Capítulo 10

La lluvia había vuelto, como si quisiera arropar el estado de ánimo de Tim, y en torno al anochecer alcanzó proporciones míticas, azotando las puertas de rejilla y las palmeras del jardín trasero. Las ventanas crujían cuando llegaba a retumbar algún trueno. Tim estaba sentado en el sofá en silencio absoluto, con la mirada fija en la pantalla de televisión apagada que sólo reflejaba las gotas de lluvia que resbalaban por las puertas correderas de vidrio que había a su lado. Dray, sentada a la mesa de la cocina, a su espalda, estaba absorta en un libro de recuerdos, recortando y pegando fotos de Ginny en un furor de tijeras y páginas.

Tim movió únicamente el pulgar para apretar el mando a distancia y la imagen apareció en la pantalla. William Rayner, el omnipresente experto en psicología social de la UCLA, apareció en el recuadro izquierdo de una entrevista por videoconferencia con la presentadora de las noticias de KCOM, Melissa Yueh. En la conexión en directo se le veía sentado en una sombría biblioteca cruzado de piernas. El cabello plateado y el bigote cano perfectamente recortado acentuaban su aspecto un tanto pasado de moda pero no exento de atractivo. En las estanterías a su espalda había hileras enteras de ejemplares de su último best seller basado en una historia real, Cuando la ley fracasa. Rayner, un consumado intérprete con tantos admiradores como detractores, era uno de esos críticos culturales de medio pelo que alababan obras como Los hombres son dé Marte, a la altura de Dominick Dunne y Gerry Spence.

«… La atroz sensación de impotencia cuando alguien como Roger Kindell no se ve obligado a responder ante la justicia. Como usted sabe -decía Roger-, semejantes casos me tocan la fibra sensible. Cuando murió mi hijo y su asesino salió en libertad, me hundí en una terrible depresión.»Yueh lo miraba con una cara de conmiseración empalagosa a no poder más.

«Y fue entonces cuando aboqué mis intereses en esa dirección -continuó Rayner-. Llevé a cabo infinidad de entrevistas, infinidad de estudios. Empecé a hablar con otras personas acerca de cómo ven estas deficiencias legales y cómo estas deficiencias minan la eficacia y el derecho propiamente dicho. Por desgracia, no hay soluciones sencillas. Pero sé que cuando la ley fracasa, la esencia misma de nuestra sociedad se ve amenazada. Si no confiamos en que la policía y los tribunales vayan a hacer justicia, ¿qué alternativa nos queda?»Tim apretó el mando a distancia y la tele se apagó con un guiño. Permaneció unos minutos sentado en silencio y volvió a encenderla. Yueh se centraba ahora en Delaney, que tenía un aspecto insólitamente aturullado. Volvió a apretar el botón y contempló las sombras de las gotas de lluvia que jugueteaban por la pantalla apagada.

– ¿Cómo es posible que Delaney no averiguara que ese tipo era sordo? -comentó Dray-. Bueno, ¡es que era sordo! No es un detalle fácil de obviar como el color de sus ojos.

– Se centró en informes sobre casos anteriores. Entonces no era sordo.

Otro tijeretazo furioso de Dray lanzó al aire una tira de papel que fue revoloteando hasta el suelo.

– ¡Lo han detenido cuatro veces! -exclamó-. ¿No te parece que ya debe de saberse sus derechos? Ha de ser un experto. ¿Y cómo es que Fowler no esperó a tener la orden de registro? ¿Pero qué digo? Claro que no esperó a la orden. Claro que no se anduvo con cuidado a la hora de leerle los derechos y solicitar su autorización. En ningún momento creyó que Kindell fuera a llegar al juicio. El caso no se sobreseyó porque Kindell sea sordo, se sobreseyó porque lo último que os importaba en la escena del crimen era llevar a cabo la detención debidamente. -Dejó las tijeras encima de la mesa de un manotazo-. Maldita sea esa juez. Podría haber hecho algo. No tenía por qué mandarlo todo al garete.

Tim seguía de espaldas a ella.

– Claro. Porque la Constitución se puede aplicar de forma selectiva.

– No te distancies en plan listillo, Timmy.

– No me llames Timmy. -Dejó el mando a distancia en la mesita de centro-. Venga, Dray, así no vamos a sacar nada en claro.

– ¿Sacar nada en claro? -Soltó una carcajada monocorde-. Me parece que puedo permitirme no sacar nada en claro durante un par de días, ¿no crees?

– Bueno, pues ahora mismo no tengo ganas de estar a merced de tus pullas.

– Pues déjame.

Se alegró de haber permanecido de espaldas de modo que Dray no pudiera verle la cara. Le llevó un momento responder.

– No es lo que…

– Si tomaste la decisión de ir a casa de Kindell esa noche, tendrías que haberlo matado; haberlo matado cuando tuviste la ocasión.

– Sí, si me hubiese cargado a Kindell, nuestro duelo habría tocado a su fin.

Dray tensó el gesto.

– Al menos habríamos cerrado ese capítulo.

– Eso de cerrar capítulos es una patraña inventada por los presentadores de programas de cotilleo y los autores de libros de autoayuda. Además, Dray, tú también tienes un arma. Si tanto te molesta mi decisión, ¿por qué no vas tú y lo matas?

– Porque ahora mismo no puedo. No hay ocasión. Además, sería la principal sospechosa. No es como cuando Fowler te lo sirvió en bandeja de plata, con su arma, en el lugar del crimen. Pones un arma, aduces que el asunto se puso feo y ya está. No habría cómplices fantasma acechándonos ni tendríamos a Kindell en libertad durante el resto de nuestra vida. -Cerró el libro de recuerdos de golpe-. Se habría hecho justicia.

La voz de Tim sonó grave y contenida, con una pasmosa carga de crueldad.

– Tal vez si hubieras recogido a Ginny en el colegio el día de su cumpleaños, no tendrías tantas ganas de repartir culpas.

Tim no presintió el golpe hasta que vio el puño que se aproximaba desde su derecha. El puñetazo lo hizo caer del sofá, y luego Dray se le puso encima y empezó a propinarle golpes furiosos. La apartó con las piernas y se volvió para ponerse en pie, pero ella fue a caer al sofá, donde rebotó para echársele encima de nuevo. Le lanzó un derechazo, pero Tim le cogió la muñeca con la mano izquierda al tiempo que le inmovilizaba el codo con la derecha. El impulso que había cogido hizo caer a Dray contra la librería. Se les vino encima una lluvia de libros y fotografías enmarcadas. Algo se rompió.

Dray recuperó el equilibrio enseguida y arremetió contra él. Peleaba como una agente bien entrenada, algo lógico, por otra parte, aunque Tim nunca había pensado en esa capacidad suya. Le cruzó las manos por detrás y, con los brazos de Dray entre ambos, la inmovilizó sujetándola por las muñecas para no provocarle daños mayores. Trastabillaron hacia atrás y chocaron contra la pared. Tim notó que su omoplato abría un boquete en el revestimiento aislante, pero no la soltó. Tiró de ella hacia atrás y le trabó el tobillo con el pie para hacerla caer de espaldas en la alfombra. Dray forcejeó y gritó cuando se le ponía encima con la cadera vuelta para proteger la entrepierna y la cabeza gacha y pegada a la de ella a fin de que no le mordiera la cara ni le propinara un cabezazo. Era un luchador con sangre fría, todo lógica y estrategia, contra el que la ira ciega no tenía la menor posibilidad.

Dray se retorcía y maldecía como un carretero, pero él mantuvo la cabeza agachada y empezó a repetir su nombre como una letanía, instándola en voz queda a que se calmara, respirara hondo, dejara de forcejear de manera que pudiese soltarla. Tenía la cara enrojecida, pegajosa de sudor y lágrimas airadas.

La tormenta amainó y dejó paso a una llovizna. El suave repiqueteo en el tejado sólo se veía interrumpido por los murmullos de Tim, puntuados por las maldiciones de Dray. Transcurrieron cinco minutos, o tal vez veinte. Al cabo, convencido de que su ira se había consumido, la soltó y ella se puso en pie. Tim se tocó con cautela la piel en torno al ojo, hinchado por causa del fuerte puñetazo que su esposa le había propinado. Con la respiración agitada, se quedaron mirándose sobre una alfombra de vidrios rotos y libros diseminados.

Sonó el timbre, y luego volvió a sonar.

– Yo iré -dijo Tim. Sin apartar la mirada de Dray, retrocedió lentamente hasta la puerta y la abrió.

Mac y Fowler estaban en el umbral cruzados de brazos. Mac llevaba el sombrero del uniforme de Fowler, más pequeño, echado hacia la nuca como si fuera una cofia, y Fowler llevaba el de Mac, con el ala echada sobre los ojos. Un viejo truco para responder a las llamadas de violencia doméstica: convenía hacerles reír.

Fowler se levantó el ala del sombrero y vio que nadie les veía la gracia. Se le demudó el gesto al ver el estropicio dentro de la casa.

– Esto… uno de vuestros vecinos se ha quejado. ¿Estabais peleando?

– Sí -reconoció Dray, y se limpió la sangre de la nariz-. Ganaba yo.

– Ahora tenemos todo bajo control -dijo Tim-. Gracias por venir. -Ya cerraba la puerta, pero Fowler metió el pie.

Mac miró a Dray por encima del hombro de Tim.

– ¿Estás bien?

Ella hizo un gesto vago con el brazo.

– De coña.

– Lo digo en serio, Dray. ¿Estás bien?

– Sí.

– A nadie le conviene que se dé parte -dijo Fowler-. ¿Podemos marcharnos sin que volváis a llegar a las manos?

– Sí -respondió Dray-. Desde luego.

– Muy bien. -Fowler desvió la mirada de Dray hacia Tim-. Ya sé que ahora mismo estáis hasta el cuello de mierda, pero no nos obliguéis a volver.

Mac miró de soslayo a Tim y su gesto de preocupación adquirió un matiz de enfado. Las apariencias no eran buenas, Tim era consciente de ello, pero no pudo por menos de lamentar el cariz acusatorio de la mirada de Mac.

– No bromeamos, Rack -insistió Mac-. Si oímos aunque sólo sea un gritito en esta casa, derribaré la puerta yo mismo.

Los agentes regresaron al vehículo a paso lento con los hombros encorvados bajo la lluvia. Tim cerró la puerta.

– No es culpa mía que no fuera a recogerla. -A Dray se le quebró la voz-. No me cargues con algo así, joder. ¿Cómo iba a imaginarlo?

– Tienes razón -respondió Tim-. Lo siento.

Dray volvió a limpiarse la nariz, dejando una mancha oscura en la manga de la sudadera, y luego pasó junto a Tim camino de la puerta. Una vez fuera, bajo la lluvia, se volvió hacia él. Tenía el cabello pegado a las mejillas, la barbilla manchada de sangre y los ojos del tono de verde más exquisito que habían adquirido en toda su vida.

– Todavía te quiero, Timothy -dijo.

Dray cerró la puerta con tanta fuerza que uno de los cuadros se desprendió de la pared y fue a caer junto a Tim; el marco se rompió al chocar contra las baldosas de la entrada.

Atravesó el salón destrozado, cogió una silla de la mesa de la cocina y la volvió de forma que quedase de cara a la lluvia que azotaba las puertas correderas. Se sentó y se inclinó hacia delante hasta que su frente quedó apoyada contra el vidrio fresco. La tormenta se había reanudado con furia añadida. El jardín trasero se veía cubierto de hojas de palmera. La bicicleta de Ginny estaba sobre el césped; una de las ruedas giraba lánguida al viento. La oscuridad parecía tener una densidad maligna que se cernía sobre la casa como una mortaja, pero Tim reconoció que esa sensación no era sino su propia necesidad de flagelarse con imágenes tan lóbregas como trilladas.

La rueda siguió girando, y el chirrido herrumbroso se hizo audible por encima incluso del repiqueteo de la lluvia. Su aullido de criatura mitológica recalcaba cada una de las decepciones de las dos últimas semanas. Era como si la vida entera de Tim hubiera quedado bajo una nueva luz que la dejara a la vista tal como era en realidad: un andamiaje que otorgaba una ilusión de orden al caos. No tenía una hija que le garantizase un futuro, ni una vocación que lo mantuviese encaminado, ni una esposa que confirmase su humanidad. De pronto se le vino encima lo injusto de su sufrimiento. Había hecho todo lo posible por mantenerse firmemente amarrado al mundo y, sin embargo, ahora iba a la deriva.

Bajó el rostro hasta las manos e inhaló la humedad de su propio aliento. La silla crujió cuando se echó hacia atrás. Tim llenó los pulmones de aire y sufrió dos convulsiones, encallado al borde de un sollozo.

Sonó el timbre.

Experimentó una sensación de alivio abrumadora.

– Andrea -dijo.

Cruzó el salón a la carrera y estuvo a punto de tropezar con un libro.

Abrió la puerta con gesto decidido. En el lado opuesto del porche se veía la silueta umbría de un hombre en cuyo impermeable repiqueteaba la lluvia. Tenía echado sobre la cara un suéter de color verde oscuro que ocultaba su rostro en la penumbra. Su postura denotaba un encorvamiento leve, casi imperceptible, indicativo de su edad o de alguna enfermedad en ciernes. Un fogonazo provocado por un relámpago invisible lo iluminó de arriba abajo, aunque sólo permitió a Tim verle la franja de la boca y la barbilla. El fragor de un trueno impregnó el aire. Tim notó la vibración a través de los pies.

– ¿Quién es usted?

El hombre alzó la vista, y cayeron unos hilillos de agua del ala vuelta del gorro de vinilo.

– La respuesta -dijo.


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