Capítulo 42

Cuando Tim salió de Grimes Canyon Road para seguir el sinuoso trayecto hasta la casa quemada, notó una suerte de rasgueo en el vacío donde debería haber tenido el estómago. Fue aminorando la velocidad hasta detenerse entre los cimientos cubiertos de malas hierbas sobre los que se había erigido la casa; unos matojos crujieron bajo las ruedas.

Un poco más adelante, el garaje aislado se alzaba a los pies de un bosquecillo de eucaliptos. De noche, transmitía una sensación de grandeza dilapidada, como una mansión sureña deshabitada, pero a la luz impávida del día, adquiría un aspecto patético que no resultaba en absoluto amenazador. Tim se puso los guantes y el chaleco antibalas y luego se acercó.

Las ventanas cubiertas de mugre se habían vuelto casi opacas. La puerta del garaje chirrió sobre las bisagras oxidadas. Lo primero que le llamó la atención fue el hedor, sucio y húmedo, el olor a agua estancada y posteriormente drenada. La cañería rota había depositado esquirlas de sedimento en el suelo de hormigón.

El mismo sofá raído. El mismo agujero en la pared opuesta, aunque ya no lo tapaban las braguitas de Ginny. La misma penumbra que lo envolvía todo.

Pero ni rastro de Kindell.

La mesita auxiliar estaba en el suelo; el tablero de contrachapado barato se había roto por la mitad y enseñaba infinidad de astillas. Uno de los cojines del sofá estaba en vertical, la tela rasgada en la parte anterior como una costura reventada. El relleno rugoso y amarillento asomaba por la abertura. Aunque la lámpara estaba hecha añicos en el suelo, la bombilla seguía milagrosamente intacta.

Los indicios de un breve forcejeo.

Posó las yemas de los dedos enguantados en una mancha oscura que hacía el sofá y luego untó la humedad del cuero sobre el enlucido blanco de la pared del fondo para distinguir su auténtico color, que era rojo sangre.

Encima del mostrador se veía un envase de leche tumbado. Aunque estaba cerrado, dejaba caer un finísimo hilillo de líquido. Lo puso en vertical. Estaba casi vacío. Se quedó mirando el charco de leche en el suelo, que tenía algo más de un metro de diámetro. Contempló su soporífera expansión y calculó que debía de llevar así al menos media hora.

Se habían llevado a Kindell a alguna parte. Si su intención hubiera sido sencillamente matarlo, lo habrían hecho allí mismo, en un lugar aislado, tranquilo, rural. El bosque de eucaliptos habría amortiguado en buena medida los disparos.

Había otro plan en marcha.

Cuando ya salía, le llamó la atención una veta blanca en el relleno del cojín al aire. Se acercó, introdujo la mano y, al tirar, sacó el calcetín de su hija.

Una cosa diminuta, poco más de quince centímetros de un extremo al otro, con un círculo de lunares de aspecto circense en la cenefa superior. El calcetín de su hija. Metido en un cojín rasgado igual que una revista porno, una bolsa de marihuana, un fajo de pasta. En ese lugar.

Le temblaban las piernas, de modo que se sentó en el sofá con el calcetín aferrado entre las manos, los pulgares hundidos en el tejido. La pequeña habitación dio un giro ebrio y se cernió sobre él una mezcolanza de sensaciones. Una vaharada de diluyente de pintura. La leche que caía de la encimera. Una comezón en la herida encima del ojo. El olor de la mesa de embalsamamiento, de lo que había quedado de su hija al cabo.

Se llevó una mano a la frente y la retiró húmeda. Le temblaban las rodillas, ambas, de forma incontrolable. Intentó ponerse en pie pero no consiguió hallar fuerzas en sus piernas, de modo que volvió a tomar asiento, aferrado al calcetín de su hija; no temblaba de ira sino debido al anhelo implacable de abrazarla, un anhelo más profundo que la pena o incluso el dolor. No estaba preparado, no había previsto la necesidad de escudarse de semejante vulnerabilidad, y el diminuto calcetín blanco con sus estúpidos lunares había penetrado por sus fisuras para alcanzarlo en lo más hondo.

Transcurridos diez minutos, o tal vez treinta, se las arregló para salir bajo un sol de justicia y atravesar los cimientos chamuscados hasta su coche. Permaneció un momento sentado e intentó recuperar el aliento.

Tuvo problemas para introducir la llave en la ranura. Puso en marcha el motor y se fue.

Una vez en la autopista, cogió velocidad y fue pisando el acelerador hasta sobrepasar los ciento cuarenta para poner distancia entre él y la casucha del asesino. Llevaba las dos ventanillas bajadas y el aire acondicionado al máximo. No fue hasta que atravesó como una exhalación la salida hacia la calle Uno cuando empezó a respirar con cierta normalidad.

Se detuvo en el arcén y llamó a Dray, que estaba en comisaría.

– Se han llevado a Kindell.

Les dio la impresión de que la pausa se prolongaba eternamente, y luego un poco más.

La risa de Dray, cuando resonó, más pareció un acceso de tos.

– ¿Qué van a hacer con él?

– No lo sé. Si pudiera localizar una de sus residencias…

– No está mal como deseo.

– Casi lo consigo. No puedo creer que el coche del Cigüeña no se viera bien. Si la maldita filmación hubiera sido más clara, podría haber conseguido el número de la matrícula.

– Espera un momento. ¿Filmación? ¿Qué filmación?

– La de la cámara de seguridad. Encontré su coche en una filmación de una tienda de alquiler de vídeos.

– ¿Era de día o de noche? ¿Cuándo se grabaron las imágenes?

– De noche.

– ¿Qué iluminación había?

– ¿Cómo?

– La iluminación. ¿Cómo viste el coche?

– No lo sé. Había una farola, me parece. ¿Qué importa, Dray?

– Claro que importa, genio, porque si la farola era de arco de sodio, un coche azul se vería negro en la filmación.

Tim movió los labios pero no llegó a decir nada.

– ¿Hola? ¿Sigues ahí?

– ¿Cómo sabes eso?

– La primavera pasada seguí en Beitville un curso del Servicio Secreto sobre sistemas de seguridad. ¿Has olvidado que, además de un ama de casa celestial, soy una investigadora de lo más eficiente?

– No te falta razón en la mitad de lo que dices.

– Ve a echar un vistazo a la farola. Yo iré a indagar sobre los PT Cruiser azules. Llámame para darme la confirmación.

– Ya estoy en camino.


Por fortuna, la farola estaba a más de tres metros de la puerta principal de Vídeos de Alucine, lo que permitió a Tim observarla largo y tendido sin arriesgarse a que lo viera el muchacho al que había robado el sábado por la mañana. No había tenido en cuenta que era difícil, cuando no imposible, determinar si una farola tenía una lámpara de arco de sodio durante el día, mientras estaba apagada. Se había abrochado hasta arriba la cazadora para ocultar el chaleco antibalas, pero al verse reflejado en el vidrio de un autobús que pasaba, comprobó que no sólo parecía sospechoso, sino también rechoncho.

Un chaval con una sudadera negra pasó zumbando por su lado encima de un monopatín y lo miró con curiosidad. Tim esperó a que doblara la esquina, sacó el 357, lo amartilló y le pegó un tiro a la farola. A medida que se escapaba el gas salió una nubecilla de polvo blanco, y luego tintinearon sobre la acera los fragmentos de cristal.

Tim volvió a subirse al coche y para cuando arrancó ya estaba llamando por su móvil.

Dray cogió al primer timbrazo.

– Sí, es una farola de arco de sodio.


Tim aguardaba pacientemente en un reservado de la esquina de Denny's con un copioso desayuno humeante delante de sí, y eso que ya era hora de comer. Echó un vistazo a la primera plana de un diario dominical olvidado -EL JEFE DEL SERVICIO JUDICIAL PROMETE DETENER A LOS TRES VIGILANTES- que daba información más bien engañosa sobre los protagonistas. Se había abierto una línea telefónica directa para que los ciudadanos aportaran cualquier pista. Un portavoz de la Policía de Los Ángeles estaba convencido de que los Masterson financiaban las operaciones gracias al dinero recibido como parte de un lucrativo acuerdo con el periódico sensacionalista que publicó las fotografías de su hermana asesinada en el escenario del crimen.

En la segunda página se hablaba de un vendedor de coches de Baltimore que, inspirado por las ejecuciones de Lañe y Debuffier, había matado a dos hombres que intentaban robarle. Uno de los ladrones tenía diecisiete años y el otro era su hermano de quince.

Saltó a las necrológicas. Como era de esperar, se encontró a Dumone, con su uniforme de la Policía de Boston y una expresión adusta y majestuosa, aunque, como siempre, se le notaba una leve sonrisilla, como si estuviera al tanto de alguna broma que hubiese pasado desapercibida para el resto de la humanidad. La causa de fallecimiento era cáncer de pulmón terminal en vez de suicidio, y no se mencionaba su implicación en el asunto de los Tres Vigilantes. Tim se preguntó qué le habría parecido a Dumone que su necrológica se publicara en el mismo periódico que se hacía eco de la hazaña del vendedor de coches que había querido emular a Charles Bronson.

Volvió a la primera página y estudió las fotografías de los Tres Vigilantes. La del Cigüeña, obtenida sin duda de los archivos del FBI, enmarcaba su pose rígida de pasaporte en contraste con un fondo desvaído.

Su apatía moral y su afición al dinero lo convertían en un candidato estupendo para ser reclutado; Rayner y Dumone ya lo habían demostrado. Lo bueno de la codicia es que constituye un motivo limpio. Hace que la gente sea predecible. A Robert y Mitchell, que se movían impulsados por la emoción, era más difícil atarlos corto.

Transcurrieron otros diez minutos, así que Tim apretó el botón de «rellamada». Dray contestó sin dejar de teclear:

– Agente Rackley.

– Soy yo otra vez.

– El PT Cruiser está en tonos azul acero y azul patriota. Edward Harris, alias el Cigüeña, tiene un modelo azul patriota. Escogió otro apodo para la matriculación: Joseph Hardy. Ja, ja. A juzgar por la foto del carné de conducir, le habría sentado mejor el nombre de otra sabueso adolescente, Nancy Drew.

Tim se irguió en el asiento y apartó el plato de panqueques revenidos.

– ¿Dirección?

– Tenías razón en lo de El Segundo. Está en el ciento cuarenta y siete de Orchard Oak Circle.


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