7

Willie observó el remitente y abrió lentamente el sobre acolchado. Dentro había una hoja de papel blanco y un libro. Se fijó en la fecha: pocos días antes de la muerte de Elena.


Querido Willie:

Siento que nos peleáramos. Sabes que te quiero y te apoyo. Lo que te dije se debía a mi experiencia como mujer hispana, seguramente muy distinta de la tuya, aunque lo dudo (oh-oh, otra vez a las andadas. LO SIENTO). De todos modos, todo el asunto de los artistas de color es algo de lo que me gusta hablar (¡sólo tienes que pedirme que me calle!). Pensé que te gustaría este libro de poesía, es de Langston Hughes. Lee «Trabajo para inglés B». Trata el tema de la raza/color en relación con el arte. No sé si Langston Hughes está más a favor de ti que de mí, pero no importa. Ya nos habremos besado y reconciliado antes de que leas esto.


Te quiere, E.


Willie colgó la carta de la pared del estudio. Observó las letras hasta que se desdibujaron por culpa de las lágrimas.


La pintura se estaba secando en la paleta de cristal de Willie. Cogió una pizca de pigmento endurecedor con la espátula. Willie estaba seguro de una cosa: el arte era, y siempre lo había sido, su salvación. Lo había mantenido con vida durante todos los años que pasó en las viviendas subvencionadas, y volvería a salvarle. Sabía que eso sería lo que Elena le diría si estuviera allí. Sacó un largo pincel de cerda de un bote de café de Maxwell House y lo deslizó por la pintura roja de cadmio.

Pasaron varias horas… ¿cuántas? Willie no tenía ni idea. Estaba absorto en el cuadro. La imagen central de su última obra, la descomunal cabeza de un hombre sacada de la contraportada del libro de poesía de Langston Hughes, la había realizado de forma bastante tosca intencionadamente, pero el parecido era notable. Había pintado varios versos de «Trabajo para inglés B» en color aguamarina brillante en el rostro del poeta; alrededor de los mismos, y de la cabeza, había dibujado unas cuantas casas de vecinos con gruesas pinceladas blancas y negras.

El rap de Notorius B.I.G. le impidió oír el timbre de la puerta. La segunda vez que llamaron Willie pensó que sería algún gilipollas que pasaba por allí llamando a todos los timbres, en Manhattan casi nadie va a verte sin haber llamado antes. Pero el maldito timbre volvió a sonar, una pulsación prolongada seguida de cuatro entrecortadas. Willie dejó los pinceles en la paleta.

Oyó la voz áspera de su hermano por el interfono.

– Soy yo.

«Henry. Mierda.»


Henry había adelgazado, tenía los pómulos más hundidos que la última vez y expresión angustiada. Parecía mucho mayor de lo que era, por lo menos diez años mayor que Willie en lugar de tres. Nadie diría que eran hermanos. Incluso de niños eran completamente distintos.

La cara de Henry, como la de su madre, era larga y enjuta; los rasgos de Willie eran más redondos, suaves, más parecidos a los de aquel soldado, el que nunca volvió a casa.

Henry se apoyaba en un pie y luego en otro, nervioso, inquieto. Tenía los zapatos rotos; no llevaba calcetines, y el día era frío y húmedo, como si fuera marzo en vez de mayo. Se sentó en una de las sillas de madera de la cocina de Willie.

– ¿Tienes algo para beber?

– ¿Café?

– ¿Tienes algo más fuerte?

– Un par de cervezas y un poco de whisky, eso es todo.

– El whisky me viene bien.

Willie puso a calentar agua y rebuscó debajo del fregadero la media botella de whisky que alguien había dejado en el apartamento hacía más de un año. Vio a su hermano servirse un trago y bebérselo.

– No puedes esperarte al café, ¿eh?

Henry alzó la vista con cara de pocos amigos, la que Willie recordaba del último año que Henry había vivido en casa con la familia, cuando había comenzado a abusar de las drogas duras y siempre se peleaba con su madre, con Willie, con cualquiera que se molestase en llevarle la contraria.

– ¿Algún problema?

Willie suspiró. No le apetecía pelear con él.

– No, Henry. No pasa nada.

Henry toqueteó los sobres de azúcar, abrió varios a la vez y vertió el contenido en la boca. Willie sabía que tenía el mono.

– Me alegro de verte, hermanito. -De nuevo la expresión angustiada-. Lo he pasado mal… las últimas semanas. -Se sirvió otro trago de whisky-. Las cosas no me han ido tan bien como a ti.

Willie se pasó la palma por la frente; comenzaba a dolerle la cabeza.

Se oía la música de fondo y Willie deseó haberla apagado antes de que Henry entrara. Pero ya no quería moverse, así que tuvo que escuchar a Notorious B.I.G. diciendo que «alguien tiene que morir».

Henry agarró a Willie por la muñeca.

– Buen reloj, tío. ¿Cuánto te costó?

– Fue un regalo.

– ¿Ah, sí? Nadie me ha regalado nunca nada parecido. ¿Sales con alguna chica de pasta? Una chica blanca, ¿no? ¿Cuánto costó?

– Fue un regalo. No tengo ni idea -mintió.

Lo sabía perfectamente. Kate se lo había regalado por su cumpleaños. Había visto relojes de platino parecidos en las tiendas, había averiguado cuánto valían y se había escandalizado por aquel derroche, aunque también le había complacido.

Henry hizo un gesto con la cabeza en dirección al estudio de Willie.

– Esto sí sé que es un timo. -Apuntó con el pulgar al nuevo cuadro sobre Langston Hughes-. ¿Vendes esa mierda?

– Sí -masculló Willie.

– ¿Cuánto?

– Depende -respondió sin molestarse en disimular el enfado-. Sólo me quedo la mitad. La galería lo reparte todo a medias.

– ¿Ah, sí? Parece que el timo de ellos es mejor que el tuyo. -Se sirvió más whisky en la taza de café vacía-. Y, bueno, ¿a cuánto sube tu mitad?

– No es asunto tuyo.

Henry lo miró entornando los ojos oscuros y fríos.

– Yo también podría haber sido un puto artista. Lo sabes, ¿no?

La vieja y triste cantinela de «podría haber sido». Ya llega. Willy asintió con poco entusiasmo.

– Tenía talento, hermanito. Mucho talento.

– Sí, Henry. Lo sé. -Willie suspiró-. Eras bueno.

– Muy bueno. Mucho mejor que bueno. Tenía talento de verdad. -Volvió a mirar el estudio de Willie ladeando la cabeza. Se bebió el chupito de whisky-. Joder, podría hacer esa mierda con los ojos vendados.

El equipo de música estaba programado para repetir la canción y el maldito tema de rap de Notorius B.I.G. sonaba una y otra vez: «Alguien tiene que morir.»

– No te puedes quejar, hermanito.

Willie se incorporó, cansado de esperar a que Henry le pidiera el dinero que sabía que había venido a buscar. Henry sólo venía cuando necesitaba algo.

– No tengo mucho dinero aquí -dijo Willie, impaciente-. Y mucho de lo que gano se lo doy a mamá.

– Sí, lo sé. -La melancolía borró la expresión de pocos amigos de Henry-. Pero no he venido por eso.

– ¿No? Entonces, ¿por qué?

Henry se miró las manos y se tocó una costra.

– ¿Crees que sólo vengo a por dinero?

– Dime por qué has venido, ¿vale, Henry?

Las manos de Henry comenzaron a temblar, y derramó un poco de whisky.

– Sabes que me gusta esa amiguita tuya. Lo sabes, ¿no?

– ¿Quién? ¿Te refieres a… Elena?

Henry asintió y se sirvió lo que quedaba de whisky en la taza.

Por Dios. ¿A Henry le interesaba Elena? Henry la había conocido hacía muchísimos años, cuando eran niños, en South Bronx. Pero, ¿era algo romántico? Willie miró a su hermano con dureza: su piel de color café se había vuelto grisácea por la palidez propia de los yonquis, los ojos inyectados en sangre, los pómulos marcados en el rostro enjuto. Aun así, la expresión asustada que había bajo la desafiante pose callejera le rompió el corazón.

– Sí, tú también le gustas, Henry. -Le dolía hablar de Elena en presente. Se calló y respiró hondo-. ¿Sabes lo que ha pasado?

– Me gusta mucho, tío, y…

– Eso ya lo has dicho. -Willie empezaba a impacientarse de nuevo-. Te he preguntado si sabes lo que le ha pasado, a Elena. Que está… muerta.

– Sí. -Henry se estremeció-. Lo sé.

– ¿Cómo? ¿Cómo lo sabes?

– Sé leer -replicó Henry.

Willie suspiró.

– ¿Qué pasa con ella? ¿Qué pasa con Elena?

Sin embargo, Henry pareció encogerse y los ojos se le nublaron como si estuviese escuchando alguna voz interior.

– ¿Qué pasa, Henry?

Henry clavó la mirada en la taza de café vacía.

– ¿Te queda más whisky?

– No. -Willie le arrancó la botella de la mano temblorosa y la tiró al cubo de basura metálico. El ruido del cristal roto sonó a música atonal.

Henry salió disparado y encaró su cuerpo anguloso contra el de Willie, las venas de la frente le palpitaban y sentía que la ira le había dado la fuerza que necesitaba.

– Relájate, Henry. Cálmate.

– ¿Que me calme? -Los ojos de Henry eran puro granito.

Willie se apartó de su hermano.

– Por Dios, Henry. ¿Qué te pasa?

Henry lo miró de hito en hito y luego cedió.

– Lo siento. -Negó con la cabeza, y después sacudió los brazos y las piernas a medida que la ira le abandonaba-. No era mi intención. Sólo que… -Tenía lágrimas en los ojos.

– Oh, mierda, Henry. Yo también lo siento.

Henry se despidió con la mano y comenzó a arrastrar los pies hacia la puerta.

– Espera un momento. -Willie desapareció en el dormitorio y regresó con la cartera-. Sólo tengo treinta y seis dólares. -Le puso los billetes en las manos sucias.

– Me han echado del trabajo. Pero encontraré otro curro de mensajero, pronto. Te devolveré el dinero.

– Claro que me lo devolverás.

– Yo no hice nada, Will.

– ¿Quién ha dicho que hicieras nada?

– Pero… quizá lo digan.

Willie observó los ojos de su hermano, las pupilas dilatadas, la parte blanca inyectada en sangre.

– ¿A qué te refieres?

Su hermano tragó saliva.

– A nada. -Las manos habían comenzado a temblarle de nuevo.

– Mierda, Henry. ¿Qué pasa?

Pero Henry temblaba tanto que no podía hablar. Willie lo estrechó entre sus brazos. La fuerza se había evaporado; Henry se sentía como un montoncito de ramitas secas a punto de estallar en llamas. Willie lo abrazó hasta que los temblores disminuyeron.

– Estoy… bien -dijo Henry apartándose.

– Eh, un momento. -Willie rebuscó en un cajón del armario y sacó un par de calcetines de lana-. Póntelos. Hoy hay mucha humedad.

Henry se quitó los zapatos, se puso los calcetines con cuidado, como si la lana suave le irritase. Willie observó los pies hinchados y llenos de manchas de su hermano. Sintió ganas de echarse a llorar.

– ¿No tienes un abrigo o una chaqueta?

– Lo perdí -dijo Henry desviando la mirada.

Willie sacó una vieja parca azul de una percha y se la colocó a Henry sobre los hombros.

– Eh, yo creo que para el mes que viene ya hará calor -dijo intentando sonreír.

En cuanto Henry se hubo marchado, Willie trató de hacer algo en el cuadro nuevo y cambió varias veces la maldita música. No sirvió de nada.

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