Maybeck sopesaba el nuevo ariete igual que un lanzador con un guante nuevo.
– ¿Qué sabemos de la puerta? -preguntó.
– Es un edificio de la década de los años veinte, así que probablemente sea una puerta metálica con interior de madera. No hay que reventar ninguna pantalla de seguridad ni nada por el estilo.
Tim echó un vistazo en derredor. Envases vacíos en bolsas de papel marrón. Patios delanteros cubiertos de maleza. Ventanas rotas.
– Es posible que vendieran las puertas cuando el barrio decayó y el hotel cambió de dueños.
– Comprobad si son huecas -aconsejó Oso-. Lo último que nos hace falta es volver a atravesar una puerta con el maldito ariete.
– Tranquilo, Jowalski. Eso pasó una vez, hace seis putos meses.
– Una vez es más que suficiente.
Freed carraspeó.
– Es un edificio de dos plantas y la habitación está en el centro del primer piso; es la número nueve. Tiene una puerta corredera que permite acceder a una piscina de mierda en la parte de atrás, y una de las ventanas del baño también da a la parte trasera. Thomas y yo nos encargamos de cubrir la retaguardia.
Tim bajó el volumen de la radio portátil para no tener que hacerlo una vez en marcha.
– ¿Tiene algún acceso a las habitaciones contiguas?
– No.
La adrenalina empezó a bombear a plena presión. Los hombres se habían repartido instintivamente por parejas y se les veía inquietos, como caballos de carrera en la línea de salida. Preciosa, la perra, daba tirones de la cuerda.
Miller terminó de hablar con el agente de policía y se volvió hacia sus hombres.
– Muy bien, chicos. Vamos a darles por culo en plan Pearl Harbor.
Recorrieron a paso ligero el pasillo exterior, muy juntos unos de otros, con las armas prestas a la altura del pecho, acercándose desde el quicio de la puerta. Miller abría la comitiva con Preciosa, y Maybeck iba detrás cargado con el ariete. Tim ocupaba su posición habitual de número uno; Oso, su compañero de equipo, entraría por la puerta tras él. Las demás parejas les seguían a corta distancia. Eran todo atuendo negro y armas, ojos deformados tras las gafas, cascos con la lustrosa visera echada. Más de un fugitivo se había meado encima al ver que echaban la puerta abajo.
Oso sudaba a mares. Quitó el seguro al Remington; el orificio eyector estaba vacío y listo para cuando quisiera retirar la guía y meter un poco de ruido.
Miller se adelantó sigiloso y propinó unos golpecitos a la jamba opuesta de la puerta. Preciosa se alzó sobre las patas traseras sin llegar a tocar la puerta con las delanteras y siguió con el hocico la mano de Miller, que recorrió el umbral y hasta alcanzar el pomo. De haber olfateado algún material explosivo oculto tras la puerta se habría sentado, pero permaneció en la misma postura, con la lengua fuera. Miller se la llevó a paso ligero para despejar el camino.
La puerta era de contrachapado, probablemente hueca, con bisagras blancas de metal barato. Maybeck apoyó la mano para calibrarla. Los agentes judiciales y las puertas se guardan un intenso respeto mutuo.
Maybeck echó atrás el ariete en un momento de perfecta quietud. Luego lo estrelló contra la puerta y golpeó la cerradura. El pestillo astilló el marco y la puerta se abrió de golpe con un mordisco mellado donde tendría que haber estado el pomo. Maybeck apoyó la espalda en la pared exterior y Tim pasó por delante de él camino de lo desconocido, seguido por el calor de siete cuerpos más, todos gritando a voz en cuello.
– ¡Agentes judiciales!
– ¡Al suelo! ¡Todo el mundo al suelo!
– ¡Policía! ¡Policía!
– ¡Manos arriba! ¡Alzad las putas manos!
El camello levantó la cabeza, como impulsado por un resorte. Estaba contando billetes de cien dólares y metiéndolos en una bolsa de papel marrón arrugada. En la deslucida mesilla de madera había tres teléfonos móviles junto al dinero, uno de los cuales emitía en silencio el impulso acústico delator.
Tim reparó en el individuo descamisado a su derecha -llevaba los nombres Joaquin y Leticia tatuados con tinta en el pectoral izquierdo-, pero se lanzó contra la amenaza más inmediata: el camello. Le propinó un empujón y lo puso boca abajo.
– ¡Estira los brazos! ¡Estira los brazos!
Resonó por toda la habitación el estruendo de las botas y las órdenes a medida que entraban en tropel los demás miembros de la URD, pasando de una amenaza a la siguiente. Tim cacheó al camello fugazmente en torno a la cintura y los costados para asegurarse de que no fuera a sacar un arma; luego pasó por encima de él, y dejó que Oso se ocupara de la detención. Con la mejilla firmemente apoyada en la culata, Tim volvió la cabeza a la vez que el MP-5 para escudriñar el pasillo en penumbra.
Dos agentes se atarearon con Joaquin y otros cuatro se dispusieron junto a las paredes con sus MP-5 en ristre. Uno de ellos se ocupó del camello en vez de Oso, que acudió de inmediato junto a Tim y le puso una mano en el hombro para seguirlo a pasitos cortos por el oscuro pasillo. A su espalda, Joaquin forcejeaba y maldecía mientras los otros terminaban de asegurar la habitación principal.
– ¡Agentes judiciales! -gritó Tim pasillo adelante-. ¡Estáis rodeados! ¡Salid al pasillo! ¡Salid al pasillo!
Dos hombres más aguardaban detrás de Tim y Oso, prestos a entrar en las habitaciones del fondo. El pasillo seguía lóbrego y silencioso, un trecho de más de diez metros hasta las puertas opuestas del dormitorio y el cuarto de baño. No había armarios empotrados ni esquinas tras las que ocultarse, razones que solían empujar a los veteranos a retroceder en los pasillos, a los que se referían como embudos fatales.
Tim avanzó ligero por el pasillo mientras a su espalda se arracimaban los demás agentes gritando órdenes. El lugar olía a moqueta podrida y polvo. Cuando Tim se aproximaba a las dos puertas abiertas, Heidel y Lydia Ramirez asomaron apenas de ambos umbrales con sendas pistolas, apuntando a la cabeza de Tim. Fue un movimiento impecablemente coordinado; no había manera de que Tim disparase contra uno sin que el otro le sacara la delantera. Lo estrecho del pasillo impedía a Oso conseguir un ángulo de tiro óptimo.
Heidel tenía la cara aplastada contra la jamba interior de la puerta del dormitorio, de modo que su voz sonó arrastrada.
– ¡Eso es, cabronazo! ¡Sigue adelante! -El arma pasó a apuntar a Oso, todavía detrás de Tim-. ¡Tú, aparta del puto pasillo!
Heidel empuñaba un arma que tenía todo el aspecto de ser una Sig Sauer. También llevaba un revólver, un Ruger, al parecer, en una funda colgada bajo la axila izquierda.
– ¡Ven aquí, ven aquí! -Heidel se aferró con ansia a la camisa de Tim.
Oso introdujo un proyectil en la recámara; en sus inmensos puños, el fusil parecía un taco de billar.
– ¡Suelta a ese agente judicial! ¡He dicho que sueltes a ese agente judicial!
Sin levantar el MP-5, Tim accionó el mecanismo de apertura y dejó que el cargador cayera al suelo justo antes de que Heidel tirara de él para hacerle entrar en la habitación. Lo estampó contra la pared y le puso la Sig en la mejilla con tanta fuerza que le aplastó la piel contra el pómulo. Heidel llevaba una gorra del sello discogràfico Philly Blunt calada hasta las cejas. Los cuatro pelos de color rubio claro de su perilla apenas destacaban de la piel lechosa. Otro tipo, un hispano grandullón con el tatuaje de una serpiente en torno al bíceps, le cogió el MP-5 con una mano y le birló el Smith & Wesson de la funda con la otra. Al comprobar que el MP-5 estaba sin munición, se deshizo del arma con cara de decepción sin darse cuenta de que aún quedaba un proyectil en la recámara.
Se oyeron más gritos en el pasillo. Heidel sacó el brazo y disparó a ciegas hacia el pasillo hasta que la guía de la Sig quedó abierta. Tiró el arma vacía, sacó el Ruger y pidió con un gesto el Smith & Wesson de Tim, que se guardó en la funda vacía debajo del hombro. A continuación le plantó el Ruger en la cara a Tim.
– ¡Si alguien hace un puto movimiento, me cargo al vuestro! -gritó Heidel-. Venga, guapa. Vamos.
Su novia cruzó el pasillo para entrar en el dormitorio, y Heidel cerró la puerta y pasó el pestillo. Tim viró la cabeza lentamente, a pesar del dolor que le producía el cañón, para hacerse una idea del entorno; reparó en la salida de incendios que comunicaba con la habitación de al lado. No les había llegado información correcta al respecto.
Heidel gritó en dirección a la puerta cerrada:
– Si a alguien se le ocurre entrar, me cargo al federal. ¡Lo digo en serio! -Se volvió con ademán de pánico y empujó al tiarrón hacia la salida de incendios-. Venga, Carlos.
Éste abrió la puerta y salió. Otro dormitorio, otro largo pasillo. Heidel propinó un empujón a Tim para que siguiera los pasos de Carlos. El tipo grande llevaba un revólver de relucientes cachas nacaradas metido en la parte de atrás de los vaqueros. Tim aminoró la marcha y se rezagó. Heidel y su novia disparaban como idiotas contra las paredes a su espalda.
– Venga, cabrón -gritó Lydia en español. Dio un empujón a Tim y éste fingió tropezar.
Carlos siguió corriendo y desapareció tras una esquina.
– ¡Levanta! ¡Levanta de una puta vez! -Lydia estaba encima de Tim y aplastaba contra él sus pechos fofos, sin sujetador, bajo una camiseta de hombre dada de sí. Heidel estaba a su espalda para cubrirla en la huida.
Tim se puso a cuatro patas y luego se incorporó. La funda le colgaba vacía del cinturón.
– ¡Haz que se levante y mueva el culo, joder! -le gritó Heidel.
Tim cruzó los brazos, la mano izquierda a la altura del bíceps. Cuando Heidel le apuntó con el Ruger en la frente, tal como imaginaba que haría, levantó la mano en un gesto raudo y cogió el tambor con fuerza para que no pudiera rodar. Al mismo tiempo, dio una patada en el vientre con todas sus fuerzas a Lydia, quien lanzó un sonoro gruñido y se desplomó, aunque no llegó a soltar la pistola.
Mientras Heidel apretaba el gatillo, sin darse cuenta de que el cilindro no giraba, y hundía el cañón en medio de la frente de Tim, éste sacó con la mano derecha su propio Smith & Wesson, lánguidamente suspendido de la funda de Heidel, y luego, con toda tranquilidad, le disparó en el pecho. La sangre le salpicó la cara, y Heidel se desplomó con los brazos extendidos como un crío que quisiera dibujar la figura de un ángel en la nieve con su cuerpo. Tim no soltó el Ruger, que permanecía apuntado contra su propia cabeza. Giró con rapidez. Vio que Lydia había recuperado el equilibrio, de modo que le disparó una vez en el pecho y otra en la cara, antes de que el brazo con el que sujetaba la pistola alcanzara la horizontal.
La mujer se vino abajo con un gorgoteo, toda carne estremecida y algodón deshilachado.
Tim volvió el Ruger y se lo enfundó sin bajar el Smith & Wesson. Enfiló el pasillo con el hombro pegado a la pared y entró en la habitación principal, justo en el momento en que Carlos atravesaba la puerta corredera para llegar a la piscina del hotel. A excepción de Freed y Thomas, todos los tiradores de cobertura con sus rifles estaban en la parte delantera, y el perímetro secundario de la Policía de Los Ángeles se encontraba a una manzana de allí. Tim atravesó a la carrera la puerta corredera tras los pasos de Carlos, pero éste ya había desaparecido. Thomas salía al encuentro de Tim con el fusil a un lado mientras Freed lo cubría desde la piscina. Al recorrer de forma inesperada cuatro habitaciones y dos pasillos, Carlos los había cogido desprevenidos.
Sin aminorar el paso, Thomas señaló una puerta aún batiente a la izquierda de Tim.
– ¡Venga!
Este lo siguió por una estrecha callejuela. Por la ventana de la cocina de un restaurante salían nubecillas de humo que se aferraban a las paredes. Carlos ya se hallaba en la mitad del callejón y seguía corriendo como loco en dirección al denso tráfico que cruzaba una calle pocos metros más allá. Tim adelantó a Thomas a toda prisa. Carlos acababa de llegar a la transitada calle. Vio el vehículo de la policía de Los Ángeles junto a la acera opuesta y la pequeña muchedumbre de vagabundos y viandantes atraídos hacia el perímetro policial, que ahora señalaban y gritaban. Unos quince metros detrás de él, Tim salió de la callejuela justo en el momento en que Carlos se quedaba pasmado. Los dos jóvenes policías que montaban guardia se sorprendieron más aún que Carlos.
El fugitivo echó mano al revólver que llevaba a la espalda, pero Tim se detuvo, levantó el Smith & Wesson y apuntó al centro de la diana. Alcanzó a Carlos dos veces entre los omoplatos y luego le metió otro tiro en la nuca por si llevaba chaleco antibalas.
Cuando Carlos se desplomó en la acera, lo que quedaba de su cabeza proyectó la misma rociada sanguinolenta que una sandía al caer.