Tenía la parte superior de la manga derecha de la camiseta empapada en sangre. Al llegar a un semáforo la retiró y dejó al descubierto dos cortes en el hombro. Eran tan pequeños que, supuso, debían haberlos causado fragmentos de proyectil en vez de disparos directos, quizás una bala rota al estrellarse contra el asfalto. Se palpó la espalda, pero no localizó ningún orificio de salida. Aunque aún podía abrir y cerrar la mano derecha -una buena señal- manejó el volante con la izquierda para no forzarla más de lo debido. Empezó a notar en el hombro un dolor sordo. Era soportable.
Aparcó a varias manzanas de su edificio y hurgó en la bolsa que contenía el equipo de guerra que había dejado en el maletero. Encontró los artículos de primeros auxilios que necesitaba y los metió en una bolsa de plástico que el antiguo propietario del coche había olvidado en un rincón del maletero.
No disponía de una camiseta limpia ni de nada con lo que disimular la manga ensangrentada, así que echó a andar aprisa, con la cabeza gacha, ceñido al bordillo de la acera. Al cruzar el vestíbulo, oyó la voz de Joshua, pero siguió adelante. Mientras esperaba el ascensor se acercaron unos pasos. Se echó la bolsa al hombro sin poder evitar una mueca de dolor y dejó que las dos capas de plástico ocultaran la herida. El dolor resultante fue atroz, tanto, que hubo de concentrarse para que no le rechinaran los dientes. Se volvió levemente, con buen cuidado de mantener oculta la herida del perfil derecho.
Joshua guardaba la misma distancia que un agente de policía, tenía los brazos cruzados y las palmas abiertas y apretadas contra los bíceps.
– Vaya noticia la que están dando todos los telediarios, ¿eh?
– No los he visto.
– ¿Lo de los Tres Vigilantes?
– Algo he oído en la radio.
A Joshua le cambió la expresión, y dio un paso en sentido lateral para mirar lejos.
– Dios santo, ¿qué le ha pasado en la cara?
– Un accidente.
– ¿De moto?
– Sí, no pasa nada. Ocurre a menudo. Basta con que me desinfecte.
– Déjeme que le eche un vistazo.
– No. No hace falta. Esto es más bien desagradable.
– Hay quien piensa que los maricas somos frágiles. Se les olvida que hemos visto de todo. La década de los años ochenta no nos trató nada bien.
Llegó el ascensor y Tim entró al tiempo que giraba el torso para mantener el hombro oculto.
– Última oportunidad -insistió Joshua-. Si quiere, le llevo a urgencias.
– No, de verdad. Estoy bien. -Apretó el botón de la tercera planta y las puertas empezaron a cerrarse-. Gracias, de todos modos.
Una vez en el apartamento, volvió a colocar la cuña debajo de la puerta para asegurarla y se quitó la camiseta de inmediato. Le bastó echarse un vistazo en el espejo del cuarto de baño para cerciorarse de que no había orificios de salida; los fragmentos estaban incrustados en la densa masa muscular del deltoides anterior. Se llevó a la boca cuatro analgésicos Advil e hizo girar el brazo por el hombro para asegurarse de que no había perdido capacidad de movimiento. Así era.
Pasó un paño húmedo por la zona para delimitar los márgenes de las heridas; luego apretó los dientes y metió las puntas de unas tenacillas en el primer orificio. Penetraron más de dos centímetros antes de entrar en contacto con el metal. No le costó trabajo extraer la esquirla de cobre. En la segunda herida tuvo que hurgar un rato antes de dar con el fragmento. Al ser irregular, el trozo de proyectil tardó en salir y rasgó algún tejido por el camino. Tim se vio obligado a detenerse un par de veces y enjugarse la frente para que no le cayera el sudor a los ojos.
Acercó el morro de una botella de agua destilada a escasos centímetros del hombro y le propinó un buen apretón para que el chorro limpiara cualquier partícula que pudiese quedar en la herida.
Como era de esperar, la repetición del mismo proceso en la segunda laceración resultó más dolorosa aun.
Tras desinfectarlas con agua oxigenada, las heridas parecían dos boquitas rosas. Con la sensación de tenerlos tan bien puestos como Terminator, contempló su obra con satisfacción antes de vendarla.
Lo de la cara fue harina de otro costal. En torno al ojo derecho tenía una herida muy parecida a un parche de pirata ensangrentado. Tuvo que limpiar la suciedad y los trocitos de gravilla con un paño.
Después de ponerse una camiseta limpia, se sirvió de su nuevo teléfono móvil para comprobar si tenía llamadas en el buzón de voz del viejo Nokia. Dray le había dejado un mensaje en el que le decía que seguía tras las pistas, aunque sin suerte aún. Al oír la voz que anunciaba la hora de grabación del mensaje, recordó que Bowrick sólo tenía treinta y seis horas antes de que en el centro de rehabilitación lo sometieran a otra revisión o lo pusieran de patitas en la calle.
Tumbado en la cama boca arriba, exhaló profundamente y relajó los músculos.
El Cigüeña, sin duda ducho en tecnología de rastreo de teléfonos móviles, debía de haber orquestado la llamada desde Studio City. Con su ayuda, Robert y Mitchell habían hecho que Tim cayera en una hábil emboscada. No se había parado a pensar que los tres formaban un buen equipo, incluso sin él: mientras que los Masterson se encargaban de la fuerza bruta sobre el terreno y de la estrategia, el Cigüeña hacía las voces de titiritero tecnológico.
Hizo firme propósito de no volver a subestimarlos.
Ingirió cuatro Advil más y se sumió en un sueño reparador y profundo; sin pesadillas, sin imágenes de Ginny, sin recuerdos de Dray, sólo un pasillo blanco y aséptico en el que no había cabida para pensamiento alguno. Despertó de improviso poco después del crepúsculo, sudoroso y aún envuelto en una suerte de neblina soñolienta. La habitación estaba oscura; la callejuela, sorprendentemente tranquila. La punzante pregunta de qué lo había despertado de repente de un sueño tan profundo le ayudó a despejar la cabeza. Notaba un latido impaciente en el hombro, que ansiaba curarse.
Se incorporó en la cama, con las piernas colgando del colchón delante de sí. La ropa, arrugada por causa de los movimientos hechos en pleno sueño, le produjo una sensación de constreñimiento. Miró el reloj y vio que eran las 9.13 de la noche. Se levantó y se acercó a la ventana. Abajo, al cabo de la callejuela, aguardaba un coche entre las sombras, visible a través del vapor que salía de la tubería rota. Se abrió la puerta del acompañante, pero no se encendió la luz cenital.
Malas noticias.
Se volvió hacia la puerta al otro lado del apartamento en penumbra.
Oyó un levísimo revuelo en el pasillo. El repiqueteo de unas uñas de perro en el suelo.
«¿Cómo es posible?», pensó.
Fijó la mirada en la cuña que había colocado bajo la puerta y luego en la cerradura que había separado por completo de la jamba en derredor a modo de trampa. Con una lentitud atroz, echó la mano atrás y abrió la ventana.
Un impacto fulgurante hizo temblar todo el apartamento. La cerradura, impulsada por un ariete que no había llegado a asomar, salió disparada del marco, rebotó en el suelo y se estrelló contra la pared al lado de Tim. La puerta en sí, sujeta por la cuña, se combó pero no llegó a abrirse por las bisagras.
Entre el barullo de gritos, alcanzó a distinguir unas voces identificables: Oso y Maybeck, Denley y Miller. Saltó por la ventana hasta la salida de incendios justo cuando la puerta se hacía astillas y cedía a su espalda. La callejuela a sus pies se iluminó de pronto con las luces del coche que había visto poco antes y los faros de otro en el extremo sur. Cuando empezó a bajar a toda prisa por la escalerilla, los dos vehículos avanzaron con un fuerte chirrido para acercarse a la salida de incendios por ambos lados.
Le dio la impresión de que el martilleo de botas en el apartamento por encima de su cabeza hacía retemblar todo el edificio. Los agentes gritaban «Despejado» cuando llegó al tercer descansillo, y entonces identificó la voz de Oso, que profería una sonora sarta de maldiciones. Sin hacer el menor caso del dolor en el hombro, Tim se dejó caer por la escalerilla hasta el segundo rellano. Los faros de los dos coches en la callejuela se posaron en él y fueron siguiendo sus movimientos. Se llevó la mano a la cara para protegerse los ojos y se abalanzó hacia la ventana del cuarto de baño delante de sí con tal fuerza que hizo temblar todo el endeble descansillo. La ventana seguía sin rejilla, entreabierta unos centímetros.
La abrió de golpe y, sirviéndose del rellano del piso superior, entró de un salto para ir a caer sobre el retrete. Cuando salió como una exhalación por la puerta del baño, dos cuerpos se estremecieron en la cama con cara de pasmo y, a la luz de sendas lámparas de noche, dejaron caer el libro que cada uno tenía entre las manos. Antes de que pudieran reaccionar, ya había atravesado el salón y estaba en el pasillo exterior.
Por ambos extremos del pasillo se reflejaban en las ventanas destellos azules y rojos: refuerzos de la Policía de Los Ángeles. La puerta del 213 estaba sin cerrar, tal como la había dejado. Atravesó el apartamento a la carrera y accedió a la salida de incendios por la ventana del salón. En ese lado del edificio, la callejuela era demasiado estrecha para que entrase un coche, pero desde luego le esperaba un vehículo en la calle principal a unos treinta metros más abajo. Thomas y Freed habían hecho bien su trabajo.
Se deslizó por la escalerilla y quedó colgado del peldaño inferior con el hombro rabioso de dolor y los pies a escasos centímetros del suelo. Se dejó caer y en cuanto tocó tierra salió a la carrera. Callejuela abajo se abrieron y cerraron dos puertas de coche, y, por un breve instante, vio a Thomas y Freed correr directamente a su encuentro. Thomas, que iba a la cabeza, se detuvo y levantó el fusil. Freed se puso a su altura más o menos en el momento en que Tim se paraba en seco con las manos medio tendidas, contemplando el cañón desde unos treinta metros. A su izquierda, una tubería rota goteaba. Freed volvió la cabeza un poco, justo lo suficiente para cruzar la mirada con Thomas a modo de pregunta. En ese instante, Tim echó a correr otra vez hacia ellos. Thomas lanzó un grito, flexionó las piernas y apoyó el arma en el hombro, pero no disparó.
A escasos diez metros de la salida de incendios, Tim trepó por un montón de cajas y sorteó una verja con tal impulso que a punto estuvo de perder el control. Con los pasos de sus perseguidores a su espalda, volvió un par de esquinas y desembocó en la Tercera, a media manzana de su edificio, prácticamente derrapando para detenerse a tiempo. Paró un taxi y agachó la cabeza en el asiento de atrás. Una cantante de ópera se lamentaba por ambos altavoces, su voz trémula y punzante.
– Vamos. Por ahí.
– Aquí no puedo hacer un giro de ciento ochenta grados, colega -replicó tajante el taxista.
Prácticamente se tumbó en el asiento cuando el taxi pasaba por delante de su edificio. Aparcados a la entrada había dos coches de policía flanqueando a la Bestia, que permanecía al ralentí junto al bordillo. El cuerpo fornido de Oso le saltó a la vista de inmediato entre los demás agentes de la Unidad de Respuesta y Detención, su silueta recortada en contraste con el destello de las luces de los coches patrulla. Joshua, vestido con un albornoz afelpado, negaba con la cabeza delante de él. Ninguno de ellos volvió la mirada al pasar el taxi.
– Vamos hacia una autopista -dijo Tim-. La Ciento uno. Deprisa.
El taxista, que tenía una mano rechoncha ocupada en seguir el ritmo del aria adelante y atrás como si untara mantequilla en una tostada, meneó la otra en un intento de restar importancia a sus palabras.
Se alejaron una manzana, manzana y media, pero la inquietud de Tim no disminuía. Cuando doblaron la esquina hacia Alameda, tuvo la asfixiante sensación de que se dirigía hacia una emboscada, la segunda en menos de veinticuatro horas. Le pareció que la ciudad se reorganizaba a su alrededor. Movimientos dispares y fortuitos cobraban de pronto sentido y dirección: un coche por aquí, un viandante que volvía la cabeza, el destello de unos prismáticos al pasar por delante de un edificio, y Tim volvió a pensar: «¿Cómo?, ¿cómo es posible que aún los tenga encima?»Al volante de un Ford sedán de color oscuro aparcado junto a la acera, una cara relució a la luz de la pantalla de un GPS. Gafas de culo de botella, piel pálida: el arquetípico memo de la Unidad de Vigilancia Electrónica. Tim levantó la mirada hacia la cima de un poste de teléfonos y vio el racimo de placas que conformaba una antena de telefonía móvil.
Lo habían derrotado en su propio juego. A pesar de que su alarma aumentaba por momentos, una frase fue cobrando peso en su conciencia: «La venganza de los pardillos.»Cuando ya habían puesto varias manzanas de por medio, el ulular de las sirenas se hizo audible y empezó a acercarse.
Tim metió las manos en los bolsillos y sacó el Nextel y el Nokia. Este último estaba limpio porque acababa de adquirirlo y nadie tenía el número. El botón superior del Nextel emitía un parpadeo verde indicativo de que disponía de una buena conexión a la red.
El taxi estaba rodeado por camionetas, coches y otros dos taxis. El conductor aceleró para pasar un semáforo en verde, enfilaron la rampa que desembocaba en la autopista y empezaron a alejarse de los demás carriles. Tim se asomó a la ventanilla, afinó la puntería y lanzó el Nextel por la ventanilla abierta del taxi más cercano conforme su carril viraba hacia la derecha.
El móvil rebotó en el alféizar y fue a caer en el regazo de una sorprendida matrona con un exceso considerable de maquillaje. El taxista que llevaba a Tim, ajeno a lo ocurrido, subió el volumen de la radio y siguió tarareando mientras conducía. Tim se volvió en su asiento para mirar por la ventana de atrás. Todo un muro de vehículos con las sirenas puestas viró bruscamente hacia la derecha justo antes de la salida para seguir cada vez más de cerca al otro taxi. En el entramado de calles que ahora quedaba a sus pies, Tim alcanzó a distinguir las luces giratorias de dos controles policiales que había esquivado por los pelos.
Hasta que no hubieron atravesado dos salidas más sin el menor rastro de que los seguían, no se tranquilizó un poco.
Tenía el arma con seis balas, el teléfono Nokia, la ropa que llevaba puesta y poco más de treinta dólares en efectivo. El resto de sus pertenencias estaban en el maletero del Acura, que intentaría recuperar al día siguiente si no había moros en la costa. Había firmado el contrato de alquiler de su apartamento con el nombre de Tom Altman, lo que suponía que su cuenta bancaria estaba congelada o pronto lo estaría. Hizo que el taxista le dejara en un cajero automático y consiguió sacar seiscientos dólares, el máximo disponible.
Se fue manzana adelante e hizo una llamada desde una cabina. No le sorprendió encontrar en su despacho a Masón Hansen.
– ¿Trabajando hasta tarde?
Una larga pausa.
– Escucha, Rack, yo… Mira, me explicaron qué ocurre. He tenido que…
– Consiguieron mi número de teléfono a partir del listado del móvil que te encargué rastrear, ¿verdad? Y tú se lo confirmaste. -Pasó un coche patrulla y Tim se volvió para ocultarse en la cabina, igual que un Superman venido a menos-. Tú sabías que era mi número el que marcaron a las 4.07 de la madrugada.
– Tus colegas vinieron con órdenes de registro. ¿Qué iba a hacer yo? -Alzó la voz con un deje de ira-. Y tampoco es que tú fueras muy sincero conmigo. Estás de mierda hasta el cuello.
– No hace falta que intentes localizar la llamada. No va a durar lo suficiente.
En segundo plano, Tim oyó el leve trino de otra línea, probablemente una llamada de Oso. Estaba a punto de colgar, pero la voz de Hansen sonó antes de que lo hiciera:
– Esto, Rack… -Una pausa nerviosa-. Vas a venir a por mí, ¿no?
La ansiedad reflejada en la voz de Hansen lo recorrió como un escalofrío y lo dejó anonadado.
– Claro que no voy a hacerte daño. ¿Quién te has creído que soy?
No hubo respuesta. Tim colgó.
Tenía las palmas sudorosas, una reacción que su cuerpo no reservaba para el miedo ni el esfuerzo, ni siquiera para la tristeza, sino para la vergüenza.