36

Veinte minutos para llegar al despacho de Richard. Veinte minutos de auténtico infierno.

El gemelo de Richard en el lugar en que Bill Pruitt había sido asesinado.

¿Cómo era posible?

Kate miró por la ventanilla del taxi los edificios de oficinas, la gente, los carteles, las luces, lo veía todo borroso.

En el despacho exterior, la secretaria de Richard, Anne-Marie le sonrió y la saludó con la mano, pero Kate pasó rápidamente por su lado.

– ¡Kate! -Richard abrió como platos sus ojos azules.

Kate se detuvo en el umbral del despacho.

Richard hizo las presentaciones pertinentes un tanto forzado.

– Señor Krauser. Mi esposa.

– Oh. -Kate tomó aire con rapidez-. Lo siento, yo…

– No pasa nada. -El hombre era o muy gentil o se asustó al ver la expresión de Kate-. Su esposo y yo ya habíamos terminado.

Richard miró a Kate con suspicacia cuando cerró la puerta detrás de su cliente.

– ¿Sabes quién era ése, Kate? El banquero de inversiones alemán que…

Kate dejó rodar el gemelo por el escritorio.

– Oh. -La voz de Richard dejó de sonar airada-. Hace tiempo que lo busco.

– Ya me lo imagino. -Kate se quedó quieta y contuvo el aliento.

– ¿Dónde lo has encontrado?

– En el apartamento de Bill Pruitt.

Durante unos instantes ninguno de los dos habló. Luego Kate estalló.

– ¡Por el amor de Dios, Richard! ¿Qué significa esto? Explícamelo, por favor.

Richard caminó hasta el final del despacho, ajustó un Marilyn enmarcado de Warhol que estaba perfectamente colocado. Se volvió y la observó con gravedad.

– Pruitt estaba malversando dinero de Hágase el Futuro. Encontré discrepancias en las cuentas que Pruitt llevaba para la fundación. Fui a verle aquella noche y… -Richard habló con tranquilidad, aunque seguía ajustando marcos, recogiendo pelusa imaginaria de su americana de raya diplomática, revolviendo los papeles del escritorio, caminando-. Bueno, no es lo que parece, maldita sea. Fui a verle para que me lo explicara. El cabrón se rió en mi cara. Estaba borracho. Perdí la paciencia. Le di un puñetazo. -El cuerpo larguirucho de Richard se desplomó en el confidente de cuero que había bajo una serie de reproducciones de David Hockney: todo piscinas y palmeras y cielos azules de California. Alzó la vista hacia Kate-. No pensarás que lo maté, ¿verdad?

Kate se quedó mirando a Richard fijamente.

– No sé lo que pienso. -Ella también tenía ganas de desplomarse.

– Oh, venga, Kate. Soy yo. Richard. Tu marido.

Sí. El marido que le había mentido. Engañado. A Kate le relampagueaban los ojos color avellana.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– Quería decírtelo pero…

– ¿Pero qué?

Kate sacudió la cabeza, intentando encontrarle un sentido, pero las imágenes se le aparecían fugazmente en la cabeza: Richard dándole un puñetazo a Pruitt, ese gemelo en el suelo, el morado de la mandíbula de Pruitt. Kate se presionó la frente con los dedos como si intentara apagar el interruptor de aquella horrible película.

– Después de diez años de matrimonio -dijo-, ¿cómo pudiste no contármelo?

– Tenía la intención clara de decírtelo, pero Elena acababa de ser asesinada y no me pareció importante. -Richard se frotó las sienes-. Pensé decírtelo más adelante.

– ¿Más adelante? -Kate cerró los puños y se le pusieron blancos, pero estaba escuchando. Quería oír las palabras de su esposo-. ¿Y qué pasó más tarde?

– Más tarde murió Pruitt. Seguía teniendo intención de decírtelo pero Arlen James no quería que nadie supiera del desfalco de Pruitt en Hágase el Futuro. Arlen y yo teníamos intención de encararnos a Pruitt juntos al día siguiente. Pero cuando encontraron a Bill asesinado, a Arlen le entró el pánico, se preocupó por la reputación de la fundación. No quería que la historia del desfalco saliera a la luz. Bastante tenía la fundación con hacer frente a la muerte de Elena y luego la de Bill. ¿Quién va a apoyar a una organización benéfica que no sabe cuidar de su dinero?

Cierto. De todos modos, Kate no lograba disipar la duda que se había abierto paso en su interior. Se sentía inestable, confundida.

– Estaba muy asustado. Me refiero a que Bill estaba muerto y yo había estado en su apartamento, y nos peleamos…

De pronto Richard parecía un niño pequeño y perdido. Kate sentía el impulso de acercarse a él, de abrazarlo, de acariciarle los rizos, de decirle que no pasaba nada. Pero al mismo tiempo todo lo que le había dicho hasta el momento le sonaba sospechoso, mancillado. ¿De verdad trabajaba hasta tan tarde por las noches? ¿Y los viajes fuera de la ciudad? Y si había golpeado realmente a Pruitt, ¿por qué no dar un paso más… y matarlo? Aunque se resistía, la imagen de Pruitt en el baño mientras Richard lo mantenía sumergido tomaba forma en su cabeza. ¿Y la forma en que Richard había mirado siempre a Elena? ¿Era algo más que paternal? «Cielo santo.» No quería pensar esas cosas pero era incapaz de evitarlo.

– Creía que éramos un equipo -afirmó ella.

– Lo somos.

– Lo éramos -le corrigió Kate-. Si me lo hubieras contado podría haberte ayudado.

– ¿Cómo, Kate? -Richard negó con la cabeza-. Después de la muerte de Bill, era más sensato que no lo supieras. Saberlo te habría colocado en una situación muy incómoda, tú trabajando en el caso y tu marido peleándose con una de las víctimas. ¿Qué te habría parecido? Pasó demasiado tiempo. -Abrió las manos con las palmas hacia arriba-. Pensé que era mejor así. Que ya te lo contaría cuando todo hubiera terminado. -Richard levantó un pisapapeles de cristal del escritorio, se lo pasó de una mano a la otra-. Bill Pruitt estaba perfectamente cuando le dejé. Vamos, Kate. Tú me conoces. No mataría ni a una mosca.

– Tampoco pensaba que fueras capaz de darle un puñetazo a alguien -dijo Kate. Se sentó con cuidado en el sofá de cuero de Richard-. ¿Y si Bill fue asesinado por culpa del desfalco?

– Imposible. -Siguió pasándose el pisapapeles de una mano a otra-. Arlen y yo éramos los únicos que lo sabíamos.

– ¿En serio que Arlen y tú pensabais que iba a ir por ahí contando esa información de forma indiscriminada? -Kate respiró hondo-. Parece mentira que no me conozcas mejor, Richard.

– Si lo hubieras sabido, quizá no te habría quedado más remedio que divulgarlo, y no había ninguna necesidad, está claro que no tuvo nada que ver con el asesinato de Bill, ni con el artista de la muerte. -Richard abrió unos ojos como platos-. Cielos. ¿Te das cuenta de que estuve ahí, en casa de Pruitt, justo antes de que el loco ese lo matara?

– Sí, me doy perfecta cuenta. -Un escalofrío le recorrió los músculos de la espalda-. Dios mío, tienen tus huellas, Richard.

– ¿Y qué? Mis huellas no están registradas. No soy un delincuente. -Dirigió la mirada al enorme ventanal que enmarcaba un tramo impresionante del río Hudson, un par de edificios recién construidos y unos cuantos muelles desérticos que salpicaban la orilla del río.

– Dios mío, Richard. Si esto sale a la luz… -Kate se tapó los ojos. Deseaba que todo se desvaneciera: la muerte de Elena, Richard en el apartamento de Pruitt, esa conversación. Veía puntitos en la oscuridad que reinaba tras sus párpados.

– ¿Por qué iba a salir a la luz? -Richard dejó de jugar con el pisapapeles, lo dejó caer sobre el escritorio con un golpe seco-. Tú eres la única que lo sabe.

– Por ahora. -Kate abrió los ojos. Tardó unos segundos en enfocar el rostro de Richard.

– Bueno, no vas a contárselo a nadie, ¿no? -Se separó del escritorio y se levantó.

– Por supuesto que no.

Kate no paraba de darle vueltas a la alianza que llevaba en el dedo, se imaginó a ellos dos bailando en una fiesta, el suave tacto de la mano de Richard en la base de la columna, sus mejillas en contacto, el olor de su bálsamo para después del afeitado. ¿Había sido apenas hacía unas semanas?

Richard la tomó de la mano.

El acto la tranquilizó un poco, la ayudó a concentrarse.

– Richard, cuando estuviste allí, en casa de Bill Pruitt, ¿te fijaste en un pequeño retablo, una Virgen con el Niño Jesús?

– No. ¿Por qué?

– Porque Bill Pruitt tenía uno que ha desaparecido, ¿recuerdas?

Richard bajó la mano.

– No me estás acusando de haberlo robado, ¿verdad?

Kate se puso tensa.

– Sólo te he preguntado si lo habías visto. No le des la vuelta a la tortilla y me conviertas en la mala.

– No, no vi ninguno. Si lo hubiera visto, a lo mejor me lo habría llevado, como pago por su desfalco. -Extendió la mano otra vez, le tocó el brazo-. Lo siento. De verdad que lo siento. ¿Me perdonas?

Kate quería perdonarle, creerle, dejar todo eso atrás, pero las imágenes y los sentimientos seguían acuciándola.

– No estoy segura.

– Oh, venga, Kate.

Richard le rozó el brazo con los dedos y a ella se le puso la carne de gallina. Kate colocó la mano encima de la de él.

– Lo intento -dijo.

Richard trató de darle un beso, pero Kate lo rechazó.

– Lo siento, pero voy a tardar más de un minuto en superarlo.

– Intentaba proteger a la fundación, Kate. Pensaba que tú estarías de acuerdo conmigo.

– Tal vez lo habría estado. -Kate era incapaz de ocultar la decepción que transmitía su voz-. Si me hubieras dado la oportunidad.

– Cometí un error, Kate. Lo siento. Debería habértelo contado.

– Sí, deberías habérmelo contado. -Kate tragó saliva, intentó contener las lágrimas que se le agolpaban en los ojos.

– ¿Y si nos damos un abrazo?

Kate aflojó el cuerpo entre sus brazos.

– Por favor, Richard. No vuelvas a ocultarme nada. No me importa lo grave que sea.

Richard la envolvió en sus brazos.

– De acuerdo, lo reconozco. Los corredores de Bolsa quieren matarme, me he acostado con Elizabeth Hurley y maté al sheriff.

– Muy gracioso -dijo Kate.

– Eh, ¿dónde está tu sentido del humor?

Kate lo miró a los ojos.

– Creo que lo perdí cuando encontré tu gemelo en el lugar donde se cometió un asesinato.


Kate se sentó en el borde de su cama completamente blanca. No tenía valor para volver a la comisaría. ¿Y si Slattery o Brown le preguntaban si había encontrado algo en casa de Pruitt? «Oh, nada, sólo el gemelo de mi marido, eso es todo.» Era como si todo se desmoronase a la vez. Su esposo le mentía, las finanzas de la fundación eran una ruina, el caso estancado, Willie apenas le hablaba. Era como si todo se deshilvanase; como si ella se deshilvanase. Kate casi podía ver trozos de sí misma arrancados, esfumándose.

Se desplomó sobre la cama, cerró los ojos, vio el haz de luz, el gemelo de Richard sobresaliendo por la esquina de la alfombra. ¿Era posible que le estuviera mintiendo? ¿Qué era lo que le había dicho el otro día? Que nunca se llegaba a conocer a nadie, que todo el mundo tenía secretos. ¿Los tenía él? Maldita sea, no quería pensar de ese modo. Richard no era un asesino. Y ella tampoco era una de esas esposas ingenuas que nunca sospechan nada mientras sus esposos van por ahí violando animadoras.

Sonó el teléfono, pero Kate dejó que saltara el contestador. Era su amiga Blair hablando de la fiesta de la fundación y luego algo sobre el prestigio social que Kate estaba perdiendo.

Oh, fantástico. Una pérdida más que Kate podía añadir a su lista.


Tardarán varios días en encontrar al muchacho. Los ladrillos que le ató a los pies antes de lanzarlo al río hacen que sea toda una certeza.

Pero se siente… incompleto. Oh, claro, fue bonito mientras duró. Pero ¿ahora qué? ¿Cómo convertirlo en otra cosa?

«Inténtalo.»

Cierra los ojos, imagina al adolescente flotando bajo el agua. Para que sea más colorido, añade un banco de peces caleidoscópico que nadan alrededor del cadáver. Luego unos cuantos desechos del río Hudson -un neumático viejo, una silla de metal torcida cubierta de musgo verde y suave, una muñeca sin cabeza- objetos encontrados que lo convierten en un bodegón surrealista. ¡Eso es! Una de esas enormes obras de acuario como las que hace el artista británico Damien Hirst. Oh, vaya si estaría celoso el señor Hirst de poder jugar con un cuerpo de verdad.

De todos modos, debe reconocer que no le gustó tanto sin su público. Necesita volver a acercarse.

Recorre la habitación de un lado a otro. Tal vez sea demasiado pronto. Pero ahora nada le detendrá.

Encuentra el dispositivo electrónico que ha comprado por Internet. Le pesa poco en las manos, el metal es frío. Lo ha probado varias veces y funciona, sirve para que su voz suene hueca, inidentificable. Habla a través del aparato: «Probando, probando, probando.» La palabra resuena en la sala, una y otra vez, su voz suena rara, completamente alterada.

– Hola -dice-. Buenas noches. ¿Te sorprende saber de mí? -La voz le suena tan ajena que se queda desconcertado unos momentos, son demasiadas voces, demasiadas psiques con las que tratar. Pero vuelve a hablar, se centra en el hecho de que sí es su voz distorsionada por el dispositivo metálico-. Soy yo -dice, mientras escucha el eco-: yo, yo, yo…

Se echa a reír. Qué sorprendida se quedará. Pero ¿realmente puede llevarlo adelante?

«Hazlo.»

– No estoy seguro.

«Hazlo. Eres más listo. Invisible.»

Se para a pensar un momento. Es cierto. Basta con darse cuenta de cómo entra y sale de los sitios, nadie se percata. En realidad es como si fuera invisible… cuando quiere serlo.

Tiene el auricular en la mano.

En realidad es por el bien de ella. No quiere que se duerma en los laureles.


En el sueño, ella está corriendo por un campo. Es de noche. Va desnuda.

Llega a la linde de un bosque, es tan frondoso que tiene que ir esquivando árboles; las ramas larguiruchas y sin hojas le arañan la piel.

Pero ahora él también está ahí, el hombre, llamándola por su nombre. ¿Por qué está tan asustada? La voz le resulta familiar, no amenazadora.

Por favor, necesito que me lo devuelvan.

El bosque se ha vuelto menos denso.

Echa a correr a toda velocidad, siente su presencia detrás de ella. Lo oye jadear.

Se aventura a echar un vistazo por encima del hombro, tropieza con una piedra, deja caer el pequeño objeto que agarraba con la mano, que resbala por el suelo y acaba al lado de un montículo empapado de hojas.

Se inclina hacia delante, extiende el brazo para recogerlo, es un pequeño gemelo de oro y ónix. La sombra del hombre le cae en la espalda. Lleva cuchillo.

Oye sus propios gritos, un repique que reverbera una y otra vez.


El sonido la despertó de la pesadilla.

Kate se dio cuenta de que estaba sonando el teléfono que tenía al lado de la cama. Levantó el auricular mientras el corazón le latía con fuerza.

– ¿Diga?

– Ho… la -dijo él.

– ¿Quién es? -preguntó todavía medio dormida.

– Ya lo… sabes. -La voz estaba distorsionada, sonaba metálica, hueca, sumamente lenta.

Con eso fue suficiente. Se despertó de golpe. «Dios mío. ¿Es él?»

Recordó la escucha telefónica que Mead le había puesto. «Haz que hable.» -¿Dónde has estado?

– Descansando.

– ¿Por qué?

– ¿Me echas… de menos?

Kate se paró a pensar qué decir durante unos instantes. ¿Qué tipo de respuesta buscaba?

– Sí -respondió-. Te he echado de menos.

Prácticamente oyó su sonrisa al otro lado de la línea.

– Volveré.

– ¿Cuándo?

– Búscame… mañana.

– ¿Dónde?

– En… la… fiesta.

– ¿Cómo voy a…?

Pero había colgado.

Kate escuchó el tono de marcado y rápidamente tecleó el código, oyó otra voz, cansada.

– ¿Lo has oído?

– Sí -dijo-. Lo tengo.

– ¿Lo puedes localizar?

– Lo intentaré.

Kate esperó. Entonces se dio cuenta de que se había quedado dormida con la ropa puesta. Miró el reloj de la mesilla. Pasaban unos minutos de las cinco de la mañana. Le resultaría imposible volver a conciliar el sueño.

El policía volvió a llamarla.

– No ha estado el rato suficiente para localizar la llamada -explicó-. Pero está todo en la cinta.

– Ponte en contacto con Randy Mead -dijo-. Inmediatamente. Dile que el tipo me ha llamado. Y asegúrate de que la información llegue a la comisaria Tapell.

Kate se arrastró fuera de la cama. Deseó que Richard estuviera ahí en vez de en un avión rumbo a Chicago para tomar declaraciones a primera hora de la mañana. Maldición. En ese momento necesitaba un abrazo.

Entonces recordó el sueño, el gemelo, y se estremeció.

Descolgó el teléfono otra vez, intentó evitar que le temblara la mano. Joder, daba igual la hora que fuera. Iba a llamar a Mead y a Tapell ella misma.

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