Capítulo 18

«Me llamo Jed. Con el uso de mi nombre completo, Jedediah, un nombre anticuado, los medios izquierdistas controlados por el gobierno intentan distanciarme más aún del ciudadano medio estadounidense, convertirme en un fanático.» En el enjambre de televisores de circuito cerrado suspendidos en el ventanal de la planta baja de KCOM, diecisiete Jed Lane televisados entrelazaron diecisiete pares de manos y se arrellanaron en diecisiete cómodos sillones. En la decimoctava pantalla se veía reflejado el propio público, una mezcla variopinta de rostros iracundos y perversamente curiosos.

Con la bicicleta adelantada para escindir el gentío, Tim se abrió paso entre los espectadores y los miembros de los piquetes arracimados ante la inmensa cristalera del edificio. Melissa Yueh tenía a Lañe en un plato de un piso superior y lo sometía a un calentamiento para entrar en directo en menos de media hora. A modo de truco publicitario, los programadores de KCOM habían optado por emitir la charla previa a la entrevista propiamente dicha por un circuito cerrado de televisión al gentío congregado a la entrada del edificio: otro eslabón en la cadena que llevaba hasta la emisión en circuito cerrado de la ejecución de Tim McVeigh.

Los cánticos acababan de acallarse para poder oír las palabras de Lañe, pero la muchedumbre emanaba desdén e indignación como una fuente de calor. La presencia de efectivos de la Policía de Los Ángeles -los uniformes de color azul oscuro entremezclados con el gentío a intervalos regulares- era tan intensa como poco amedrentadora. A la entrada del vestíbulo, los guardias de seguridad de KCOM examinaban atentamente los documentos de identidad antes de hacer pasar a visitas y empleados por dos detectores de metal similares a los de los aeropuertos.

El minúsculo detonador estaba oculto bajo el sillín de la bicicleta de Tim. Había fijado nueve imanes planos a un costado del tubo posterior del cuadro y, en el calapiés, un dispositivo tubular a distancia del tamaño de un mechero disimulado como reflector. Además de llevar gafas, había dejado que la sombra de barba creciera hasta convertirse en una barba y un bigote propiamente dichos, y se había metido un chicle de canela en la encía debajo del labio inferior para alterar la forma de la barbilla. Con una mochila colgada al hombro, la tarjeta de identificación falsa sujeta a la cintura de los pantalones de camuflaje y una cruz dorada colgada de una cadena, volvió la esquina y se dirigió al puesto de envíos y recepciones. Con un gesto fugaz sacó el reloj de debajo de la manga: 8.31.

Localizó la pancarta de Robert entre otras similares al otro lado de la calle: INFANTICIDA FANÁTICO. Si algo iba mal, el reverso de la pancarta con la leyenda del revés haría las veces de señal. Robert entonaba consignas siguiendo el sendero circular de la línea del piquete, pero Tim se dio cuenta de la tensión que delataban los gruesos tendones de su cuello.

El gemelo ladeó la pancarta hacia el puesto de envíos y recepciones. Dos nuevos guardias de seguridad se habían apostado allí después de que entrara el pelotón de Lañe. Uno cacheaba a un mensajero a los pies de la rampa mientras el otro sostenía la bicicleta a su lado. Dejaron pasar al mensajero pero, a pesar de sus protestas, le impidieron entrar la bici.

El plan A quedaba abortado.

Tim cruzó la calle y dejó la bicicleta apoyada en un cubo de basura después de recoger los dispositivos ocultos. Permaneció quieto unos instantes mientras el cerebro le iba a mil. En el suelo, al lado del cubo de basura, había un pase de invitado para ese día, del que alguien se había deshecho. Lo alisó contra el muslo: Joseph Cooper. Podía sacarle partido. Después de todo, el cambio de guardias presentaba tantas ventajas como inconvenientes. Al tiempo que se acomodaba la mochila al hombro, fue calle abajo y entró disimuladamente en el establecimiento de artículos ortopédicos Lipson's. El único empleado hurgaba en unas cajas en la trastienda.

– ¡Ahora mismo voy!

U nos segundos después, Tim salía sentado en la silla de ruedas del escaparate con la mochila colgada del respaldo. Los guantes de ciclista con dedos, que la noche anterior había desgastado con una lijadora de banda para que su mal estado les diera mayor autenticidad, le servían de protección contra el giro de las ruedas. También le permitían entrar sin dejar ninguna huella dactilar.

Cruzó la calle y fue directo hacia los nuevos guardias. Cuando el más alto levantó su carnosa mano de policía de tráfico, les mostró el pase de invitado.

– Hola, chicos. Esta semana estoy asesorando a unos productores en la undécima planta. He intentado pasar por la entrada principal, pero me han dicho que venga por aquí. No podía pasar por el detector de metales con esta monada. -Palmeó con cariño el costado de la silla de ruedas-. Me han dicho que aquí podríais registrarme con el detector portátil.

Tras lanzar a su colega una incómoda mirada de soslayo, el guardia pasó la varilla del detector junto a Tim, pero el aparato sufrió una suerte de ataque de apoplejía con tanto metal como llevaba la silla. Tim mantuvo las manos pegadas a la parte superior de las ruedas para ocultar el detonador y el mando a distancia que había escondido en los radios. El otro guardia le registró la mochila repasando los pliegues como si amasara pan. Tim se alegró de su actitud incómoda y su evidente miedo a ofenderle. Ni siquiera le habían preguntado por el atuendo.

Sonrió con timidez ante los pitidos frenéticos del detector.

– Suele pasar, tío. No te imaginas lo que ocurre en el aeropuerto. Hay veces que están a punto de llamar a la Guardia Nacional. -Le lanzó un guiño-. ¿Te importaría empujarme por la rampa?

El guardia, dicho sea en su defensa, lo cacheó primero -y muy a conciencia-, pasándole la mano hasta los riñones y luego por las piernas. Fue tan minucioso que incluso sacó un dólar de plata del bolsillo de Tim y lo observó con atención antes de devolvérselo. La camiseta de ciclista de licra se le ceñía al pecho y le hacía plenamente consciente de la leve película de sudor que le cubría el cuerpo. La intensidad de la situación le recordó los preparativos para una operación sobre el terreno o el momento de tirar la puerta de una patada con el Servicio Judicial.

Al cabo, el guardia asintió y lo empujó sin miramientos rampa arriba.

– El código del ascensor son los primeros cinco números del código de acceso a planta. Te lo han dado, ¿verdad?

– Sí. Gracias, colega. De veras. -Se fue camino del montacargas, introdujo el código desentrañado por Betty y se obligó a sonreír a los guardias mientras esperaba. Sus músculos se relajaron un tanto cuando la campanilla anunció que las puertas se abrían. No cayó en la cuenta de que estaba conteniendo la respiración hasta que entró a lomos de la silla y lanzó un suspiro al oír que las puertas se cerraban a su espalda.

El ascensor era un típico montacargas con paredes de malla, el techo alto y una trampilla superior cerrada con pestillo. En la esquina derecha se veía un monitor de televisión.

– … Ni idea del desbarajuste que nos ha dejado en herencia el régimen de Clinton y Gore -decía Lañe-. Ellos y sus putos aliados socialistas, que subvierten y destruyen nuestras instituciones culturales. -Había apoyado una de las botas en el borde de la mesa de la presentadora.

– Cuando la entrevista empiece a emitirse en directo, tendrá que moderar su lenguaje -le advirtió Yueh.

– Claro que sí -respondió Lañe-. Ni que estuviéramos en un país libre.

Tim llamó al décimo piso y luego sacó el detonador y el mando a distancia de entre los radios; recogió también los imanes planos de donde los había colocado tras el respaldo del asiento. La silla de ruedas se plegó como un acordeón y la dejó apoyada en la pared. Se quitó la camiseta de licra y la sustituyó por una camisa azul de botones sin marca. Después extrajo de la mochila una camisa recién salida de la tintorería con la percha de alambre un poco retorcida por causa del registro del guardia.

Salió a la décima planta, que estaba despejada, y se libró de la silla plegada y la mochila lanzándolas por el conducto para tirar la basura que había a su derecha. Cuando se cerraban las puertas del montacargas, se sacó el dólar de plata del bolsillo y lo colocó en el hueco sujetándolo entre el índice y el anular. Las puertas entraron en contacto con la moneda y se detuvieron cuando el dispositivo de cierre estaba a punto de encajar. Volvió a mirar el reloj: 8.37. El montacargas no debía utilizarse de nuevo hasta que los conserjes del turno de noche subieran al sexto piso hacia las nueve y cuarto. Por si había alguna emergencia antes de ese momento, prefería dejar el ascensor fuera de servicio.

Se echó la camisa de la tintorería al hombro y el envoltorio de plástico emitió un frufrú al rozar con su espalda. Asomó la cabeza al pasillo y vio dispositivos de rayos infrarrojos, dispuestos cada diez metros, que no dejaban apenas ni un solo punto ciego. Para Robert era una oportunidad perfecta de dejar a Tim con el culo al aire: en el caso de que no hubiera inutilizado los dispositivos, los aullidos de la alarma lo dejarían atrapado en la décima planta de un edificio lleno a rebosar de polis, guardias de seguridad y tarados de una milicia privada. Respiró hondo y atravesó la línea que había entre las dos primeras lentes. El puntito de luz verde encima de cada unidad siguió brillando con la misma intensidad sin indicar con el más mínimo parpadeo que ninguno de los dos dispositivos hubiera detectado algo fuera de lo común.

La primera puerta que se encontró era una de hoja doble con barras de presión, tal como había informado Robert. La planta estaba diseñada en especial para protegerse ante posibles entradas, y no al revés. Sacó la pila de imanes planos del bolsillo y retiró el primero con la uña. Era fino y plateado, con la forma de una barrita de chicle. Se puso de puntillas y localizó los pestillos magnéticos gracias a la sombra que interrumpía la ranura iluminada encima de la puerta. Deslizó el imán entre los dos pestillos magnéticos hasta que notó que empezaba a ser atraído; cuando lo soltó, encajó en su sitio con un chasquido, cubriendo el pestillo superior.

Abrió la puerta y atravesó el umbral mirando el imán adherido al pestillo magnético superior, gracias al cual no se había interrumpido la conexión. Abandonó el pasillo para entrar en una enorme sala llena de cubículos a medio desmantelar que se alzaban entre las sombras como si de un cementerio de elefantes se tratara, en una suerte de réquiem para el estallido de la burbuja en que se habían convertido muchas empresas creadas en torno a Internet. Al final sólo encontró cinco puertas más. Los tres imanes sobrantes los dejó adheridos a la bandeja de impresión de una Hewlett-Packard abandonada.

Se apoyó en la puerta de la escalera y aguzó el oído para detectar los pasos de Susie la Escaleras, la recepcionista de la undécima, que tenía el ejercicio como prioridad. Eran las 8.42. Llegaba tarde a su cita de las nueve en punto con el psicólogo a cinco manzanas de allí; esa misma tarde había llamado para confirmarla. Tim aguardó, controló la respiración y fingió paciencia. A las 8.49 tenía un encuentro preestablecido en el piso de arriba, ya que debía cruzarse en el pasillo que enlazaba los lados este y oeste con Craig Macmanus cuando éste regresara a su despacho para contestar al mensaje urgente que iba a enviarle el Cigüeña. Para las 8.45, Tim supuso que Susie la Escaleras debía de haber suspendido la cita, decidido quedarse a ver la entrevista con Lañe o cogido el ascensor.

Se puso a silbar como si nada, abrió la puerta que daba a la caja de la escalera y salió al descansillo de la décima planta. La puerta se cerró a su espalda con un chasquido. Como si acabaran de darle una señal, un piso más arriba se abrió la puerta, y Tim oyó el tamborileo amortiguado de unas Reebok escaleras abajo. Se agarró a la barandilla y levantó la camisa de la tintorería por encima del hombro de forma que le tapase media cara.

Susie pasó a toda velocidad, un mero contorno de rizos y nailon.

– ¡Hola! ¡Adiós!

Tim murmuró un saludo y siguió adelante. Para cuando llegó al descansillo de la undécima planta, había retirado la percha de la camisa y la había desdoblado para convertirla en una «L» terminada en el gancho. Introdujo el gancho por debajo de la ranura entre la puerta y el suelo y lo giró hasta notar que asía la barra de presión en el interior. Dio un tirón y oyó el chasquido deseado. Abrió la puerta con cautela y entró en la trascocina vacía.

En el monitor de la encimera se veía a Melissa Yueh inclinada hacia Lañe mientras un técnico de sonido le prendía un micrófono a la camisa.

«Tómeselo con tranquilidad y establezca contacto visual conmigo, no con la cámara. En unos minutos le pondrán un auricular para que el productor pueda hablar con usted mientras estamos en directo.»Al fondo se veía a varios partidarios de la milicia de Lañe, guardaespaldas con unos brazos tan grandes que no sabían qué hacer con ellos. Se esforzaban por ofrecer un aire de dureza y no hacer caso de las cámaras, pero no les estaba saliendo nada bien. Un ajetreado ayudante de producción los sacó de plano y se desplazaron torpemente siguiendo sus órdenes igual que un rebaño de ovejas conducido por un perro pastor.

Tim dobló la percha en tres y la tiró junto con la camisa al cubo que había bajo el fregadero. Se sacó del bolsillo de atrás una bolsita, un auricular de plástico y una hebra de hilo dental. Abrió el auricular, introdujo el minúsculo detonador entre los cables y lo cerró. Después de meter el auricular en la bolsita, la cerró y la ató con el hilo dental. A continuación se tragó la bolsa sujetando un cabo del hilo dental. El hilo se tensó e impidió que la bolsa se le fuera garganta abajo. Aguardó a que cesaran las arcadas y luego se sujetó el hilo dental entre dos muelas.

Cogió de la nevera dos botellas pequeñas de agua Evian, se las metió en los bolsillos de atrás y salió al pasillo. Su reloj marcaba las 8.46.

Un rígido agente de la Policía de Los Ángeles y un guardia de seguridad de KCOM con aspecto aburrido estaban sentados en unos taburetes delante de un detector de metal que daba a los pasillos principales. Tim saludó con un asentimiento y pasó. El detector lanzó un fuerte pitido.

– ¿Llevas teléfono móvil?, ¿llaves?

Tim negó con la cabeza.

El guardia se levantó del taburete y pasó a Tim el detector empezando por los pies. Al llegar a la altura de la garganta, emitió un intenso pitido. El guardia se quedó mirando la cruz de oro que Tim llevaba colgando debajo de la nuez, miró de soslayo al poli y luego le indicó con un gesto que pasara.

Entró en el cuarto de baño unos pasos más allá del puesto de vigilancia y se metió en uno de los retretes. Con sólo tirar del hilo dental que llevaba entre las muelas, notó una arcada y expulsó la bolsita, que salió cubierta de saliva. Sacó el auricular, se lo puso en el bolsillo y tiró la bolsa al retrete. Volvió a salir al pasillo exactamente a las 8.49.

Craig Macmanus, todo mandíbula y sonrisa dentona, iba por el pasillo a toda prisa con un colega, mirando el busca al tiempo que contaba un chiste sobre monjas en bicicleta. Tim bajó la cabeza para fingir que miraba el reloj en el momento preciso en que se cruzaba con Macmanus, y aprovechó para sustraerle las tarjetas de identificación y acceso que llevaba sujetas al cinturón de cuero.

– Ay, perdona, Craig. -Tim siguió su camino sin volverse para mirarle a la cara. Se afanó en sacar la tarjeta de identificación de Craig de la funda para sustituirla por su propia tarjeta falsa. No había un alma en el pasillo, salvo por los tres televisores suspendidos del techo a intervalos regulares. Al llegar a las imponentes puertas de doble hoja al cabo del pasillo, puso delante del panel la tarjeta de acceso de Macmanus. La luz roja se tornó verde y accedió al santuario interior.

Una vez en la sala de entrevistas, impenetrable para los prismáticos y las miradas indiscretas de los limpiaventanas, Tim estaba abandonado a su suerte. Lañe y Yueh estaban sentados a una inmensa mesa de madera al estilo clásico del entrevistador Charlie Rose, y por todas partes pululaban ayudantes adaptando la iluminación y saltando a las órdenes de Yueh. Un reloj digital negro encima de la cabeza de la presentadora indicaba el tiempo restante para entrar en directo: menos de cinco minutos. El guardia en la pequeña garita a la derecha de Tim se zampaba una rosquilla glaseada sin reparar en lo caricaturesco de su actitud. Tim le mostró fugazmente la tarjeta de identificación y, al echarle un rápido vistazo, el guardia le dejó un borrón azucarado en forma de yema encima de la austera foto.

Un técnico provisto de auriculares manipulaba el panel de control con un entramado de cables que desaparecía bajo una mesa plegable que se hallaba a su lado. Tim se dirigió hacia él con una de las botellas de Evian en la mano.

– ¿Alguien ha pedido agua?

El técnico de sonido lo despidió con un aleteo de la mano sin apenas levantar la vista. Tim vio un maletín metálico abierto sobre la mesa en cuyo lecho de espuma gris había una serie de aparatos, incluido el auricular; tal como había supuesto, los hombres de Lañe, que tenían experiencia más que de sobras en amenazas de muerte, habían traído su propio equipo.

– Voy a dejarlas aquí.

Otro aleteo de la mano, esta vez arisco.

Al tiempo que dejaba las botellas en la encimera, sustituyó los auriculares rápidamente.

– ¡Dos minutos para entrar en directo! -gritó alguien.

– A ver si difumináis la luz de relleno -chilló Yueh-. Se me van a ver los poros de la cara como cavernas.

Uno de los secuaces de Lañe, sin cuello y con el antebrazo tatuado con un águila de cabeza blanca, pasó junto a Tim en busca del maletín metálico. Camino de la puerta, éste hizo un gesto al guardia para que se limpiara los restos de azúcar que tenía en la barbilla. Una vez en el desolado pasillo, empezó a oír las órdenes que Yueh daba a gritos en estéreo; su voz atravesaba las paredes y chirriaba en los monitores colgados del techo. La primera nota de la sintonía de KCOM anunció el inicio del programa y permitió que el edificio entero descansara brevemente de las estridencias de la presentadora.

Para cuando Tim llegó al ascensor principal, que era notablemente más elegante y tenía un monitor empotrado en el lustroso panel de acero inoxidable, la voz de Yueh, mucho más melosa para el directo, estaba yendo directa al grano:

«… Por lo visto, no ha expresado muchos remordimientos por los niños, las mujeres y los hombres que murieron.» Su ceño, levemente fruncido, se aproximaba a la perplejidad genuina.

Tim se colocó en la parte anterior de la cabina, allí donde la cámara no registraba su presencia. El interior era de metal, sin espejos a través de los que pudiera estar filmándole una segunda cámara.

«-Esas personas trabajaban para una causa fascista, tiránica. La intrusión del censo es un golpe comunitario contra el principio arraigado del individualismo, contra la república constitucional independiente que hombres como yo luchamos por restaurar. Una lista de nuestros ciudadanos, al alcance de cualquiera que meta las narices en un archivo federal… -Lañe lanzó una risilla al tiempo que se atusaba la barba irregular con las yemas de los dedos-. ¿Cree que era eso lo que querían los artífices de nuestra Constitución? ¿Cuánto ganamos al año? ¿ De qué raza somos? ¿ Dónde vivimos? Por si no se ha dado cuenta, en este país se está librando una guerra, y el censo no es más que munición para quienes se han arrogado el papel de líderes. Han lanzado una ofensiva a gran escala contra la soberanía y los derechos estadounidenses, unos derechos que provienen de Dios, y no del gobierno.

»Los datos del censo no están disponibles para otros organismos del gobierno, señor Lañe. Me da la impresión de que exagera…

»¿Sabía usted, señora Yueh, que en mil novecientos cuarenta y dos se utilizó el censo para localizar a los estadounidenses de ascendencia japonesa y encerrarlos en campos de concentración?»La sonrisa de la presentadora se iluminó igual que una linterna, pero la demora de un segundo dejó bien a las claras que la habían pillado a contrapié. Tim no pudo por menos de sonreír. El tipo malo se había anotado un tanto.

Pasó el pulgar por el dispositivo plateado de control remoto que llevaba en el bolsillo. Se abría igual que un mechero y tenía en su interior un único botón negro. Había hecho un cálculo más bien moderado de su radio de acción: debía de llegar al menos unas diez zancadas más allá de las puertas de entrada al edificio.

Lañe seguía brindando gemas de sabiduría.

«La democracia es algo así como cuatro lobos y una oveja que votaran qué van a cenar. La libertad es esa misma oveja que, con un M-60, les dice a los lobos dónde pueden meterse su democracia. El gobierno no hace más que coartarnos, mermar nuestros derechos, roernos cada vez un poquito más. El ataque contra la Oficina Regional del Censo no fue más que una manera de impartir justicia.»Las puertas del ascensor se abrieron en el vestíbulo acompañadas por un leve tintineo. Todos los empleados de KCOM, desde los porteros hasta los contables, se habían reunido para ver la entrevista en la inmensa pantalla de la pared occidental. Una mujer permanecía estática, con las pajitas del zumo que se estaba tomando suspendidas a escasos centímetros de la boca abierta. La vigilancia del gentío congregado en el vestíbulo corría a cargo de cuatro agentes uniformados de la Policía de Los Angeles y -a juzgar por la preponderancia de riñoneras- unos cuantos polis secretas.

Tim recorrió el trayecto que había trazado mentalmente para mantenerse en los márgenes del campo de visión de las cámaras.

La voz de Lañe resonaba en los suelos y las paredes desnudas de mármol.

«-Como mínimo, el censo es una herramienta al servicio de la expansión del estado de bienestar. En este país, hoy en día, pagamos un porcentaje mayor de nuestros ingresos que los siervos de la gleba.

»-Los siervos de la gleba no tenían ingre…

»-Y el Banco Federal es una traición de mayor índole aún por parte del gobierno usurpador.»Yueh torció el gesto para adoptar la expresión que constituía la marca de la casa, la que utilizaba en los anuncios que la describían como «incisiva».

«En este programa ha hecho de todo menos responder a la primera pregunta que le he planteado. ¿Lamenta en absoluto que hayan muerto diecisiete niños?, ¿que hayan muerto sesenta y nueve hombres y mujeres?»La sonrisa de Lañe brotó rauda y ladeada.

«El árbol de la libertad debe regarse de vez en cuando con la sangre de los tiranos.» Tim cruzó el vestíbulo con la mano metida en el bolsillo, hurgando la tapa del dispositivo con el pulgar como si fuera la patita de un conejo.

– «Patriotas y tiranos» -murmuró. Bajó la barbilla hacia el pecho a medida que se acercaba a la puerta giratoria y las lentes situadas encima de la misma. Un rápido giro y ya estaba en la acera.

Ni Yueh ni Lañe adoptaron una postura más relajada; permanecieron erguidos, como depredadores en busca de un punto vulnerable.

El gentío en el exterior estaba en ebullición. La gente llevaba lazos rojos en la chaqueta. Alguien murmuraba enfurecido. Un hombre con gorro lanoso del que pendían unas orejeras contemplaba la televisión en la vidriera de la fachada con la boca abierta de par en par y las mejillas húmedas de lágrimas. Tim contó los pasos a partir de la puerta giratoria. Cuatro… cinco… seis…

El rostro de Melissa Yueh apareció repetido diecisiete veces en primer plano. Tenía la mandíbula tensa, los ojos castaño oscuro brillantes y enfurecidos; por primera vez dejaba entrever un poco de enjundia bajo el personaje público.

«Otra vez rehúye responder a mi pregunta, señor Lañe.»En la tranquilidad de la calle, dos manzanas más abajo, la camioneta Chevy, ahora sin distintivos, se acercó en silencio al bordillo. Tim abrió la tapa del dispositivo de control remoto y apoyó el pulgar en el botón. Una mujer se recostaba con ternura entre los brazos de un hombre.

De pronto, Lañe adquirió una energía tan repentina como feroz. Tensó el cuerpo entero y se inclinó hacia delante -diecisiete imágenes desplazándose al unísono- para poner el dedo encima de la mesa con tanta fuerza que se le combó y adquirió un tono blanquecino.

«Muy bien, zorra. ¿Que si lamento que murieran? No. No si sirve para llamar la atención sobre…»Tim apretó el botón y la cabeza de Jedediah Lañe explotó como un mosaico.


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