Capítulo 25

Cuando atravesaron la verja de entrada a la casa de Rayner, detrás de la camioneta, a Tim no le sorprendió ver el Lexus de Ananberg con su matrícula de Georgetown. La puerta de doble hoja chirrió al cerrarse a su espalda, empujándolos con ademán protector hacia la pendiente sobre la que se levantaba el amplio decorado estilo Tudor. Robert fue el primero en salir y dirigirse con paso vacilante hacia la casa, seguido por el Cigüeña, que tenía la cara ojerosa y exangüe. Mitchell iba a zancadas tan firmes y ligeras que parecía flotar detrás de ellos. Tim aparcó y les fue a la zaga como un perro pastor que llevase al rebaño hacia la escalinata de piedra. Antes de que llegaran, Rayner les abrió la puerta con los ojos hinchados e inyectados en sangre. Ananberg asomó de puntillas a su espalda.

Por lo visto, Rayner no se percató de que quienes avanzaban hacia él parecían un grupo de muertos vivientes. Empezó a decir algo pero tuvo que carraspear y comenzar de nuevo:

– Franklin está en el hospital de veteranos. Ha sufrido una embolia.


Se sentaron intercalados en los sillones y sofás del estudio, como si necesitaran protegerse de la proximidad excesiva. Tim y Rayner habían hecho las veces de portavoces sin que nadie tuviera que elegirlos, e intercambiado información con frases planas y neutras del tipo: «Limítese usted a los hechos, por favor.»Robert se apresuró a meterse entre pecho y espalda unos cuantos bourbons para coger ánimo. Bebía sin vacilar, interrumpiéndose únicamente para chupar algún cubito de hielo. Una forma distinta de brindar por el éxito de una operación. El Cigüeña bebía leche con una pajita; Tim supuso que, debido a sus anomalías palatales, debía de resultarle difícil beber del vaso. Ahora que la amenaza inmediata había pasado, el Cigüeña estaba considerablemente más tranquilo. Por lo visto, su curioso distanciamiento lo hacía inaccesible al trauma.

Ananberg no hacía más que mirar la mancha todavía húmeda en la camisa de Mitchell.

Robert tenía un aspecto sumamente abatido. Meneaba la cabeza con los ojos empañados de pena.

– Es increíble que el viejo haya tenido una embolia.

Tim pensó en el encuentro matinal que había tenido con Dumone, el silencioso apartamento impregnado de olor a moqueta rancia.

Rayner, con un traje a cuadros de color gris marengo de cuyas mangas asomaban gemelos de oro, estaba sentado con el torso hacia delante. La estrecha franja blanca de su bigote parecía postiza.

– Me he enterado y he llamado hará cosa de una hora. La enfermera no ha querido ponerlo al aparato. Supongo que no estaba en pleno control de sus facultades. Hoy no puede recibir visitas. Voy a hacer que lo trasladen a la planta más selecta del Cedars a primera hora de mañana. Allí lo tendremos más controlado.

– ¿Para que no hable? -preguntó el Cigüeña.

– Para que se recupere. -Rayner, molesto, sostuvo la mirada al Cigüeña un poco más de lo correcto-. Franklin tiene una hermana mayor, pero ha pedido que no se le ponga al corriente. No quiere que coja un avión y venga a ocuparse de él.

– Soltera -dijo Ananberg, a modo de explicación.

El silencio que se hizo a continuación sólo se vio interrumpido por el tintineo del hielo contra el vaso y los sorbos de leche que tomaba el Cigüeña con su pajita.

– Creo que a todos nos vendría bien un descanso. ¿Qué tal si nos tomamos libre el fin de semana y nos reunimos el domingo por la noche? -propuso Rayner.

Robert tenía la mirada perdida, como si contemplara un pozo insondable. Le había subido a las mejillas un arrebol propiciado por la bebida; ahora que había empezado a beber, Tim se preguntó si sería capaz de parar.

Mitchell estaba sentado con las manos plegadas sobre el regazo, las yemas de los pulgares una contra otra. Tenía los brazos pegados a los costados, lo que le daba un aire compacto y centrado. Había entornado los ojos casi por completo, como si hiciera un complicado cálculo mental del peso neto de un explosivo. Estaba tranquilo en grado sumo, casi relajado.

Tim, cada vez más furioso y asqueado, columpiaba la mirada de un hermano a otro.

– ¿Tomarnos un descanso? Esto no es un comité parroquial: tenemos asuntos que tratar.

Rayner carraspeó y unió las manos con gesto pío.

– No empecemos a buscar culpables. Ya sé que la ejecución ha ido mal…

– No -saltó Tim-. La ejecución no ha ido mal. Eso sería quedarse muy corto.

– Estoy de acuerdo con Tim -terció Ananberg-. Ha sido una chapuza.

– No estabas presente -replicó Robert.

– Eso no tiene la menor importancia. Si el asunto nos estalla en las manos, todos vamos a chirona.

– Mira, las cosas se han complicado. No teníamos intención de hacerlo así; sencillamente, ha ocurrido.

– Bueno •-dijo Ananberg-. ¿Quién ha hecho que ocurriese?

Todos miraron a Robert, salvo Mitchell, que seguía con la vista el péndulo del carillón. Robert ladeó el vaso hacia Tim.

– Rack también la ha jodido.

– Amén -se mofó Tim-. Debería haber establecido unas firmes reglas de actuación. Aquí dentro rigen procedimientos estrictos. También necesitamos procedimientos estrictos sobre el terreno. Van a entrar en vigor nuevas normas.

– ¿Como cuáles? -indagó Mitchell.

– Ahora no -dijo Rayner-. No es momento para hablar de algo así.

– Cuando volvamos, ya hablaremos del asunto -dijo Tim-. Largo y tendido.

Rayner se puso en pie y se alisó con las manos las perneras del pantalón.

– El lunes a las ocho.

Cuando Rayner pasó por su lado, a Tim le sorprendió detectar auténtica pena en el gesto decaído de las comisuras de su boca.

La televisión murmuraba en el despacho de Joshua, de manera que Tim decidió prescindir del ascensor y subir por las escaleras de atrás. Le aguardaba su apartamento: colchón, mesa, cómoda. Arrastró la sillita de tamaño infantil hasta la ventana y se sentó con los pies en el alféizar, respirando gases de tubo de escape a través de la rejilla mientras oía los gritos de alguien en el restaurante japonés ubicado al otro lado de la callejuela. Le pareció curioso que la furia resultara mucho más furibunda expresada en un idioma oriental.

Comprobó el buzón de voz del Nokia y vio que tenía dos mensajes. El primero era de Dray. Su voz, reconocible para sus oídos en tantísimas sutilezas indescriptibles, lo recorrió como un escalofrío. Ella hacía todo lo posible por atenuar el tono, hacerlo más femenino, lo que quería decir que tenía remordimientos y quería resultar afectuosa.

– Tim, soy yo. -Una pausa larga con ruido de interferencias de fondo-. Han llegado unos formularios que requieren la firma de ambos padres. Es para cancelar el seguro médico de Ginny y la cuenta bancaria que le habíamos abierto para sufragar sus estudios universitarios. Chorradas así. Si puedes… Si puedes pasar por aquí en algún momento, me vendría de maravilla. Mañana estaré en casa. O podría dejártelos encima de la mesa de la cocina, si quieres, y los firmas cuando yo esté en el trabajo. Pero preferiría…, preferiría… -Un suspiro-. Me gustaría verte, Timothy.

A continuación, la voz de Oso, pasmosamente bronca, hizo trizas la dicha pasajera de Tim.

– Rack, soy Oso. ¿Piensas llamarme o qué hostias?

Telefoneó a Dray, pero le saltó el contestador automático, de modo que le dejó un mensaje; luego llamó a Oso. Éste le dijo que también tenía ganas de ver a Dray, así que acordaron verse en su casa a las doce del día siguiente.

Como no tenía mucho que hacer, se acostó. A causa de la luminosidad de la calle céntrica y de lo deficiente de las persianas, en su apartamento nunca reinaba la oscuridad como tal. La noche no era sino una actitud levemente distinta frente a las horas, nada más. Carecía de efecto letárgico.

A modo de ataque preventivo contra las imágenes que había encontrado bajo la sábana del forense, intentó imaginar a Ginny en una pose plácida, pero todo le resultaba trivial, falto de autenticidad. En vida, Ginny nunca se había tumbado plácidamente en campos cubiertos de dientes de león; no había muchas razones para que lo hiciera ahora. Una y otra vez volvía a imaginarse el rostro de Debuffier abierto de un balazo, la muerte a la que lo habían abocado y las vidas que ya no podría segar. Su muerte tenía algo de rastrero; carecía de virtud. Era como ganar una fortuna gracias a una herencia.

Lañe estaba muerto y Debuffier también, y a Ginny no le importaba lo más mínimo.

Transcurrido un rato, Tim empezó a notar que el vacío de la habitación no era buena compañía. Cuando puso las noticias, asomó el rostro de Melissa Yueh, alegre y con un tono de piel rojizo, casi de excitación sexual.

«La ciudad está que arde otra vez por causa de la ejecución de un presunto criminal, Buzani Debuffier, que recibió varios disparos y murió en el acto después de haber torturado y asesinado violentamente a una mujer.»Lo de «torturado y asesinado violentamente» le pareció una redundancia, pero él no era un experto en índices de audiencia. Pasaron imágenes de unos tipos con impermeables de la Unidad de Investigación Científica que registraban los restos hallados en la casa de Debuffier.

«La policía de Los Ángeles no quiere aclarar si este caso está relacionado con el asesinato de Lañe, pero fuentes internas indican que en ambos escenarios se encontraron restos de un cable poco habitual que vincula las dos explosiones…»Al notar que su nivel de estrés subía, Tim cambió de canal. Aparecieron las imágenes en blanco y negro de la telecomedia Déjaselo a Beaver. June, la pizpireta madre de Beaver, abrazaba a su hijo con fuerza y éste cerraba los ojos. La escena era tan gazmoña que rayaba en lo repugnante, pero la dejó de todos modos.

Concilio el sueño al arrullo de la serie.


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